Se detuvo por décima
vez para tratar de orientarse. Si tan sólo hubiera una loma, podría haber
trepado para tratar de localizar la casita rosa de su abuela. Pero esto era
Suffolk, la región más plana de Inglaterra, donde las carreteras rurales se
ocultan perfectamente tras la hierba apenas crecida, y donde el horizonte está
siempre mucho más lejos de donde debería estar.
Gary tenía quince años, era alto, y tenía el
gesto amargo y la mirada afilada de un perfecto gandul. No era musculoso, sino
más bien flaco, pero tenía brazos largos, puños duros, y sabía cómo usarlos con
provecho. Quizás eso era lo que lo tenía de tan mal humor ahora. A Gary le
gustaba tener el control. Sabía cómo cuidarse. Si alguien lo hubiera visto,
tropezando a cada paso en una parcela desierta en medio de la nada, se habría
reído de él. Y él tendría que haberse desquitado.
Nadie se reía de Gary
Wilson. Ni de su nombre, ni de su rendimiento académico (muy pobre), ni del
acné que recientemente había invadido su cara. El último chico que se había
atrevido a reírse de Gary era mucho más grande y pesado que él, pero eso no
detuvo a Gary. Esperó al chico a la salida de la escuela y le dejó un ojo
morado y un diente menos. Después de eso, nadie se atrevía a desafiarlo. Más
bien los demás lo evitaban, lo cual complacía a Gary. Le gustaba lastimar a los
demás, quitarles el dinero del almuerzo o arrancarles las hojas a sus libros y
cuadernos. Pero asustarlos era igual de divertido. Le gustaba ver cómo lo
evitaban. Le gustaba lo que veía reflejado en sus miradas. Tenían miedo. Y eso
era lo que más le gustaba a Gary Wilson.
Cuando había
atravesado la cuarta parte de la parcela, se le atoró un pie en un hoyo y salió
volando con los brazos abiertos. Cayó de pie y no de bruces, pero una onda de
dolor le recorrió la pierna al apoyar el tobillo torcido. Maldijo en silencio,
usando las palabrotas que siempre hacían que su madre se meciera nerviosamente
en su silla. Hacía mucho que ella se había dado por vencida y ya no trataba de
corregir su lenguaje. Él era ahora tan alto como ella, y él sabía que, a su
modo, ella también le tenía miedo. Algunas veces intentaba razonar con él, pero
hacía tiempo que ya no surtía efecto.
Él era su único hijo.
Su esposo, Edward Wilson, había trabajado en uno de los bancos locales hasta
que un día, de repente, había caído muerto. Un ataque masivo al corazón,
dijeron. Todavía tenía el sello en la mano cuando lo encontraron. Gary nunca se
había llevado bien con su padre, y en realidad no lo había echado de menos, en
especial cuando se dio cuenta de que de ahí en adelante él sería el hombre de
la casa.
La casa en cuestión
era una casita de dos pisos en una terraza en Notting Hill Gate. Los seguros de
vida y la pequeña pensión del banco le permitieron a Jane Wilson conservarla.
Pero, de cualquier modo, ella tuvo que regresar a trabajar para mantener a sus
dos habitantes, y no hace falta preguntar cuál de ellos tenía más gastos.
No podían permitirse vacaciones en el
extranjero. Por mucho que Gary se quejara e insistiera, Jane Wilson no ganaba
suficiente para viajar. Pero su madre vivía en una granja en Suffolk, y dos
veces al año, en verano y en Navidad, Jane Wilson y Gary hacían el viaje de dos
horas en tren de Londres a Pye Hall, a las afueras del pequeño pueblito de Earl
Soham.
Era un lugar precioso. Un solo sendero se
extendía desde la carretera, pasaba por una fila de álamos y por una granja
victoriana, y desaparecía tras un seto. Ahí parecía terminar, pero en realidad
doblaba y continuaba hasta una diminuta casita chueca, pintada de color rosa
tenue, en medio de un pastizal salpicado de margaritas.
—¿No es hermoso? —dijo
su madre cuando entraron por el sendero en el taxi que habían tomado en la
estación.
Un par de cuervos negros volaron por encima de
ellos y fueron a parar a un terreno vecino.
Gary resopló.
—¡Pye Hall! —suspiró su madre—. ¡Fui tan feliz
aquí! Pero ¿dónde estaba Pye Hall?
Mientras cruzaba lo que ahora se daba
cuenta era una enorme parcela, Gary se estremecía con cada paso que daba.
También empezaba a sentir los primeros indicios de... algo. No estaba asustado.
Estaba demasiado furioso para asustarse. Pero se preguntaba cuánto más tendría
que caminar antes de saber dónde estaba. Y también cuánto más iba a dar
manotazos a una mosca que lo molestaba y siguió andando.
