domingo, 1 de diciembre de 2024

De "Vigilias ante los Santos". Javier Sicilia.

Agustín Pro

                                             A José Ramón Enríquez
                                                      y a Ignacio Solares

Solo, ante el pelotón que lo ejecuta,
Pro se ha puesto a rezar e invoca a Cristo;
no lo alcanza el rencor, duro e imprevisto,
de Calles, ni la befa y la disputa.

Su dolor el via-crucis rememora
cuando bajo las sombras amanece
y a la venganza jacobina ofrece
su cuerpo en cruz, altivo cual la aurora.

A Cristo imita en ese aciago día
en que de pie enfrentado al soberano
hace vivir su fe con su agonía.

Vive al fin la verdad en esa muerte,
y en el cuerpo de Pro que yace inerte
se muere la victoria del tirano.





Albert Peyriguere

Para ser el menor entre los hombres
y servir a Jesús, una mañana
abandonó su iglesia y su sotana,
la liturgia, sus fieles y sus nombres.
Sobre tierras paganas fue un errante:
anduvo por Rabat, amó a su gente
y en el Kebbab inhóspito y doliente
sirvió a los más pobres, fue constante.
Ni la espada, ni el fuego, ni las prédicas
fueron los incentivos que llenaron
al infiel con las llamas evangélicas;
de Jesús fue razón su humilde historia,
el amor que sus obras heredaron:
él fue su servidor, su oscura gloria.





Charles de Foucauld

                                                        A Georges Voet
                                 y a Patricia Gutiérrez-Otero

Sediento de aventuras fue un soldado
de Francia en las colonias africanas;
amó el desierto, el sol, las caravanas,
el goce de las hembras, lo vedado.
Una tarde en los yermos de Marruecos,
bajo la hirviente luz que es un destello
fugaz de Dios, tal vez sólo un resuello,
descubrió su placer, su goce seco.
Buscó en la trapa, se hizo un monje austero;
se negó hasta ser sombra, polvo, nada,
y a los tuaregs sirvió, fue un pordiosero.
No conoció del triunfo la morada;
solo en su soledad fue oscuramente
un hombre que amó a Cristo intensamente.





Concha Armida

                                                     A Luis Fracchia

Una mujer piadosa e iletrada;
vivió en un mundo dulce y venturoso,
tuvo un rancho, unos hijos, un esposo,
fue una vida pequeña y ordenada.
Nadie supo que en la aparente calma
de su hogar el Espíritu moraba,
que el amor de Jesús la devoraba
y vulneraba su quietud de alma.
Sólo el padre Rougier supo en secreto
que ese fuego interior, arduo y discreto,
era la confidencia misteriosa
del dolor de la cruz y su agonía.
Nos legó una orden religiosa
y una vasta y profunda teología.





Teresa de Lisieux

Sentada en la penumbra del convento,
Teresa observa el muro gris y yerto;
no la turba el silencio, ese desierto
del alma, en la quietud del aposento.
Los sueños y los goces de la vida
que en el duro Carmelo palidecen,
en ella ya no existen. Obedecen
sus ojos a otro sueño, a otra medida:
piensa en la dicha amada que le espera,
en el dolor que roe sus pulmones
y ofrece en redención y la lacera;
sabe en su pequeñez que no está sola,
que en la noche y sus arduas aflicciones
es Dios quien sufre en ella y quien se inmola.


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