Olmo.
Para Ruth Fainlight
Conozco el fondo, dice ella. Lo conozco con mi gran raíz primaria:
Es lo que te temés.
Yo no le tengo miedo: estuve ahí.
¿Es el mar lo que oís adentro mío,
sus descontentos?
¿O la voz de la nada, que era tu locura?
El amor es una sombra.
Cómo se miente y se llora tras él.
Escuchá: estos son sus cascos: se disparó, como un caballo.
Voy a galopar así toda la noche, impetuosamente,
Hasta que tu cabeza se vuelva una piedra, tu almohada un pedazo de pasto
Y retumbe, retumbe.
¿O debería traerte el sonido de venenos?
Esto es la lluvia ahora, esta inmensa calma.
Y éste es su fruto: blanco estaño, como arsénico.
He padecido la atrocidad de los crepúsculos.
Chamuscada hasta la raíz
Mis filamentos rojos arden y permanecen, un manojo de alambres.
Ahora me rompo en mil pedazos que vuelvan por ahí como garrotes.
Un viento de tal violencia
No va a tolerar espectadores: tengo que gritar.
También la luna es despiadada: me arrastraría
Cruel cuando está yerma.
Su resplandor me calcina. O tal vez yo la tenga atrapada.
La dejo ir. La dejo ir.
Menguante y chata, como después de una cirugía radical.
Cómo me poseen y me alimentan tus pesadillas.
Estoy habitada por un grito.
Nocturno aletea
Buscando, con sus garfios, algo para amar.
Me aterroriza esta cosa oscura
Que duerme en mí;
Todo el día siento sus suaves giros como plumas, su malignidad.
Nubes pasan y se dispersan.
¿Son esas las caras del amor, esas pálidas irrecuperables?
¿Es por ellas que se agita mi corazón?
Soy incapaz de más conocimiento.
¿Qué es esto, esta cara
tan asesina en su manera de estrangularse con ramas?
Su ácido beso de víbora.
Petrifica la voluntad. Estas son las aisladas, lentas faltas
Que matan, que matan, que matan.
El ahorcado.
Por la raíz del pelo algún dios me atrapó.
En sus voltios azules saqué chispas,
Ardí como un profeta del desierto.
Las noches de un chasquido como párpados
De un lagarto quedaron invisibles:
Un mundo de días blancos y pelados
En la cavidad de un ojo sin sombra.
Un tedio buitrero con alfileres
Me dejó fijo y prendido de este árbol.
En mi lugar, él haría lo mismo.
Tulipanes.
Son demasiado emotivos los tulipanes, aquí es invierno.
Fíjate: todo blanco, todo en silencio, nevado todo.
Estoy aprendiendo paz, yaciendo a solas, en silencio
como yace la noche contra esos muros blancos, este lecho, estas manos.
No soy nadie; no tengo nada que ver con explosiones.
He dado a las enfermeras mi nombre, mi ropa de diario
y al anestesista mi historia, mi cuerpo a los cirujanos.
Encajaron mi cabeza, apuntalándola, entre la almohada y el borde de la sábana
como un ojo entre dos párpados blancos que no quieren cerrarse.
Pupila estúpida, quiere verlo todo. Las enfermeras
pasan y pasan, ésas no me preocupan, pasan
como gaviotas tierra adentro bajo sus gorros blancos,
moviendo las manos, la una idéntica a la otra,
por eso no consigo contar cuántas son.
Mi cuerpo es para ellas un guijarro, lo cuidan como el agua
cuida a las piedras que cubre, suavizándolas dulcemente.
Me traen torpor en sus agujas relucientes, me traen sueño.
Y ahora que me perdí a mí misma, me siento harta de equipajes:
mi maletín de cuero como una cajita negra de píldoras,
mi marido, mi hijo, me sonríen desde la foto familiar; sus sonrisas me punzan la piel,
ganchitos sonrientes.
Dejo pasar las cosas, un mercante de treinta años,
se ase tercamente a mi nombre y dirección.
Me han fregado hasta dejarme libre de amantes contactos.
