-Se ha extendido la creencia -dijo Jorkens- de que no soy capaz de contar una historia sin tomar antes algún tipo de bebida. No tengo ni la más remota idea de cómo se propalan semejantes infundios. Una historia me pasó por la mente esta misma tarde, si se puede llamar historia a una experiencia real. Es un poco fuera de lo común, y, si quiere escucharla, se la contaré. Pero puedo asegurarle rotundamente que no necesito ninguna bebida para contarla.
-Ya lo sé -dije yo.
-Lo único que le pido -prosiguió Jorkens- es que, si la cuenta a otros, lo haga de tal forma que la gente la crea. Ha habido personas, no demasiadas desde luego, pero ha habido personas que han tomado por pura invención todas las historias que yo le he contado a usted. Uno incluso me comparó con Münchhausen, favorablemente, lo admito, pero, al fin y al cabo, me comparó con él. Fue desagradable para mí y desagradable para su editor. Todo depende de la forma en que se cuentan estas historias; todas ellas eran verídicas; pero usted las contó de una forma que, por alguna razón, suscitaba dudas. Sea más cuidadoso en el futuro, ¿quiere?
-Sí -respondí-. Tomaré nota de ello.
Y así comenzó la historia.
-Sí, sin lugar a dudas es una historia fuera de lo común. Inequívocamente. Pero imagino que por ese motivo la creerá. Por lo demás, cualquiera que cuente una historia que haya experimentado debe seleccionar lo más monótono y vulgar si quiere ser creído; digamos, por ejemplo, la relación de un viaje por ferrocarril de Penge a la estación Victoria. Confío en que no lleguemos a eso.
-No, no -dije yo.
-Muy bien -replicó Jorkens.
Otra pareja de socios se sentó entonces cerca de nosotros, y Jorkens dijo:
-Puedo recordar como si fuera ayer un camino al este de Inglaterra, bordeado de álamos. Debía tener una longitud de unas tres millas, y estaba flanqueado en toda su extensión por sendas hileras de álamos; atravesaba un terreno pantanoso. Los pantanos habían sido drenados, pero quedaban algunos charcos, donde a lo largo de zanjas se agitaban los penachos de los juncos, como si fueran un ejército que hubiera luchado con escaso éxito contra el hombre, disperso pero no aniquilado. Y no se habían contentado con drenar los pantanos, sino que habían empezado a cortar los álamos. Eso era lo que estaban haciendo la primera vez que vi el camino, con sus dos hileras de álamos cual penachos verdes plateados, y debo decir que los estaban talando con sumo cuidado. Los abatían sobre el camino, pues de esa manera era más fácil el acarreo, y no valía la pena preocuparse por la circulación que podían interferir: en cualquier caso podían verla llegar unas tres millas antes en ambos sentidos, si llegaba alguna, y yo jamás vi ninguna, a excepción de lo que a continuación voy a contarles.
Bien: estaban talando un álamo que debía caer entre otros dos sin que se mezclaran sus ramas, y tenía el espacio justo para hacerlo, no mayor de dos pies. Y lo hicieron con tanto cuidado que no tocaron ni una hoja: se vino abajo entre los otros dos árboles con un inmenso crujido, y las hojas que miraban hacia él se agitaron cuando pasó a su lado exhalando su último suspiro. Lo hicieron con tanto esmero que me descubrí ante ellos y los aclamé. Cualquiera hubiera hecho lo mismo. Uno no se propone alegrarse de los que han caído, al menos abiertamente. Pero no siempre se para uno a pensar, y tardé quizá unos cinco minutos en empezar a avergonzarme de aquel grito mío de triunfo que resonaba por el condenado camino. Fue el último árbol que talaron aquel día y pronto regresé, paseando en solitario, a la aldea de Lingham, el más cercano habitáculo humano, a unas tres millas de los pantanos. La trémula luz del atardecer comenzaba a dar de lleno en los álamos. Los leñadores se fueron en sentido contrario con sus carretas y sus árboles derribados; sus ruidosas y nítidas voces, y sus gritos a los caballos, pronto se desvanecieron y dejaron de oírse. Y a continuación me quedé a solas en medio de un silencio únicamente interrumpido por mis pasos y por el ligero ruido que a veces parecía susurrar a mis espaldas, que tomé por el murmullo del viento en las copas de los álamos, aunque no soplaba viento alguno.