Gary permitió que su
madre lo convenciera de venir, a sabiendas de que si se quejaba lo suficiente
ella se vería forzada a sobornarlo con un nuevo disco compacto para su discman
(por lo menos). Y en efecto, el tramo entre Liverpool Street e Ipswich se lo
pasó escuchando el último disco de humor para saludar a su abuela y darle un
rápido beso en la mejilla al llegar.
—¡Cómo has crecido!
—exclamó la anciana.
Gary se dejó caer en un destartalado sillón
frente a la chimenea de la sala. Ella siempre decía lo mismo. Qué aburrido.
La anciana volteó a
ver a su hija.
—Te ves mucho más
flaca, Jane. Y estás cansada. ¡No tienes nada de color!
—Mamá, estoy bien.
—No, no estás bien. No
te ves bien. Pero una semana en el campo te pondrá mejor en un dos por tres.
¡Una semana en el
campo! Gary continuaba avanzando, un paso tras otro, soltando manotazos a la
mosca que seguía dando vueltas alrededor de su cabeza, y añorando las calles de
asfalto, las paradas de autobús, los semáforos y los Burger King. Por fin llegó
al seto que dividía esta parcela de la siguiente, y empezó a abrirse paso,
arrancando hojas con las manos. Demasiado tarde se fijó en las ortigas que
estaban detrás del seto. Dio un aullido y se llevó la mano agarrotada a la
boca. Una hilera de ampollas se levantó en la palma de su mano y la parte
interior de los dedos.
¿Qué tiene de
maravilloso el campo?
Oh, sí, su abuela
podía hablar sin parar de la calma, el aire fresco y de todas las estupideces
que escupe la gente que ni siquiera reconocería un paso peatonal por sus rayas
aunque estuviera a punto de cruzarlo. Gente que no sabía lo que era la vida. Flores,
árboles, pajaritos y abejas. ¡Qué asco!
—Todo es distinto en
el campo —decía ella—; puedes flotar en el tiempo. No sientes que el tiempo
pasa corriendo a tu lado. Puedes detenerte e imaginar cómo era la vida antes de
que la gente la echara a perder con sus máquinas y su ruido. En el campo todavía
se puede sentir la magia. El poder de la Madre Naturaleza. Está a tu alrededor,
vivo, esperándote...
Gary escuchaba a la anciana y se reía para sus
adentros. Obviamente se estaba poniendo senil. No había magia en el campo, sólo
días que parecían alargarse eternamente y noches sin nada que hacer. ¿La Madre
Naturaleza? Ésa sí que era buena. Incluso si esa vieja había existido alguna
vez —lo cual no era probable, tiempo hace que las ciudades acabaron con ella,
que la enterraron bajo kilómetros y kilómetros de carreteras asfaltadas. Pasar
a mil por hora en la M25 con el coche descapotado y escuchando Blur a todo
volumen... Para Gary, eso sí sería magia de verdad.
Después de unos días
de flojear en la casa, Gary se dejó convencer por su abuela de salir a dar un
paseo. La verdad es que estaba aburrido de las dos mujeres, y además, en el
campo podría fumarse un par de cigarros que había comprado con dinero robado del
bolso de su madre.
—No te alejes de los senderos, Gary —le
advirtió su madre.
—Y no te olvides del código campestre —añadió
su abuela.
Gary recordaba muy bien el código campestre.
Mientras se alejaba de Pye Hall iba arrancando flores y las aplastaba entre sus
dedos. Cuando pasaba una reja, la dejaba abierta a propósito, y sonreía al
pensar en los animales de las granjas que se escaparían hacia la carretera. Se
tomó una Coca y lanzó la lata aplastada hacia una pradera llena de flores.
Rompió a la mitad la rama de un manzano y la dejó colgando del árbol. Se fumó
un cigarro y arrojó la colilla, aún encendida, al pasto crecido.
Y se salió del
sendero. Quizás esto último no había sido tan buena idea.
Se perdió antes de
siquiera darse cuenta. Estaba atravesando una parcela, aplastando la cosecha
que acababa de germinar, cuando se percató de que la tierra estaba blanda y
mojada. Su zapato rompía las plantas de maíz, o lo que fuera, y el agua le
formaba un laguito alrededor, empapando sus calcetines. Gary hizo una mueca, se
detuvo un momento y decidió regresar por donde había venido…
…Sólo
que el camino por donde llegó ya no estaba allí. Había dejado bastantes señales
a su paso, después de todo. Pero de pronto la rama rota del manzano, la lata de
Coca-Cola y las plantas aplastadas habían desaparecido. Tampoco quedaba ni
rastro del sendero. De hecho, no había nada que Gary reconociera. Era muy
extraño.
Hacía dos horas de
eso.
Desde entonces, las
cosas fueron de mal en peor. Gary pasó por un pequeño bosque (aunque estaba
seguro de que no había ningún bosque cerca de Pye Hall) y sólo logró rasparse
el hombro y la pierna en unas espinas. Un momento después tropezó con un árbol
que le desgarró su saco favorito, una chaqueta a rayas blancas y negras que se
había robado de una tienda en Notting Hill.
