lunes, 15 de julio de 2024

Cabeza de pescado. Irvin S. Cobb (1876-1944)

Va más allá del poder de mi pluma intentar describir para ustedes el lago Reelfoot de forma que, leyendo este relato, consigan representarse el cuadro en su imaginación tal como está en la mía. Porque el lago Reelfoot es un lago completamente distinto de cualquier otro que hayan conocido en cualquier otra parte. El resto de este continente se hizo y se secó bajo la acción de los rayos del sol en el transcurso de milenios..., millones de años por lo que yo he logrado saber..., antes que Reelfoot comenzara a existir. Entre las creaciones importantes de la Naturaleza, Reelfoot ha sido, probablemente, lo más nuevo de este hemisferio; pues se formó a consecuencia del gran terremoto de 1811, hace apenas un poco más de un siglo. Aquel terremoto debió de alterar la faz de la Tierra a lo largo de lo que por aquel entonces constituían las lejanas fronteras de este país. Cambió el curso de los ríos, convirtió las colinas en las depresiones de lo que ahora son tres estados, y trocó el suelo firme en otro tan blanducho como la jalea, configurándolo con rizadas olas como el mar. Y en el fragor que ocasionó el ondulado de la tierra y el convulsionado estado de las aguas, hundió en cambiantes profundidades una parte de la corteza terrestre en una longitud de ciento veinte kilómetros, arrastrando al fondo árboles, colinas, valles, todo; abriéndose entonces una grieta de parte a parte del Mississippi, de forma que durante tres días el río acudió con su corriente a llenar el hueco.

El resultado fue la creación del más grande lago del sur de Ohio, situado en Tennessee, corriéndose hacia lo que ahora constituye la frontera de Kentucky, y tomando su nombre de la semejanza que su contorno tiene con el pie abierto en forma de aspa del negro de los maizales. Niggerwool Swamp, no lejos de allí, tal vez recibiera su nombre del mismo individuo que cristianó Reelfoot. Reelfoot es, y siempre ha sido, un lago lleno de misterio. A trechos, insondable. En otros lugares, los esqueletos de los cipreses que se fueron abajo cuando la tierra se hundió, todavía subsisten en pie, de tal manera que, si el sol brilla del lado de la derecha y el agua se muestra menos cenagosa de lo común, quien dirigiese la mirada hacia las profundidades vería, o creería ver, allá abajo, los desnudos miembros tendidos hacia lo alto como dedos humanos de un ahogado, todo ello cubierto por un lodo de años y reliado de viscosas grímpulas de los verdes mucílagos del agua. En otros encalmados parajes, el lago es poco profundo en prolongados espacios, no más hondo que para cubrir el pecho de un hombre, pero peligroso a causa del crecimiento de hierbajos hundidos y la existencia de arremolinados objetos, los cuales se enredan a restos flotantes. Sus orillas son predominantemente fangosas, sus aguas turbias, así mismo, de un color café cargado en primavera y amarillo cobrizo durante el verano, mientras que los árboles siguiendo la costa ofrecen un tinte sucio, después de las crecidas primaverales, en la zona que alcanza hasta las primeras ramas, donde los sedimentos secos han cubierto los troncos con una espesa capa de apariencia escrofulosa.

A su alrededor extensiones de bosque intacto y tajos donde innumerables cipreses se elevan cual lápidas mortuorias por los raigones muertos que van pudriéndose en el blando limo. Hay trechos apacibles donde el maíz de las tierras bajas crece por debajo, arrogante y lozano, en tanto que por encima se yerguen árboles desnudos de hojas y ramas. Hay dilatados y lúgubres llanos donde en primavera los grumos formados por las huevas de las ranas se consumen como parches de blanca mucosidad entremedias de los tallos de la maleza y donde, en la noche, hasta allí se deslizan las tortugas para depositar en la arena, en camadas de perfecta redondez, blancos huevos de resistentes y ásperos cascarones. Hay bayous que no conducen a parte alguna y charcas que se extienden en revueltas, a la ventura, como enormes gusanos obcecados, hasta unirse finalmente a la corriente principal, la cual hace rodar su semilíquida torrentera algunos kilómetros más al oeste. Así Reelfoot yace aplastado sobre su fondo, superficialmente helado en invierno, tórridamente vaporoso en verano, hinchado en primavera, cuando los bosques se han tornado de un verde brillante y el pequeño jején o mosca del búfalo, por millones y billones, llena las charcas desbordadas con su dañino zumbido y al descender evolucionan en redondo esplendorosamente, con todos los colores que la tempranera escarcha produce: el dorado del nogal, el bermejo amarillento de los sicómoros, los rojos del durillo y el cenizoso púrpura negruzco del ocozol.