Asustada, desnuda, sobre el carricoche almohadillado de plástico verde
veo mi juego de té, mis cajones de lienzo, mis libros
desaparecer en la lejanía, y el agua me cubre la cabeza.
Monja soy ahora, nunca sentíme tan pura.
No quiero ya flores, solamente quería yacer con las manos
vueltas hacia arriba, sentirme del todo vacía.
Qué libre me siento, no sabes cuán libre me siento:
la paz es tan vasta que me deslumbra, nada
pide: un letrero, unas pocas futesas.
Eso es lo que acatan finalmente los muertos: y ahora imagínalos
cerrando en torno a ello la boca, cual hostias.
Los tulipanes resultan demasiado rojos, me hieren.
Incluso a través del papel que los cubre, percibo su hálito
levísimo, a través de envoltorios albos, como un niño travieso.
Su rojez con mi herida conversa, se cartea. Sutiles
son: parecen flotar, aunque su peso me hunde,
me inquietan sus súbitas lenguas, sus colores, son doce
plomadas purpúreas en torno a mi cuello.
Antes nadie me observaba y ahora me observan.
Los tulipanes se me acercan, tras de mí la ventana
donde la luz lentamente se abre y se cierra un día tras otro,
y heme aquí: plana, absurda, cual sombra de papel recortado
entre el ojo del sol y los ojos de los tulipanes,
carezco de rostro, he querido borrarme a mí misma.
Los tulipanes vívidos devoran mi oxígeno.
Antes de que llegaran estaba el aire bastante tranquilo,
venía, se iba, aliento tras aliento, todo sin gritos.
Y entonces llenaron, ruidosos, el aire, los tulipanes.
Ahora los rodean remolinos y rocas submarinas los mismo que el río
se enturbia y enrosca rodeando una máquina honda y mohosa.
Distraen mi atención, eso es bueno, jugando,
reposando sin nada que les comprometa.
Las paredes también me parecen estar calentándose.
Los tulipanes debieran estar enjaulados cual tigres salvajes;
abren su boca como grandes gatos africanos,
y yo entonces me siento el corazón: abre y cierra su cuenco
de rosadas rosas del solo amor que me tiene.
El agua que gusto es caliente y salada como agua marina,
y viene de un país tan lejano como mi salud.
La luna y el tejo.
Esta es la luz de la mente, fría y planetaria.
Los árboles de la mente son negros. La luz es azul.
Las hierbas se lamentan a mis pies, como si yo fuera Dios,
hiriendo mis tobillos murmuran su humildad.
Espirituosas brumas humeantes habitan este lugar
separado de mi casa por una hilera de lápidas.
Simplemente no puedo ver si hay un sitio adónde ir.
La luna no es una puerta. Es una cara por derecho propio,
blanca como un nudillo y terriblemente turbada.
Arrastra al mar detrás de sí, como un crimen oscuro; y está en calma
con el bostezo en O del total desencanto. Yo vivo aquí.
Dos veces cada domingo las campanas sobresaltan el cielo-
ocho grandes lenguas afirmando la Resurrección.
Finalmente, ellas proclaman con sobriedad sus nombres.
El tejo apunta hacia arriba. Su forma es gótica.
Sus ojos se elevan por sobre él, y encuentran a la luna.
La luna es mi madre. Ella no es dulce como María.
Sus vestiduras azules sueltan pequeños murciélagos y lechuzas.
Cómo desearía creer en la ternura-
el rostro de la efigie, dulcificado por las velas,
inclinándose, sobre mí en particular, con ojos indulgentes.
¡He caído tanto! Las nubes están floreciendo,
azules y místicas sobre el rostro de las estrellas.
Dentro de la iglesia, los santos serán todos azules,
flotando con sus pies delicados sobre los bancos fríos,
sus cabezas y sus caras rígidas de santidad.
La luna no ve nada de esto. Ella es calva y salvaje.
Y el mensaje del tejo es negrura -negrura y silencio.
Fiebre 39°.
¿Pura? ¿Qué significa eso?
