martes, 15 de octubre de 2024

Poemas. Howard Phillips Lovecraft (1890-1937)

Para Klarkash-Ton, Señor de Averoigne. 


Una negra torre descolla entre tenues bancos de nubes
Alrededor un inmaculado, opresivo bosque.
Sombra y silencio, moho y putrefacción, una mortaja
Gris sobre antiguas lápidas hace tiempo desmoronadas;
Ningún pie ha hollado, ningún trino ha despertado
La mortal soledad de esta noche eterna,
Pero a veces se agita el aire con tembloroso bullir
Cuando en la torre brilla un mortecino destello.
Aquí, en soledad, mora aquel cuyas manos han trazado
Extrañas obras que estremecen al mundo;
En espantosos, indescifrables jeroglíficos ha revelado
Lo que acecha más allá de los abismos estelares.
Oscuro Señor de Averoigne tus ventanas se abren
A ensoñaciones que ningún otro puede acoger.





La antigua senda.


No hubo mano amiga que me ayudara
La noche que encontré la antigua senda
Sobre la colina, cuando creí descubrir
Los campos que embrujaban mi espíritu.
Ese árbol, aquel muro: los recordaba bien,
Y todos los tejados y bosquecillos
Eran familiares a mi mente,
como si los hubiera visto poco antes.
Adivné que sombras se moldearían
Cuando la perezosa luna ascendiera
Tras la colina de Zaman, y supe
Cómo se iluminaría el valle poco después.
Y cuando la senda subió, alta y agreste,
Y parecía perderse entre los cielos,
No temí lo que pudiera ocultarse
Tras aquellas laderas informes.
Caminaba decidido mientras la noche
Se tornaba pálida y fosforescente;
Los tejadillos de una casa lucían
Espectrales cerca del escarpado camino.
Allí estaba el conocido letrero:
"Dos millas a Dunwich", la visión
de los campanarios y tejadillos asomó
delante de mí diez pasos más arriba...
No hubo mano amiga que me ayudara
Cuando me topé con la antigua senda,
Cuando crucé la cima y descubrí
Aquel valle de ruina y desolación;
Tras al colina de Zaman surgía
La mole enorme de una maligna luna,
Alumbrando malezas y enredaderas
Sobre ruinosas paredes jamás vistas por mí.
Lucía tétrica en ciénagas y campos,
Y unas aguas invisibles vertían vapores
Ondulantes que me hacían dudar
De mi antiguo amor por este lugar.
Y desde aquella horrible región supe
Que mi pasado cariño nunca había sido
Y que me había alejado del sendero
Que baja a aquel valle de la muerte.
La nieble se escurría a mi alrededor,
Arriba, luminosa, brillaba la Vía Láctea...
No hubo mano amiga que me ayudara
La noche que descubrí la antigua senda.





Por donde un día paseó Poe.


Divagan eternamente las sombras en esta tierra,
soñando con siglos que se fueron para siempre;
grandes olmos se alzan solemnes entre lápidas y túmulos
desplegando su alta bóveda sobre un mundo oculto de otro tiempo.
Una luz del recuerdo ilumina todo el escenario,
y las hojas muertas hablan en susurros de los días ídos,
añorando imágenes y sonidos que ya no volverán.
Triste y solitario, un espectro se desliza a lo largo
de los paseos por donde sus pasos le llevaban en vida;
pero no es visible a los ojos de cualquiera, a pesar de que su canto
resuena a través del tiempo con una extraña fascinación.
Sólo los pocos que conocen el secreto de su magia
pueden encontrar entre estas tumbas la sombra de Poe.





El horror de Yule.


Hay nieve en el campo
y los valles están helados,
y una profunda medianoche
se cierne sombría sobre el mundo;
pero una luz entrevista en las cumbres revela festines profanos y antiguos.

Hay muerte en las nubes,
hay miedo en la noche,
pues los muertos en sus mortajas
celebran la puesta del sol,
y entonan cantos salvajes en los bosques mientras danzan en torno al altar de Yule, fungoso y blanco.

Un viento que no es de este mundo
recorre el bosque de robles,
cuyas mórbidas ramas se ahogan
en una maraña de delirante muérdago,
porque éstos son los poderes de las tinieblas, que perviven en las tumbas de la raza perdida de los Druidas.





Astrophobos.


