Fui a Ciudad Juárez porque quería comprarme unas botas vaqueras. Allá las conseguiré más baratas, supuse. Atravesé el puente internacional y tomé un camión de ruta al centro. Siempre ocurría así: cuando me sentía sola —que era la mayor parte de las veces— me acordaba de la frase de Wilde: las mujeres tontas lloran, las inteligentes van de compras. Y no es que tuviera mucho dinero para gastar, sólo mataba el tiempo rasgando las cortinas de la vida, deteniéndome en sus aparadores. Necesitaba, contra el hastío, las calles de Ciudad Juárez atestadas de ambulantes (prefería estar en México con su olor a lana vieja, combustible, carne asada y aguardiente, prefería su sonrisa acechante en vez de quedarme en un edificio gringo cuyo orden y progreso sólo conseguían deprimirme).
Recorrí el mercado, los sitios de pulgas, las plazas con mercancía de segunda. Compré un uniforme de mesera (por dentro uno se vuelve terco y triste, por fuera servil y cobarde). También una peluca azul (una cabeza sin rostro a la que le arrancaron todas las sonrisas, eso pensé al tener la cabellera azul en la bolsa de plástico). Pagué diez pesos por un libro titulado Cómo viajar sin mucha plata (aunque viajar para mí fuera tiempo de veda), cincuenta más por un par de mocasines que me trajeron de vuelta a la niña Heidi de los Alpes suizos de mi infancia y, finalmente, trescientos para unas botas tejanas rústicas color chocolate.
Me dio hambre y entré a un restaurante. El sol arrojaba largas manchas bermejas sobre las sillas y, mientras mordisqueaba mis alitas agridulces, me entretuve observando a la gente tras el cristal: pensé sus rostros llenos de cicatrices; en que, como ellos, también yo era parte de esa horda de humanos flotando con indolencia sobre un lento naufragio, dinamitando el paisaje sin practicar el terrorismo, muriéndonos sin necesidad de ser suicidas. Seguros de que el triunfo no consistía en oponerse, sino en aceptar con estoicismo la derrota. Aprecié en ellos lo que pocas veces uno se atreve a reconocer de sí mismo.
Tan ida estaba que no me percaté de que las horas se habían ido rápido y se hacía tarde, tarde para quien conocía los códigos negros de una ciudad capaz de recibirte amorosamente y clavarte un cuchillo al dar la espalda.
No me pareció buena idea tomar un taxi que me llevase de vuelta al Paso: eran diez dólares que no estaba dispuesta a ceder. Desde la plaza vi titilar una estrella sobre una mancha púrpura que amenazaba con oscurecer de golpe el cielo. Me dirigí a los camiones de ruta a pesar del temor y su desmesura interna, como cuando la naturaleza del cuerpo te comunica un presagio. En garganta y nariz sentí la acidez causada por el banquete de comida rápida; en el estómago, el murmullo de su descomposición.
En el fondo era una pesimista y, no obstante, me quedaban restos de esperanza: no de que las cosas cambiasen, sino de que al menos se mantuvieran del mismo modo. Estaba convencida de que el mundo no era más que un bosque y la soledad dentro de él, un simple y repetitivo paseo. Pues bien: el itinerario de ese día me había parecido así, y de hecho, toda Juárez se me había revelado como una barranca en cuyos bordes florecían los buitres de carroña. La frontera, no sólo el traspatio en el que la ciudad vecina arrojaba su escoria, sino el fundo que elegía el país para mostrar su quemadura extensa, la prueba de que las geografías revientan por las costuras.
Rodeaban las paradas de ruta de los camiones, decenas de comercios con escamocha de comida tibia y taquerías que exhibían como botín de caza las trompas de cerdo en aceite. Aunque tratara de evitarlo, como si un perfume fuera, se quedó en mi ropa el olor a cilantro y salsa en molcajete, drenaje, orines, marihuana, hojaldres de queso, pasteles de crema y rollos de nuez.
