jueves, 7 de agosto de 2025

Poemas IV. Ángel González (1925-2008)

Me falta una palabra.

Me falta una palabra, una palabra
sólo.
Un niño pide pan; yo pido menos.
Una palabra dadme, una sencilla
palabra que haga juego
con...
Qué torpes
mujeres sucias me interrumpen
con su lento
llorar...
Comprended: cualquiera de vosotros,
olvidada en sus bolsos, en su cuerpo,
puede tener esa palabra.
Cruza más gente rota, llegan miles
de muertos.
La necesito: ¿No veis
que sufro?
Casi la tenía ya y vino ese hombre
ceniciento.
Ahora...
¡Una vez más!
Así no puedo.





Milagro de la luz.

Milagro de la luz: la sombra nace,
choca en silencio contra las montañas,
se desploma sin peso sobre el suelo
desevelando a las hierbas delicadas.
Los eucaliptos dejan en la tierra
la temblorosa piel de su alargada
silueta, en la que vuelan fríos
pájaros que no cantan.
Una sombra más leve y más sencilla,
que nace de tus piernas, se adelanta
para anunciar el último, el más puro
milagro de la luz: tú contra el alba.





Palabra muerta, realidad perdida.

Mi memoria conserva apenas solo
el eco vacilante de su alta melodía:
lamento de metal, rumor de alambre,
voz de junco, también
latido, vena.
Recuerdo claramente su erre temblorosa,
su estremecida erre suspendida
sobre un abismo de silencio y ámbar,
desprendiéndose casi
de la música oscura que por detrás la asía,
defendiéndose apenas
del cálido misterio que la alzaba en el aire
creando un solo cuerpo de luz y de belleza.
Luminosa y precisa,
yo la sentía en mi ser profundamente,
sabía su sentido,
descifraba sin llanto su mensaje,
porque acaso ella fuese
o sin acaso: cierto?
la única palabra irrefrenable
que mi sangre entendía y pronunciaba:
una palabra para estar seguro,
talismán infalible
significando aquello que nombraba.
Como un perfume que lo explica todo,
como una luz inesperada,
su presencia de viento y melodía
hería los sentidos, golpeaba
el corazón,
estremecía la carne
con el presentimiento verdadero
de la honda realidad que descubría.
Pronunciarla despacio equivalía
a ver, a amar, a acariciar un cuerpo,
a oler el mar, a oír la primavera,
a morder una fruta de piel dulce.
Todo ocurría así, hasta que un día
la dije bien, y no entendí su cántico.
La grité clara, la repetí dura,
y esperé avidamente,
y percibí, lejano,
un eco inexplicable, infiel
reflejo
que en vez de iluminar, oscurecía,
que en vez de revelar, cubrió de tierra
la imprecisa nostalgia de su antiguo mensaje.
Cuando un nombre no nombra, y se vacía,
desvanece también, destruye, mata
la realidad que intenta su designio.





Quédate quieto.

Deja para mañana
lo que podrías haber hecho hoy
(y comenzaste ayer sin saber cómo).

Y que mañana sea mañana siempre;

que la pereza deje inacabado
lo destinado a ser perecedero;
que no intervenga el tiempo,
que no tenga materia en que ensañarse.

Evita que mañana te deshaga
todo lo que tu mismo
pudiste no haber hecho ayer.





Todo amor es efímero.

Ninguna era tan bella como tú
durante aquel fugaz momento en que te amaba:
mi vida entera.


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