Había estallado una tormenta en el pueblo de Hurly Burly. Las puertas estaban cerradas, los perros se habían recogido en sus casetas, y surcos y canalones eran cual río desbordado después del diluvio que había caído. En la casa grande, que se encontraba a una milla del pueblo, los grajos se llamaban unos a otros con el miedo que habían pasado, los cervatillos del bosque se atrevían a asomar la cabeza tímidamente por detrás de los troncos de los árboles y la vieja de la caseta del guarda se ponía en pie y devolvía su libro de oraciones al estante. En el jardín, las rosas de julio, desmañadas por su boyante plenitud, languidecían empapadas en las ramas, las cabezas inclinadas hacia la tierra por el peso de la lluvia. Las que ya se habían caído, yacían con sus caras florecientes boca abajo en el sendero donde Bess, la doncella de Mistress Hurly, las encontraría en su búsqueda matutina de pétalos de rosas para el potpourri de su señora. Multitud de hileras de lirios blancos, que habían alcanzado la perfección por los efectos del sol del presente día, yacían salpicados en el lodo de los arriates inundados. Pequeñas lágrimas se deslizaban por las mejillas ambarinas de las ciruelas en la pared sur y ni una sola abeja se había atrevido a salir de la colmena, aunque el aroma del aire era lo suficientemente dulce como para tentar al zángano más perezoso. El cielo presentaba aun un aspecto sensacional tras los troncos de los robles de las tierras altas, aunque los pájaros habían empezado a entrar y salir de entre la hiedra que envolvía el hogar de los Hurly de Hurly Burly.
Esta tormenta tuvo lugar hace más de medio siglo, y tenemos que recordar que Mistress Hurly iba vestida al estilo de aquella época al hacer su aparición silenciosamente por detrás del sillón del Squire ahora que los relámpagos habían cesado. Miraba con cierto nerviosismo en dirección a la ventana y fue a sentarse frente a su esposo, frente a la tetera y los pastelillos. Podemos imaginamos la delicada cofia de encajes con lazos aterciopelados, el volante del borde de su traje de batista que le llegaba ligeramente a los tobillos, los dibujos bordados de las costuras de sus medias y las escarapelas de sus zapatos, pero lo que no podemos imaginamos con tanta facilidad es el color lila de sus ojos bondadosos, ni la piel suave como la seda que aún conservaba su delicado esplendor, aunque algo arrugada por el paso de los años, ni tampoco la boca pálida dulce y fruncida, que el tiempo y el sufrimiento habían vuelto angelical al tiempo que intentaban en vano borrar su belleza.
Él era tan hosco como tierna era su mujer, tenía la piel tan oscura como ella la tenía blanca y el cabello gris tan erizado como el de ella lustroso. Los años le habían arado el rostro con surcos y estrías. Había sido un hombre un tanto fanfarrón, colérico y ruidoso, pero recientemente su mirada se había vuelto algo débil, su fuerte voz tenue, y el vigor de su paso firme se había retardado. Miraba con frecuencia a su esposa, y ésta más a menudo aún le devolvía la mirada. No era una mujer alta y él sólo le sacaba la cabeza. Curiosamente hacían muy buena pareja, a pesar de sus diferencias. Cuando ella se dirigía a alguien lo hacía con una brusquedad nerviosa, dejando entrever su voz y mirada sensibles; él tenía la voz y la mirada tosca, pero su ademán resultaba cortés. Recientemente se llevaban mejor que nunca lo habían hecho durante el apogeo de su amor juvenil. Una pena compartida había dado lugar a una singular semejanza entre ellos. Durante años el dictado de la esposa había sido: «¡No refrenes tanto a mi hijo!» y el del esposo éste: «¡Malcrías al chico siendo tan indulgente!» Pero ahora el ídolo que se había erguido entre ellos no estaba y podían contemplarse mutuamente mucho mejor.
