martes, 21 de mayo de 2024

Poemas. Mary Elizabeth Coleridge (1861-1907)

Pena.


La Tierra que urdió la Rosa,
también es tu Madre, y no yo.
La llama donde brilla el espíritu de vuestra doncella
no fue encendida en ningún lugar
en el que yo haya reposado.
Yo existo tan abajo como el cielo sobre tí.
Era tu fuente y tu ángel, más no podía amarte.

Ofréceme tu consuelo,
alivia este tierno anhelo!
Vuestro sobrenatural encanto me vencerá,
una mano de hierro y un corazón de acero
golpearán, quebrarán y mutilarán,
sin sentir mis lamentos mientras muero.
Vuestra indiferencia es mi infierno,
allí soy débil, infinitamente pequeña.





Nunca dijimos adiós.


Nunca dijimos adiós, ni siquiera
Nos regalamos una última mirada,
No hubo signos en la cadena helada
Cuando fue rota, cuando desatados descendimos.

Y aquí descansamos juntos, eternamente, lado a lado;
Nuestro hogar fijado de por vida sobre el mármol.
Dos islas que los rugientes océanos
Ya no podrán separar.





La mujer blanca.


¿Dónde se detiene la adorable,
La salvaje mujer blanca, mortal para el hombre?
Nunca han cedido sus cuellos bajo el yugo,
Ellas habitaban solas cuando surgió la mañana
Y el tiempo comenzó.

Son más altas que el hombre, cálidas,
Y sus mejillas siempre fueron pálidas.
Los tigres en sus guaridas acechaban,
El halcón colgando del cielo azul
Anhelaba con destrozarlas.

El mortal abismo ha soltado su mano nerviosa,
Más fuerte que toda nuestra voluntad,
Mano de forma ciclópea, beata, tallada en hierro;
Y cuando lucha, las salvajes mujeres blancas lloran
El tormentoso lamento de la guerra.

Sus palabras no son como las nuestras,
Si el hombre pudiese pasearse entre las olas
Del océano cuando rompen, y oírlas,
Escuchar el lenguaje perdido de la nieve
Cayendo en lúgubres torrentes,
Entonces conocerían la lengua olvidada.

Como la luz más pura, así son ellas;
Jamás han pecado,
Pero cuando los rayos del fuego eterno
Queman el horizonte, sus trenzas son desatadas,
Y en alas del viento occidental danzan sus ropas,
Barridas por el Deseo.

Mira, de doncellas nacen damas,
Y fuertes niños de las damas y la brisa,
Los sueños no son (en la gloria del día,
Vista a través de las puertas de marfil)
Más justos que estos.

Nadie encontrará sus hogares nobles,
Pues a la sombra primaveral del roble,
En la penumbra del oscuro bosque se ocultan.
Una de nuestra raza, perdida en el claro,
Vió con ojos humanos a la Dama Blanca,
Y mirando, murió.





La muerte y la dama.


Regrese, mi Señor, dijo ella,
como si fuera el Padre del Pecado
he odiado al Padre de los Muertos,
el verdugo de mi raza,
por amante de los vivos fue tomado.
Regrese, mi Señor, regrese.

Fuimos enemigos de la vejez,
cuando vuestra caricia era helada,
y mi seno cálido como la vida.
He luchado contra el acero de vuestros dedos,
he desviado el infame cuchillo.
La desesperación era mi fuerza,
y he vencido en la dura batalla.

Pero aquello que os venció,
nuevamente se elevó,
y hacia la Tierra desciende raudo.
Por última vez hemos luchado,
y el penoso combate concluye.
El peor y más secreto de los enemigos,
es ahora mi compañero sombrío.





Lámparas de la calle.


Los caminos rurales son amarillos y pobres.
Recorremos las calles de la ciudad de Londres.

Nunca pasan los carruajes,
Nunca un carro vemos a pasar.

Un silencio indeseado roba
El sonido de las ruedas que giran.

Rápido muere el día de otoño,
Y el trabajador desanda su camino,

Emerge del vacío vespertino,
Una pequeña isla de soledad,

Alumbrado, quebrando la noche sonámbula
Por la luz de una minúscula lámpara.