Logró salir del bosque, pero ni siquiera eso
había sido fácil. De pronto encontró un arroyo que bloqueaba su camino, y la
única manera de cruzarlo era sobre un tronco atravesado. Casi lo había logrado,
pero en el último momento, el tronco giró bajo sus pies y lo arrojó al agua. Se
levantó echando buches y maldiciones. Diez minutos más tarde se detuvo a fumar
un cigarro, pero el paquete entero estaba empapado, infumable.
Y luego…
Gritó cuando un
insecto, que a él le pareció una mosca, pero que en realidad era una avispa, le
picó en el cuello. Se jaló la camiseta de Bart Simpson, mojada y mugrosa, para
ver el piquete. Por el rabillo del ojo alcanzaba a distinguir una bola hinchada
y roja. Cambió el peso sobre su pierna lastimada y gimió al sentir una nueva
oleada de dolor. ¿Dónde estaba Pye Hall? Todo esto era culpa de su madre. Y de
su abuela. Fue ella la que le sugirió que saliera de paseo. Pues bien, lo iban
a pagar muy caro. Quizá pensaran dos veces en la hermosura de su dichoso campo
cuando vieran la casita consumirse en llamas.
Fue entonces que la
vio. Las paredes rosas y las chimeneas inclinadas eran inconfundibles. Quién
sabe cómo había encontrado el camino de regreso. Sólo tenía que atravesar otra
parcela y estaría allí. Ahogando un sollozo, se echó a andar. Había una especie
de sendero a un costado de la parcela, pero él no se iba a molestar con llegar
hasta allí. Siguió caminando por el centro de la parcela, ¿Qué la acababan de
sembrar? ¡Qué lástima!
Esta parcela era más grande que la anterior, y
el sol parecía calentar más que nunca. La tierra estaba blanda y sus pies se
hundían al pasar. Parecía como si su tobillo estuviera en llamas, y a cada paso
que daba, sus piernas parecían más y más pesadas. La avispa tampoco lo dejaba
en paz. Zumbaba alrededor de su cabeza, dando vueltas y más vueltas,
taladrándole el cerebro. Pero Gary estaba demasiado cansado como para tirarle
otro manotazo. Sus brazos colgaban flácidos a sus costados, sus dedos rozaban sus
pantalones de mezclilla. El olor del campo, rico y profuso, le llenaba la nariz
y le daba náuseas. Había caminado durante diez minutos, quizá un poco más. Pero
Pye Hall no estaba más cerca. Se veía borroso, brillante al final de su campo
visual. Se preguntó si no estaría insolado. Estaba seguro de que cuando salió
no hacía tanto calor.
Cada paso se le dificultaba más. Era como si
sus pies estuvieran echando raíces en el suelo. Miró a sus espaldas (con un
quejido al rozar el cuello de su saco con el piquete de avispa) y vio con
alivio que estaba justo en el centro de la parcela. Algo le escurrió por la
cara y resbaló hacia su barbilla, no supo si era sudor o una lágrima.
No podía avanzar.
Había un palo clavado unos pasos más adelante y Gary se aferró a él agradecido.
Tenía que descansar un rato. El suelo estaba demasiado blando y húmedo como
para sentarse, así que tendría que descansar de pie, recargado en el palo. Sólo
unos minutos. Luego cruzaría el resto de la parcela.
Y luego…
Más tarde…
Cuando el sol se
empezó a poner y aún no había señales de Gary, su abuela llamó a la policía. El
oficial a cargo tomó una descripción del muchacho y comenzó una búsqueda que
duraría cinco días. Pero no quedaba ni rastro de él. Se habló de viejas minas,
de arena movediza... y de cosas peores. Pero nada comprobado. Era como si el
campo lo hubiera devorado, dijo un policía.
Gary vio cuando la
policía finalmente se alejó. Vio a su madre sacar su maleta y subirse al taxi
que la llevaría de Pye Hall a la estación de Ipswich, donde tomaría el tren de
regreso a Londres. Se alegró de ver que siquiera tenía la decencia de llorar su
pérdida. Pero no pudo evitar sentir que se veía un tanto menos cansada y menos
enferma que cuando llegaron.
Su madre no lo vio.
Cuando se volvió en el taxi para despedirse de la abuela se dio cuenta de que
esta vez no había cuervos. Pero luego vio por qué. Se asustaron con una figura
parada en medio de la parcela, recargada en un palo. Por un momento pensó que
reconocía la chaqueta rasgada, a rayas blancas y negras, y la camiseta mojada y
sucia de Bart Simpson. Pero seguramente estaba confundida. Lo mejor era no
mencionar nada.
El taxi aceleró, pasó
de largo más allá de donde estaba el nuevo espantapájaros, y continuó hacia la
fila de álamos, hacia la carretera.
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