Las lenguas del infierno
son torpes, torpes como las triples
lenguas del torpe y obeso Cancerbero
que jadea en la entrada. Incapaz
de eliminar de un lengüetazo
la crisis febril, el pecado, el pecado.
La yesca clama.
El olor indeleble
de una vela que se apaga!
Amor, amor, el humo a baja altura ondula
a mi alrededor como las bufandas de Isadora, y temo
que una de ellas se enganche y ancle la rueda.
Esos taciturnos humos amarillos
crean su propia atmósfera. No se elevan,
se arrastran en torno del globo
sofocando a los ancianos y a los mansos,
el débil
bebé del invernadero en su cuna,
a la lúgubre orquídea
que cuelga en el aire su jardín colgante,
demoníaco leopardo.
La calefacción la tornó blanca
y la mató en una hora.
Untando los cuerpos de los adúlteros
como una ceniza de Hiroshima, y consumiéndolos.
El pecado. El pecado.
Querido mío, toda la noche
estuve fluctuando, encendiéndome, apagándome.
Las sábanas llegan a pesar como el beso del libertino.
Tres días. Tres noches.
Agua con limón, agua
de pollo, el agua me da arcadas.
Leyenda de una bañera.
La cámara fotográfica del ojo
registra las desnudas paredes pintadas, mientras la luz eléctrica
reclina sus nervios cromados sobre la cruda cañería;
tal es la pobreza que asalta al ego, atrapado
desnudo en esa habitación de burda actualidad.
El extraño en el espejo del lavabo
adopta una mueca pública, repite nuestro nombre
pero refleja escrupulosamente el terror habitual.
¿Qué tan culpables somos cuando el techo
no revela fracturas que puedan descifrarse? Cuando el lavatorio
no es convocado para nada mas sagrado
que la ablución física, y la toalla
secamente rechaza el acecho de esa cara de gnomo
en su pliegues explicitos? O cuando la ventana,
ciega de vapor, no admite la oscuridad
que amortaja nuestras esperanzas en sombras ambiguas?
Veinte años atrás, la bañera familiar
arrastraba una carga de presagios; pero ahora
ya los grifos de agua no deshovan peligro; cada cangrejo
y pulpo ( arrastrandose justo detrás de lo visible,
esperando una ruptura accidental
en su ritual de ataque) partieron definitivamente;
el mar verdadero mar los niega y cubrirá
de piel fantástica los honestos huesos.
Aceptamos la apuesta; nuestros miembros bajo agua
vacilan, en un pálido verde, perdiendo estremecidos
el color genuino de la piel. ¿Pueden nuestros sueños
alguna vez desdibujar las inflexibles líneas que trazan
el contorno que nos tiene encerrados? Los hechos absolutos
interfieren aún cuando el ojo rebelde
esta cerrado; la tina existe detrás nuestro,
su superficie brillante es blanca y verdadera;
aún asì sus ridículos flancos desnudos reclaman
la manufactura de una tela para cubrir
tanta rigidez; la precisión está en las dimensiones;
cada dìa nos demanda la nueva creación de nuestro mundo.
Disfrazando el horror constante con un saco
de ficciones en múltiples colores, enmascaramos el pasado
en las praderas del eden, creemos que la fruta brillante del futuro
puede brotar del ombligo del desperdicio actual.
En esta particular bañera, dos rodillas saltonas
como témpanos, mientras asciende el pelo castaño del tiempo
por brazos y piernas en una franja de algas; el jabón verde
navega la espumosa marea
rompiendo en playas legendarias; confiados
abordaremos nuestras naves imaginarias, y bogaremos
salvajemente por las islas sagradas de los locos, hasta que la muerte
rompa en estrellas fabulosas y nos haga reales.
Ariel.
Estasis, lo oscuro.
Y ese azul desustanciado
que vierten el cerro y la distancia.
Leona de Dios,
qué únicos crecemos,
sobre los pies oscilando y las rodillas! El surco
se parte y pasa, es la hermana
del arco pardo
que forma el cuello que no alcanzo,
los ojos de un negro:
sus bayas lanzan ganchos
oscuros;
un bocado de sangre negra y suave,
sombras.