En un lapso en el que los ojos cortaron fulminantes los cristales protectores de la rutina sobre la urbe, vi ciegos, lisiados, inmigrantes enloquecidos por el cruce (la peor arma del cruce es la de la resistencia), sureños tirando su pasado como si fuera una maleta, drogadictos, masturbadores compulsivos ocultos en los visillos, desempleados, prostitutas sembrando su cuerpo de vinil en los burdeles, niñas envueltas en la nube translúcida de sus vestidos de novias, dílers católicos, indígenas infectados de sida sin saberlo, burócratas con marcas de jeringas en las venas, trocas zumbando igual que moscardones en las calles, despliegues de acordeón, blasfemos entusiastas en la puerta de los bares… A todos ellos los vi, fragmentos de realidades simultáneas, como si atravesaran una lente pulida hasta la transparencia.
Agilicé mi andar. Pagué mi cuota, subí, descansé cabeza en el vidrio buscando un objeto que pudiera triunfar en tan desolado paisaje: cerré los ojos e imaginé el desierto, el sol que caía sobre las dunas.
No me percaté, por tanto, de quiénes habían subido. Luego del desierto, mi mente se trasladó a mi cuarto, al espejo que calaba cómo me quedarían las botas texanas con un vaquero y una blusa con escote. La llevaría a la asada semanal en casa del profesor German. Comería tacos con guacamole y bebería cervezas hasta llegar a ese instante en que el alcohol hace posible una mejor existencia, al tiempo que una se desmorona. Miraría a un hombre con la prisa característica de la embriaguez que nos hace confesarnos ante cualquier desconocido. Las botas iban a sostenerme, como un marco de hierro forjado sostiene el horror de una fotografía.
Fue adormeciéndome el ritmo bronquítico del bus que avanzaba en carretera. El siseo del motor me extendió sus brazos y cuando me tuvo rendida, me despertó para advertirme que estaba frente a la vastedad silenciosa y bajo la noche lacada en negro. ¿Tanto habíamos avanzado cuando apenas había cerrado los ojos? Una pátina verde iluminaba los asientos vacíos, el tablero viejo en el que brillaba un cactus. Pero, en el autobús sólo estábamos el chofer y yo. Entre la el cielo y la tierra se extendía una cicatriz y ahí nos deslizábamos nosotros. El tiempo, mudo y liso, nos rodeaba. El camión habría de convertirse en un lago en medio de la morgue.
El hombre se detuvo. Los cristales insonorizados impedían oír el viento exterior que iba cargado de arena. Se detuvo el motor y el hombre se levantó para mostrarme su figura a contraluz, su bigote a lo Buffalo Bill. Siguieron en orden riguroso la violación y la muerte. El chofer resultó eyaculador precoz y había sido torpe, predecible. Intuí en sus maneras su deseo de humillarme: me introdujo su puño hasta que en mis piernas rodó una masa sangrienta; hizo una hendidura en mi cuello, como si pusiera una cadena a una estatua de mármol, en una pésima declaración de amor. No: dio primero un navajazo en mi vientre y deslizó luego el cuchillo en el escote, escribiendo una frase que sólo él, obrero febril, podía entender. Excitado, jadeaba furioso, aunque parecía más bien insatisfecho, contemplando impotente que hasta dicha hazaña la había realizado con mediocridad. No te esfuerces, quise decirle. La verdad es que no iba a dejarme más dañada de lo que me encontró.
¡Te bendigo, verdugo!, grité, al ver mi piel igual a una grieta en la penumbra. El equilibrio y paz anhelados sólo se consiguen con la muerte, pensé. Y no vi mi historia, que debía su aleteo a la monotonía, pasar en fracción de minutos. Más bien estalló esa terca pereza que mantuve ante la vida, ese huir constante que me provocó amargura pero que en ningún momento supe o quise enfrentar. Me dio pena ajena el ojo pardo y el otro muy blanco, como una alubia, de mi asesino. Vergüenza por ese cuerpo roto y desconocido en que me había convertido. Una muerte vulgar nos ponía, a él y a mí, en nuestro sitio: tan pobres los movimientos previos a la muerte como el escenario al que pertenecíamos los dos.
