A la señora Nina de Villard.
Lo desconocido es la parte del león.
FRANÇOIS ARAGO
La Estatua del Comendador puede venir a cenar con nosotros; ¡puede tendernos la mano! Se la estrecharemos. Quizás sea él quien tenga frío.
Una noche de carnaval del año 186..., C..., uno de mis amigos, y yo, por una circunstancia absolutamente debida a los azares del tedio «ardiente y vagos», estábamos solos en un palco, en el baile de la Ópera. Desde hacía algunos instantes admirábamos, entre el polvo, el tumultuoso mosaico de máscaras que aullaban bajo las arañas y se agitaban bajo la sabática batuta de Strauss. De golpe, se abrió la puerta del palco: tres damas, con un rumor de seda, se aproximaron por entre las pesadas sillas y, tras haberse despojado de sus máscaras, nos dijeron:
―¡Buenas noches!
Eran tres jóvenes de un encanto y una belleza excepcionales. Algunas veces las habíamos encontrado en el mundillo artístico de París. Se llamaban: Clío la Cendrée, Antonie Chantilly y Annah Jackson.
―¿Vienen ustedes aquí para esconderse, señoras? ―preguntó C... rogándoles que se sentasen.
―¡Oh! Pensábamos cenar solas, porque la gente de esta fiesta, tan horrible y aburrida, ha entristecido nuestra imaginación ―dijo Clío la Cendrée.
―¡Sí, ya nos íbamos cuando los hemos visto! ―dijo Antonie Chantilly.
―Así pues, vengan con nosotras, si no tienen nada mejor que hacer ―concluyó Annah Jackson.
―¡Luz y alegría!, ¡viva! ―respondió tranquilamente C...― ¿Tienen algo en contra de la Maison Dorée?
―¡En absoluto! ―dijo la deslumbrante Annah Jackson desplegando su abanico.
―Entonces, amigo ―continuó C... volviéndose hacia mí―, toma tu tarjeta, reserva el salón rojo y envía al criado de miss Jackson para que lleve el recado. Es, creo yo, lo más indicado, a menos que tengas algo organizado de antemano en tu casa.
―Señor ―me dijo miss Jackson―, si se sacrifican por nosotras llegando incluso hasta moverse, encontrarán a esa persona disfrazada de ave fénix ―o mosca― descansando cómodamente en el vestíbulo. Responde al transparente seudónimo de Baptiste o de Lapierre. ¿Tendrían esa amabilidad?; y vuelvan rápidamente para amarnos sin cesar.
Hacía unos momentos que yo no escuchaba a nadie. Observaba a un extranjero situado en un palco, frente al nuestro: un hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de una palidez oriental; tenía unos binóculos y me dirigía un saludo.
―¡Eh! ¡Ese es mi desconocido de Wiesbaden! ―me dije en voz baja, tras recordar un poco.
Como ese señor me había hecho, en Alemania, uno de esos pequeños favores que la costumbre permite intercambiar entre viajeros (creo que fue a propósito de unos cigarros que me recomendó en el salón), yo le devolví el saludo. Instantes después, en el vestíbulo, mientras buscaba al fénix en cuestión, vi venir hacia mí al extranjero. Al ser su saludo de lo más amable, me pareció de buena educación proponerle nuestra compañía en el caso de que estuviera muy solo en tal tumulto.
―¿Y a quién debo tener el honor de presentar a nuestra graciosa compañía? ―le pregunté, sonriendo, cuando hubo aceptado.
―Al barón Von H... ―me dijo―. Sin embargo, visto el aspecto despreocupado de esas señoritas, las dificultades de pronunciación y esta bella noche de carnaval, déjeme tomar, por una hora, otro nombre, el primero que se me ocurra ―añadió―: ya está... ―se echó a reír―: el barón Saturno, si le parece.
Esta rareza me sorprendió un poco, pero como se trataba de una locura general, así lo anuncié, fríamente, a nuestras elegantes, según la denominación mitológica a la que aceptaba reducirse. Tal fantasía las predispuso a su favor: quisieron creer que era un rey de Las mil y una noches que viajaba de incógnito. Clío la Cendrée, juntando las manos, mencionó incluso el nombre de un tal Jud, célebre entonces, una especie de criminal a quien diferentes asesinatos parece que habían hecho famoso y enriquecido excepcionalmente, y al que aún no habían capturado. Una vez intercambiados los cumplidos:
―¿Querría el barón cenar con nosotros, por una deseable simetría? ―pidió la siempre previsora Annah Jackson, entre dos irresistibles bostezos.
Él quiso resistirse.
―Susannah nos ha dicho esto como don Juan a la estatua del Comendador ―repliqué bromeando―: ¡estos Escoceses son de una solemnidad!
―¡Habría que proponer al señor Saturno que viniera a matar el Tiempo con nosotros! ―dijo C..., que, frío, deseaba invitarlo «de una manera formal».
―¡Lamento mucho rehusar! ―respondió el interlocutor―. Compadézcanme porque una circunstancia de un interés verdaderamente capital me ocupa, mañana, muy temprano.
―¿Un falso duelo?, ¿una variedad de vermouth? ―preguntó Clío la Cendrée poniendo mala cara.
―No, señora, un... encuentro, puesto que se ha dignado preguntar al respecto ―dijo el barón.
―¡Bueno! ¡Apuesto que es por alguna disputa de pasillo en la Ópera! ―exclamó la bella Annah Jackson―. Su sastre, envanecido por el corte de un traje militar, lo habrá tratado de artista o de demagogo. Querido señor, esas observaciones carecen de importancia: es extranjero, eso se nota.
―Lo soy un poco en todas partes, señora ―respondió el barón Saturno inclinándose.
―¡Vamos!, ¿se hace usted de rogar?
―¡Raramente, se lo aseguro!... ―murmuró el singular personaje, con un aire a la vez galante y equívoco.