La habitación que ocupaban era un salón agradable y anticuado, con muebles de patas de araña: una espineta y una guitarra estaban colocadas en sus respectivos sitios, con gran número de partituras al lado de las mismas; había una alfombra de guirnaldas rojizas sobre fondo azul pálido, acanaladuras azules sobre la pared y tenues dorados en los muebles. Había también una enorme urna repleta de rosas ante el ventanal abierto por el que entraban un delicioso airecillo procedente del jardín, el gorjear de los pájaros disponiéndose a dormir en la hiedra cercana y, ocasionalmente, el repiqueteo de unas gotas de lluvia vertidas sobre el suelo al arquearse una rama con la brisa. La urna que estaba sobre la mesa era de plata antigua y la porcelana de gran valor. No había nada en la habitación que fuera para la comodidad del cuerpo, sino que todo consistía en un delicado refinamiento para gozo de la vista.
Un imponente silencio envolvía todo Hurly Burly excepto en el vecindario de los grajos. Todos los seres vivos habían padecido los calores del mes pasado, y ahora, en comunión con la naturaleza, recibían la bendición del aire refrescante con silenciosa paz. Los señores de Hurly Burly compartían aquel espíritu y no estaban muy locuaces durante el té.
—¿Sabes? —dijo al fin Mistress Hurly—, cuando escuché el primer trueno retumbar, pensé que era... que era...
La dama se detuvo. Le temblaron los labios y los aterciopelados lazos de su cofia se agitaron de consternación.
—¡Bah! —replicó el viejo Squire consiguiendo que su taza resonara sobre el platillo—. Deberíamos olvidamos de eso. No se ha vuelto a oír nada al respecto desde hace tres meses.
En ese momento un sonido ensordecedor llegó a los oídos de ambos. La dama se levantó de su asiento temblando y juntó las manos mientras que el líquido de la tetera inundaba la bandeja.
—Tonterías, mi amor —dijo el Squire—. No es más que el sonido de ruedas. ¿Quién puede llegar a estas horas?
—¿Quién puede ser en verdad? —murmuró la dama volviendo a sentarse con nerviosismo.
Al poco, la agraciada Bess, la de los pétalos de rosas, apareció en la puerta en un revuelo de lazos azules.
—Perdón, señora, una dama acaba de llegar y dice que la esperan. Ha preguntado por sus aposentos y la he conducido a la habitación que estaba dispuesta para Miss Calderwood. Le envía sus respetos, señora, y bajará a reunirse con usted enseguida.
El Squire miró a su esposa y ésta a su vez hizo lo mismo.
—Debe tratarse de un error —murmuró la señora—. Será alguna visita que viene a Calderwood o a la finca. Resulta muy curioso.
Apenas hubo hablado cuando la puerta se abrió de nuevo y la forastera apareció: era una criatura pequeña (difícil decir si se trataba de una mujer o de una joven), vestida con un ligero traje negro de seda, los hombros estrechos cubiertos por una esclavina blanca de muselina. Llevaba todo el cabello recogido en un moño alto, salvo un flequillo corto que le caía sobre la estrecha frente a dos centímetros de las cejas. Tenía la cara morena y delgada, los ojos negros y rasgados, las cuencas aún más negras, la boca grande, de aspecto dulce y melancólico. Era todo cabeza, boca y ojos; la nariz y la barbilla no tenían nada de particular.
La visita cruzó la habitación deprisa, hizo una pequeña reverencia de cortesía en medio de la sala y se acercó a la mesa, diciendo abruptamente con un suave acento italiano:
—Señor, señora, aquí estoy. He venido a tocar su órgano.
—¡El órgano! —dijo con voz entrecortada Mistress Hurly.
—¡El órgano! —tartamudeó el Squire.
—Sí, el órgano —dijo la damita extranjera, deslizando los dedos por el respaldar de una silla como si buscara las notas allí mismo—. No hace ni una semana que el apuesto signore, su hijo, se dirigió a mi casa donde he vivido enseñando música desde que mi padre inglés y mi madre italiana, así como mis hermanos y hermanas, murieran y me dejaran tan sola.
En este punto dejaron de tamborilear los dedos y se secó un par de lagrimones de cada ojo, con cada mano, tal y como lo hacen los niños. Pero enseguida los dedos se pusieron en movimiento nuevamente, como si sólo pudiera hablar la lengua al moverse estos.