Algo diferente
me lleva por los aires:
caderas, cabellos;
escamas de mis talones.
Como una Godiva
blanca, exfolío
la mano muerta, la rigidez muerta.
Y así
como la harina me espumo, un brillo del mar.
El grito del niño
se diluye en la pared.
Y yo
soy la flecha,
el rocío que vuela
suicida, acompasado con
el impulso hacia el ojo
rojo, el caldero del alba.
Límite *.
La mujer alcanzó la perfección.
Su cuerpo muerto
muestra la sonrisa de realización, la
apariencia de una necesidad griega
fluye por los pergaminos de su toga,
sus desnudos
pies parecen decir,
hasta aquí hemos llegado, se acabó.
Los niños muertos, ovillados, blancas serpientes,
uno a cada pequeña
jarra de leche ahora vacía.
Ella los ha plegado
de nuevo hacia su cuerpo; así los pétalos
de una rosa cerrada, cuando el jardín
se envara y los olores sangran
de las dulces gargantas profundas de la flor de la noche.
La luna no tiene por qué entristecerse,
mirando con fijeza desde su capucha de hueso.
Está acostumbrada a este tipo de cosas.
Sus negros crepitan y se arrastran.
*El último poema que escribe, la víspera del suicidio
Años.
Van entrando como animales procedentes del espacio
exterior del acebo donde las espinas
no son los pensamientos que sintonizo, como un yogui,
sino verdor, oscuridad tan pura,
que se hielan y son.
Oh Dios, yo no soy como tú
en tu vacua negrura,
con estrellas por todas partes, brillante y estúpido confeti.
La eternidad me aburre,
nunca la he deseado.
Lo que me gusta es
el pistón en movimiento:
ante él se me muere el alma.
Y los cascos de los caballos,
su batir despiadado.
Y tú, Estais enorme...
¿Qué es lo que tiene de enorme el asunto?
¿Es un tigre este año, este rugido a la puerta?
¿Es un Christus
con su terrible
pizca de Dios
muriéndose por volar y acabar de una vez?
Las bayas de sangre son ellas mismas, están muy quietas.
No lo tolerarán los cascos:
a distancia de azul los pistones sisean.
Lesbos.
¡Depravación en la cocina!
Chistan las patatas.
Todo es muy Hollywood, sin ventanas,
con la luz fluorescente pestañeando como una jaqueca terrible,
modosas tiras de papel a guisa de puertas...
Telones d teatro, bucle de viuda.
Y yo, querida, soy una embustera patológica,
y mi niña -mírala, boca abajo, en el suelo,
como una marioneta sin hilos, pataleando para desparecer...
Esquizofrénica perdida,
con la carne roja y blanca, un verdadero susto,
tú sacaste sus gatitos por la ventana,
a una especie de pozo de cemento,
donde cagan y vomitan y chillan sin que ella los oiga.
Dices que no la puedes soportar,
la hija de puta es una niña.
Te has fundido las lámparas como una mala radio
limpia de voces y de historia, el estático
ruido de lo nuevo.
Dices que debería ahogar a los gatitos. ¡Cómo apestan!
Dices que debería ahogar a mi niña.
Si a los dos años ya está loca, a los diez se rebanará el cuello.
El niño sonríe, caracol gordo,
desde los pulidos losanges del linóleo color naranja.
Te lo comerías. Es un chico.
Dices que tu marido no te vale para nada.
Su judía mamá le guarda el encantador sexo como una perla.
Tú tienes un niño, yo tengo dos.
Debería sentarme en una roca frente a la costa de Cornualles, y peinarme el cabello.
Debería llevar pantalones de tigre, debería liarme con alguien.
Deberíamos encontrarnos en otra vida, encontrarnos en aire, tú y yo.
Mientras tanto, huele a grasa y a cagada de niño.
Estoy amodorrada y torpe por culpa de la última píldora para dormir.
El humazo de la cocina, el humazo del infierno,
inunda nuestras cabezas, dos venenosos opuestos,
nuestros huesos, nuestros cabellos.
Te llamo la Huérfana, huérfana. Estás enferma.
