miércoles, 2 de octubre de 2024

Poemas. Robert Lee Frost (1874-1963)

El peligro de la esperanza. 


Es justo allí
a mitad de camino entre
el huerto desnudo
y el huerto verde,

cuando las ramas están a punto
de estallar en flor,
en rosa y blanco,
que tememos lo peor.

Pues no hay región
que a cualquier precio
no elija ese tiempo
para una noche de escarcha.





El teléfono.


Cuando hoy me hallaba yo lejos de aquí,
paseando solo,
quieta y tranquila era la tarde.
Sobre una flor incliné mi cabeza
y oí tu voz.
¡Oh, no digas que no, porque entendí...
!Me hablaste desde aquella flor que está en la ventana.
¿Has olvidado lo que me dijiste?

"Pero dime antes qué creiste oir."

"Esquivando una abeja de la flor,
incliné mi cabeza
y, cogiéndola luego por el tallo,
escuché y oí, clara, la palabra...
¿Pronunciaste mi nombre? ¿O bien dijiste...?
Sí, alguien dijo: «¡Ven!», mientras yo me inclinaba."
"Si acaso lo pensaba, no lo dije en voz alta."

"Por eso regresé."





El camino no elegido.


Dos caminos se bifurcaban en un bosque amarillo,
Y apenado por no poder tomar los dos
Siendo un viajero solo, largo tiempo estuve de pie
Mirando uno de ellos tan lejos como pude,
Hasta donde se perdía en la espesura;

Entonces tomé el otro, imparcialmente,
Y habiendo tenido quizás la elección acertada,
Pues era tupido y requería uso;
Aunque en cuanto a lo que vi allí
Hubiera elegido cualquiera de los dos.

Y ambos esa mañana yacían igualmente,
¡Oh, había guardado aquel primero para otro día!
Aun sabiendo el modo en que las cosas siguen adelante,
Dudé si debía haber regresado sobre mis pasos.

Debo estar diciendo esto con un suspiro
De aquí a la eternidad:
Dos caminos se bifurcaban en un bosque y yo,
Yo tomé el menos transitado,
Y eso hizo toda la diferencia.





Fuego y hielo. 


El mundo acabará, dicen, presa del fuego;
otros afirman que vencerá el hielo.
Por lo que yo sé acerca del deseo,
doy la razón a los que hablan de fuego.
Mas si el mundo tuviera que sucumbir dos veces,
pienso que sé bastante sobre el odio
para afirmar que la ruina sería
quizás tan grande,
y bastaría.





Abedules. 