—El noble signore, su hijo —dijo la mujercita, mirando confiadamente primero a uno y luego al otro, mientras que un luminoso rubor resplandecía en su piel tostada—, a menudo venía a visitarme antes de aquello, siempre por las tardes, cuando el sol era cálido y amarillo al entrar en mi pequeño estudio y la música henchía mi corazón y podía tocar magníficamente con toda mi alma. Entonces él solía venir y decirme: «Venga, pequeña Lisa, toca mejor, aún mejor. Tengo trabajo que ofrecerte para más tarde.» A veces decía: «¡Brava!» y otras: «¡Eccellentissima!». Pero una noche, la semana pasada, vino a verme y me dijo: «Ya es suficiente. ¿Me juras que harás lo que yo te pida, sea lo que sea?» Al decir esto cerró los negros ojos. Y dije: «Sí.» Y él dijo: «Ahora eres mi prometida.» Y contesté: «Sí.» Y él dijo: «Recoge tu música, pequeña Lisa, y márchate a Inglaterra a ver a mi padre y a mi madre que tienen un órgano en su casa que hay que tocar. Si se negaran a dejarte tocar, diles que fui yo quien te mandó que fueras y así te dejarán hacerlo. Tienes que tocar durante todo el día y levantarte por la noche para seguir tocando. Que nunca te rinda el cansancio. Eres mi prometida y me has jurado hacer mi trabajo». Dije: «¿Le veré allí, signore» Y él contestó: «Sí, me verás allí.» Dije: «Cumpliré mi promesa, signore.» De modo que, señor, señora, aquí me tienen.
La suave voz extranjera dejó de hablar, los dedos dejaron de tamborilear en el respaldar de la silla y la pequeña forastera miró consternada a sus oyentes que la escuchaban pálidos y nerviosos.
—Se confunde. Debe tratarse de una equivocación —contestaron ambos a la vez.
—Nuestro hijo —empezó a decir Mistress Hurly, pero se le contrajo la boca en una mueca, se le quebró la voz y miró con pena a su esposo.
—Nuestro hijo —siguió el Squire, esforzándose por dominar el temblor de su voz—, nuestro hijo hace tiempo que muñó.
—No, no —contestó la pequeña extranjera—. Si lo creían muerto, alégrense, queridos señores. Está vivo; está bien, fuerte y apuesto. No hace más que uno, dos, tres, cuatro, cinco (contando con los dedos) días que estuvo a mi lado.
—Debe tratarse de algún error extraño, una coincidencia fuera de lo normal —dijeron los señores de Hurly Burly.
—Llevémosla a la galería —murmuró la madre de este hijo que estaba muerto y vivo a la vez—. Aún hay luz para ver los cuadros. No reconocerá su retrato.
Los sobrecogidos cónyuges condujeron a su extraña visitante hasta una habitación larga y oscura en el ala oeste de la casa donde los tenues destellos del cielo que se oscurecía iluminaban todavía los retratos de la familia Hurly.
—Sin duda alguna nuestro hijo se parece a este chico —dijo el Squire, señalando a un joven rubio de rostro apacible, un hermano suyo perdido en alta mar.
Pero Lisa negó con la cabeza y se fue silenciosa de puntillas, de un cuadro a otro, escudriñando los lienzos y apartándose preocupada. Pero al fin un grito de gozo sobrecogió la habitación que se encontraba en penumbra.
—¡Ah, aquí está! ¡Miren, aquí está, el noble signore, el bello signore, ni la mitad de apuesto de como era hace cinco días cuando se dirigió a la pobre y pequeña Lisa! Estimado señor, estimada señora, ahora estarán satisfechos. Llévenme, pues, hacia el lugar donde se encuentra el órgano de modo que pueda comenzar a hacer cuanto antes lo que él me pidió.
La señora de Hurly Burly se agarró con fuerza al brazo de su marido.
—¿Cuántos años tiene, muchacha? —dijo con voz débil.
—Dieciocho —contestó la visitante con impaciencia, mientras se dirigía hacia la puerta.
—¡Pero si mi hijo lleva veinte años muerto! —replicó la madre desvaneciéndose sobre el pecho de su esposo.
—Manda que traigan el carruaje enseguida —dijo Mistress Hurly, recuperándose de su desvanecimiento—. La llevaré a Margaret Calderwood y ésta le contará toda la historia. Margaret conseguirá que entre en razón. No, mañana, no; no puedo esperar hasta mañana, pues queda tan lejos. Tenemos que ir esta misma noche.