No había recorrido ni una milla cuando tuve una sensación, sin base en indicio alguno, un sentimiento intenso, cada vez más fuerte en los últimos diez minutos, que de mera sospecha se convirtió en intuitiva certeza absoluta: me estaban siguiendo furtivamente. Me volví y no vi nada. O más bien debí haber visto, parcialmente oculto por una pequeña curva del camino, lo que después vi con toda claridad; sin embargo, no di crédito a lo que estaba pasando. Después de eso, cuanto más aumentaba mi sensación de que me estaban siguiendo, menos me atrevía a volver la cabeza. Y ninguno de los tipos humanos que trataba de imaginar en pos de mí me parecía adecuado a mis temores. No había avanzado ni un cuarto de milla; apenas había recorrido otras cuatrocientas yardas cuando... perdonen ustedes, estoy condenadamente sediento. Jamás tuve una experiencia como ésa, y cuando la recuerdo incluso ahora se reseca mi garganta y apenas puedo hablar. Dudo de que alguno de ustedes haya conocido algo parecido.
-Estoy seguro de que no -dije yo, haciendo señas al camarero, pues no me cabía la menor duda de que había algo en la memoria de Jorkens que todavía le conmocionaba. Cuando se recuperó, lo primero que hizo fue darme las gracias, como buen camarada que era, y después prosiguió con su historia.
-No había recorrido todavía otras cuatrocientas yardas cuando tuve la espantosa certidumbre de que, cualquiera que fuera el que me estaba siguiendo, no podía ser humano. El sobresalto que esto me produjo fue tal vez peor que cuando noté por vez primera que me seguían. Ya no me cabía la menor duda de que me perseguían; podía escuchar los acompasados pasos. Mas no eran humanos. Y, créanme, echando una ojeada a los campos vacíos, llanos, poco profundos y pantanosos, tuve la sensación -suele ocurrir fácilmente cuando se está completamente a solas- de que, si había algo allí que atentara contra la humanidad, era yo el único sobre el que recaerían sus iras. Y cuanto más difuminaba las cosas la apagada iluminación de la tarde, y las envolvía en misterio, más se apoderaba de mí aquella sensación. Creo poder decir que resistí bastante bien, dado que aquellos pasos que me seguían sonaban cada vez más fuerte. Sólo que yo no me atrevía a volverme. Cuando supe que me seguían sentí miedo, lo admito francamente; pero más me asusté cuando comprendí que no se trataba de algo humano; sin embargo, me resistí con cierta determinación a dejarme llevar por mis temores, a excepción del que sentía acerca de volver la cabeza. No fue, sin embargo, el recuerdo de algo que les he contado lo que hizo que mi garganta se resecara.
Jorkens se detuvo y bebió otro trago largo: de hecho vació su vaso.
-Un tremendo terror -prosiguió- me estaba todavía reservado: un explosivo temor que tanto me trastornó que casi caí al camino, y que a veces vuelve a apoderarse de mí, estremeciéndome y atormentando a menudo mis noches. Nosotros, créanme, estamos tan orgullosos del reino animal, y nos preocupamos tanto de él, que cualquier ataque desde fuera nos desconcierta y nos deja boquiabiertos. Eso me ocurre a mí entonces al darme cuenta de que, fuera quien fuese el que me seguía, desde luego no era un animal. Escuchaba el ruido de sus pasos, y un cierto susurro prolongado, mas jamás le oí respirar. Iba ya siendo hora de que volviera la cabeza, y sin embargo no me atrevía. Aquellas pisadas vigorosas no tenían nada de la suavidad propia de la carne. No se trataba de garras, ni siquiera de pezuñas. Y ahora estaban tan próximas que, de haber sido producidas por algún animal, debería escucharse su respiración. En semejantes ocasiones nos dejamos guiar por saberes espirituales, intuiciones, sentimientos íntimos; llámenlos como quieran. Ellos me decían que el que me seguía no era uno de los nuestros. Nadie débil y mortal. Tampoco era eso.