Cuando veo abedules oscilar a derecha
y a izquierda, ante una hilera de árboles más oscuros,
me complace pensar que un muchacho los mece.
Pero no es un muchacho quien los deja curvados,
sino las tempestades. A menudo hemos visto
los árboles cargados de hielo, en claros días
invernales, después de un aguacero.
Cuando sopla la brisa se les oye crujir,
se vuelven irisados cuando se resquebraja
su esmaltada corteza. Pronto el sol les arranca
sus conchas cristalinas, que mezcla con la nieve...
Esas pilas de conchas esparcidas diríase
que son la rota cúpula interior de los cielos.
La carga los doblega hacia los mustios
matorrales cercanos, pero nunca se quiebran,
aunque jamás podrán enderezarse solos:
durante muchos años las ramas de sus troncos
curvadas barrerán con sus hojas el suelo,
igual que arrodilladas doncellas con los sueltos
cabellos hacia atrás y secándose al sol.
Mas cuando la Verdad se me interpuso
en la forma de un hecho como la tempestad,
iba a decir que quizás un muchacho,
yendo a buscar las vacas, inclinaba los árboles...
Un muchacho que por vivir lejos del pueblo
sólo sabe jugar, en invierno o en verano
,a juegos que ha inventado para jugar él solo.
Ha domado los árboles de su padre uno a uno
pasando por encima de ellos tan a menudo
que nada les dejó de su tiesura.
A todos doblegó; no dejó ni uno solo
sin conquistar. Aprendió la manera
de no saltar de un árbol sin haber conseguido
doblarlo contra el suelo. Conservó el equilibrio
hasta llegar arriba, trepando con cuidado,
con la misma destreza que uno emplea al llenar
la copa hasta el borde, y aun arriba del borde.
Entonces, de un envión, disparaba los pies
hacia afuera y saltaba del aire hasta la tierra.
Yo fui también, antaño, un columpiador de árboles;
muy a menudo sueño en que volveré a serlo,
cuando me hallo cansado de mis meditaciones,
y la vida parece un bosque sin caminos donde,
al vagar por él, sentirnos en la cara
ardiente el cosquilleo de rotas telarañas,
y un ojo lagrimea a causa de una brizna,
y quisiera alejarme de la tierra algún tiempo,
para luego volver y empezar otra vez.
Que jamás el destino, comprendiéndome mal,
me otorgue la mitad de lo que anhelo
y me niegue el regreso. Nada hay, para el amor,
como la tierra; ignoro si existe mejor sitio.
Quisiera encaramarme a un abedul, trepar,
por las ramas oscuras del blanquecino tronco
y subir hacia el cielo, hasta que el abedul,
doblándose vencido, me volviese a la tierra.
Subir y regresar sería muy hermoso.
Pues hay cosas peores en la vida que ser
un columpiador de árboles.





Una vez, junto al Pacífico. 


Las aguas agitadas con gran fragor rompían.
Y las olas cimeras, al ver las que venían,
hacer algo querían a la costa cercana
que el mar jamás ha hecho a la tierra su hermana.
Bajas e hirsutas eran las nubes en el cielo,
como guedejas sobre unos ojos de anhelo.
Diríase, en verdad, sin poder dar razones,
que agradaba a la costa tener sus farallones,
y a éstos ser sostenidos por todo un continente.
Se acercaba una noche de tiniebla evidente,
y no sólo una noche, sino una época horrible.
Habría que aprestarse contra un furor posible,
pues vendría algo más que olas en algazara
cuando su último ¡Apáguese la luz! Dios decretara.






El pastizal. 


Voy a limpiar el arroyo, en los pastos...
Sólo rastrillaré las hojas secas.
(Y quizás me detenga hasta ver clara el agua.)
No, no tardaré mucho. -Ven también.
Voy a buscar el lindo ternerillo
que se apoya en su madre. Es tan pequeño
que cuando ella lo lame se menea.
No tardaré mucho. -Ven también.





Alto en el bosque en una noche de invierno. 


Me imagino de quién son estos bosques.
Pero en el pueblo su casa se encuentra;
no me verá parada en este sitio,
ante sus bosques cubiertos de nieve.
Mi pequeño caballo encuentra insólito
parar aquí, sin ninguna alquería
entre el halado lago y estos bosques,
en la noche más lóbrega del año.
Las campanillas del arnés sacude
como si presintiera que ocurre algo…
Sólo se oye otro son: el sigiloso
paso del viento entre los copos blandos.
¡Qué bellos son los bosques, y sombríos!
Pero tengo promesas que cumplir,
y andar mucho camino sin dormir,
y andar mucho camino sin dormir.





Arrobamiento. 


La lluvia le dijo al viento:
-Empuja tú que yo azoto-
y tánto hirieron el soto
que de las flores altivas,
doblegadas pero vivas,
yo sentía el sufrimiento.





El potro desbocado. 