Conforme perdía sustancia, fui adquiriendo un resplandor infantil y hasta un arrojo que nulo antes, ahora se disponía a levar anclas frente al trayecto del gran tránsito final. Bendije a mi verdugo, pero de pronto me puse iracunda. Me había muerto por una estupidez (ir a comprar unas botas y ser tan poco cauta sabiendo que en Juárez la muerte volaba por el aire, se arrastraba en el suelo, se adhería a la piel, atizaba las sospechas y, gris y amorfa, llegaba para desaparecer sin motivos). El suicidio habría sido más digno. Un patán, un don nadie, el hambre voraz de un perro delante de un plato, me habían encontrado dispuesta, como si hubiese sido yo quien se arrojara en medio de carretera para esperar un tráiler.
Me decepcionó saberlo: treinta años eran semejantes a una sucesión de estupideces. La muerte no había hecho sino evidenciar una leve pero sólida diferencia y, no obstante, parecía confirmarme que pese a todo tenía aún lívidas palpitaciones. Aunque no opuse resistencia, como era de esperarse en mí, morir de todas formas resultó agotador. ¡Si me hubiera esperado hasta el día siguiente!, especulé en vano. Si no me hubiese ganado la ansiedad o hubiera respetado el toque de queda de dos países que disimulan la batalla… Pero no. Siempre nos damos cuenta del desastre cuando ya no hay remedio. Paradoja: lo inquietante de mi temperamento había aflorado gracias a una módica cuota: seiscientos pesos que incluía un par de botas, una peluca azul, el uniforme de la sirvienta que tan bien me habría quedado, el libro llevándome a países exóticos a donde pudiera trasladar mi esterilidad.
Ésas eran mis reflexiones inútiles, cuando el chofer continúo: tajó un pecho igual que si fuera un filete, mutiló aquí y allá construyendo una arqueología dudosa, una señal o un código en eso que seguía siendo mi carne en la fiesta del rígor mortis. Me irritó su fragilidad e inseguridad crónicas (hipaba; ido de sí, descargó sus frustraciones con una desconocida), me aturdió que un extraño acabase conmigo. La indignación ya era inútil: la piel reventada con los intestinos asomando. Olía a tequila, a calcetines macerándose en las botas. Con un político, un empresario, un narco o policía, habría sido igual, salvo el perfume, estoy segura.
Esa franqueza delineándose en el cuerpo desnudo, y un fulgor sin melancolía en el rostro, me obligaron a decir: se acabó. Salí del autobús con la levedad de una envoltura vacía. Me dirigí al puente y carajo. No puede ser, reaccioné temerosa. No llevaba nada. Ya no digamos las compras hechas, sino mi cartera, las credenciales y ese tarjetón verde y poderoso llamado PASAPORTE.
Según yo, iba de vuelta a casa, yo, la que había despreciado siempre un lugar propio. Porque la única patria transitoria eran mis objetos: ropa, libros, mi agenda, la licuadora, algunas cartas, los recibos de luz. Y sobre ellos siempre había actuado igual que una pirómana.
Cientos de fantasmas serpenteaban el Río Grande o el llano de Leteo o como se llamase: varados, sin poder cruzar, también a los muertos la tierra prometida se les iba de las manos. La línea fronteriza era aún visible: la piel tóxica del muro hacía rebotar de manera humillante a quien deseara atravesarla. Fui testigo de los que querían llegar al otro lado, quedándose en el intento: era lo mismo, pero tan gastado que hacía falta agudizar la visión para captar el contorno de tan comunes biografías. Me volqué eufórica por los vivos y muertos que lo lograban, y me burlé de la border patrol, tan equipada y bélica, y a ratos tan imbécil.
Me tocaría intentarlo: o cruzaba, o mi espíritu —o mi alma o ese puñado de conjeturas que es uno a mitad del éxodo— se quedaría varado sin nacionalidad ni destino. Lo demás no tenía importancia: mi cuerpo, la materia física tiesa como un brocado de lodo, mañana sería noticia en los diarios. Una muertita más. Me pondrían una cruz. Me quedaría atorada en los folios burocráticos.
Mi padre siempre advirtió: Uno viene solamente a matar o a morir, y entre ambos extremos, no debes darte tanta importancia. Una mujer que se ríe de sí misma, es una mujer inteligente, parafraseó a Wilde. Lancé las únicas carcajadas que me eran posibles: torpes y nerviosas. Mientras buscaba en el muro un hoyo por el cual pasar, allá, cerca del autobús, la noche comenzó a cubrir de polvo mi cadáver.
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