La pequeña signora pensó que la dueña de la casa estaba loca, pero se puso la capa de nuevo obedientemente y se sentó junto a Mistress Hurly en el carruaje de la familia. La luna, que las contemplaba a través de la ventanilla durante el recorrido, no era más blanca que el rostro ajado de la esposa del Squire, cuyos ojos turbios y vidriosos la miraban fijamente en un estado de duda y asombro que le impedían poder articular palabra o derramar lágrima alguna. Lisa, también, desde su rincón, se recreaba con la luna, mientras que sus ojos negros brillaban repletos de sueños apasionados.
Un carruaje se alejaba de la puerta de los Calderwood al tiempo que el coche de los Hurly se paraba frente a los escalones de la entrada. Margaret Calderwood acababa de volver de una cena y ante la puerta abierta se podía ver una figura espléndida de mujer, alta, vestida de terciopelo marrón, con unos diamantes sobre el pecho que resplandecían a la luz de la luna, la cual también la iluminaba a ella en un haz que abarcaba desde los aleros de la casa hasta el mismo suelo. Mistress Hurly cayó en sus brazos abiertos con un gemido; entonces la robusta mujer condujo a su anciana amiga, como si de un niño se tratara, al interior de la casa. Se olvidaron de la pequeña Lisa, que se sentó contenta en el umbral para recrearse con la luna durante más rato y tamborear sonatas imaginarias en el escalón de la puerta.
Hubo lágrimas y susurros en la penumbra de la habitación iluminada por la luna a la que Margaret Calderwood había llevado a su amiga. Fue una consulta que duró bastante, al final de la cual Margaret, tras haber logrado calmar a la afligida mujer en un rincón tranquilo de la estancia, salió en busca de la forastera morenita e inoportuna que había llegado de ultramar con tan disparatadas noticias del mundo de los muertos.
La joven siguió a la dama por la escalera señorial de la elegante casa de los Calderwood hasta una amplia habitación donde una lámpara encendida le mostró, en caso de que le importara comprobarlo, que esta mansión era más rica y lujosa que la de los Hurly Burly. El mobiliario de dicha habitación la revelaba como el santuario de una mujer cuyos intereses en la vida dependían de los recursos del intelecto y el buen gusto. Lisa no se fijó en nada, excepto en un pedazo de galleta que había en un plato.
—¿Puedo cogerlo? —preguntó ansiosa—. Hace tanto tiempo que no como. Estoy hambrienta.
Margaret Calderwood la contempló con una triste mirada maternal y, separándole el flequillo de la frente, la besó. Lisa la miró con asombro, devolviéndole la caricia con ímpetu. Los anchos hombros de Margaret, su cara de Madonna y su rubio cabello trenzado la dejaron extasiada. Pero cuando le trajeron comida se abalanzó sobre ella y se la comió.
—¡Es mejor de lo que he comido nunca en casa! —dijo agradecida. Y Margaret Calderwood murmuró—: ¡Al menos goza de buena salud física!
—Y ahora, Lisa —dijo Margaret Calderwood—, cuéntame toda la historia del gran signore que te mandó que vinieras a Inglaterra a tocar el órgano.
Entonces Lisa se colocó con sigilo detrás de una silla y los ojos le empezaron a chispear y los dedos a tamborear, mientras repetía su historia al pie de la letra, tal y como la había contado en Hurly Burly.
Cuando hubo terminado, Margaret Calderwood empezó a pasear arriba y abajo por la estancia con cara de preocupación. Lisa la miraba fascinada y, cuando le pidió que escuchara la historia que iba a contarle, la joven juntó las incansables manos dócilmente y se dispuso a hacerlo.
«Hace veinte años. Lisa, Mr. y Mrs. Hurly tuvieron un hijo. Era hermoso, como ese retrato que viste en la galería, y poseía además un talento extraordinario. Su padre y su madre lo idolatraban y los que lo conocían se sentían obligados a amarle. Yo era entonces una joven feliz de veinte años. Era huérfana y Mrs. Hurly, que había sido amiga de mi madre, fue como una madre para mí. A mí también los amigos me mimaban y dispensaban muestras de cariño, y era muy rica pero yo sólo valoraba la admiración, y las riquezas (el legado que me había tocado) sólo en la medida en que merecían la pena a los ojos de Lewis Hurly. Yo era su prometida y futura esposa y le amaba.
