domingo, 8 de septiembre de 2024

Otros poemas. Salvatore Quasimodo (1901-1968)

Árbol.

De ti una sombra se desprende
que la mía muerta parece
si al movimiento oscila
o rompe azulinas aguas frescas
a orillas del Ánapo, al que vuelvo esta noche
en que marzo lunar me incitó,
rico ya de alas y de hierbas.

No sólo de sombra vivo,
que tierra y sol y dulce don de agua
nuevos follajes te dieron
en tanto yo me inclino y seco
palpo en mi rostro tu corteza.





Caída entre las flores.

Se adivinaba la estación oculta
en la ansiedad de la nocturna lluvia,
en el vaivén celeste de las nubes
como ligeras cunas ondulantes...
     Había muerto YO.

Una ciudad suspensa entre los aires
     era mi exilio último;
en derredor sentía la llamada
de süaves mujeres de otros días;
la Madre a quien los años juvenecen,
tomando la más blanca de las rosas,
con dulce mano la dejó en mis sienes.

Fuera de la ciudad era la noche...
     Los astros recorrían
curvas de oro en sus ignotos rumbos;
todas las cosas, vueltas fugitivas,
lleváronme a sus ángulos secretos
     para contarme de jardines
     de par en par abiertos,
y del sentido exacto de las vidas.

Yo, en tanto, padecía con inmobles
ojos viendo la última sonrisa
de una mujer caída entre las flores.





Carta a la madre.

"Mater dulcíssima, ahora se levantan la nubes,
el Navío topa confusamente contra los diques,
los árboles se hinchan de agua, arden de nieve;
no estoy triste en el Norte; no estoy en paz
conmigo mismo, pero no espero
el perdón de ninguno; muchos me deben lágrimas
de hombre a hombre. Sé que no estás bien, que vives
como todas la madres de los poetas, pobre
y según la medida de amor
por los hijos lejanos. Hoy, soy yo
quien te escribe" .Finalmente, dirás dos palabras
sobre aquel muchacho que huyó de noche con su chaquetilla
y algunos versos en el bolsillo. Pobre, tan impetuoso
lo matarán algún día en algún lugar.
"Cierto, recuerdo, fue en aquella escalerilla gris
de los lentos trenes que llevaban almendras y naranjas
a la boca del Imera, el río lleno de urracas,
de sal de eucaliptus. Pero ahora te agradezco,
-sólo esto quiero- con la misma ironía que pusiste
en mis labios, igual a la tuya.

Esa sonrisa me ha salvado de llantos y dolores.
No importa si ahora tengo alguna lágrima por ti,
por todos aquellos, que como tú esperan
y no saben qué. Ah, amable muerte,
no toquéis el reloj de cocina que golpea en el muro:
toda mi infancia ha pasado en el esmalte
de su esfera, en sus flores pintados;
no toquéis las manos, el corazón de los viejos.
es, Pero tal vez alguno responde. Ah, muerte piadosa,
muerte pudorosa,
Adiós, amada adiós dulcíssima mater".





Ciudad muerta.

Inútilmente, ¡oh manos!
removéis bajo el polvo:
la ciudad está muerta.

Sobre el Naviglio
todos oyeron el zumbar siniestro.
El ruiseñor en cuyo arpegio
se anunciaba el tramonto
cayó desde la antena del convento.

A qué buscar el pozo
si ya no tienen sed los vivos...
A qué palpar sus cuerpos
hinchados y rojizos:
dejadlos en su suelo;
dejadlos en su sitio,
que la ciudad ha muerto...





La lluvia.

He aquí la lluvia:
los aires callados remece,
y las golondrinas
-gaviotas de mínimos peces-
las aguas oscuras, tranquilas,
rizan en los lagos.
Un olor de heno
satura recintos y campos.

Y el año se va
sin dar un lamento,
ni lanzar un grito,
que un día más
pudiera ganar de improviso.





La noche se va.

Ha muerto la Noche; la Luna
lentamente en el cielo se esfuma
y se deslíe sobre los canales.

Septiembre aún impera
sobre esta tierra de llanura;
los prados tienen la verdura
de los valles del sur en primavera.

Los compañeros he dejado;
el corazón entre los viejos muros,
      he ocultado:
mi soledad se queda a recordarte!...

Pero despunta el día;
ya en las praderas
bate el pisar de los caballos.

TÚ también, más distante que la Luna,
vas por la lejanía.





Ninguno.

Tal vez soy un niño:
los muertos le causan pavura.
Sin embargo, a la muerte le clama
soltarlo de toda criatura
-niño, árbol, bestezuela-
de tantas cosas en que pulsan
corazones roídos de tristeza.

Es que no tiene ya qué dar
y las calles oscuras están,
y no encuentra, Señor, ser alguno
que logre, a tu vera,
ponerlo a sollozar.





Refugio.

Al borde del tajo
se retuerce un pino
suspenso: curvado
cual una ballesta,
parece escrutar el abismo.

Las aves nocturnas
lo tienen de asilo;
y en horas profundas,
alas que se abaten
conturban el aire dormido.

Corazón en sombra:
suspenso tu nido
de una voz remota,
te pasas lo noche en atisbo.





Y súbito la noche.

Hendido por un rayo de sol
todo hombre está solo
sobre el corazón de la tierra;
de pronto,
la noche que cierra.





Y tu vestidura es blanca.

Tienes la cabeza inclinada y me miras,
y tu vestidura es blanca,
y un seno asoma por el encaje
suelto sobre el hombro izquierdo.
Me rebasa la luz; tiembla
y toca tus brazos desnudos.
Vuelvo a verte. Palabras
cerradas y rápidas decías,
que ponían corazón
en el peso de una vida
que sabía de circo.
Profundo el camino
sobre el que descendía el viento
ciertas noches de marzo
y nos despertaba desconocidos
como la primera vez.


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