Al sol te salen úlceras, y el viento te pone tuberculosa.
Fuiste bella una vez.
En Nueva York, en Hollywood, los hombres decían. "¿Ya has acabado?
Vaya, chica, eres un fenómeno".
Tú fingías, fingías, por el gusto de hacerlo.
El marido impotente renquea hacia la calle en busca de un café.
Yo trato de que no se vaya,
vieja estaca que atraiga los rayos,
los baños de ácido, los cielos que se te desploman.
Se lo traga todo mientras desciende por la colina empedrada de plástico,
vapuleado carromato. Las chispas son azules.
Las chispas azules se desparraman,
escindiéndose como cuarzo en millones de trozos.
¡Oh joya! ¡Oh objeto precioso!
Esa noche, la luna
llevaba a rastras su saco de sangre, enfermo
animal,
por encima de las luces del puerto.
Y luego se normalizó,
dura y distante y blanca.
El escamoso lustre de la arena me daba un miedo mortal.
Nos entretuvimos en cogerla a puñados, amándola,
amasándola, cuerpo mulato,
sémola de seda.
Un perro recogió a tu perrudo marido. Pasó de largo.
Ahora estoy callada, con el odio
hasta la barbilla,
espeso, espeso.
No hablo.
Estoy empaquetando las duras patatas como su fueran ropa de vestir,
estoy empaquetando a los niños,
estoy empaquetando a los gatos enfermos.
Oh recipiente de ácido,
es de amor de lo que estás llena. sabes a quién odias.
Él está abrazado a su bola y a su cadena, allá abajo, en el portal
que da al mar en el punto en que se mete, blanco y negro,
para escupirse luego.
Tú lo rellenas todos los días de material anímico, como un
jarro. Estás cansada.
Tu voz es un pendiente en mi oreja,
que aletea y que chupa, como un murciélago sanguinario.
Eso es. Ya está bien.
Fisgas desde la puerta,
triste bruja. "Todas las mujeres son unas putas.
No logro comunicar con nadie".
Veo tu ambiente tan bien descompuesto
cerrarse sobre ti como el puño de un niño
o una anémona, esa novia
del mar, esa cleptómana.
Yo todavía estoy cruda.
Digo que quizá vuelva.
Ya sabes para qué sirven las mentiras.
No hemos de encontrarnos ni en tu cielo Zen...
Últimas palabras.
No quiero una caja sencilla, quiero un sarcófago
de atigradas listas y un rostro pintado, redondo
como la luna, que mire, quiero
estar mirándolo cuando lleguen, escogiendo
entre minerales mudos, raíces. Véolos
ya: los pálidos, astralmente distantes rostros.
Ahora no son nada, no son siquiera criaturas.
Imagínolos huérfanos, como los primeros dioses,
de padre y madre, se preguntarán si tuve importancia
¡Debí haber preservado mis días, como frutos, en azúcar!
Mi espejo se empaña:
unos pocos hálitos, y no reflejará ya nada.
Las flores y los rostros blanqueantes cual sábanas.
No confío en el espíritu. Huye como vapor en mis sueños,
por la boca o los ojos. No puedo impedírselo.
Un día se irá para no volver. Así no son las cosas.
Permanecen, sus luces idóneas se calientan
en mis manos frecuentes. Ronronean casi.
Cuando se enfrían las suelas de mis pies, los ojos azules,
mi turquesa, me darán solaz. Déjame
mis cacharros de cobre, déjame los cacharros de afeites,
que florezcan en torno a mí como flores nocturnas, aulentes.
Me envolverán en vendas, almacenarán mi corazón
bajo mis pies, bien envuelto.
Conoceréme a mí misma. Seré noche
y el relucir de tantas cosas será más dulce que el rostro de Istar.
La mejillonera de Rock Harbour.
Llegué antes de que los acuarelistas
captasen la enjundia
de la luz del Cabo que barre
cascajo contra cristal adherido
y pule y suaviza las romas conchas
de las tres barcas pesqueras varadas
en la orilla del plano
desandado del río. Yo buscaba
tentadora carnada: mejillones azules
asidos como cebollas por la raíz
al borde de charcos de marea.
