Una joven de dieciocho años, llamada Carolina, inspiró la más violenta pasión a un hombre de edad madura, y como a los cincuenta uno es, según se dice, más enamoradizo que a los veinte -aunque con muchos menos medios para complacer-, el herrumbroso pretendiente asediaba sin cesar a Carolina, que estaba lejos de corresponder a sus sentimientos. Pero esta muchacha cometió el más imperdonable de los errores: ponerle en ridículo y atormentarle, cuando debería haberse contentado con alejarse de él con frialdad y decencia. Al cabo de tres años de perseverancia por una parte y de malos tratos por la otra, el infortunado amante sucumbió a una enfermedad de la que aquel funesto amor fue en gran parte el origen.
Sintiendo cercano su fin, solicitó, como último deseo, que Carolina se dignase al menos ir a recibir su eterno adiós. La joven rechazó tajantemente este ruego. Una de sus amigas, que estaba presente, le dijo amablemente que haría bien en conceder este triste consuelo a un infeliz que moría por y para ella. Sus consejos fueron inútiles. Vinieron por segunda vez a hacerle el mismo ruego, añadiendo que el enfermo solicitaba ver a Carolina más por el interés de ella que por el suyo propio. Pero este segundo mensaje no corrió mejor suerte que el primero.
La amiga de Carolina, indignada por esta dureza hacia un moribundo, la acució con más energía y le reprochó su coquetería y malos procedimientos hacia un hombre a quien al menos podía ofrecer un instante de piedad como expiación. Carolina, cansada de tales impertinencias, consintió finalmente de muy mala gana y dijo: -Vamos, llévame a casa de tu protegido: pero sólo estaremos un momento, te lo advierto, no me gustan ni los moribundos ni los muertos.
Las dos amigas partieron finalmente. El moribundo, al ver entrar a Carolina, hizo un último esfuerzo y tomó la palabra con voz apagada:
-Ya no hay tiempo, señorita, -dijo- me habéis negado con crueldad la dicha de veros cuando os lo he rogado: sólo deseaba perdonaros mi muerte. A partir de ahora me veréis más a menudo que en el pasado. Recordad solamente que habéis tardado tres años en llevarme dolorosamente a la tumba... Adiós, señorita... Hasta esta noche.
Al acabar de decir estas palabras, que le costó un trabajo infinito pronunciar, expiró.
Carolina, presa del horror, huyó precipitadamente. Su amiga usó todos los medios posibles para calmar su extrema agitación. Carolina le suplicó que pasara la noche con ella. Dispusieron otra cama en la misma habitación, dejaron los candelabros encendidos, y las dos amigas, como no podían dormir, estuvieron mucho tiempo hablando entre ellas. De repente, hacia la medianoche, las luces se apagaron por sí solas. Carolina exclama con terror:
-¡Ya está aquí! ¡Ya está aquí!
Su amiga, que sólo oye ahogados suspiros, seguidos de un profundo silencio, reúne sus fuerzas y llama arrebatadamente; acude la gente de la casa, intentan encender los candelabros, pero es inútil. Al cabo de un cuarto de hora, que transcurre en medio de mortales angustias, suena el reloj. Carolina lanza un profundo suspiro, como alguien que sale de un largo sopor. Las velas se encienden solas; la gente de la casa se retira, y Carolina, con una voz agonizante, dice:
-¡Ah! ¡Por fin se ha ido!
-¿Lo has visto entonces?
-Sí, y estoy totalmente segura de que cumplirá sus amenazas.
-¡Y qué! ¿Te ha hablado?
-Esto es lo que acabo de oír: durante tres años vendré todas las noches a pasar un cuarto de hora con vos. Por lo demás, estad tranquila, no os haré ningún daño; limito mi venganza a obligaros a ver cada noche a aquel a quien habéis llevado a la tumba a causa de vuestra imprudente conducta.
La amiga, que no sentía mucha curiosidad por ver repetirse la misma escena, se negó a pasar las noches siguientes con Carolina, quien le reprochó que la abandonase a un vampiro.
Las visitas nocturnas continuaron. Carolina, bella, rica, dueña de sus acciones, y con veintiún años, quiso casarse con la esperanza de alejar al fantasma; pero el rumor de las apariciones hizo desistir a los pretendientes. Sólo uno, un gascón, llamado Señor de Forbignac, se presentó y se ofreció como esposo. La necesidad le obligó a aceptar; pero al día siguiente de las bodas (sin que llegara a saberse cómo había transcurrido la noche) el gascón desapareció con la dote y muchas joyas que no formaban parte de ella.
La amiga de Carolina, sensible a tantas desgracias, acudió junto a ella, la consoló lo mejor que pudo y la llevó a un lugar donde concluyó tristemente su penitencia. Pasados los tres años, su vampiro le anunció al fin que ya no le vería más; y cumplió su palabra. Una lección tan severa suavizó su carácter. La muerte del Señor de Forbignac, que tuvo la honestidad de no volver, dejó libre a Carolina para que pudiera casarse de nuevo, y esta vez encontró un esposo que la hizo totalmente feliz.
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