Tiempo ha, cuando la nieve empezaba a caer,
nos detuvimos junto, a unos pastos... ¿De quién será
aquel potro?", dijimos. El pequeño Morgan había
puesto una pata delantera sobre el muro de piedra
y la otra sobre el pecho, encogida. Agachando
la cabeza, nos contempló un instante y huyó.
Escuchamos el diminuto retumbo de su fuga,
y nos pareció verle, una sombra gris recortándose
contra el inmenso cortinaje de los copos de nieve.
"Ese pequeño está asustado de la nieve que cae.
No conoce el invierno. Para ese pequeñuelo
no es cosa baladí. Y huye trotando.
Ni su madre podría decirle: «¡Quieto! ¡Es sólo el tiempo!»
El pensaría que ella sólo habla por hablar
.¿Dónde estará su madre? ¿Por qué no va con él?"

El potro ya regresa con su pétreo repiqueteo,
salta de nuevo el muro con ojos blanquecinos
y erguida la cola sin pelo.
Hace temblar su piel como si sacudiera moscas.
"Quienquiera que deja ese potro afuera tan tarde,
cuando los demás animales están en el establo,
hay que avisarle para que salga y lo haga entrar."





Siega. 


En la linde del bosque no había más sonido
que el leve cuchicheo de una larga guadaña
hablando con la tierra. No sé qué le diría.
Quizás le contaba algo sobre el calor del sol,
o quizás algo acerca de aquel vasto silencio,
y por esto su voz no era más que susurro.
No le hablaba de un sueño nacido de los ocios,
ni de oro regalado por algún hada o duende:
fuera de la verdad, todo parece frágil
para el ferviente amor que alineó gavillas,
no sin dejar algunas flores (blancas orquídeas),
y asustó a una serpiente de un verde coruscante.
El sueño más hermoso que el trabajo conoce
son los hechos. Mi larga guadaña susurró,
y olvidóse del heno.





Nada dorado permanece... 


El primer matiz de la naturaleza es dorado,
Y para mantener su verde más intenso.
Su hoja temprana es una flor
Que vive tan solo una hora.
Y entonces la hoja muere para caer.
Así se hundió el Edén muy a su pesar,
Así el alba desciende día a día.
Pues nada dorado permanece





Ahora me voy afuera caminando. 


Ahora me voy afuera caminando
El desierto del mundo,
Y mis zapatos y mis medias
No me molestan.

Dejo atrás
Buenos amigos en la ciudad.
Dejemos que beban bastante vino
Y que luego se acuesten.

No crean que me voy
Desterrado la oscuridad exterior,
Como Adán y Eva
Fueron expulsados del Paraíso.

Olvida el mito.
No hay nadie
Que pueda expulsarme de aquí
Ninguno que pueda echarme fuera.

A menos que me equivoque
Sólo obedezco
La llamada de este canto:
"Me voy... zarpo ahora!".

Y podría volver
Si no me siento satisfecho
Con lo que he aprendido
Al haber muerto.





Noche invernal de un anciano. 


Más allá de las puertas, a través de la helada
que cubre la ventana formando unas estrellas
dispersas, en la sombra, el mundo esta mirando
su cara: está vacía la habitación. Y duerme.
La lámpara inclinada muy cerca de su rostro
le impide ver el mundo. Ya no recuerda nada.
Y la vejez le impide recordar en qué tiempo
llegó hasta estos lugares, y por qué está aquí solo.
Rodeado de toneles se encuentra aquí perdido.
Sus pasos temblorosos hacen temblar el sótano:
lo asusta con sus pasos temblorosos: y asusta
otra vez a la noche (la noche de sonidos
familiares ). Los árboles aúllan allá afuera;
todas las ramas crujen. Una luz hay tan sólo
para su rostro, quieta, una luz en la noche.
A la Luna confía —en esa Luna rota
que por ahora vale más que el sol— el cuidado
de velar por la nieve que yace sobre el techo,
de velar los carámbanos que cuelgan desde el muro.
Sigue durmiendo. Un leño se derrumba en la estufa.
Despierta con el ruido. Sobresaltado cambia
de lugar. Es la noche. Respira suavemente.
No puede un viejo solo llenar toda una casa,
un rincón de los campos, una granja. No puede.
Así un anciano guarda la casa solitaria,
en la noche de invierno. Y está solo. Está solo.


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