En los cielos nocturnos brillando,
Sobre abismos lejanos y etéreos,
Anhelante un día acechaba
Una seductora, luminosa estrella;
Cada atardecer surgía en el cielo
Brillando en el Carro Artico.
Místicas bellezas se fundían
En sus brillantes, dorados rayos;
Gozosas quimeras descendían
Con mezclas y olores a mirra,
Y unos sones de liras extendían
Dulces y suaves melodías.
Allí, pensé, imperaba el placer,
La libertad y la armonía;
A cada momento nacía un tesoro
Envuelto en flores de loto,
Y un líquido sonido salía
Del laúd de Israfel.
Allí, me dije, existían
Mundos de increíble felicidad,
Donde la inocencia y la paz
Coronaban el trono de la virtud;
Hombres de luces, sus pensamientos
Más puros y limpios que los nuestros.
Y entonces sentí pavor, pues la visión
Se tornó delirante y roja;
La esperanza se enmascaró de burla,
La belleza se cambió en fealdad;
Una algarabía de músicas chocaron,
Signos espectrales se entremezclaron.
Con delirantes colores ardió la estrella
Que antaño vislumbré tan bella;
Todo era triste, ya no había felicidad,
y en mis ojos destelló la verdad;
Un pandemonio salvaje desfiló
Ante mi enfebrecida visión.
Ahora conocía la diabólica fábula
Que portaba aquel dorado esplendor,
Ahora evitaba la tétrica luz
Que antaño admiré con fervor;
Y un miedo espantoso y mortal
¡Ha apresado mi alma por siempre jamás!





Continuidad. 


Hay en algunas cosas antiguas una huella
De una esencia vaga... más que un peso o una forma,
Un éter sutil, indeterminado,
Pero ligado a todas las leyes del tiempo y el espacio.
Un signo tenue y velado de continuidades
Que los ojos exteriores no llegan a descubrir;
De dimensiones encerradas que albergan los años idos,
Y fuera del alcance, salvo para llaves ocultas.

Me conmueve sobre todo cuando los rayos oblicuos del sol poniente
Iluminan viejas granjas en la ladera de una colina,
Y pintan de vida las formas que permanecen inmóviles
Desde hace siglos, menos quiméricas que todo esto que conocemos.
Bajo esa luz extraña siento que no estoy lejos
De la masa inmutable cuyos lados son las edades.





Paisaje de fondo. 


Nunca he podido apegarme a las cosas nuevas y crudas,
Pues vi la primera luz en una ciudad antigua,
Donde los tejados apiñados descendían desde mi ventana
Hacia un puerto pintoresco, rico en visiones.
Calles con puertas cinceladas donde los rayos del sol poniente
Bañaban viejos montantes de abanico y pequeñas vidrieras,
Y campanarios georgianos rematados con veletas doradas...
Tales fueron las vistas que modelaron mis sueños infantiles.

Estos tesoros, heredados de épocas de prudente fermento,
Desdibujan la presencia de las débiles quimeras
Que se agitan en vana mudanza y con fe confusa
Entre los muros inmutables de la tierra y el cielo.
Cortan las cadenas del instante y me dejan libre
Para erguirme en solitario ante la eternidad.





Expectación.


No sabría decir por qué algunas cosas me producen
Una sensación de maravillas inexploradas por venir,
O de grieta en el muro del horizonte
Que se abre a mundos donde sólo los dioses pueden vivir.
Es una expectación vaga, sin aliento,
Como de grandes pompas antiguas que recuerdo a medias,
O de aventuras salvajes, incorpóreas,
Plenas de éxtasis y libres como un ensueño.

La encuentro en puestas de sol y en extrañas agujas urbanas,
En viejos pueblos y bosques y cañadas brumosas,
En los vientos del Sur, en el mar, en collados y ciudades iluminadas,
En viejos jardines, en canciones entreoídas y en los fuegos de la luna.
Pero aunque sólo por su encanto vale la pena vivir la vida
Nadie alcanza ni adivina el don que insinúa.





Némesis. 


A través de las puertas del sueño custodiadas por los gules,
Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna,
He vivido mis vidas sin número,
He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento
Arrastrado con horror a la locura.

He flotado con la tierra en el amanecer de los tiempos,
Cuando el cielo no era más que una llama vaporosa;
He visto bostezar al oscuro universo,
Donde los negros planetas giran sin objeto,
Donde los negros planetas giran en un sordo horror,
Sin conocimiento, sin gloria, sin nombre.