C... y yo intercambiamos una mirada: no entendíamos nada: ¿qué quería decir este hombre? Sin embargo, esta distracción nos parecía bastante divertida. Pero como los niños que se encaprichan con aquello que se les niega:
―¡Nos pertenece hasta el amanecer! ―exclamó Antonie, y lo tomó del brazo.
Se rindió y abandonamos la sala. Había hecho falta todo ese ramillete de inconsecuencias para llegar a este final; íbamos a encontrarnos en una intimidad bastante relativa con un hombre del que desconocíamos todo, salvo que había jugado en el casino de Wiesbaden y que había estudiado los diferentes sabores de los cigarros de La Habana. ¡Qué importaba! ¿Lo más normal, hoy en día, no es dar la mano a todo el mundo? Ya en el bulevar, Clío la Cendrée se recostó, riendo, al fondo de la calesa y a su tigre mestizo, que la esperaba como un esclavo:
―¡A la Maison Dorée! ―le dijo.
Luego, inclinándose hacia mí:
―No conozco a su amigo: ¿quién es? Me intriga muchísimo. ¡Tiene una extraña mirada!
―¿Mi amigo? ―respondí―: apenas lo he visto dos veces, durante la temporada última en Alemania.
Me miró con aire sorprendido:
―¡Qué! ―añadí―, ¡viene a saludarnos a nuestro palco y ustedes lo invitan a cenar con la credencial de un baile de disfraces como única referencia! Aun admitiendo que hayan cometido una imprudencia digna de mil muertes, es ya un poco tarde para que se alarmen en lo tocante a nuestro convidado. Si los invitados están poco dispuestos mañana a continuar su amistad, se saludarán como la víspera: eso es todo. Una cena no significa nada. Nada hay más divertido que simular comprender ciertas artificiales
susceptibilidades.
―¡Cómo! ¿Pretende no conocer perfectamente a las personas? Y si fuera un...
―¿No le he dado su nombre?, ¿el barón Saturno? ¿Teme comprometerlo, señorita? ―añadí con un tono severo.
―¡Sabes, eres un hombre intolerable!
―No tiene el tipo de un griego: por lo tanto nuestra aventura es bien simple. ¡Un millonario divertido! ¿No es lo ideal?
―Me parece bien, este señor Saturno ―dijo C...
―Y, al menos en época de carnaval, un hombre muy rico tiene siempre derecho a la estimación ―concluyó, con voz calmada, la bella Susannah.
Los caballos se pusieron en marcha: la pesada carroza del extranjero nos siguió. Antonie Chantilly (más conocida por su nombre de guerra, un poco empalagoso, de Isolda) había aceptado su misteriosa compañía. Una vez instalados en el salón rojo, rogamos a Joseph que no dejase entrar allí a ningún ser viviente, exceptuando a las ostras, a él, Joseph, y a nuestro ilustre amigo, el fantástico pequeño doctor Florian Les Eglisottes, si, por casualidad, venía a tomar su proverbial ración de cangrejos. Un ardiente leño se consumía en la chimenea. A nuestro alrededor se extendían insulsos olores de telas, de pieles abandonadas, de flores de invierno. Las luces de los candelabros abrazaban, en una consola, las plateadas cubetas en las que se helaba el triste vino de Aï. Las camelias, cuyos troncos se hinchaban en el extremo de sus tallos de latón, sobresalían de los jarrones colocados en la mesa. Fuera, caía una lluvia tenue y fina, mezclada con nieve; una noche glacial; ruido de coches, gritos de máscaras, la salida de la Ópera. Eran las alucinaciones de Gavarni, de Deveria, de Gustave Doré. Para apagar esos ruidos, los cortinones estaban cuidadosamente echados ante las cerradas ventanas.
Así pues, los convidados eran el barón sajón Von H..., el rubio y ensortijado C... y yo; además de Annah Jackson, la Cendrée y Antonie. Durante la cena, animada con brillantes locuras, me abandoné, muy lentamente, a mi inocente manía de observación y, debo decirlo, no fue sin que muy pronto me diese cuenta de que mi conocido merecía toda mi atención. ¡No, no era un frívolo, nuestro circunstancial invitado!... Sus rasgos y su apostura no carecían de esa conveniente distinción que nos hace tolerar a las personas: su acento no era molesto como el de algunos extranjeros ―únicamente, su palidez cobraba, por momentos, unos tonos particularmente descoloridos, e incluso macilentos―; sus labios eran más delgados que una pincelada; siempre tenía el ceño un poco fruncido, incluso cuando sonreía. Advirtiendo estos detalles y algunos otros, con esa inconsciente atención de la que algunos escritores están dotados, lamenté haberlo introducido tan a la ligera en nuestra compañía y me prometí borrarlo, al amanecer, de nuestra lista de amigos. Hablo de C... y de mí, naturalmente; porque el buen azar que nos había traído, esa noche, a nuestras huéspedes femeninas, se las volvería a llevar, como a fantasmas, al finalizar la noche.
Y además el extranjero no tardó en cautivar nuestra atención por una especial rareza. Su charla, sin estar fuera de lugar por el valor intrínseco de sus ideas, nos mantenía alerta por un sobreentendido muy vago que el sonido de su voz parecía deslizar intencionadamente. Este detalle nos sorprendía tanto más cuanto que nos era imposible, al examinar lo que él decía, descubrir otro sentido que no fuera el de una frase banal. Y dos o tres veces nos hizo estremecer, a C... y a mí, por la forma en que subrayaba las palabras y por la impresión de ocultas intenciones, totalmente imprecisas, que ellas nos producían. De repente, en medio de una carcajada, debida a alguna broma de Clío la Cendrée ―¡que era, realmente, divertida!― tuve la oscura impresión de haber visto a este caballero en una circunstancia muy diferente que la de Wiesbaden.
