miércoles, 20 de agosto de 2025

Poemas III. Benjamín Prado.

Frío como el infierno.

Roma, 1995

Estamos en invierno y esto es Roma
y tú no estás.
                           Yo voy de un lado a otro
de tu nombre,
                             lo mismo
que un oso en una jaula;
                                                 marco un número;
pongo la radio, escucho una canción
de Patti Smith dar vueltas dentro de Patti Smith
igual que un gato en una lavadora.

Estamos en invierno y yo busco un cuchillo;
miro la calle;
                            pienso en Pasolini;
cojes una naranja con mi mano.

Y esto es Roma.
                                 La nieve
convierte la ciudad en una parte del cielo,
ilumina la noche,
deja sobre las casas su ángel multiplicado.

Y tú no estás.
                            Yo cierro una ventana,
miro el televisor,
                                   leo a Ungaretti,
                                                                     pienso:
la distancia es azul,
yo soy lo único que hay entre tú y este frío.
Estamos en invierno y esta ciudad no es Roma
ni ninguna otra parte.
                                              Miro atrás
y puedo verlo: acabas de apagar una lámpara;
has cerrado los ojos
y sueñas con un bosque;
                                                   de repente
alargas una mano,
                                      buscas una manzana
que está en el otro lado de la mujer dormida...

Mientras,
                      yo odio este mundo frío como el infierno
y el cansancio que caza lentamente mis ojos;
odio al lobo que has puesto en la palabra noche
y la forma en que llenas la habitación vacía.
Odio lo que veré
desde hoy y para siempre: tus pisadas
en la nieve de Roma, donde nunca has estado.





Historia de Isabel.

I

Era esta misma casa. Eran calles de junio,
casi azules;
muros ensimismados,
plata líquida,
lentas persianas del atardecer.

Qué raro este silencio,
la niebla deambulando por las habitaciones.
En el jardín,
                          las hojas de otoño son cometas
que giran en la órbita de algún sol extinguido.

Qué raro el corazón a la intemperie,
el corazón en vilo,
la luz descarrilando en los cristales,
qué raro el corazón.

II

El viento agita un sauce
que ahora es seda rasgada,
                                                       surtidor de leones,
río del cielo.

Hay nubes que parecen,
algodón escarlata,
humo o sangre vertida.

Me buscaron por toda la ciudad.
'Yo veía
descuajados los árboles,
detenidas las hojas.
                                         Yo recuerdo
autobuses vacíos, callejones sin nadie
y tormentas azules que ponían
lluvia lenta de níquel dentro del corazón.

Una mujer tatuada sobre la mano de alguien
bailaba entre las tazas de café.


III

Mientras la luna elige sus ciudades
y despierta a sus lobos;
lentamente,
cuando la tinta tiende su emboscada
a la memoria,
he vuelto
una vez más
por esta misma casa de entonces, medio en ruinas.

La oscuridad oculta duros bosques de ébano
y el aire lee el Corán de las enredaderas.

Acuérdate: una noche rompimos un espejo.
Otra noche pasaron cinco años.
Cuando te dije adiós, tuve que preguntarte
de dónde habías venido
y quién eras.

IV

Aún estás a mi lado.
Camino tras tus pies
                                            y la ciudad
desemboca en un río,
un bosque,
una verbena.

Los recuerdos reúnen su mercurio en mi frente
y las tardes se acaban
lo mismo que se rompe un dios de arcilla.

Abro los ojos:
fuera ya no hay nadie.
Los letreros eléctricos van anunciando el frío
y en cada ventana se suicida una estrella.





La dulce vida entre la hierba verde.

                                                                (Garcilaso de la Vega)

Hay un silencio, abajo, de estatuas destruidas.
Amanece.
                     Recuerdas
el amor con su ambiente de barco amotinado,
la vida como un sueño con tesoros y mapas,
el rocío y su lava de cristal.

Amanece. Recuerdas.
Los caballos rompieron la lluvia con sus cascos;
las torres eran parte de tu sangre,
tu muerte se añadía a las campanas.

En su memoria azul,
río abajo, las aguas te recuerdan ahora;
te apoyas en un muro matizado de hiedra,
el carbón de la vida
                                         se consume en tus ojos
y la nieve
sofoca el fuego de tus manos.

No preguntaste entonces quién movía las águilas,
quién juntó las tinieblas y los lobos
quién sembró la semilla del árbol del ahorcado.

Cuando ardía el laurel y se quebraba el hielo.
Cuando tu corazón se asociaba a la escarcha.
Cuando la luz fue parte de la noche.

Cuando el sol extendía su óxido por la arena
alguien te vio dejar,
perdida junto al cisne redondo de la luna,
la dulce vida entre la hierba verde.





Mara.

Mara, fantasma azul de mis dieciséis años,
tú que fuiste una vez todo la que perdí
y la que nunca tuve.

Mara, labios de fruta,
igual que la vidriera monopoliza el sol,
te quedaste una tarde con mi vida.

Mara, almendra del mundo, yo acaricié tu piel,
supe que en ti empezaba un continente,
vi minas de oro,
                                  campos de fresas,
                                                                         arrecifes;
vi montañas y bosques donde vivir contigo.

Mara,
              tú fuiste el centro de mis ojos,
el corazón del mar,
                                         la llave de los días,
la mismo que la vela es el núcleo de la noche,
el eje de los vientos.

Mara,
            cómo juntar
tus diecisiete años y un cementerio oscuro,
lleno de cruces blancas clavadas en la luna.

Mara,
            cereza dulce,
                                       ecuador de las cosas,
tú encontraste la muerte cuando ibas a buscarme.

Mara abismo, Mara veneno rojo,
Mara jardín desierto,
rosa bella y terrible cortada de mi vida.






Noche nupcial.

Este mundo con trenes que, al alejarse, dejan
como un escalofrío recorriendo el paisaje.
Este mundo con hadas y unicornios
que gobiernan mi piel y viven en tus manos.

El mundo que no existe.

Hoy duermes junto a mí y brillas en la noche,
estatua blanca en el jardín de un sueño.

Mañana no estarás o serás otra.
Mañana, cuando mates ángeles y sirenas.
Mañana, cuando quemes nuestros bosques.

Yo me esconderé en ti como un centauro herido:
El último centauro, el que recuerda
su mundo azul desde una gruta oscura.

Quién será esta mujer a quien hoy doy mi vida.


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