»Todo el cariño y muestras de orgullo que le prodigaron no impidieron que se echara a perder ni que se abandonara cada vez más a la maldad, hasta que incluso aquellos que más le amaban desistieran en su empeño de verle algún día regenerado. Le rogué entre lágrimas, por mí, si no por su desconsolada madre, que se salvara antes de que fuera demasiado tarde Pero horrorizada comprobé que había perdido todo mi poder, que mis palabras ni siquiera le conmovían, que ya no me amaba. Intenté pensar que se trataba de algún brote pasajero de locura y me aferré aún a la esperanza. Al final, su propia madre me prohibió verle.»
Llegada a este punto, Margaret Calderwood se detuvo, al parecer como consecuencia de algún pensamiento amargo pero prosiguió:
«Él y su pandilla de amigos íntimos, que se hacían llamar “El Club del Diablo", tenían por costumbre gastar toda clase de bromas profanas en el campo. Organizaban juergas sobre las tumbas del cementerio del pueblo: llevaban hasta allí a ancianos y niños desamparados para torturarlos haciéndoles creer que los enterrarían vivos, o desenterraban a los muertos y los sentaban alrededor de las tumbas simulando una fiesta. En una ocasión, se celebró en el pueblo un funeral muy triste. Trasladaron al difunto a la iglesia y se leyeron los responsos de cuerpo presente, mientras que el pariente más cercano, el anciano padre del difunto, lo soportaba llorando. En medio de esta escena solemne resonó de repente una melodía profana procedente del órgano y se oyeron gritos que entonaban una canción de borrachos. Un gemido de condena surgió de la muchedumbre. El clérigo se puso blanco y cerró su libro de oraciones, y el viejo, el padre del difunto, subió las escaleras del altar y, levantando los brazos al cielo, profirió una maldición terrible. Maldijo a Lewis Hurly eternamente y maldijo el órgano que tocaba, que ojalá permaneciera en silencio en lo sucesivo salvo cuando lo tocaran los dedos que lo habían profanado, esos dedos que ojalá tuvieran que tocar para siempre hasta que se entumecieran con el rigor de la muerte. Y la maldición pareció funcionar, porque el órgano enmudeció en la iglesia desde aquel día, excepto cuando lo tocaba Lewis Hurly.
»Haciendo un alarde, a Lewis se le ocurrió la fanfarronería de que desmontaran el órgano y lo llevaran a casa de su padre, ordenando que lo dispusieran en la habitación donde se encuentra ahora. También fue una fanfarronería tocarlo todos los días. Pero, poco a poco, el tiempo que le dedicaba empezó a prolongarse rápidamente. Le dimos muchas vueltas a este capricho, que era como nosotros lo llamábamos, y su pobre madre dio gracias a Dios porque se apasionara con una ocupación tal que le evitara problemas. Yo fui la primera en sospechar que no se quedaba aporreando el órgano durante tantas y penosas horas por voluntad propia mientras sus amigos íntimos intentaban en vano apartarlo de aquello. Solía encerrarse en la habitación con el órgano, pero un día me escondí entre las cortinas y vi cómo se retorcía en su asiento y le oí gemir al mismo tiempo que luchaba por arrancar las manos del teclado, a donde volvían cual si de una aguja atraída por un imán se tratara. Enseguida se pudo comprobar que se había convertido en esclavo del órgano, privado de voluntad propia; pero si se trataba de un ataque de locura o de algún fenómeno sobrenatural que tuviera su origen en la maldición del viejo no nos atrevíamos a decir. Pronto hubo un tiempo durante el cual el retumbar del órgano nos despertaba de nuestro sueño por las noches. Tocaba ahora día y noche. Rechazaba la comida y el descanso. Se fue poniendo demacrado. Le salieron ojeras, le creció la barba y se le salían los ojos de las órbitas. Se le consumió el cuerpo y los dedos se le retorcieron como si de las garras de un pájaro se tratara. Gemía lastimosamente allí encorvado sobre su cruel y agotadora labor. Todos, excepto su madre y yo misma, tenían miedo de acercársele. Esta última, la pobre y dulce mujer, intentaba meterle vino y comida entre los labios, mientras que aquellos torturados dedos se arrastraban sobre el teclado; pero a él sólo le rechinaban los dientes echándole maldiciones y ella se alejaba aterrorizada para rezar. Al final, un día terrible, nos encontramos con un espantoso cadáver tirado en el suelo delante del órgano.
