martes, 5 de agosto de 2025

Poemas III. Carlos Marzal.

La edad del paraíso.

                                                                   A César Simón

Supongamos que exista -argumentaste-
ese lugar que el hombre ha ambicionado,
desde que al primer hombre le ofendió
la luz, que se perdía; el tiempo, que no vuelve;
la belleza, que exalta, pero que no apacigua;
o la felicidad, que, aunque la merezcamos,
parece inmerecida; ese lugar que es suma
de todas nuestras cuentas pendientes con la vida,
ese lugar en donde
los días no nos dejan su rencorosa huella,
y todo allí es ameno, y se escucha la música,
y no hay cuerpos enfermos, ni hay tentación
ni hay fieras.
                                Supongamos.

Vayamos más allá. Imaginemos
-y es mucho imaginar-
que se te concediera la ocasión
de acceder a ese llámalo Cielo,
o Arcadia, o Nolugar,
o Tapiado Jardín, o Paraíso,
y que fueses capaz de permitirte
-y que te permitieran-
escoger tú la edad con que vivir,
o, más exactamente, perdurar,
en esa paz ajena al rapto de esta vida.
Supónlo.
                      Imagínatelo,
y dime ¿con cuál de las edades
de toda nuestra edad desearías
habitar para siempre el Paraíso?
¿Querrías regresar a la inocencia
tenaz y sostenida de la infancia,
en donde fuimos dioses y demonios
al tiempo y sin saberlo?
¿O volver a arriesgar en la estación violenta
llamada juventud, que nos abrasa
sólo con pronunciarla? ¿No te hechiza,
acaso, el equilibrio de la mediana edad,
cuando lo que ya sabes,
cuando lo que te queda por conocer aún,
ni te arrebata el sueño ni te aflige?
¿O por qué no escoger la carta venerable
de una vejez ya de vuelta de todo:
la madurez ingrata,
la juventud candente, la infancia sin memoria?

Me dejó sin aliento la pregunta,
y no por lo intrincado de su formulación,
tampoco por su tema, aventurado, abstruso,
sino por el momento en que la realizaron:
estábamos bebiendo, y la noche fluía,
por entre la terraza de aquel bar,
igual que un río en paz con su conciencia.

(La buena educación no nos pemlite
colocar a la gente en aprietos nocturnos,
sugerirle que ordene la vida, el universo,
en una improvisada charla de café.)
Salí del paso con un par de bromas
y el fluir de la noche prosiguió hacia su nada.
Sin embargo, hoy regreso
hasta aquella reunión y sus preguntas,
no sé si por un caprichoso azar de la memoria,
o si porque contraje esta pequeña deuda,
para conmigo mismo.
                                        Supongamos.

¿Qué es ese Nolugar,
ese Jardín, qué es ese Paraíso?
Parece en los relatos
un limbo insoportable de fantasmas,
un lugar en el cual no existe la inquietud,
porque no existe nada de lo cual inquietarse.
Y, dime, en ese caso,
¿a qué viene desear otra infancia,
una sabia vejez? La juventud candente,
dime, ¿a quién le importa?
Ahora bien, si ese Cielo,
fuese un trasunto nuevo de esta vida,
una nueva ocasión donde enmendar
nuestro propio fracaso, en el fracaso
total de la existencia; otro momento,
para poder decir lo nunca dicho,
otra noche en su cama hasta matarnos,
otro viaje, otro trago y otro precio,
ya veis, a fin de cuentas, otra vida
sin fin y sin castigos; en ese caso, pues,
poco me importa volver para ser niño
otras mil veces más, o regresar
como cualquier anciano, como un joven sin tregua,
porque regresaría incluso como un perro
tirado en la basura.

Pero de lo contrario no contéis conmigo,
pasad la página, apagad la luz,
conceded mi rincón a quien quiera ocuparlo,
y a mí perdedme luego,
en ese otro lugar en donde nada existe
y que es más viejo aún que el Paraíso.

De "Los países nocturnos" 1996





La fruta corrompida.

                                                          A Vicente Gallego

Durante un meditado desayuno,
en una portentosa mañana de verano
-lo gloria de un verano escolar y salvaje-,
pelé la fruta lento, fervoroso.
Sabía ya que el verano y la fruta
son tesoros a flote de un paraíso hundido.
Y cuando satisfecho la mordí,
apareció su hueso descompuesto,
su carne corrompida y su gusano.