Joyas de la oscuridad tenemos,
Más brillantes que la luciérnaga.

Sobre la tierra embotada son lanzados
Topacios, y destellos de rubí.





La bruja.


He caminado mucho sobre la nieve,
No soy alta ni mi corazón fuerte.
Mis ropas están mojadas,
Y mis dientes se estremecen,
El camino ha sido largo
Por el penoso sendero crujiente.
He vagado sobre la exuberante Tierra,
Pero nunca he venido aquí antes.
¡Oh, levantádme sobre el Umbral
Y dejádme ante la Puerta!

El filo del viento es un enemigo cruel,
No me atrevo a pararme en la tempestad.
Mis manos son de piedra,
Y mi voz se lamenta.
Lo peor de la muerte ha pasado,
Pero aún soy una pequeña dama.
Mis delicados pies se han llagado,
Y en blancas heridas sangrado.
¡Oh, levantádme sobre el Umbral
Y dejádme ante la Puerta!

Su voz era la voz que la mujeres tienen
Rogando por un deseo del corazón.
Ella vino.
Ella llegó,
Y la llama temblando,
Hundiéndose en el fuego
Finalmente murió.
Nunca más en mi alma se encendió,
Desde que me agité en el suelo,
Levantándola sobre el Umbral,
Y dejándola ante la Puerta.





Indeseado.


Éramos jóvenes, éramos alegres y éramos muy, muy sabios,
Y la puerta estaba abierta a nuestro banquete,
Cuando pasó una mujer con el Oeste en sus ojos,
Y un hombre con su espalda hacia Oriente.

Todavía crecen los corazones que golpeaban tan rápido,
La voz más fuerte todavía sonaba.
Las bromas murieron en nuestros labios cuando ellos pasaron,
Y los rayos de julio, gélidos, golpearon.

Las copas de vino empalidecieron,
El pan se volvió negro como el carbón.
El sabueso olvidó la mano de su señor,
Ella se hincó ante sus pies.

Déjame dormir donde yace el perro muerto,
Antes de sentarme nuevamente al banquete,
Donde pasa una mujer con los ojos llenos de Oeste,
Y un hombre con la espalda hacia Oriente.





El otro lado del espejo.


Me senté frente al cristal un día,
y evoqué ante mí una imagen desnuda,
negando las formas de la alegría y la razón,
aquella sombría figura fue reflejada allí:
La visión de una mujer, exhalando
salvaje y femenina desesperación.

Su cabello caía hacia atrás en ambos lados,
el rostro, privado de toda hermosura,
ya no tenía envidia para ocultar
lo que ningún hombre supo adivinar,
y formó entonces su espinosa corona
de áspera y profana desgracia.

Sus labios estaban abiertos, ni un sonido
brotó de esos marchitos pétalos rojos,
cualquiera haya sido, aquellas deformes heridas
en silencio y secreto sangraron.
Ningún suspiro alivió su inexpresable dolor,
no poseía aliento para vaciar su miseria.

Y en sus espeluznantes ojos brilló
la moribunda llama del deseo de vivir,
hecha locura al diluirse toda esperanza,
y ardió en el fuego crepitante
de los celos y la sedienta venganza,
con una cólera que no puede apaciguarse.

Sombra de una Sombra en el cristal,
libera ya la superficie del espejo!
Pasa, como las fantásticas formas pasan.
No retornes jamás para ser
el fantasma de las horas vanas.
Entonces me oyó susurrar: "Yo soy Ella"





A la memoria.


Extraño Poder, quién eres yo no lo sé,
Asesino o doncella de mi fe.
Sólo sé que prefiero el castigo
Del más implacable enemigo,
Que vivir -como ahora vivo-
Mutilada veinte veces al día por ti.

Sin embargo, cuando logre someterte,
Lo ridículo será un vano pretexto,
Murmurando en mi oído una canción
Largo tiempo amada, hoy lejos de la razón;
Y sobre mi frente he de sentir el beso
Que me haría desear morir antes de perderlo.


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