»A partir de aquella misma hora, el órgano enmudeció cuando lo tocaban. Muchos, que no querían creerse la historia, se esforzaron con ahínco para arrancarle algún sonido que otro, pero fue en vano. Sin embargo, cuando se cerró y abandonó la oscura y vacía habitación, escuchamos tan fuerte como siempre aquellos sonidos familiares zumbando y retumbando a través de las paredes. Día y noche los tonos del órgano resonaron como antes. Parecía que la condena de aquel desgraciado no se hubiese cumplido, aunque su torturado cuerpo se hubiera consumido en la terrible lucha por cumplirla. Incluso su propia madre tenía miedo de acercarse a la habitación después de aquello. Así transcurrió el tiempo y la maldición de esta música perpetua no desaparecía de la casa. Los sirvientes no duraban nada en la casa. Las visitas la esquivaban. El Squire y su esposa abandonaron su hogar durante años y volvieron; lo dejaban y regresaban de nuevo, para encontrarse con que aquellos terribles sonidos aún perseguían incesantes sus oídos torturados y sus corazones oprimidos. Por fin, hace unos meses, encontraron a un hombre santo que se encerró en la habitación maldita durante vanos días rezando y luchando con el demonio. Después de que éste terminara y se fuera, los sonidos cesaron y el órgano no volvió a oírse. Desde entonces ha reinado la paz en la casa. Y ahora, Lisa, tu extraña aparición y tu singular historia nos han convencido de que eres víctima de un ardid del Diablo. Que te sirva de advertencia, busca la protección de Dios para que puedas salvarte de las temibles influencias que se traman en tomo a ti. Ven...»
Margaret Calderwood se volvió hacia el rincón donde estaba sentada la forastera suponiendo que estaría escuchándola atentamente. Pero la pequeña Lisa estaba profundamente dormida con las manos extendidas delante de ella como si estuviera tocando un órgano en sus sueños.
Margaret acercó la cara suave y morena a su regazo y le besó las henchidas sienes exaltadas por el asombro y la fantasía.
—¡Te salvaremos de un horrible destino! —murmuró, y llevó a la joven a la cama.
Por la mañana Lisa se había ido. Margaret Calderwood se dirigió bien temprano al cuarto de la chica y encontró la cama vacía.
—¡Es tan alocada —pensó Margaret—, que se habrá levantado al amanecer para escuchar las alondras! —y salió a buscarla a los prados, tras los setos de hayas, y en el parque de la casa. La señora Hurly, desde la ventana de la habitación donde se servía el desayuno, vio a Margaret Calderwood, alta y rubia, con un vestido blanco de mañana, por el sendero del jardín entre los rosales, su atuendo salpicado por el rocío y una mirada de preocupación en su cara serena. La búsqueda había sido infructuosa. La pequeña extranjera se había esfumado.
Una segunda búsqueda, después del desayuno, resultó también inútil, y por la tarde las dos mujeres volvieron juntas en coche a Hurly Burly. Allí todo era pánico y agitación. El Squire estaba sentado en su estudio con las puertas cerradas y las manos en los oídos. Los sirvientes, con los rostros pálidos, formaban corros cuchicheando. El órgano encantado estaba resonando por toda la casa como antaño.
Margaret Calderwood se apresuró hacia la habitación fatídica, y allí, sin lugar a dudas, se encontraba Lisa sentada sobre el taburete alto delante del órgano, golpeando el teclado con las manitas, su figura menuda balanceándose y la luz del atardecer acariciándole la extraña cabeza. Arrancaba una música dulce y sobrehumana del quejumbroso corazón del órgano, melodías arrebatadas que alcanzaban culminantes puntos de éxtasis hasta caer en lúgubres profundidades. Tocaba desde Mendelssohn a Mozart y de Mozart a Beethoven. Margaret se quedó fascinada durante un rato por la belleza de los sonidos que escuchaba, pero, sobreponiéndose rápidamente, rodeó con los brazos a la joven intérprete obligándola a abandonar la habitación. Lisa volvió al día siguiente, sin embargo, y no resultó fácil persuadirla para alejarla de nuevo de su puesto. Día tras día se afanaba en su tarea por tocar el órgano, volviéndose cada vez más pálida y delgada y con un aspecto cada vez más extraño a medida que transcurría el tiempo.