Para la mayor parte de este mundo,
una anécdota así no es más que un accidente
del mundo natural, y para otros
una amarga metáfora
en donde se resume la existencia.
Quién sabe...
                         Ahora recuerdo
aquella noche en que me desperté
confundido de un sueño en donde había agua,
y encaminé mi sed a la cocina.
Como un resucitado di la luz,
aproximé mis labios hasta el agua
y, justo en el instante en el que fui a beber,
alcé la vista y vi a la cucaracha sobre el grifo,
observándome, ciega, entre los ojos.

Quién sabe, otro accidente...
                         
                                                  Aquella cucaracha
todavía me observa, complacida,
detrás de la mirada de algún tipo,
desde detrás de los absurdos límites
de la podrida carne de los días.

De "Los países nocturnos" 1996





La lluvia en Regents Park.

Debe de estar lloviendo en Regent's Park.
Y una suave neblina hará que se extravíe
la hierba en el perfil del horizonte,
los robles a lo lejos, las flores, los arriates.
Pausada, compasiva, descenderá la lluvia
hoy sobre el corazón de la ciudad,
su angustia, su estruendo,
sobre el mínimo infierno inabarcable
de cada pobre diablo.
Igual que aquella tarde en la que fui feliz,
igual que aquella lluvia
que me purificó, caritativa.

En las horas peores,
cuando el desierto avanza,
y no hay robles, ni hay hierba, cuando pienso
que no saldré jamás del laberinto,
y siento el alma sucia,
y el cuerpo, que se arrastra,
cobarde, entre la biografía,
la lluvia, en el recuerdo, me limpia, me acaricia,
me vuelve a hacer aún digno,
aún merecedor
de algún día de gloria de la vida.
La amable, la misericordiosa,
la dulce lluvia inglesa.

De "Los países nocturnos" 1996





La pequeña durmiente.

No es que el mundo esté bien: es que no existe.
No hay nada alrededor:
sólo tu sueño.
Nada tiene más ley que tu abandono,
tu suave abjuración ,
la dulce apostasía que te ausenta.
No hemos fundado el mundo: nunca cambia.
Pero este cuadro es nuevo
-padre e hija-,
porque sólo el amor es diferente,
sin por ello dejar de ser lo mismo.
El anchuroso mundo, que no importa,
gravita en torno a ti: lo has imantado,
y vive irreprochable hacia tu brújula.
Lo innúmero se rinde a tu unidad sencilla.
Durmiente flor desnuda en mis palabras,
adormidera de los desencantos,
prístina amapola pálida.

De "Metales Pesados" 2001





Las cosas han cambiado...

Las cosas han cambiado,
y todo sigue igual que ha estado siempre.
                                    Sabías que una vida no era lugar bastante,
para lo que una vida debía merecer,
y hoy sigue sin bastarnos.
                                      Antes no había
lugar al que negar, no había sombra, puerto,
un más allá del viaje donde decir ya basta,
hemos dado por fin con el final del túnel,
y hoy el túnel, el puerto, la sombra y el final
están igual de lejos. Suma y sigue.
                                      En el amor no había
nada distinto al resto de las cosas,
pero sí era distinto
ese juego violento al que apostar la vida,
y que a veces movía las estrenas,
la luz de la conciencia, y al que hoy sigues jugando,
y en él te va la vida.
                                     Las palabras no ofrecen
la nave que abre el mundo, ni hoy ni entonces,
pero algunas palabras, al trazar una historia,
con su amarga beneza, que no nos abre el mundo,
nos lo hacen habitable.
                                       De unos tiempos sin gloria
a otros sin gloria. Tal como sucedía
ayer, quien se equivoca no ha de volver atrás.
Sólo el orgullo nos mantiene en pie,
y el miedo a empeorar en adelante.
                                    Las cosas han cambiado.
Y ni más sabio,
                             ni deseos más puros,
                                                                  ni más fuerte.
Todo es igual. Han cambiado las cosas.
Nada de lo que diga importa demasiado,
y todo sigue en el lugar de entonces.

De "Los países nocturnos" 1996


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