En efecto, esa cara tenía unos rasgos inolvidables, y sus ojos, al parpadear, mostraban en su rostro la idea de una luz interior. ¿Cuál era esa circunstancia? En vano me esforzaba por concretarla en mi mente. ¿Cedería a la tentación de enunciar las confusas nociones que despertaba en mí? Eran las de un acontecimiento semejante a los que se ven en los sueños. ¿Dónde podía haber ocurrido? ¿Cómo armonizar mis habituales recuerdos con esas intensas y lejanas ideas de crimen, de silencio profundo, de bruma, de rostros espantados, de antorchas y de sangre, que surgían en mi conciencia, con una insoportable sensación de realismo, a la vista de este personaje?
―¡Ah! ―balbucí por lo bajo―. ¿Estaré alucinando esta noche?
Bebí un vaso de champagne. Las ondas sonoras del sistema nervioso tienen esas misteriosas vibraciones. Ensordecen, por así decirlo, con la diversidad de sus ecos, el análisis del golpe inicial que las ha producido. La memoria distingue el medio ambiente del hecho en sí, y el hecho mismo se sumerge en esa sensación general, hasta permanecer tercamente indiscernible. Ocurre con esto como con esos rostros antaño familiares que, vistos de nuevo de improviso, turban, con una tumultuosa evocación de impresiones todavía dormidas, y que entonces es imposible nombrar. Pero los altivos modales, la amena reserva, la extraña dignidad del desconocido ―especie de velo que cubre seguramente la sombría realidad de su naturaleza―, me indujeron a considerar (por el momento, al menos) esa comparación como imaginaria, como una especie de perversión visual nacida de la fiebre y de la noche.
Decidí poner buena cara al festín, según mi deber y mi placer. Nos levantamos de la mesa jovialmente, y las carcajadas se mezclaron con las melodías tocadas al azar, en el piano, por unos dedos ligeros. Olvidé, pues, todas mis preocupaciones. Muy pronto hubo destellos de ingenio, ligeras declaraciones, besos vagos (parecidos al ruido de esos pétalos de flor que las bellas distraídas hacen chasquear entre las palmas de sus manos), hubo fuegos de sonrisas y de diamantes: la magia de los profundos espejos reflejaba silenciosamente, hasta el infinito, en largas filas azuláceas, las luces y los gestos.
C... y yo nos abandonamos al ensueño a través de la conversación Los objetos se transfiguran según el magnetismo de las personas que se les acercan, sin tener otro significado, para cada uno, que el que cada cual pueda prestarle. Así, lo moderno de esos dorados violentos, de esos muebles pesados y de esos cristales lisos era rechazado por la mirada de mi lírico amigo C... y por la mía. Para nosotros, esos candelabros eran necesariamente de oro puro, y sus cincelados estaban firmados por un auténtico Quinze-Vingt, orfebre de nacimiento. Realmente, esos muebles sólo podían provenir de un tapicero luterano que se había vuelto loco a causa de sus terrores religiosos, reinando Luis XIII. ¿De quién vendrían estos cristales sino de un vidriero de Praga, depravado por algún amor pentesileo? Los cortinones de Damasco eran aquellas antiguas púrpuras, encontradas finalmente en Herculano, en el cofre de las velaria sagradas de los templos de Esculapio o de Palas. La crudeza, verdaderamente singular, del tejido se explicaba, si acaso, por la acción corrosiva de la tierra y de la lava, y ―¡preciosa imperfección!―, lo hacía único en el mundo. En cuanto a la mantelería, nuestra alma conservaba una duda sobre su origen.
Existían motivos para pensar que eran muestras de sayales lacustres. Al menos no desesperábamos en encontrar, en los signos bordados en el hilo, los indicios de su origen acadio o troglodita. Quizás estábamos en presencia de los innumerables paños del sudario de Xisouthros lavados y vendidos, por piezas, como manteles. Sin embargo, tras examinarlos debimos contentarnos con sospechar que tenían inscripciones cuneiformes de un menú redactado en el reinado de Nemrod; disfrutábamos ya de la sorpresa y de la alegría del señor Oppert, cuando se enterara de este reciente descubrimiento. Luego, la Noche esparcía sus sombras, sus extraños efectos y sus medios tonos sobre los objetos, reforzando la buena voluntad de nuestras convicciones y ensueños. El café humeaba en las transparentes tazas; C... consumía con deleite un habano y se envolvía en copos de humo blanco, como un semidiós en una nube.
El barón H..., con los ojos medio cerrados, tendido sobre un sofá, con un aire banal, un vaso de champagne en su pálida mano que caía sobre la alfombra, parecía escuchar con atención las prestigiosas cadencias del dúo nocturno (del Tristán e Isolda de Wagner), que Susannah interpretaba con mucho sentimiento, acentuando las modulaciones incestuosas. Antonie y Clío la Cendrée, abrazadas y radiantes, permanecían en silencio mientras sonaban los acordes lentamente ejecutados por esta buena intérprete. Yo, encantado hasta el insomnio, también la escuchaba, junto al piano. Esa noche, cada una de nuestras blancas acompañantes había elegido el terciopelo. La entrañable Antonie, de ojos violetas, vestía de negro, sin un encaje. Pero al no estar orlada la línea de terciopelo de su vestido, sus hombros y su cuello destacaban duramente sobre la tela, como verdadero mármol.
Lucía un fino anillo de oro en el dedo meñique y tres engastes de zafiros brillaban en sus cabellos castaños, que caían, muy por debajo de su cintura, en dos rizadas trenzas. Al preguntarle una augusta persona, una noche, si ella era «honesta»:
―Sí, Monseñor ―había respondido Antonie―, honesta, en Francia, sólo es sinónimo de educada.