Bajísima marea auroral. Olí
fangoso hedor, bofes de conchas, excrementos
de gaviotas; oí curiosa, costrosa rebatiña
cesar al acercarme al acallado borde
del fondo de un craterino charco.
Los mejillones, mortecinamente azules
y llamativos, parecían
ladinos goznes de un mundo
cerrado contra mí. Todo estaba inmóvil.
Aunque conté escasos segundos,
cuantioso tiempo gasté en ganar
aplomo de salvoconducto
entre el submundo receloso
que me miraba. La hierba urdía garras;
botoncillos de fango, expulsados del fondo,
quitándose las cúpulas como
diminutos caballeros sus cascos. Los cangrejos
salían lentos de sus íntimos hoyos
y de fangosos canales, todos
camuflaban sus jaspeadas mallas
en pardos y verdes. Cada uno blandía
hinchada garra contra un escudo grande
cuanto él mismo: no era un brazo de broma
agigantado por la costumbre,
mas cruelmente crecido y cruelmente
blandido, cuyo uso
yo no concebía. Sibilantes
hordas multiazuzadas sesgadas
en convergente torrente hacia
la boca del estanque, quizás hacia
el perezoso y tenue hilo
de mar desandando su ruta
fluvial camino arriba.
¿Querían evitarme? Avanzaban
sesgadamente, con acuoso antojo
y goteo. ¿Sentían el fango
gratamente bajo sus pinzas
como yo entre mis dedos desnudos?
Pregunta que marcó el final: me aparté,
hermética, de una vez por todas,
suspensa al paso de sus filas
radicalmente extrañas
como suspendiérame
la clara cola del cometa Halley
fríamente permitiendo pasar
mi órbita, revelada
por un apellido del que
él nada supiera. Y así los cangrejos
seguían su camino, que no erac
asual o banal, y yo llené
mi pañolón de azules
mejillones. Para los cangrejos,
si ver pudieran, yo sería
un mejillonero más. Entre la tupida
madeja herbosa encontré
la cáscara de un cangrejo, intacta,
extrañamente extraviada
sobre su fangoso mundo, y verde,
blanqueados sus bofes, esparcidos
doquier por viento y sol;
¿cómo saber si muriera
virgen o suicida
o tercamente colombino?
Su rostro cangrejil, trazado en aguafuerte.
Muecas contra calaverinas muecas:
tenía aire oriental,
máscara de samurai tallada
en colmillo de tigre, por Dios
más que por el arte. Lejos del mar:
donde pecosos dorsos cangrejiles, garras,
cangrejos enteros, muertos, sus empapados,
pálidos vientres vueltos boca arriba,
ejecutan patosos valses
sobre disolvente oleaje,
y vuelven, perdiéndose
pizca a pizca contra el afable
elemento: reliquia consoladora,
consuelo del sol rostricalvo.
Canción de amor de la joven loca.
Cierro los ojos y el mundo muere;
Levanto los párpados y nace todo nuevamente.
(Creo que te inventé en mi mente).
Las estrellas salen valseando en azul y rojo,
Sin sentir galopa la negrura:
Cierro los ojos y el mundo muere.
Soñé que me hechizabas en la cama
Cantabas el sonido de la luna, me besabas locamente.
(Creo que te inventé en mi mente).
Dios cae del cielo, las llamas del infierno se debilitan:
Escapan serafines y soldados de satán:
Cierro los ojos y el mundo muere.
Imaginé que volverías como dijiste,
Pero crecí y olvidé tu nombre.
(Creo que te inventé en mi mente).
Debí haber amado al pájaro de trueno, no a ti;
Al menos cuando la primavera llega ruge nuevamente.
Cierro los ojos y el mundo muere.
(Creo que te inventé en mi mente). "
Quiero, quiero.
Boquiabierto, el diosecillo
inmenso, calvo, a pesar de su infantil cabeza,
pedía a gritos el pecho de su madre.
Los volcanes secos se cuarteaban y escupían.
La arena abrasaba los labios sin leche.