—Trabajo tanto —le dijo a Mrs. Hurly—. El signore, su hijo, ¿está satisfecho? Dígale que venga y me diga él mismo si resulta de su agrado.
Mistress Hurly enfermó y guardó cama. El Squire lanzaba maldiciones contra la extranjera descarada y se iba de la casa. Margaret Calderwood fue la única que se quedaba aguardando el destino de la pequeña organista. La maldición del órgano se había apoderado de Lisa. Hablaba por sus manos y sus manos no eran más que meras esclavas.
Por fin la joven anunció con entusiasmo que había recibido la visita del valiente signore, que le había elogiado su perseverancia, diciéndole que trabajara aún más. Después de aquello dejó de mantener ningún contacto con el mundo de los vivos. Una y otra vez Margaret Calderwood abrazaba aquel frágil cuerpo y se la llevaba a la fuerza, cerrando con llave la habitación fatídica. Pero cerrar la habitación y esconder la llave no servía de nada. La puerta se abría de nuevo y Lisa volvía a su tarea en el taburete.
Una noche, al despertarse a causa del retumbar y los quejidos del órgano que tan familiares resultaban ya, Margaret se vistió apresuradamente y se dirigió a la habitación profana. La luz de la luna iluminaba la escalera y los pasillos de Hurly Burly. Brillaba sobre el busto de mármol del fallecido Lewis Hurly colocado en la hornacina encima de la puerta del saloncito de su madre. La habitación del órgano estaba totalmente iluminada por aquella luz cuando Margaret empujó la puerta y entró; estaba iluminada totalmente por la pálida y verde luz de la luna que entraba por la ventana, que se entremezclaba con otra luz, un resplandor mortecino y pálido que parecía envolver a una sombra oscura que recordaba la figura de un hombre junto al órgano y ponía de relieve, de un modo asombroso, la forma menuda de Lisa que se retorcía, más que balanceaba, hacia delante y hacia atrás como si estuviera agonizando. Los sonidos que procedían del órgano resultaban entrecortados y sin significado alguno, como si las manos de la intérprete se hubieran quedado rezagadas y tropezaran con las teclas. Entre cada acorde intermitente Lisa lanzaba lamentos quejumbrosos, mientras que la siniestra figura se inclinaba hacia ella con gestos amenazantes, temblando por el malestar que produce el miedo a lo sobrenatural pero aún con voluntad propia, Margaret Calderwood avanzó sigilosamente a través de la luz fulgurante y quedo a su merced. Ésta se hacía cada vez más patente, deslumbrándola y cegándola al principio, pero, enseguida, armándose de valor alzó los ojos y contempló la cara de Lisa convulsionada por la tortura en aquel resplandor candente y la figura y los rasgos de Lewis Hurly inclinándose sobre ella. Se sintió horrorizada, pero aún así no perdió su sangre fría. Rodeo a la desgraciada joven con sus fuertes brazos y la arranco de su asiento llevándosela fuera del influjo de la luz fulgurante, que inmediatamente palideció y se desvaneció. La condujo a su propia cama donde Lisa, tendida, un mero despojo humano, estuvo delirando acerca de la crueldad del despiadado signore que no reconocía que estuviera totalmente entregada a su trabajo. Sus pobres manos retorcidas seguían golpeando la colcha como si aún estuviera entregada a su angustiosa tarea.
Margaret Caldenvood le refrescó las ardientes sienes y colocó flores recién cortadas sobre la almohada. Abrió las cortinillas y las ventanas y dejó que entrara el aire dulce de la mañana y la luz del sol. Después contempló el cielo recién amanecido con su flagrante y esperanzadora promesa del día venidero, así como los campos bañados por el rocío y, mas lejos aún, los oscuros y verdes bosques cubiertos aun por la niebla color púrpura, y rezó para que de algún modo se le indicara cómo poner fin a aquella maldición. Rezo por Lisa, y después, estimando que la chica estaba descansando un tanto, salió discretamente de la habitación. Pensó que había cerrado la puerta con llave.