Clío la Cendrée, una exquisita rubia de ojos negros, ¡la diosa de la Impertinencia! (una joven desencantada que el príncipe Solt... había bautizado, a la rusa, vertiendo espuma de Roederer en sus cabellos), estaba vestida con un traje de terciopelo verde, bien ceñido, y un collar de rubíes le cubría el pecho. Se citaba a esta joven criolla de veinte años como modelo de todas las virtudes reprendibles. Ella hubiera embriagado a los más austeros filósofos de Grecia y a los más profundos metafísicos de Alemania. Muchos dandys se habían prendado de ella hasta llegar a los duelos, a la letra de cambio o al ramo de violetas. Volvía de Baden, donde había dejado cuatro o cinco mil luises en la mesa de juego, mientras reía como un niño. Una vieja dama germana, por lo demás escuálida, escandalizada ante ese espectáculo, le había dicho, en el Casino:
―Señorita, tenga cuidado: a veces es necesario comer un trozo de pan, y usted parece olvidarlo.
―Señora ―había respondido enrojeciendo la bella Clío―, gracias por el consejo. En cambio, aprenda que, para algunos, el pan siempre fue un prejuicio.
Annah, o más bien Susannah Jackson, la Circe escocesa, de cabellos más negros que la noche, de una mirada aguda como una sarisa, de pequeñas y ácidas frases, resplandecía, indolente, en su terciopelo rojo. ¡A ésta no la encontrarás, joven extranjero! Se asegura que es como las arenas movedizas: desequilibra el sistema nervioso. Destila deseo. Una larga crisis enfermiza, irritante y loca sería tu suerte. Cuenta con diversos duelos entre sus recuerdos. Su tipo de belleza, del que está segura, enfebrece a los simples mortales hasta el frenesí. Su cuerpo, aunque virginal, es como un oscuro lirio. Justifica su nombre que en antiguo hebreo significa, creo, esa flor.
Por muy refinado que te consideres (¡en una edad quizás aún tierna, joven extranjero!), si tu mala estrella permite que te encuentres en el camino de Susannah Jackson, para tener tu retrato a la quincena siguiente, sólo tendremos que imaginarnos a un joven que, después de haberse alimentado durante veinte años consecutivos de huevos y leche, se ve sometido, de golpe, sin vanos preámbulos, a un régimen exasperante (¡continuado!) de especias muy picantes y de condimentos cuyo sabor ardiente y fino le estraga el gusto, lo rompe y lo enloquece. La sabia encantadora se divertía, a veces, arrancando lágrimas de desesperación a viejos y hastiados lords, porque sólo el placer la seducía. Su proyecto, según algunos comentarios, es el de recluirse en una finca de un millón, a orillas del Clyde, con un hermoso joven al que irá matando, lánguidamente, para distraerse a su gusto. El escultor C.-B..., un día, bromeaba sobre un lunar que tiene junto a uno de sus ojos.
―El desconocido artista que ha tallado tu mármol ―le decía― ha olvidado esa piedrecita.
―No hables mal de tal piedrecita ―respondió Susannah―: es la que hace caer en desgracia.
Era semejante a una pantera. Cada una de estas mujeres llevaba, en la cintura, un antifaz de terciopelo, verde, rojo o negro, con dobles cintas de acero. En cuanto a mí (si hay que hablar de este convidado), yo llevaba también una máscara; menos visible, eso es todo. Como en el teatro, cuando desde un palco central se asiste, para no molestar a los vecinos ―por cortesía, en una palabra―, a un drama de estilo fatigoso y cuyo tema nos desagrada, así me comportaba yo por educación. Lo cual no me impedía lucir alegremente una flor en la solapa, como buen caballero de la orden de la Primavera. En aquel momento, Susannah abandonó el piano. Yo cogí un ramo de flores de la mesa y fui a ofrecérselo con ojos burlones.
―¡Eres una diva! ―dije―. Lleva una de estas flores como homenaje a los amantes desconocidos.
Ella cogió un capullo de hortensia que colocó, con amabilidad, en su corsé. ―¡No leo cartas anónimas! ―respondió poniendo el resto de mi sélam en el piano. La profana y brillante criatura juntó sus manos en el hombro de uno de nosotros para retornar a su lugar, seguramente.
―¡Ah!, fría Susannah ―le dijo C... riendo―, has venido, parece, al mundo con el único fin de recordarnos que la nieve quema.
Era, creo yo, uno de esos alambicados cumplidos que el final de una cena inspira y que, si tienen un significado real, es tan fino como un cabello. Nada está más cerca de la estupidez y, a veces, la diferencia es absolutamente invisible. Ante tan elegíaco propósito, comprendí que la llama de los cerebros comenzaba a apagarse y que era necesario reaccionar. Como una chispa basta a veces para reavivar el fuego, resolví hacerla brotar, a toda costa, de nuestro taciturno convidado. En ese momento, Joseph entró trayéndonos (¡rareza!) ponche helado, porque habíamos decidido emborracharnos como cubas. Desde hacía un minuto, observaba al barón Saturno. Parecía impaciente, inquieto. Le vi mirar su reloj, dar un brillante a Antonie y levantarse.
―Por ejemplo, señor de lejanas regiones ―exclamé, sentado a horcajadas en una silla y entre dos bocanadas de humo del cigarro―, ¿no pensará dejarnos antes de una hora? ¡Parecería misterioso, y como usted sabe, eso es de mal gusto!
―Mil disculpas ―me respondió―, pero se trata de un deber que no puede posponerse y que, por lo demás, no admite demora. Reciban ustedes mi agradecimiento por estos instantes tan agradables que acabo de pasar.
―¿Es entonces, realmente, un duelo? ―preguntó, inquieta, Antonie.