Pidió entonces la sangre del padre,
que puso a trabajar avispa, lobo y tiburón,
e ingenió el pico del alcatraz.
Con los ojos secos, el patriarca inveterado
levantó sus hombros de pellejo y huesos,
púas en la corona de dorado alambre,
espinas en el tallo de la rosa sangrienta.
Espejo.
Soy plateado y exacto. No tengo preconceptos.
Cuanto veo, lo trago inmediatamente
Tal cual es, sin empañar por amor o desagrado.
No soy cruel, sólo veraz:
Ojo de un pequeño dios, cuadrangular.
Casi todo el tiempo medito en la pared de enfrente.
Es rosada, con lunares. La he mirado tanto tiempo
Que creo que es parte de mi corazón. Pero fluctúa.
Las caras y la oscuridad nos separan una y otra vez.
Ahora soy un lago. Una mujer se inclina sobre mí,
Buscando en mi extensión lo que ella es en realidad.
Luego se vuelve hacia esas mentirosas, las bujías o la luna.
Veo su espalda y la reflejo fielmente.
Me recompensa con lágrimas y agitando las manos.
Soy importante para ella. Que viene y se va.
Todas las mañanas su cara reemplaza la oscuridad.
En mí ella ahogó a una muchachita y en mí una vieja
Se alza hacia ella día tras día, como un pez feroz.
La rival.
La Luna, si sonriera, se te parecería.
Das la misma impresión
de cosa bella, pero que aniquila.
Ambas sois grandes tomadoras de luz.
Su boca de O se aflige por el mundo; la tuya se queda indiferente,
y tu primer don es el de trocarlo todo en piedra.
Me despierto en un mausoleo; estás aquí
tamborileando con los dedos en la mesa de mármol, buscando cigarrillos,
con rencor de mujer, pero sin tantos nervios,
muriéndote por decir algo que no admita respuesta.
También la luna envilece a sus vasallos,
pero a la luz del día hace el ridículo.
Tus insatisfacciones, por otra parte,
llegan por el buzón con amorosa regularidad,
blancas y vacías, tan expansivas como monóxido de carbono.
Ningún día está a salvo de noticias tuyas
tú que andas por África, tal vez, pero pensando en mí.
Palabras.
Hachas después de cuyos golpes los sonidos del bosque
Y los ecos!
Ecos viajando
Lejos del centro como caballos.
La savia
Derramándose como lágrimas, como el
Agua al esforzarse
Por re- establecer su espejo
Sobre la roca.
La que chorrea y cambia
Su calavera blanca,
Comida por las verdes cizañas.
Años después
Las encontré en el camino.
Palabras secas y sin jinetes
De infatigables y ligeros-cascos
Cuando
Desde el fondo del estanque, las fijas estrellas
Gobiernan una vida.
El encantador de serpientes.
Los dioses comenzaron un mundo, el hombre otro,
y así el encantador de serpientes comienza:
bocaflauta, ojoluna. Toca: verdisono, acuifónico.
La faluta verdifluída hasta ser verdimóvil
asume sus languideces juncales y ondulosas.
Sus notas verdes se engastan, el río se descompone.
imágenes en torno a su música. Toca
abriéndose un lugar en que erguirse, sin rocas
ni suelo: de oscilantes lenguas de hierba onda
le sostiene.Y su mundo serpentino recrea
de cimbreos y súbitos resortes, desde el fondo
de su mente reptil. Y ahora culebras
se ven. Y las escamas serpentinas se han vuelto
hojas y luego párpados; cuerpos dúctiles, ramas
pechos de árbol y hombre. y él, de este mundo dentro
rije las contorsiones que hacen que sea serpiente
y su poder ductísono evidente con sólo
esta flauta exigüisima. De este nido saldrá
como el mismo ombligo del edén mundo luengo
de reptantes generaciones Fiat serpente!!
y las serpiente fueron , son y seran; y un tiempo
vendrá y consumirá al flautista, su música
le cansará y el mundo volverá a la sencilla
tela de urdimbre y trama serpentina. Y él busca
tejer una acuiverde confusión serpentina
hasta que no haya más serpientes y las aguas
vuelvan a su verdor y a su forma prístina.