Mas la comarca de Reelfoot tiene su utilidad. Es el mejor paraje de caza y pesca, natural o artificial, que queda hoy en día por el sur. En momento oportuno, el pato y los gansos se reúnen allí, e incluso las aves semitropicales, como el pelícano pardo y el pájaro reptil de Florida, sabido es que habrán de acudir para anidar. Los cerdos, al regresar a la señera libertad, recorren las lomas, cada piara de estos ejemplares de fino lomo capitaneada por un viejo verraco de aplastados flancos, enjuto, feroz. Por la noche, la «rana-toro», inconcebiblemente grande y tremendamente sonora, croa en las riberas. Es un asombroso lugar para la pesca de la lubina, de la perca y del hocicudo pez búfalo. Como estas especies comestibles pueden vivir para aovar y como sus huevas, a la vez, sobreviven para aovar de nuevo, resulta una maravilla ver cuántos grandes peces, caníbales devoradores de peces, hay en Reelfoot. Mayor que en cualquier otra parte, encontraréis aquí la belona, toda espinas, voracísima, de láminas córneas, con morro como el del caimán y el eslabón más próximo, al decir de los naturalistas, entre los animales vivientes hoy en día y los que vivieron en la era de los reptiles. El gato de hocico de pala, realmente una variedad deformada del esturión de agua dulce, provisto de una gran placa membranosa en forma de abanico prominente encima del morro, cual un bauprés, salta todo el día por los lugares encalmados con poderoso ruido de chapoteo, lo mismo que si un caballo hubiera caído al agua. Sobre todo leño varado, tremendas tortugas buscan esparcimiento, en grupos de cuatro o seis, los días soleados, desecando, calcinando sus negros caparazones bajo el sol, con sus pequeñas cabezas de culebra en alto, vigilantes, prestas para desaparecer silenciosamente al primer ruido de remos chirriando en sus toletes.

Pero los más grandes de todos estos seres son los siluros. Monstruosas criaturas, estos siluros de Reelfoot, sin escamas, resbaladizas sustancias de cadavéricos ojos inertes y barbas deletéreas como venablos y largos bigotes colgantes a los costados de sus cavernosas cabezas. Con una longitud de metro y medio a dos metros, crecen hasta alcanzar el peso de cien kilos, por lo menos, y tienen fauces lo suficientemente anchas para apresar un pie humano o el puño de un hombre y lo bastante fuertes como para romper cualquier anzuelo, a no ser de los más resistentes, y son insaciables hasta el límite de devorar cualquier cosa, viva o muerta, o putrefacta, que sus encallecidas quijadas sean capaces de triturar. ¡Ah, y hay pérfidos sujetos que cuentan por ahí pérfidas historias de ellos! Se los moteja de devoradores de hombres y los comparan, por algunos de sus hábitos, con los tiburones.

Fishhead formaba conjunto con tal escenario. El apelativo, «Cabeza de pez», le venía como anillo al dedo. Toda su vida había morado en Reelfoot, siempre en el mismo sitio, en la desembocadura de la misma charca. Allí nació, de padre negro y madre a medias de casta india, ambos ya fallecidos, y la historia cuenta que, antes de nacer, su madre fue aterrorizada por uno de esos descomunales peces, de manera que el muchacho vino a este mundo horriblemente marcado, a más no poder. Por todo ello, Fishhead era una monstruosidad humana, una verdadera personificación de pesadilla. Tenía cuerpo de hombre -un cuerpo robusto, rechoncho, corto-, mas su cara estaba tan cerca de ser la cara de un gran pez como ningún otro rostro pudiera estarlo, aunque conservase ciertas trazas de humano aspecto. Su cráneo descendía hacia atrás tan bruscamente, que a duras penas podría haberse dicho de él que poseyera frente, y la barbilla le sesgaba tan de prisa, que apenas existía. Sus ojos eran pequeños y redondos, con unas superficiales pupilas vidriosas de amarillo pálido, y estaban insertos demasiado separados uno de otro en la cabeza, y no parpadeaban, clavados siempre cual los ojos de los peces. Su nariz no era sino un par de menudas rendijas en medio de una máscara amarilla. En cuanto a su boca, era lo peor de todo: era la pavorosa boca de un siluro, sin labios, ancha casi inverosímilmente, rasgada de lado a lado. Incluso cuando Fishhead se convirtió en hombre hecho y derecho, su semejanza con un pez fue en aumento, pues los pelos de la cara le crecieron en dos finos colgantes, retorcidos y tiesos, que pendían a cada lado de su boca como a guisa de barbas de pez.