―¡Bah! ―exclamé yo, creyendo, efectivamente, en alguna querella de carnaval―, estoy seguro que exageras la importancia de ese asunto. Tu hombre está bajo alguna mesa, dormido. Antes de realizar un cuadro semejante al de Géróme, en el que tendrás el papel del vencedor, el de Arlequín, envía a la cita a un criado en lugar tuyo para que sepa si se te espera y, si es así, tus caballos sabrán recuperar el tiempo perdido.
―¡Cierto! ―manifestó C... tranquilamente―. Corteja a la hermosa Susannah que se muere por ti, te ahorrarás un resfriado, y te consolarás dilapidando uno o dos millones. Observa, escucha y decide.
―Señores, les confesaré que soy ciego y sordo tan a menudo como Dios me lo permite ―dijo el barón Saturno.
Y acentuó esta ininteligible enormidad de manera que nos sumió en las más absurdas conjeturas. ¡A punto estuve de olvidar la chispa en cuestión! Estábamos mirándonos con una molesta sonrisa, sin saber qué pensar de esta «broma» cuando, de repente, no pude reprimir una exclamación: ¡acababa de recordar dónde había visto a este hombre por primera vez! Y de pronto me pareció que los cristales, las caras, los cortinajes, y el festín nocturno se iluminaban con una luz maligna, una rojiza luz que surgía de nuestro invitado, semejante a algunos efectos teatrales.
―Señor ―susurré a su oído―, perdóname si me equivoco... pero, me parece haber tenido el placer de encontrarte, hace cinco o seis años, en una gran ciudad del Mediodía ―en Lyon, creo―, hacia las cuatro de la mañana, en una plaza pública.
Saturno levantó lentamente la cabeza y, observándome con atención:
―¡Ah! ―dijo―, es posible.
―¡Sí! ―continué mirándolo fijamente―. ¡Espera!, también había, en esa plaza, un objeto muy melancólico, a cuyo espectáculo me había dejado llevar por dos amigos estudiantes y que prometí no volver a contemplar nunca más.
―¡Cierto! ―dijo el señor Saturno―. ¿Y cuál era ese objeto, si no es indiscreción?
―A fe mía, si no recuerdo mal, señor, era como un cadalso, ¡una guillotina! ¡Ahora estoy seguro!
Estas palabras fueron intercambiadas en voz baja, muy baja, entre ese señor y yo. C... y las señoras charlaban en la sombra muy cerca del piano.
―¡Eso es!, ya me acuerdo ―añadí levantando la voz―. ¿Eh?, ¿qué piensa usted?, ¿lo recuerda? Aunque pasaste muy rápidamente ante mí, tu carruaje, rebasado durante un instante por el mío, me permitió verte a la luz de las antorchas. La circunstancia grabó tu rostro en mi mente. Tenía, entonces, exactamente la misma expresión que observo ahora en tu semblante.
―¡Ah! ¡Ah! ―respondió Saturno―, ¡es cierto! ¡Es, a fe mía, de una exactitud sorprendente, te lo confieso!
La estridente risa de este señor me sugirió la sensación de un par de tijeras cortando el cabello.
―Entre otros ―continué―, un detalle me llamó la atención. Te vi desde lejos, descender hacia el lugar en el que estaba situado el cadalso... y, a no ser que me haya equivocado en el parecido...
―No te has equivocado, querido señor, efectivamente, era yo ―respondió.
Al decir esto, sentí que la conversación se había tornado glacial y que, por consiguiente, tal vez yo faltaba a la estricta cortesía que un verdugo de tan extraña índole tenía derecho a exigirnos. Buscaba, pues, una banalidad para cambiar los pensamientos que nos envolvían a ambos, cuando la bella Antonie se apartó del piano diciendo con indolencia:
―A propósito, señoras y señores, ¿saben que hay, esta mañana, una ejecución?
―¡Ah!... ―exclamé, extrañamente agitado por estas palabras.
―Se trata del pobre doctor de la P... ―continuó tristemente Antonie―; hace tiempo me curó. Por mi parte, solamente lo censuro por haberse defendido ante los jueces, lo creí con más estómago. Cuando la suerte está echada de antemano, me parece que hay que reírse, en la nariz de esos golillas. El señor de la P... se olvidó de ello.
―¡Cómo! ¿Es hoy? ¿Definitivamente? ―pregunté esforzándome en hablar con voz indiferente.
―A las seis, hora fatal, señoras y señores!... ―respondió Antonie―. Ossian, el hermoso abogado, el preferido de Saint-Germain, vino ayer por la noche, a anunciármelo, para cortejarme a su manera. Lo había olvidado. Parece que han traído a un extranjero (!) para ayudar al Verdugo de París, habida cuenta de la solemnidad del proceso y de la distinción del culpable.
Sin percibir lo absurdo de estas últimas palabras, me volví hacia el señor Saturno. Estaba de pie ante la puerta, envuelto en un gran abrigo negro, sombrero en mano, con aspecto oficial. ¡El ponche me había embotado el cerebro! Para decirlo todo, yo tenía ideas belicosas. Temiendo haber cometido, al invitarle, lo que creo se llama en estilo parisiense una «pifia», la persona del intruso (fuera quien fuera) se me hacía insoportable y a duras penas podía contener mi deseo de hacérselo saber.
―Señor barón ―le dije sonriendo―, ante tus singulares sugerencias, ¿no tendríamos derecho a preguntarte si no eres, en cierto modo, como la Ley, «ciego y sordo tan a menudo como Dios te lo permite»?
Se acercó a mi, se inclinó con un aire agradable y me respondió en voz baja:
―¡Pero cállese, hay señoras!