Y los párpados cierra y reposa la flauta.
Las musas inquietantes.
Madre, ¿ a qué antipática, grosera
o rara tía o prima te olvidaste
invitar a mi bautizo, de modo
que enviara a estas damas en vez suya
con cabezas cual huevos, que asintieron
y asintieron al fondo y a la izquierda
y a la cabezera de mi cuna?
Madre, que me inventabas historietas
del oso Patasnegras, oso heroíco,
oh madre, cuyas brujas siempre, siempre
acaban en pasteles de jengibre,
¿quién llamó a estas damas?
¿las expulsaste de mi lado
cuando, de noche y a mi cabecera
asentían sin voz sus testas calvas?
Cuando en el viento las doce ventanas
crujían del despacho de mi padre
como burbujas que revientan, tú
nos dabas a mi hermano y a mí pastas
y nos llevabas luego al coro"Thor
está enfadado ¡pum pum pum!, Thor
está enfadado, ¡pues nos da lo mismo! "
Pero esas damas rompían los cristales.
Cuando bailaban de puntillas todas
las alumnas lucientes cual luciérnagas
cantando la canción de la falena
ni un pie siquiera levantar podía
yo, dentro del ropón, torpona, aparte
echábanme a la sombra aquellas feas
madrinas, tú llorabas y llorabas:
venía la sombra e íbanse las luces.
Madre, me hiciste aprender el piano
y elogiabas mis trémoles, mis trinos,
aunque el maestro hallaba que mis dedos
eran de madera a pesar de las claves
y las horas de práctica, mi oído,
sordo a toda armonía , se volvía
inenseñable. Aprendí en otros sitios,
de musas que tú, madre, no sabías.
Desperté una mañana y te vi, madre
flotando sobre mí en el aire azul
sobre un globo tan verde que lucía
con un millón de pájaros y flores,
nunca, nunca jamás vistos por nadie.
Pero el pequeño planeta alejóse
como burbuja y tú gritabas:¡ven!
Y Yo, rodeada de mis compañeros.
Ahora noche, ahora día, y en el fondo
junto a la cabecera, me vigilan
con sus batas de piedra, inexpresivas
como cuando nací, sus sombras largas
al sol que nunca sale ni se pone.
Y éste es el reino en que me naciste,
madre, madre, mas no te lo reprocho
ni haré traición a los que me acompañan.
El aspirante.
Para empezar: ¿eres de los nuestros?
¿Llevas
ojo de cristal, dentadura postiza, muleta,
braguero o garfio,
pechos de goma, entrepierna de goma,
costurones que muestren que algo falta? ¿No? Entonces,
¿cómo podemos darte nada?
Deja de llorar.
Abre la mano.
¿Vacía? Vacía: ahí va una mano
para llenarla; dispuesta
a preparar el té y a dar masajes que ahuyenten la jaqueca,
y a hacer lo que le digas.
¿Te casarás con ella?
Viene con garantía
de cerrarte los ojos al final
y disolverse de dolor.
Sacamos caldo nuevo de la sal.
Observo que estás desnudo:
¿qué tal este traje?
Negro y tieso, pero no sienta mal.
¿Te casarás con él?
Es impermeable, irrompible, a prueba
de fuego y de bombas que hundan los tejados.
Créeme: te enterrarán con él.
Ahora bien: la cabeza la tienes vacía, con perdón.
Dispongo de remedio para eso.
Ven aquí, corazón, sal del armario.
Bueno, ¿qué te va pareciendo la cosa?
Está, para empezar, como un papel desnuda;
pero dentro de veinticinco años será de plata,
de oro dentro de cincuenta:
una muñeca viva, mires por donde mires.
Sabe coser, y sabe cocinar,
y sabe hablar, hablar y hablar.
Funciona sin averías.
Si tienes agujeros, será parche poroso.
Si tienes ojos, será una imagen.
Es tu último clavo ardiendo, muchacho.
¿Te casarás, te casarás, te casarás con ella?
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