Aquellos momentos en que me decidía a mirar para atrás, mientras seguía caminando con la misma firmeza, fueron los más espantosos de toda mi vida. No podía volver la cabeza. Entonces me detuve y me di completamente la vuelta. No sé por qué lo hice. Tal vez la audacia del movimiento me proporcionó un cierto autodominio que me libró del pánico, lo cual hubiera supuesto mi fin. Si hubiera corrido, podrían haberme matado. Giré en redondo a la derecha por dos veces y vi lo que me seguía. Ya les he contado cómo había vitoreado la tala de los álamos. Me acordé del árbol junto al que había estado, y cuya tala había observado por casualidad. Enseguida lo reconocí. Se encontraba en medio del camino. Una raíz, a la que se aferraban varios terrones de tierra, me desafiaba sobre el camino a Lingham. No se crean, por la calma con que les cuento esto ahora, que entonces estaba tranquilo. Decir que no estaba completamente en ascuas sería simplemente una mentira. Una sola cosa seguía obsesionando mi vacilante mente: no debía correr. Recordaba antiguos relatos de hombres perseguidos por leones, y mi mente era capaz de creer en ellos y de actuar según sus enseñanzas. Nunca se debe correr. Era la última muestra de sabiduría que le quedaba a mi pobre juicio.
Desde luego traté de apretar el paso imperceptiblemente. No sé si lo conseguí: el árbol estaba terriblemente cerca. No volví a mirar hacia atrás, pero sabía que estaba allí por el ruido de sus horribles pasos, acercándose renqueante como un enorme cangrejo, y sabía por el susurro de las hojas que las ramas se doblaban hacia atrás como si corriera en pos de mí. Mas no corrí. Y los otros árboles parecían estar observándome. No había en ellos ese aire de reserva propia de las cosas inanimadas, si de verdad lo son; y mucho menos el respeto debido a un hombre. Me encontraba terriblemente solo frente a la cólera de todos aquellos álamos; y la verdad es que yo no había cortado ni uno solo de ellos. Mis rodillas no estaban demasiado débiles para correr; pude haberlo hecho. Fue únicamente mi buen juicio lo que me retuvo, el último vestigio de sensatez que me quedaba. Sabía que, si corría, estaría indefenso ante la colosal persecución del árbol. Es evidente, considerándolo razonablemente, mientras está uno aquí sentado, que cualquier cosa que le persiga a uno, sea la que fuere, jamás va a permitir que se le escape la presa, y que, cuanto más trate uno de escapar, más tiene que excitarla. Además estaban los otros árboles: no sabía lo que harían. Hasta entonces simplemente me habían estado observando, pero me encontraba allí tan terriblemente solo, con nada humano a la vista, que era mejor continuar tranquilamente como si nada pasara, y aprovechar al máximo esa arrogancia -supongo que así debemos llamarla- que revela nuestra actitud hacia las cosas inanimadas. Mientras la tarde oscurecía, las agachadizas comenzaron a aletear ruidosamente sobre el desierto erial que se extendía alrededor de mí. Y en mi espantosa situación, podía haber sentido algún tipo de alivio en aquellas diminutas voces del reino animal; sólo que, de una manera u otra, no podía estar muy seguro de qué lado estaban. Y el graznido de la agachadiza es un ruido muy molesto cuando uno no puede estar seguro de que sea amistoso: todo el aire gime con él. Desde luego nada en él atenuaba la persecución del árbol, como podía haberse esperado si algunos aliados del reino animal se hubieran unido para ayudarme. Los grajos volaban completamente despreocupados, pero la persecución continuaba todavía. A causa de mi terror, empecé a olvidar que era como un hombre. Únicamente recordaba que era un animal. Tenía alguna descabellada esperanza de que, cuando cruzaran los grajos y las plumas de las agachadizas surcaran el aire, esos espantosos álamos que me observaban y ese terror que me perseguía volverían a su posición correcta. Sin embargo, el graznido de las agachadizas únicamente parecía sumarse a la soledad, y los grajos únicamente parecían ayudar a la oscuridad circundante; nada lograba disuadir a los álamos de su terrible usurpación. Sólo me quedaban miserables subterfugios: cojear como si estuviera agotado, pero dando, sin embargo, un paso más largo o más rápido con una pierna que con la otra. Unas veces más largo, otras más rápido; alternativamente; comprobando cuál engañaba mejor. Pero esas pobres payasadas no eran muy útiles; pues cualquiera que siga a alguien sin hacer ruido es probable que calcule su paso a partir de la separación entre él y su presa, así como por la observación de sus andares, y que ajuste el suyo en consecuencia. De manera que, aunque aumenté inmediatamente mi ventaja, pronto volvió a intensificarse el susurro del aire en las ramas, y ese ruido de pasos que todavía escucho por las noches cada vez que tengo pesadillas, un ruido que reconocería al instante por encima de cualquier otro.