Bajó las escaleras con el rostro pálido, aunque mostrando determinación, y sin consultar a nadie mandó que trajeran del pueblo a un albañil. Después se sentó junto a la cama de Mistress Hurly y le explicó lo que había que hacer• Al poco tiempo Margaret se dirigió a la puerta de cuarto de Lisa y, al no escuchar ningún ruido, pensó que la chica estaría durmiendo y se marchó discretamente. Al rato, bajó las escaleras y vio que el albañil ya había llegado y empezado su tarea, que consistía en tapiar la puerta de la habitación del órgano. Era un trabajador rápido, de modo que la estancia quedó pronto sellada con piedra y argamasa del modo más seguro posible.
Al ver el trabajo terminado, Margaret Calderwood fue a la puerta de Lisa a escuchar y, al no oír de nuevo ningún ruido volvió y se sentó junto a la cama de Mrs. Hurly una vez más. Fue por la tarde cuando al fin entró en su habitación para asegurarse de que Lisa dormía cómodamente. Pero encontró la cama y la habitación vacías. Lisa había desaparecido
Entonces empezó la búsqueda: escaleras arriba y abajo, por el jardín, por la casa, por los campos y los prados. Ni rastro de Lisa. Margaret Calderwood mandó que trajeran el carruaje y que condujeran hasta Calderwood para ver si aquella ilusión óptica extraña y escurridiza se había ido allí. Después fue al pueblo y a otros muchos lugares del vecindario hasta los que parecía imposible que hubiera llegado. Preguntó por todas partes. Meditó perpleja sobre todo aquello y se rompió la cabeza intentando descifrar el asuntó. Teniendo en cuenta el débil y lamentable estado en el que se encontraba la chica ¿hasta dónde podría haber llegado?
Después de dos días de búsqueda, Margaret volvió a Hurly Burly. Se sentía triste y cansada. La tarde había refrescado. Se sentó junto a la chimenea envuelta en su chal cuando la pequeña Bess se le acercó llorando, escondiendo el rostro en el delantal de muselina:
—Si no le importa hablar con Mistress Hurly sobre el asunto, por favor, señora -dijo-. La quiero mucho y se me rompe el corazón al tener que irme, pero el órgano no deja de tocar, señora, y estoy muerta de miedo, así que no puedo quedarme.
—¿Quién ha oído de nuevo el órgano? Y ¿cuándo? -preguntó Margaret Calderwood levantándose.
—Ay, señora, lo escuché la noche que usted se marchó la noche después de que se tapiara la puerta.
—¿Y no ha vuelto a escucharse desde entonces?
—No, señora —dijo titubeando—, desde entonces no ¡Chis! Escuche, señora, ¿no es eso que suena ahora el sonido del órgano?
—No —contestó Margaret Calderwood—, es sólo el viento —pero tan pálida como la muerte, bajó corriendo las escaleras y puso el oído en la argamasa aún fresca de la recién construida pared. Todo estaba en silencio. No se oía ningún sonido excepto el procedente de fuera del monótono ulular del viento entre los árboles. Entonces, Margaret empezó a arremeter con su frágil hombro contra la sólida pared e intentó quitar el mortero rascando con sus propios dedos blancos y a llamar a gritos al albañil que había tapiado la puerta.
Era medianoche, pero el albañil abandonó su cama en el pueblo y obedeció a la llamada procedente de Hurly Burly. La mujer pálida se quedó mirando cómo el hombre deshacía todo su trabajo de hacía tres días, mientras que los sirvientes formaban corros temblando, preguntándose qué pasaría después.
Esto fue lo que pasó después: cuando el hombre hizo una abertura, entró en la habitación con una luz. Tras él iban Margaret Calderwood y los demás. Una especie de bulto negro reposaba en el suelo al pie del órgano. Se oyeron muchos gemidos en la fatídica habitación. ¡Allí estaba la pequeña Lisa muerta!
Cuando Mistress Hurly se recuperó, el Squire y su esposa se fueron a vivir a Francia donde se quedarían hasta su muerte. Hurly Burly permaneció cerrada y desierta durante muchos años. Recientemente ha pasado a manos de nuevos propietarios. Han desmontado el órgano y lo han hecho desaparecer y la habitación es ahora un dormitorio que se ha convertido en el más lujoso de toda la casa. Pero nadie duerme allí nunca más de una vez.
Enterraron a Margaret Calderwood el otro día. Era una mujer muy anciana ya.
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