Saludó a todos y salió, dejándome mudo, un tanto tembloroso y sin poder dar crédito a mis oídos. Permítame, lector, unas palabras. Cuando Stendhal quería escribir una historia de amor un tanto sentimental, tenía la costumbre, como ya es sabido, de releer antes una media docena de páginas del Código penal para ―decía él― coger el tono. Por mi parte, al metérseme en la cabeza escribir algunas historias, yo encontré más práctico, tras una madura reflexión, frecuentar lisa y llanamente, por la noche, uno de los cafés del paseo de Choiseul, donde el difunto señor X..., antiguo verdugo de París, iba a jugar de incógnito, casi todos los días, su partida de imperial. Me parecía un hombre tan bien educado como cualquier otro; hablaba en voz muy baja, pero muy clara, con una benigna sonrisa. Yo me sentaba en una mesa cercana y me divertía un poco con él cuando, llevado por la pasión del juego, exclamaba bruscamente: «¡Corto!» sin malicia alguna. Recuerdo que allí escribí mis más poéticas inspiraciones, utilizando una expresión burguesa. Por tanto, yo estaba inmune a la intensa sensación de horror que suelen provocar en los transeúntes esos señores vestidos con traje corto.
Era extraño que me sintiera, en ese momento, bajo la impresión de un sobrecogimiento tan intenso, puesto que nuestro convidado casual acababa de declararse uno de ellos. C..., que se había aproximado a nosotros mientras nos dirigíamos las últimas palabras, me golpeó levemente en el hombro.
―¿Has perdido la cabeza? ―me preguntó.
―¡Habrá recibido una gran herencia y solamente ejerce mientras espera un sustituto...! ―murmuraba yo, muy excitado por los vapores del ponche.
―¡Vamos! ―dijo C...―. ¿Acaso supones que él tenga, realmente, algo que ver con la ceremonia?
―Entonces, ¿has captado el significado de nuestra charla? ―le dije en voz muy baja―: ¡corta pero instructiva! ¡Este señor es un simple verdugo!, belga probablemente. Es el extranjero que Antonie mencionaba hace un momento. Sin su presencia de ánimo, yo hubiera sufrido tal contrariedad que habría aterrado a estas jóvenes.
―¡Venga ya! ―exclamó C...― ¿un verdugo con una indumentaria de treinta mil francos?, ¿que regala diamantes a su acompañante?, ¿qué cena en la Maison Dorée la víspera de prodigar sus cuidados a un cliente? Desde tus visitas al café de Choiseul ves verdugos por todas partes. ¡Bebe una copa de ponche! Tu señor Saturno es un pésimo bromista, ¿sabes?
Ante estas palabras, me pareció que la lógica, sí, que la fría razón estaba del lado de este querido poeta. Muy contrariado, tomé a toda prisa mis guantes y mi sombrero y me dirigí rápidamente al umbral, murmurando:
―Bien.
―Tienes razón ―dijo C...
―Esta pesada broma ha durado demasiado tiempo ―añadí mientras abría la puerta del salón. Si alcanzo a ese fúnebre mistificador, juro que...
―Un momento: juguemos a ver quién pasará primero ―dijo C...
Yo iba a responder adecuadamente y a desaparecer cuando, a mis espaldas, una voz alegre y muy conocida exclamó bajo la levantada cortina:
―¡Inútil! Quédate, mi buen amigo.
En efecto, nuestro ilustre amigo, el pequeño doctor Florian Les Eglisottes, había entrado mientras pronunciábamos nuestras últimas palabras: estaba delante de mí, dando saltitos, con su abrigo cubierto de nieve.
―Querido doctor ―le dije―, en un momento estoy con usted, pero...
Él me retuvo.
―Cuando le haya contado la historia del hombre que salía de este salón al llegar yo ―continuó―, le apuesto que no se preocupará ya en pedirle cuentas de sus ocurrencias.
Por otra parte, es demasiado tarde, su coche lo ha llevado ya muy lejos de aquí. Pronunció estas palabras en un tono tan extraño que me detuvo definitivamente. ―Veamos esa historia, doctor ―dije sentándome tras un momento de duda―. Pero, piénsalo, Les Eglisottes: respondes de mi inactividad y asumes la responsabilidad. El príncipe de la Ciencia posó en un rincón su bastón con empuñadura de oro, besó galantemente, con la punta de sus labios, los dedos de nuestras tres bellas desconcertadas, se sirvió un poco de madeira y, en medio de un silencio fantástico provocado por el incidente ―y por su propia entrada―, comenzó a hablar en estos términos:
―Comprendo toda la aventura de esta noche. ¡Estoy tan al corriente de todo lo que acaba de suceder como si hubiera estado con ustedes...! Lo que les ha ocurrido, sin ser precisamente alarmante, es, a pesar de todo, algo que hubiera podido serlo.
―¿Cómo? ―dijo C...
―Este señor es, efectivamente, el barón de H...; él pertenece a una importante familia alemana; es millonario, pero... El doctor nos miró:
―¡Pero el prodigioso caso de alienación mental que le aqueja, constatado por las Facultades de Medicina de Munich y de Berlín, representa la más extraordinaria y más incurable de todas las monomanías registradas hasta hoy! ―terminó el doctor con el mismo tono que hubiese empleado en su curso de fisiología comparada.
―¡Un loco! ¿Qué significa eso, Florián, qué quieres decir? ―murmuró C... yendo a echar el cerrojo de la puerta.
Las damas, ante esta revelación, dejaron de sonreír. En cuanto a mí, creía en realidad estar soñando, desde hacía unos minutos.
―¡Un loco! ―exclamó Antonie―; pero me parece que a esas personas se las encierra. ¿No?
―Creía haber explicado que nuestro caballero es varias veces millonario ―replicó muy serio Les Eglisottes―. Es él, pues, mal que les pese, quien hace encerrar a los demás.
―Y ¿cuál es su manía? ―preguntó Susannah―. Les prevengo que a mí me parece muy simpático.
―¡Quizá dentro de unos momentos, señora, su opinión no sea la misma! ―continuó el doctor después de encender un cigarrillo.