Si tuvo algún otro nombre, ademas de Fishhead, nadie excepto él lo supo nunca. Fishhead le llamaban y por Fishhead respondía. Puesto que conocía las aguas y los bosques de Reelfoot mejor que nadie, los hombres de la ciudad que cada año vinieran a cazar o a pescar lo apreciaban como un buen guía. Eran contadas, sin embargo, las ocasiones en que Fishhead se aviniese a encargarse de tales oficios. Le gustaba ante todo ocuparse de sí mismo, vigilando su pedazo de tierra sembrado de maíz, yendo a tender las redes en el lago, algunas veces tendiendo trampas y cazando para los mercados de la ciudad cuando era la época. Sus vecinos, blancos mordidos por las fiebres tercianas, y negros, por contra, a prueba de la malaria, dejábanle vivir a su propio arbitrio. Era así como Fishhead vegetaba solo, sin parientes ni amigos, sin un hermano tan siquiera, esquivando a sus semejantes y rehuido por ellos.

Su cabaña se halla justamente en la raya del estado, donde Mud Slough (Charca Fangosa) desemboca en el lago. Era aquella choza de troncos la única habitación humana en ocho kilómetros a la redonda. Detrás de ella, el resistente maderamen venía a servir de apoyo a la cerca del recinto del pequeño huerto de hortalizas de Fishhead, la cual lo encerraba en espesa sombra, excepto cuando el sol azotaba desde lo alto. Guisaba sus alimentos de manera primitiva, fuera, en un agujero hecho en tierra mojada, o sobre los herrumbrosos restos rojizos de un hornillo, y bebía el agua de color azafrán del lago con un cazo hecho de calabaza. Se atendía y cuidaba de si mismo; era experto en el manejo del esquife y de la red; competente con la escopeta y el arpón, empero una criatura de pena y soledad, en mucho salvaje, casi un anfibio, mantenido aparte por sus semejantes, silente y receloso.

Frente a la cabaña sobresalía el tronco caído de un álamo, a medias sumergido, a medias fuera del agua, su parte externa quemada del sol y gastada por el roce de los pies desnudos de Fishhead hasta ofrecer innumerables huellas de finas rayas que lo contorneaban, mientras la extremidad inferior estaba negra y podrida, lamida incesantemente por menudas olas cual por finas lenguas. Su lado más distante alcanzaba a las aguas profundas. Y constituía una parte indivisible del mismo Fishhead, pues a despecho de lo alejado que la pesca o el poner las trampas lo retuvieran durante el día, el ocaso había de encontrarlo de regreso, habiendo arrastrado su bote a la orilla y hallándose él a la otra punta del madero. Desde cierta distancia, algunos hombres lo columbraban allí varias veces, en ciertas ocasiones acurrucado, tan inmóvil como las tortugas que se deslizaban hasta la empapada punta durante su ausencia, y en algunos momentos tieso y vigilante cual una grulla en el río, con toda su desventurada figura amarillenta delineándose en medio de la amarillez soleada, en medio de las aguas amarillas, de la amarillenta ribera, todo ello amarillo a su vez.

Mas si los habitantes de Reelfoot esquivaban a Fishhead de día, por la noche le tenían miedo y huían de él como de la peste, temerosos incluso de la posibilidad de un encuentro casual. Pues se contaban feas historias de Fishhead, historias que todos los negros y algunos blancos se creían. Decían que aquel grito escuchado precisamente un poco antes de oscurecer y un poco después, propagado como en un chapoteo sobre las tenebrosas aguas, era su grito de llamada a los siluros, y que a su clamor éstos acudían en manada, y que a su lado Fishhead nadaba por el lago las noches de luna, divirtiéndose con los monstruos, zambulléndose con ellos, incluso comiendo en su compañía, ¡y de qué manera!, hasta de las puercas cosas que ellos comían. El grito fue oído muchísimas veces, y aquella vez fue bien cierto, y era cierto también que los descomunales peces se hallaban significativamente apretados a la entrada de la charca de Fishhead. Ninguno de los nativos de Reelfoot, blanco o negro, se habría atrevido entonces a sumergir una pierna o un brazo en el agua.

