lunes, 8 de septiembre de 2025

Poemas. Dereck Walcott (1930-2017)

Cul de Sac Valley (I). 


Un recuadro de amanecer
en un taller en la falda de la colina
dio a estas estrofas
su zancuda forma.

Si mi oficio es bienaventurado;
si esta mano fuera tan
esmerada, tan honesta
como las de su carpintero,

cada marco, resuelto
en sus ángulos, se haría
eco de esta construcción
de madera sin pintar

como las consonantes, volutas
salidas de mi cepillo de carpintero
en el criollo fragante
de su veta natural;

desde una mesa de caballetes
se enroscarían a mis pies,
ces y erres, con raíz francesa
o africana occidental

de un rico dialecto,
nunca leído
pero ligero sobre la lengua
de su senda nativa;

pero los árboles se acercan
a mi cordel calibrado
en forma de tablas biseladas
de pino sin pintar,

como el murmullo de la caracola,
la exhalación de la madera refresca
la memoria con su aroma;
bois canot, bois campêche,

siseando: Lo que quieres
de nosotros nunca podrá ser,
tus palabras son inglés,
es un árbol diferente.





Fama. 


Esto es la fama: domingos,
una sensación de vacío
como en Balthus,

callejuelas empedradas,
iluminadas por el sol, resplandecientes,
una pared, una torre marrón

al final de una calle,
un azul sin campanas,
como un lienzo muerto

en su blanco
marco, y flores:
gladiolos, gladiolos

marchitos, pétalos de piedra
en un jarrón. Las alabanzas elevadas
al cielo por el coro

interrumpidas. Un libro
de grabados que pasa él mismo
las hojas. El repiqueteo

de tacones altos en una acera.
Un reloj que arrastra las horas.
Un ansia de trabajo.





Mañana, mañana. 


Recuerdo las ciudades que nunca he visto
exactamente. Venecia con sus venas de plata, Leningrado
con sus minaretes de toffee retorcido. París. Pronto
los impresionistas obtendrán sol de las sombras.
¡Oh! y las callejas de Hyderabad como una cobra desenroscándose.

Haber amado un horizonte es insularidad;
ciega la visión, limita la experiencia.
El espíritu es voluntarioso, pero la mente es sucia.
La carne se consume a sí misma bajo sábanas espolvoreadas
de migas,ampliando el Weltanschauung con revistas.

Hay un mundo al otro lado de la puerta, pero qué inquietante resulta
encontrarse junto al propio equipaje en un escalón frío cuando el alba
tiñe de rosa los ladrillos, y antes de tener ocasión de lamentarlo,
llega el taxi haciendo sonar una vez la bocina,
deslizándose hasta la acera como un coche fúnebre—y subimos.





Mapa del Viejo Mundo: I Archipiélagos.


Al final de esta frase, empezará a llover.
Y al filo de la lluvia, una vela.
Lentamente la vela perderá de vista las islas;
La creencia en los puertos de toda una raza
Se perderá entre la niebla.
La guerra de los diez años ha terminado.
El pelo de Helena, una nube gris.
Troya, un foso de ceniza blanca
Junto al mar donde llovizna.
La lluvia se tensa como las cuerdas de un arpa.
Un hombre con los ojos nublados la toca con los dedos
Y tañe el primer verso de La Odisea.





La sobreabundancia. 


Para Alix Walcott

I

El desierto donde las exaltaciones de Isaías hacen surgir
una rosa de la arenayace entre la vista de la Oficina de Turismo
y el verdadero paraíso. El canto treinta y trés

circunda las nubes del amanecer con un esplendor concéntrico,
el fruto del árbol del pan abre sus palmas en elogio de la abundancia
bois-pain, árbol de pan, alimento de esclavo, dicha de John Clare,

Tom vagabundo, roto, que acaricia el armiño en su provincia
de juncos y grillos de caña, que juega con el aire húmedo,
que se ata las botas con los tallos de las viñas,
que inquieta a los glaseados escarabajoscon suaves empujones, caballero del abejorro
envuelto en nieblas de campos cuyas palmeras
como agujas de cuernos de caracol
se abren a las charcas en forma de copa el alma de Tom,
sin embargo, está más a salvo que la nuestra,
aunque tiras de hierro encadenen sus tobillos.

De pie está Tom, con la escarcha blanqueándole la barba, en el vado
de un arroyo, como el Bautista que levanta sus ramas para bendecir
las catedrales y los caracoles, el nacimiento de este nuevo día,
y las sombras de la carretera de la playa cerca de la cual yace mi madre
acompañada por un tránsito de insectos que van a trabajar en cualquier caso.





El amor después del amor. 


El tiempo vendrá
cuando, con gran alegría,
tú saludarás al tu mismo que llega
a tu puerta, en tu espejo,
y cada uno sonreirá a la bienvenida del otro,

y dirá, siéntate aquí. Come.
Seguirás amando al extraño que fue tú mismo.
Ofrece vino. Ofrece pan. Devuelve tu amor
a ti mismo, al extraño que te amó

toda tu vida, a quien no has conocido
para conocer a otro corazón, que te conoce de memoria.
Recoge las cartas del escritorio,

las fotografías, las desesperadas líneas,
despega tu imagen del espejo.
Siéntate. Celebra tu vida.





El mar de verano, la carretera de asfalto caliente... 