El lívido amanecer teñía los cristales, las velas amarilleaban, el fuego se extinguía; lo que escuchábamos nos producía la sensación de una pesadilla. El doctor no era dado a la mistificación: lo que él decía debía ser tan fríamente real como la máquina levantada lejos, en la plaza.
―Parece ―continuó entre dos sorbos de madeira― que en cuanto llegó a la mayoría de edad, este joven se embarcó hacia las Indias orientales; viajó mucho por los países asiáticos. Allí comienza el profundo misterio que esconde el origen de su accidente. Él asistió, durante algunas revueltas en Extremo Oriente, a los rigurosos suplicios que las leyes que rigen esos países, aplican a los rebeldes y a los culpables. Al principio, sin duda, debió de asistir por simple curiosidad de viajero. Pero, ante aquellos suplicios, se podría decir que surgieron en él los instintos de una crueldad que supera las capacidades de comprensión conocidas, y turbaron su cerebro, envenenaron su sangre y finalmente lo transformaron en el ser singular en que se ha convertido. Figúrense que gracias al dinero, el barón H... penetró en las viejas prisiones de las principales ciudades de Persia, de Indochina y del Tibet y que obtuvo varias veces de los gobernadores el derecho a sustituir a los ejecutores orientales para ejercer por sí mismo las funciones de verdugo. ¿Conocen el episodio de las cuarenta libras de ojos arrancados que llevaron, en dos bandejas de oro, al shah Nasser-Eddin, el día que entró solemnemente en una ciudad que se había sublevado? El barón, vestido como los hombres de la región, fue uno de los más ardientes ejecutores de tamaña atrocidad. El ajusticiamiento de los dos jefes de la rebelión fue de un horror aún mayor. Primero fueron condenados a que se les arrancaran los dientes con tenazas, y luego que les incrustasen esos mismos dientes en sus cabezas rasuradas para tal fin, y todo esto de manera que formasen las iniciales persas del glorioso nombre del sucesor de Feth- Alishah. Fue también nuestro aficionado quien, por un saco de rupias, consiguió ejecutarlos él mismo con la acompasada torpeza que le caracteriza. [Una simple pregunta: ¿quién es mas insensato, el que ordena tales suplicios o aquél que los lleva a cabo? ¿Se escandalizan? ¡Bah! Si el primero de estos dos hombres se dignase venir a París, nos honraríamos en preparar fuegos artificiales y ordenaríamos que las banderas de nuestros ejércitos se inclinasen a su paso, todo en nombre de los «Inmortales principios del 89». Así pues, sigamos.] Si hay que creer en los informes de los capitanes Hobbs y Egginson, los refinamientos que su creciente monomanía le inspiró en esas ocasiones sobrepasaron, con toda la altura del absurdo, las de Tiberio y de Heliogábalo, y todas aquéllas que se mencionan en los fastos humanos. Porque ―añadió el doctor― no se puede igualar en perfección a un loco en aquello en que desvaría.
El doctor Les Eglisottes se detuvo y nos contempló, uno a uno, con un aire burlón. Prestábamos tanta atención a este discurso que habíamos dejado apagar nuestros cigarros.
―Una vez de regreso a Europa ―continuó el doctor―, el barón H..., cansado ya hasta el punto de pensar en su curación, cayó de nuevo en su calenturienta fiebre. Sólo tenía un sueño, uno solo, más mórbido, más glacial que todas las abyectas imaginaciones del marqués de Sade: era, sencillamente, el de recibir el nombramiento de Verdugo GENERAL de todas las capitales de Europa. Pensaba que las buenas tradiciones y la habilidad periclitaban en esta rama artística de la civilización; que, como se dice, había peligro en la espera, y, valiéndose de los servicios que había prestado en Oriente (escribía en las peticiones que a menudo ha enviado), esperaba (si los soberanos se dignaban honrarle con su confianza) arrancar a los prevaricadores los chillidos más modulados que jamás hayan escuchado los oídos de un magistrado bajo las bóvedas de un calabozo. (¡Mire!, cuando se habla de Luis XVI delante de él, su ojo se ilumina y refleja un extraordinario odio de ultratumba: Luis XVI fue, ciertamente, el soberano que creyó en la abolición de la tortura previa, y probablemente sea este monarca la única persona que el señor H... haya odiado.)
Como se figuran, siempre fracasó en sus peticiones, y sólo gracias a las gestiones de sus herederos no se le ha encerrado como merece. En efecto, unas cláusulas del testamento de su padre, el difunto barón de H..., obligan a la familia a evitar su muerte civil a causa de los enormes perjuicios económicos que tal muerte produciría a sus parientes. Viaja, pues, libremente. Mantiene excelentes relaciones con todos esos señores de la Justicia capital. Por todas las ciudades por donde pasa, su primera visita es para ellos. Con frecuencia les ha ofrecido enormes sumas de dinero para que lo dejen operar, en su lugar, y yo creo, entre nosotros ―añadió el doctor guiñando un ojo―, que en Europa, ha decapitado a algunos.
Aparte de estas actividades, se puede decir que su locura es inofensiva, puesto que sólo la ejerce sobre personas designadas por la Ley. Exceptuando su alienación mental, el barón de H... tiene fama de ser un hombre de costumbres apacibles e, incluso, agradables.
De vez en cuando, su ambigua mansedumbre produce, quizás, escalofríos en la espalda, como suele decirse, a los íntimos que están al corriente de su terrible manía, pero eso es todo. Sin embargo, habla a menudo de Oriente con pena y debe de volver constantemente. La privación del diploma de Torturador en jefe del globo lo ha sumido en una negra melancolía. Imagínense los ensueños de Torquemada o de Arbuez, de los duques de Alba o de York. Su monomanía empeora de día en día. Igualmente, cuando se presenta una ejecución, emisarios secretos le advierten de ello; ¡antes incluso que a los mismos verdugos! Corre, vuela, devora la distancia, su lugar está reservado al pie de la máquina. Allí debe de estar en este momento en que les hablo: no dormiría tranquilo si no hubiera obtenido la última mirada del condenado.