Aquí había vivido Fishhead y aquí moriría. Los Baxter iban a matarle, y este día, en medio del verano, sería el día de su asesinato. Los dos Baxter -Jake y Joel- se acercaban en su piragua para cumplir el propósito. Este crimen tuvo un largo período de gestación. Los Baxter contaron para fraguar su odio con un motivo surgido varios meses antes que la decisión llegase al punto culminante. Eran ellos unos pobres blancos, pobres en todos los sentidos -en estimación, en posesiones terrenales y en posición-, una pareja de exaltados jinetes ladrones advenedizos que vivían del tabaco y del whisky cuando el whisky y el tabaco estaban a su alcance, y de pan de maíz cuando carecían de recursos para otra cosa. La querella propiamente dicha venía de meses anteriores. Habiendo encontrado un día a Fishhead en la estrecha armazón del embarcadero de botes de Walnut Log, y estando ellos harto empapados de licores, jactanciosos en una falsa apariencia de valentía nacida del alcohol, le acusaron atrevidamente y sin pruebas de haber hollado la raya de sus dominios, un imperdonable pecado entre los moradores de los lagos y los barqueros del sur. Viendo que él soportó esta acusación en silencio, contentándose con mirarlo fijamente, se envalentonaron y le golpearon el rostro. Sólo que entonces él se revolvió y propinó a ambos la mayor paliza de toda su vida, haciéndoles sangrar la nariz y magullándoles los labios con enérgicos golpes contra la mandíbula, y finalmente abandonándolos, maltrechos y postrados, sobre el barro. Sin embargo, en los espectadores que presenciaron esto, el sentimiento de que lo que sucede siempre es oportuno triunfó sobre los prejuicios raciales, lo cual se manifestó permitiendo que un negro diese a aquéllos una tunda, a dos hombres libres de nacimiento, a dos blancos soberanos.

Tal era el motivo de que ahora fueran a buscarle a él, un maldito negro. La cosa, en su conjunto, había sido planeada minuciosamente. Iban a matarle sobre aquel tronco de álamo, a la puesta del sol. No habría testigos que lo presenciasen, ni después el justo castigo consecuente. Lo fácil de la empresa les hizo olvidar el miedo innato que sintieran al emplazamiento mismo de la morada de Fishhead. Hacía más de una hora que navegaban desde su cabaña a través de un serpeante y profundo brazo del lago. Su piragua, construida al fuego, excavada a golpes de azuela y de cuchillo, procedente de una hevea o árbol de la goma, deslizóse sobre el agua tan silenciosamente como nada el polluelo del ánade, dejando atrás una larga estela sobre las aguas tranquilas. Jake, mejor como remero, iba sentado a la popa de la cóncava embarcación, batiendo con rapidez los salpicantes golpes de remo. Joel, mejor como tirador, iba delante, sentado en cuclillas. Entre sus rodillas había una pesada y rústica escopeta de cazar patos. Aunque el espionaje que precedió en torno a su víctima los hubiera llevado a la absoluta convicción de que Fishhead no regresaría a la orilla en varias horas, un redoblado sentido de precaución los impelía a bogar estrechamente pegados a las riberas, cubiertas de maleza. Se deslizaron a lo largo de la costa como una sombra, moviéndose con tanta suavidad y silencio, que las vigilantes y fangosas tortugas apenas si se dignaban a volver la serpentina cabeza a su paso. De tal suerte que media hora antes de lo previsto alcanzaron, suavemente deslizantes, los alrededores de la bocana de la charca, que parecía creada para una natural emboscada.

0onde el desagüe de la ciénaga se unía a las aguas profundas había un árbol caído, medio arrancado su cepellón, vencido hacia la orilla, con la copa todavía espesa y hojas verdes que extraían aún alimento de la tierra donde los raigones, medio al descubierto, se tenían. Todo ello cubierto y enredado por una gran exuberancia de zarcillos y uvas agrias silvestres. En derredor había arremolinamiento de detritus, tallos de maíz, tiras de corteza mudada por los árboles, manojos de hierbajos podridos, todo el desperdicio y abarrote acumulado desde el año anterior en un apacible remanso. En línea recta hacia este verde amontonamiento, deslizábase la piragua, que se meció de costado al tocar en el tronco protector del árbol y quedando escondida desde el lado de dentro con la cortina interpuesta por la lujuriante vegetación, justamente como los Baxter hubieran pretendido que quedase oculta, cuando en días precedentes, durante una exploración anterior, señalaron este remansado paraje como lugar de espera y lo incluyeron, entonces y allí mismo, en las diferentes etapas de su plan.