Tres millas no parecen mucho: es una distancia no mayor que de aquí a Kensington. Mas conocí a un hombre que fue perseguido mucha menos distancia por un sólo león, y que juró que el trayecto le pareció más largo que cualquier otro que hubiera recorrido antes, o que diez. Y era sólo un león, que respiraba y tenía sangre en las venas como él; tal vez supondría su muerte, pero sería una muerte como la que les llega a millares de personas. Y allí estaba yo, aterrorizado por una experiencia ajena a lo humano, una cosa contra la que ningún hombre se había acorazado jamás, una cosa contra la que nunca imaginé que algún día tendría que enfrentarme. Y no obstante no corrí. Un cambio pareció al fin invadir la soledad. No fue solamente que las luces de Lingham empezaron a brillar; ni el humo de las chimeneas, esas banderolas que el hombre despliega al aire; ni el calor de las casas, que podía llegar hasta mí; era una cierta sensación de más largo alcance que el calor, un cierto ardor que se siente ante la presencia humana. Y no era sólo eso lo que yo sentía: los álamos del camino ya no me observaban con ese excitado interés con que hacía un rato parecían esperar mi muerte.
-¿Cómo hacían notar ese interés? -preguntó Terbut, que nunca puede dejar solo a Jorkens.
-Si usted hubiera estudiado a los álamos durante años y más años -dijo Jorkens-, o si los hubiera observado como yo los observé durante aquel paseo, cuando vastos intervalos de tiempo parecían condensarse en una sola experiencia espantosa, también habría sido capaz de notar que era observado por ellos. Raras veces lo he vuelto a ver desde entonces, y nunca más lo suficiente como para estar completamente seguro; mas entonces fue inconfundible, una cierta tensión forzada en cada hoja, ramas como dedos de un espectro diciendo "chiss" a la aldea; no cabía confusión posible. De pronto las hojas se volvieron a agitar en la templada atmósfera vespertina, las ramas ya no parecían amenazar a nadie, y nada se advertía o se insinuaba o se esperaba de los árboles; si es que se puede utilizar una palabra tan suave como "esperar" para referirse a su tensa expectativa. Y lo que es mejor: tenía la esperanza -ya no podía reclamarla más- de que mi espantoso perseguidor poco a poco se estaba quedando atrás. Y cuando me aproximé a las ventanas la esperanza aumentó. Su suave luz, en parte reflejo de la tarde, en parte debida a los faroles ya encendidos, parecía alejar la influencia de las marismas. Entonces escuché el ladrido de un perro, e inmediatamente después el saludable traqueteo de un coche de caballos, retirándose a su establo. Difícilmente puede valorarse la influencia de esos ruidos sobre cualquier tipo de carácter. Enseguida supe que allí no se había operado ningún cambio. Comprendí que en aquel lugar todavía ostentaba la supremacía el reino animal. Entonces oí, sin lugar a dudas, una cierta vacilación en las pisadas que me seguían. Y no obstante proseguí mi laboriosa caminata al ritmo acostumbrado, fuera el que fuese. Y entonces empecé a oír gansos y patos, más caballos de tiro y de vez en cuando un chico que les gritaba, y perros que les unían, y comprendí que había retornado de nuevo a los dominios del reino animal. Y, de no haber sido por ese terrible golpeteo que todavía oía a mis espaldas, aunque debilitado, casi podría haberme resignado a ser escéptico en cuanto al árbol. Sí, Terbut, tan fácilmente como usted pueda serlo -pues Jorkens vio que su amigo estaba a punto de decir algo-, sentado aquí a buen recaudo.
Finalmente no dijo nada.