He vagado a la deriva sobre océanos sin límite,
Bajo cielos siniestros cubiertos de nubes grises
Que los relámpagos desgarran en múltiples zigzags,
Que resuenan con histéricos alaridos,
Con gemidos de demonios invisibles
Que surgen de las aguas verdosas.

Me he lanzado como un ciervo a través de la bóveda
De la inmemorial espesura originaria,
Donde los robles sienten la presencia que avanza
Y acecha allá donde ningún espíritu osa aventurarse,
Y huyo de algo que me rodea y sonríe obscenamente
Entre las ramas que se extienden en lo alto.

He deambulado por montañas horadadas de cavernas
Que surgen estériles y desoladas en la llanura,
He bebido en fuentes emponzoñadas de ranas
Que fluyen mansamente hacia el mar y las marismas;
Y en ardientes y execrables ciénagas he visto cosas
Que me guardaré de no volver a ver.

He contemplado el inmenso palacio cubierto de hiedra,
He hollado sus estancias deshabitadas,
Donde la luna se eleva por encima de los valles
E ilumina las criaturas estampadas en los tapices de los muros;
Extrañas figuras entretejidas de forma incongruente
Que no soporto recordar.

Sumido en el asombro, he escrutado desde los ventanales
Las macilentas praderas del entorno,
El pueblo de múltiples tejados abatido
Por la maldición de una tierra ceñida de sepulcros;
Y desde la hilera de las blancas urnas de mármol persigo
Ansiosamente la erupción de un sonido.

He frecuentado las tumbas de los siglos,
En brazos del miedo he sido transportado
Allá donde se desencadena el vómito de humo del Erebo;
Donde las altas cumbres se ciernen nevadas y sombrías,
Y en reinos donde el sol del desierto consume
Aquello que jamás volverá a animarse.

Yo era viejo cuando los primeros Faraones ascendieron
Al trono engalanado de gemas a orillas del Nilo;
Yo era viejo en aquellas épocas incalculables,
Cuando yo, sólo yo, era astuto;
Y el Hombre, todavía no corrompido y feliz, moraba
En la gloria de la lejana isla del Ártico.

Oh, grande fue el pecado de mi espíritu,
Y grande es la duración de su condena;
La piedad del cielo no puede reconfortarle,
Ni encontrar reposo en la tumba:
Los eones infinitos se precipitan batiendo las alas
De las despiadadas tinieblas.

A través de las puertas del sueño custodiadas por los gules,
Más allá de los abismos de la noche iluminados por la pálida luna,
He vivido mis vidas sin número,
He sondeado todas las cosas con mi mirada;
Y me debato y grito cuando rompe la aurora, y me siento
Arrastrado con horror a la locura.





El canal.


En algún lugar del sueño hay un paraje maldito
Donde altos edificios deshabitados se apiñan a lo largo
De un canal estrecho, sombrío y profundo, que apesta
A cosas horrendas arrastradas por corrientes grasientas.
Callejones con viejos muros que se tocan casi en lo alto
Desembocan en calles que uno puede conocer o no,
Y un pálido claro de luna arroja un brillo espectral
Sobre largas hileras de ventanas, oscuras y muertas.

No se oyen ruidos de pasos, y ese sonido suave
Es el del agua grasienta deslizándose
Bajo puentes de piedra y por las orillas
De su cauce profundo, hacia algún vago océano.
Ningún ser vivo podría decir cuándo arrastró esa corriente
Del mundo de arcilla su región perdida en el sueño.





Hesperia. 


La puesta de sol invernal, refulgiendo tras las agujas
Y las chimeneas medio desprendidas de esta esfera sombría,
Abre grandes puertas a algún año olvidado
De antiguos esplendores y deseos divinos.
Futuras maravillas arden en aquellos fuegos
Cargados de aventura y sin sombra de temor;
Una hilera de esfinges indica el camino
Entre trémulos muros y torreones hacia liras lejanas.

Es la tierra donde florece el sentido de la belleza,
Donde todo recuerdo inexplicado tiene su fuente,
Donde el gran río del Tiempo inicia su curso descendiendo
Por el vasto vacío en sueños de horas iluminadas por las estrellas.
Los sueños nos acercan... pero un saber antiguo
Repite que el pie humano no ha hollado jamás estas calles.





Espejismo. 