No había habido ningún tropiezo ni contratiempo. Nadie fue visto en los alrededores a lo largo de aquellas horas de la tarde, nadie capaz de señalar sus movimientos. Y de un momento a otro Fishhead debería oportunamente hacer acto de presencia. La vista acostumbrada al bosque que Jake poseía iba siguiendo pensativamente el giro del sol hacia su ocaso. Las sombras, proyectadas hacia la costa, se alargaban y escabullían en pequeñas ondulaciones. Moría a lo lejos el leve bullicio del día, los menudos rumores de la noche incipiente comenzaban a multiplicarse. Se fueron las moscas de abultado vientre, mientras voluminosos mosquitos de moteadas y grises patas irrumpían para ocupar el puesto de aquéllas. El lago soñoliento lamía las cenagosas orillas con pequeños lengüeteos, como si hallase agradable el sabor del fango crudo. Un monstruoso cangrejo, tan gordo como una langosta, trepó hasta la salida de su seca chimenea de barro y allí se quedó empingorotado, cual armado centinela en una atalaya. Disparatados murciélagos comenzaron a revolotear, detrás y delante, sobre las copas de los árboles. Una rata almizclera, nadando con la cabeza fuera, viose obligada a virar repentinamente al darse cuenta de la presencia de una serpiente mocasín, tan gruesa e hinchada por su caliente veneno, que habríase dicho un lagarto sin patas, conforme agitaba a lo largo la superficie del agua en una serie de lentos y torpes zigzagueos. Precisamente, encima de las cabezas de los dos asesinos en acecho colgaba un apretado y minúsculo gusano de la mosca de agua, asido a una especie de concreción con apariencia de barrilete.

Pasó un poco más de tiempo, y Fishhead apareció, viniendo del bosque, andando a buen paso, con un saco a la espalda. Por un instante, sus deformidades montráronse en el claro. Luego, el oscuro interior de la cabaña se lo tragó. Entonces el sol estaba ya casi entero bajo el horizonte. Unicamente resplandecía su rojiza aureola encima del perfil del bosque rodeando el lago, y las sombras avanzaban tierra adentro por un gran trecho. Más dentro, los voluminosos peces gatos, de boca en forma de pala, estaban agitados y el fuerte ruido de su chapoteo, conforme sus cuerpos retorcidos saltaban abiertamente y volvían al agua, llegaba hasta la costa como el rumor de un coro. Sin embargo, los dos hermanos, desde su verde escondite, no prestaban atención a nada que no fuese aquello único por lo que sus corazones latían y sus nervios se hallaban en tensión. Joel pasó, empujándolos suavemente, los dos cañones de la escopeta de un lado a otro del tronco, ajustando su culata al hombro y acariciando arriba y abajo con los dedos ambos gatillos. Jake sujetó firmemente la estrecha canoa a un asidero por sobre un zarcillo de la parra virgen.

Una breve espera y el final acaeció. Fishhead surgió en la puerta de la cabaña y fue hacia la orilla a lo largo del angosto sendero y, todavía más, por encima del agua, sobre su tronco de costumbre. Iba descalzo y llevaba la cabeza descubierta, la pechera de su camisa de algodón abierta y mostrando la amarillez de su garganta y de su pecho, los pantalones ceñidos a la cintura con una cuerda de estopa trenzada. Los anchos pies desparramados, extendidos sus prensiles dedos, se apretaba a la pulida curvatura del madero, conforme proseguía adelante sobre la inclinada superficie mojada, hasta llegar al extremo, y allí se quedó y se mantuvo erguido, ensanchando el pecho, con la cara imberbe levantada y un algo de superioridad y dominio en su actitud. Mas entonces -sus ojos eran capaces de captar lo que otros habrían pasado por alto- presintió los redondos agujeros gemelos de los cañones de la escopeta de Joel y los fijos destellos de aquella mirada apuntándole entremedias de la verde espesura.