-Cuando al fin llegué a la aldea, los pasos eran casi imperceptibles, y sin embargo todavía me seguían. Sólo mis temores podían intentar adivinar hasta dónde se aventuraría el vengativo árbol a penetrar en Lingham para enfrentarse a la arrogante supremacía, e incluso a la incredulidad, de nuestra especie. Me apresuré, sin llegar a correr, hasta llegar a una posada provista de una sólida puerta. Por un momento me detuve y observé la puerta, el tejado y la fachada, para convencerme de que el árbol podría derribarlos fácilmente. Y cuando comprobé que se trataba realmente del refugio que andaba buscando, me introduje como un conejo en su madriguera.
La valerosa presencia de ánimo que mantuve frente al álamo se vino abajo como un roble caído cuando me senté o me tendí en una silla de madera al lado de una mesa, parte de la cual ocupé. La gente se acercó y comenzó a hacerme preguntas. Mas yo no podía hablar. Tres o cuatro obreros que se encontraban allí con su vaso de cerveza, y el propietario de "La Jarra de Ale", me rodearon. No pude hablar nada. Fueron muy amables conmigo. Y cuando comprobé que había recuperado de nuevo el habla, les dije que había sufrido un ataque. No dije de qué, ya que podía habérseme escapado algo para lo que el whiskey no era conveniente, y mi vida dependía de un trago. Me dieron uno. Deseaba contárselo todo en efecto. Me dieron un vaso de whiskey solo. Sencillamente me lo bebí. Y me dieron otro. Créanme, ambos vasos no surtieron en mí ningún efecto. Ni el más leve efecto. Quería otro, pero consideraba que antes debería asegurarme de una cosa. ¿Había allí alguien o algo del exterior esperándome? No me atrevía a preguntarlo sin rodeos.
-Bendita aldea -dije, levantando la cabeza de encima de la mesa-. Y preciosos árboles.
-Aquí no tenemos árboles -replicó uno de los hombres.
-¿Que no tienen árboles? -exclamé-. Le apuesto cinco chelines a que sí.
-No -dijo, y se mantuvo firme. Ni siquiera quiso apostar.
-Creí notar algo como un... -ni siquiera me atreví a utilizar la palabra álamo, de manera que en su lugar dije "árbol".
-Ahí mismo, al otro lado de la puerta -añadí.
-No, no hay árboles -repitió.
-Le apuesto diez chelines -dije.
Me aceptó la apuesta.
-Bueno, jefe, salga fuera y eche una ojeada -dijo.
Ya se imaginarán ustedes que yo no pensaba salir otra vez por aquella puerta. De modo que dije:
-No, usted mismo decidirá. Yo no puedo dar crédito a su memoria contra la mía, pero si sale usted fuera y echa una ojeada, y me dice si hay o no árboles, será suficiente para mí.
Sonrió y pensó que yo estaba un poco chiflado. ¡Ay, Dios, a saber lo que habría pensado de mí si le hubiera contado la pura verdad! Bien, regresó con unas noticias que me estremecieron de parte a parte: había perdido mis diez chelines. Después de eso, pagué mi apuesta y tomé mi tercer vaso de whiskey, que no me había atrevido a tomar antes de saber cómo estaban las cosas. Y aquel tercer whiskey lo logró. Venció mi aflicción, venció mi fatiga y mi terror, y la espantosa sospecha, que en parte atormentaba mi razón, de que esa incuestionable supremacía que la vida animal cree haber establecido tal vez había sido desbaratada. Me venció completamente y caí en un sueño profundo allí en la mesa. Desperté al día siguiente, al mediodía, enormemente recuperado, en un lecho escaleras arriba a donde aquella buena gente me había trasladado. Miré afuera por encima de las tejas rojizas: allá abajo había un patio, entre paredes de ladrillo rojo, con aves de corral y una cabra atada, y una mujer salió a darles de comer; a lo lejos llegaban los viejos ruidos de la granja, contra los cuales el tiempo nada puede hacer. Me deleité con todos esos ruidos propios de la supremacía animal, y, a la luz de aquella clara mañana, sentí una seguridad que de algún modo me decía que mi espantosa experiencia se había acabado.
"Por supuesto, ustedes pueden decir que todo fue un sueño. Pero no se recuerda un sueño así durante tantos años. No, aquel espantoso álamo tenía algo contra el género humano, y con motivo suficiente, lo admito.
No quiero ni pensar en lo que me habría hecho se yo me hubiese puesto a correr.
Y Jorkens dejó de pensar en ello, e hizo una seña con la mano al camarero, para ahogar sus recuerdos.
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