El mar del verano, la carretera de asfalto caliente en declive, esta hierba,
estas chozas que me hicieron,
jungla y cuchilla siembran hierba brillando tenuemente junto a la cuneta, el filo del arte;
las cochinillas bullen en el bosque sagrado,
nada puede hacerlas salir con fuego, están en la sangre;
sus bocas rosas, como querubes, cantan de la lenta ciencia
del morir -todo cabezas, con, en cada oreja, un ala diáfana.
Arriba, en la Reserva Forestal, antes de que las ramas irrumpan en el mar,
miré por la ventana móvil y herbosa y pensé «pinos»
o coníferas de algún tipo. Pensé, deben de sufrir
en este calor tropical con su idea infantil de Rusia.
Entonces, de pronto, de sus troncos pudriéndose, signos perturbadores
de la fe que traicioné, o la fe que me traicionó-
mariposas amarillas alzándose en la carretera a Valencia
balbuciendo «sí« ante la resurrección: «sí, sí es nuestra respuesta»,
El Nunc Dimittis de su coro verdadero.
¿Dónde está mi libro de himnos de niño, los poemas ribeteados
con hoja de oro, el cielo que adoro sin fe en el cielo,
mientras el Verbo, apenado, se volvió hacia la poesía?
¡Ah, pan de vida que sólo el amor sabe leudar!
Ah, Joseph, aunque ningún hombre muera jamás en su propio país,
la hierba agradecida brotará espesa de su corazón.





Omeros. 


Libro I. Capítulo I

I“Así es como al amanecer, cortamos las canoas”.
Filoctetes sonríe a los turistas que tratan de arrebatarle
el alma con sus cámaras. "Una vez que el viento trae las nuevas

a los laurier-canelles, sus hojas comienzan a temblar
el minuto en que el hacha de los rayos del sol golpea los cedros,
porque podían ver las hachas en nuestros ojos.

El viento levantaba los helechos. Suenan como el mar que nos alimenta,
pescadores de toda la vida, y los helechos asentían : 'Sí,
los árboles tienen que morir'. Así, con los puños cerrados en nuestra chaqueta,

porque en las alturas hacía frío y nuestro aliento fabricaba plumas
como la bruma, pasábamos la ronda del ron. Cuando volvía,
nos daba ánimo para convertirnos en asesinos.

Levanto el hacha y ruego tener la fuerza en mis manos
para herir el primer cedro. El rocío llenaba mis ojos,
pero disparo otro ron blanco. Entonces avanzamos".

Por algo extra de plata, bajo un mar almendrado,
les muestra una cicatriz hecha por una ancla oxidada,
subiéndose una pierna del pantalón con el quejido ascendente

de una concha. Se ha plegado como la corola
de un erizo marino. No explica su curación.
"Tengo algunas cosas -sonríe- que valen más de un dólar".

Ha dejado a una catarata locuaz
verter su secreto hasta La Sorcière, ya que
cayeron los altos laureles, para que el canto nupcial de las palomas de tierra

pasen su nota a las azules, tácitas montañas
cuyos habladores arroyos, llevándolo al mar,
se conviertan en ociosas lagunas donde saltan las claras carpas

y un airón acecha su presa entre las cañas con un grito herrumboso
al apuñalar y apuñalar el lodo con una pata levantada.
Entonces el silencio es aserrado por una libélula

mientras las anguilas firman sus nombres a lo largo de la clara arena del fondo,
cuando el sol naciente ilumina la memoria del río
y olas de enormes helechos mueven sus cabezas asintiendo al sonido del mar.

Aunque el humo olvida la tierra de la que asciende,
y las ortigas custodian los hoyos donde fueron asesinados los laureles,
una iguana oye las hachas, nublando cada lente

sobre su nombre perdido, cuando la jorobada isla era llamada
"Iounalao", "Donde se encuentra la iguana".
Pero, tomado su tiempo, la iguana escalará

la jarcia de las enredaderas en un año, su papada extendida como abanico,
sus codos en jarra, su cola deliberada
moviéndose con la isla. Las vainas partidas de sus ojos

maduradas en una pausa que duró siglos,
que se elevó con el humo de los Aruac hasta que una nueva raza
desconocida por el lagarto se alzó midiendo los árboles.

Estos fueron sus pilares que cayeron, dejando un espacio azul
para un solo Dios donde habían estado antes los antiguos dioses.
El primer dios era un gommier. El generador

comenzó con un gemido, y un tiburón, con mandíbula lateral,
hizo volar los trozos como las macarelas sobre el agua
entre las trémulas malezas. Ahora detuvieron la sierra,

todavía caliente y trémula, para examinar la herida
que había hecho. Removieron raspando su musgo gangrenoso, luego rasgaron
la herida despejándola de la red de lianas que todavía la ataba

a esta tierra, y asintieron. El generador como un látigo
volvió a ejecutar su función, y los trozos volaron mucho más rápido
que el mordisqueo de los dientes del tiburón. Cubríanse los ojos

del nido de astillas que saltaban. Ahora, sobre las pasturas
de bananas, la isla alzaba sus cuernos. El sol naciente
caía en gotas en sus valles, la sangre salpicada en los cedros,

y la arboleda inundada con la luz del sacrificio.
Un gommier crujía. Sus hojas un enorme
encerado sin el caballete. El crujiente sonido

hizo saltar atrás a los pescadores cuando el mástil pescador
se inclinó lentamente hacia la hondonada de helechos ; luego el suelo
se sacudió bajo los pies en ondas, después las ondas pasaron.


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