En tan brevísimo instante, demasiado rápido para ser medido por segundos, la culminación del acto fue como un relámpago en su derredor, y estiró aún más la cabeza, y abrió cuan ancho pudo el informe cepo de su boca, y lanzó a lo largo y ancho del lago un grito que se propagó como una ondulación, un chapoteo. Y su grito fue cual la carcajada de un necio y el croar profundo de los sapos y el aullido de un perro: el complejo entero de los ruidos nocturnos del lago. Y en él iban también un adiós, un desafío y una llamada. El pesado estruendo de la escopeta había estallado. Desde una distancia de veinte metros, la doble descarga le alcanzó en el pecho. Se derrumbó boca abajo, sobre el tronco, y a él se pegó, con el cuerpo enroscándose torcidamente en retortijones, sus piernas crispadas estirándose alternativamente como las ancas de una rana, sus hombros encorvándose espasmódicamente, al tiempo que la vida se le escapaba en rápidas oleadas, como de un torrente. Se ladeó su cabeza entre los hombros alzados, miraron sus ojos abrumados la cara sobresaltada del homicida, y en seguida la sangre comenzó a brotar en su boca, y Fishhead, aún más pez que hombre a la hora de la muerte, en un escurridizo aleteo, la cabeza por delante, resbaló de la punta del madero y se hundió, con la cara vuelta hacia abajo, lentamente, abriendo las extremidades a lo ancho. Una tras otra, las pompas de un largo rosario fueron rompiéndose en medio de una creciente mancha roja en las aguas color café del lago.

Ambos hermanos observaron todo esto, presos de terror por la acción que habían cometido, y la insegura piragua, que había dado un bandazo debido al golpe de retroceso, asentóse en el agua firmemente contra la borda. Pero después hubo un repentino choque desde abajo contra su inclinado casco y éste se dio la vuelta, con lo que aquellos dos acabaron en el lago. Mas la orilla se hallaba sólo a seis metros y el tronco del árbol desgajado solamente a metro y medio. Joel, todavía aferrado a la escopeta, se esforzó para alcanzar el tronco, y lo consiguió de un impulso. Pasó en su derredor el brazo libre y se colgó de él, agitando el agua, mientras aguzaba la vista. Algo vino a atenazarle: algo que era grande y fuerte, algo que le retenía estrechamente con un aprieto, estrujándole la carne.

No profirió ni un grito; pero los ojos se le salían de las órbitas y su boca produjo una auténtica mueca de agonía, mientras sus dedos se incrustaban en la corteza del árbol como garfios. Y fue arrastrado hacia abajo, hacia abajo, con secos tirones, no con rapidez sino con energía y, conforme cedía él, las uñas fueron trazando cuatro finos arañazos blancos en la corteza del árbol. Se hundió su boca, a continuación sus desorbitados ojos, después sus erizados cabellos y finalmente las manos que agarraban y arañaban. Y aquello fue su fin.

La suerte de Jake resultó más severa aún, pues vivió más tiempo, tiempo bastante para ver el final de Joel. Le vio a través del agua que le corría por la cara y, con una tremenda conmoción de todo su cuerpo, literalmente saltó por encima del tronco, agitando las piernas en el aíre para defenderlas. Se hundió demasiado lejos, sin embargo, pues su cara y tórax se pegaron contra el agua. Y de ésta se irguió la cabeza de un gran pez, con el cieno lacustre de años encima, con una negra cabezota, los bigotes hirsutos, encendidos los cadavéricos ojos. Sus córneas mandíbulas se cerraron y atenazaron la parte delantera de la camisa de franela de Jake. La mano de éste golpeó ferozmente pero se incrustó en una envenenada barba y, al contrario que Joel, desapareció de vista con un tremendo alarido, y con una rotación y convulsión del agua que produjo el circulo de cañas de maíz en los bordes de un pequeño remolino.

Pero el remolino pronto se atenuó a lo lejos, en crecientes anillos de olas, y las cañas flotantes acallaron los círculos y volvió de nuevo la quietud, y solamente los ruidos multiplicados de la noche pudieron escucharse en la desembocadura de la charca.

Los cadáveres de los tres hombres fueron devueltos a la orilla en el mismo sitio. A excepción de la herida abierta por el disparo donde la garganta se une al pecho, el cadáver de Fishhead aparecía intacto. Por el contrario, los cuerpos de ambos Baxter estaban tan desfigurados y maltrechos, que los habitantes de Reelfoot hubieron de quemarlos juntos en la orilla, sin saber en modo alguno cuál podría ser el de Jake y cuál el de Joel.


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