No sé si existió alguna vez ese mundo
Flotando perdido en las aguas del tiempo.
Yo lo he visto a menudo, con su bruma violada,
Parpadeando en el fondo de algún sueño vago:
Sus torres extrañas, insólitos ríos,
Laberintos inmensos, luminosas cavernas,
Y cielos enmarañados, como esos que tiemblan,
Ansiosos, al presagio infernal de la noche.

Sus marejales llegan a la costa juncosa y desolada
Donde unos pájaros inmensos giran;
Y en la cima ventosa
Un pueblo antiguo yergue sus blancos campanarios
Cuyos repiques vespertinos aún oigo.
No sé que tierra es ésa...no me atrevo
A indagar cuándo ni por qué fui o iré allá.





Azathoth.


El demonio me llevó por el vacío sin sentido
Más allá de los brillantes enjambres del espacio dimensional,
Hasta que no se extendió ante mí ni tiempo ni materia
Sino sólo el Caos, sin forma ni lugar.
Allí el inmenso Señor de Todo murmuraba en la oscuridad
Cosas que había soñado pero que no podía entender,
Mientras a su lado murciélagos informes se agitaban y revoloteaban
En vórtices idiotas atravesados por haces de luz.

Bailaban locamente al tenue compás gimiente
De una flauta cascada que sostenía una zarpa monstruosa,
De donde brotaban las ondas sin objeto que al mezclarse al azar
Dictan a cada frágil cosmos su ley eterna.
"Yo soy Su mensajero", dijo el demonio,
Mientras golpeaba con desprecio la cabeza de su Amo.





Nyarlathotep.


Y al fin vino del interior de Egipto
El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás;
Silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo
Y envuelto en telas rojas como las llamas del sol poniente.
A su alrededor se apretaban las masas, ansiosas de sus órdenes,
Pero al marcharse no podían repetir lo que habían oido;
Mientras por las naciones se propagaba la pavorosa noticia
De que las bestias salvajes le seguían lamiéndole las manos.

Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso;
Tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas;
Se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron
Sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.
Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego,
El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.





Sirenas portuarias.


Por encima de viejos tejados y agujas desconchadas
Las sirenas del puerto cantan durante toda la noche;
Gargantas venidas de puertos extraños, de blancas playas lejanas
Y océanos fabulosos, concertadas en coros abigarrados.
Ajenas unas a otras, no se conocen entre sí,
Pero todas, por obra de alguna fuerza oscuramente concentrada
Desde abismos ensimismados más allá del curso del Zodiaco,
Se funden en un misterioso zumbido cósmico.

A través de vagos sueños organizan un desfile
De formas aún más vagas, insinuaciones y visiones;
Ecos de vacíos exteriores e indicios sutiles
De cosas que ni ellas mismas pueden definir.
Y siempre en ese coro, tenuamente entreveradas,
Captamos algunas notas que ningún buque terrenal emitió jamás.





Vientos estelares.


Es la hora de la penumbra crepuscular,
Casi siempre en otoño, cuando el viento estelar se precipita
Por las calles altas de la colina, que aunque desiertas
Muestran ya luces tempranas en cómodas habitaciones.
Las hojas secas danzan con giros extraños y fantásticos,
Y el humo de las chimeneas se arremolina con gracia etérea
Siguiendo las geometrías del espacio exterior,
Mientras Fomalhaut se asoma por las brumas del Sur.

Ésta es la hora en que los poetas lunáticos saben
Qué hongos brotan en Yugoth, y qué perfumes
Y matices de flores, desconocidos en nuestros pobres
Jardines terrestres, llenan los continentes de Nithon.
¡Pero por cada sueño que nos traen estos vientos
Nos arrebatan una docena de los nuestros!





El libro.


El lugar era oscuro y polvoriento, un rincón perdido
en un laberinto de viejas callejuelas junto a los muelles,
que olían a cosas extrañas traídas de ultramar,
entre curiosos jirones de niebla que el viento del oeste dispersaba.
Unos cristales romboidales, velados por el humo y la escarcha,
dejaban apenas ver los montones de libros, como árboles retorcidos
pudriéndose del suelo al techo... ventisqueros
de un saber antiguo que se desmoronaba a precio de saldo.

Entré, hechizado, y de un montón cubierto de telarañas
cogí el volumen más a mano y lo hojeé al azar,
temblando al leer raras palabras que parecían guardar
algún secreto, monstruoso para quien lo descubriera.
Después, buscando algún viejo vendedor taimado,
sólo encontré el eco de una risa.


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