Este es, señoras y señores, el caballero con el que han tenido la suerte de compartir esta noche. Añadiré que, alejado de su demencia y en sus relaciones con la sociedad, es un hombre de mundo verdaderamente irreprochable y el más agradable conversador, el más divertido, el más...
―¡Basta, doctor!, ¡por favor! ―exclamaron Antonie y Clío la Cendrée, a quienes la estridente y sardónica jovialidad de Florián había impresionado extraordinariamente.
―¡Pero es el chichisbeo de la Guillotina ―murmuró Susannah―: es el dilettante de la Tortura!
―Realmente, si no te conociera, doctor... ―balbuceó C...
―¿No lo creerías? ―interrumpió Les Eglisottes―. Tampoco yo lo creí durante largo tiempo; pero, si quieres, podemos ir allí. Justamente tengo mi tarjeta; podremos llegar hasta él a pesar de la barrera de la caballería. Sólo les pediría que observasen su rostro durante el cumplimiento de la sentencia, tras lo cual no dudarán más.
―¡Muchas gracias por la invitación! ―exclamó C...― prefiero creerte, a pesar del absurdo verdaderamente misterioso del hecho.
―¡Ah! ¡es que tu barón es un tipo!... ―continuó el doctor mientras atacaba una pirámide de cangrejos que milagrosamente había permanecido intacta.
Luego, al vernos a todos taciturnos:
―¡No hay que extrañarse ni afectarse en modo alguno por mis confidencias sobre este tema! ―dijo―. Lo que constituye el horror del asunto es la particularidad de la monomanía. En cuanto al resto, un loco es un loco, nada más. Lean a los alienistas: encontrarán allí casos de una rareza casi sorprendente; y les juro que nos codeamos durante el día, a cada momento, sin sospechar nada, con enfermos semejantes.
―Mis queridos amigos ―concluyó C... tras un momento de general estupor―, confieso que yo no sentiría ninguna repugnancia en chocar mi copa con la que me tendiera un brazo secular, como se decía en aquel tiempo en que los ejecutores podían ser religiosos. No buscaría la ocasión, pero si se me presentara, les diría sin exagerar (y Les Eglisottes me comprenderá) que el aspecto o la compañía de quienes ejercen las funciones capitales no me impresionaría en absoluto. Nunca he comprendido muy bien los efectos de los melodramas a este respecto.
Pero contemplar a un hombre que cae en la demencia, porque no puede realizar legalmente este oficio, ¡ah!, esto, por ejemplo, sí me impresiona. Y no dudo en declararlo: si hay, en la Humanidad, almas escapadas del Infierno, la de nuestro convidado de esta noche es una de las peores que se pudiera encontrar. Aunque le llamen loco, esto no explica su original naturaleza. Un verdugo real me resultaría indiferente; ¡nuestro horrible maniaco me hace temblar con un indefinible terror!...
El silencio que acogió las palabras de C... fue tan solemne como si la Muerte hubiera dejado entrever, repentinamente, su calva cabeza entre los candelabros. Me siento algo indispuesta ―dijo Clío la Cendrée con una voz entrecortada por el frío de la aurora y por la sobreexcitación nerviosa―. No me dejen sola. Vengan a mi casa. Intentemos olvidar esta aventura, señores y amigos; vengan: hay baños, caballos y habitaciones para dormir. (Apenas sabía lo que decía.) Está situada en medio del Bois, llegaremos en veinte minutos. ¡Compréndanme, se lo ruego! La imagen de ese hombre me pone enferma, y, si estuviera sola, temería verlo entrar repentinamente, con una lámpara en la mano, iluminando su insulsa y terrorífica sonrisa.
―¡Ésta ha sido, en verdad, una noche enigmática! ―dijo Susannah Jackson.
Les Eglisottes se limpiaba los labios, satisfecho, tras haber terminado el plato de cangrejos. Llamamos: Joseph apareció. Mientras arreglábamos cuentas con él, la Escocesa, acariciándose las mejillas con una pequeña pluma de cisne, murmuró, tranquilamente, cerca de Antonie:
―¿No tienes nada que decir a Joseph, pequeña Isolda?
―Sí, cierto ―respondió la bonita y pálida criatura―, ¡lo has adivinado, loca!
Luego, volviéndose al encargado:
―Joseph ―continuó ella―, toma este anillo: el rubí es demasiado intenso para mí. ¿No es así, Suzanne? Todos esos brillantes dan la impresión de que lloran alrededor de esta gota de sangre. Harás que la vendan y entregarás lo que te den por ella a los mendigos que pasen por delante de esta casa.
Joseph cogió el anillo, se inclinó con ese saludo sonámbulo del que sólo él posee el secreto y salió para llamar a los coches mientras las damas terminaban de arreglarse, se envolvían en sus largos dominós de raso negro y se ponían nuevamente sus máscaras. Dieron las seis.
―Un momento ―dije señalando el péndulo―: esta hora nos hace a todos un poco cómplices de la locura de ese hombre. Seamos más indulgentes con ella. ¿No somos, en este mismo momento, de una barbarie casi tan tétrica como la suya?
Ante tales palabras, permanecimos todos de pie, en un gran silencio. Susannah me miró tras su máscara: tuve la sensación de una luz acerada. Volvió la cabeza y abrió rápidamente una ventana. A lo lejos, todos los campanarios de París daban la hora. A la sexta campanada, todo el mundo se estremeció profundamente, y yo miré, pensativo, la cabeza de un demonio de cobre, de rasgos crispados, que sostenía, en un alzapaño, las sangrientas ondulaciones de los cortinones rojos.
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