miércoles, 24 de julio de 2024

El barranco de las tres colinas. Nathaniel Hawthorne (1804-1864)

En los extraños tiempos en que los sueños fantásticos y los caprichos locos se realizaban en las circunstancias reales de la vida, dos personas se encontraron a una hora y en un lugar prefijado. Una era una dama de formas graciosas y hermosos rasgos, aunque pálida, apesadumbrada y golpeada en sus años de plenitud por un morbo imprevisto. La otra, una anciana harapienta, fea de aspecto y tan marchita, consumida y decrépita que el mero lapso de su decadencia debía de exceder el término común de una existencia humana. Tres pequeñas colinas se alzaban una junto a otra, y en medio de ellas se abría un barranco, casi circular, de sesenta o setenta metros de ancho y con tal profundidad que un cedro majestuoso apenas se habría dejado ver por encima del borde. Pinos enanos menudeaban en las colinas y cubrían en parte el límite superior de la hondonada intermedia, en cuyo interior nada había salvo la parda hierba de octubre y, aquí y allá, algún tronco caído hacía largo tiempo, enmohecido y sin verde retoño alguno en sus raíces. Uno de estos leños corrompidos, antes un roble imponente, yacía cerca de una poza de mansa agua verde que había al fondo de la hondonada. Escenarios como éste (cuenta la tradición antigua) fueron en un tiempo refugio de un Poder del Mal y de sus súbditos jurados, y se decía que allí se reunían, a medianoche o en el crepúsculo vespertino, en torno a la sima encharcada para perturbar el agua pútrida ejecutando un impío rito baustimal. Ahora, la fría belleza de un ocaso de otoño doraba las cumbres de las Tres Colinas, de donde un tinte más pálido se derramaba hasta el barranco por las laderas.

―De acuerdo con tus deseos ―dijo la vieja― he aquí que hemos venido a reunirnos. Deprisa: di qué quieres de mí, que no podemos demorarnos más de una hora.

Mientras decía esto, una sonrisa titiló en su cara mustia como una lámpara en la pared de un sepulcro. Temblando, la dama alzó la vista al borde del barranco, como si meditara la posibilidad de marcharse sin haber logrado su próposito. Pero no estaba ordenado así.

―Ya sabe usted que soy una extranjera en esta comarca ―dijo al fin―. No importa de dónde vengo, he dejado atrás a quienes más íntimamente me enlazaba el destino y estoy separada de ellos para siempre. Pero siento en el pecho un peso que no cede y he venido a preguntar cómo viven.
―¿Y quién hay en esta charca verde que puede traerte nuevas del confín de la Tierra?―clamó la vieja escrutándole el rostro―. No será de mis labios que las oigas. Pero atrévete, y antes de que la luz del día se apague en aquella cumbre te será concedido el deseo.
―Haré su voluntad aunque muera ―replicó desesperada la dama.

La vieja se sentó en el tronco caído, apartó la capucha que le amortajaba los grises mechones e indicó a su compañera que se acercase.

―Híncate ―dijo― y apoya la cabeza sobre mis rodillas.

Aunque la otra dudaba, la angustia que tan largamente había ardido dentro de ella se redobló. Al arrodillarse, hundió en la charca la orla del vestido. Apoyó la frente en las rodillas de la vieja, y ésta, cubriéndole el rostro con una capa, la dejó a oscuras. Luego oyó murmurar una oración, en medio de la cual la dama dio un respingo e hizo amago de levantarse.

―Déjeme huir... ¡Me ocultaré para que no me miren! ―exclamó. Pero se recompuso y, callando permaneció quieta como una muerta.

Pues parecía como si con los acentos de la plegaria se estuviera mezclando otras voces, familiares en la niñez, nunca olvidads pese a las peripecias y las vicisitudes del corazón y la suerte. Al principio eran palabras tenues, indistintas, no a causa de la distancia, sino al modo de esas páginas de libro que pugnamos por leer bajo una luz imperfecta y paulatinamente más intensa. De esa suerte, las voces fueron cobrando fuerza a medida que avanzaba la oración, hasta que el ruego concluyó y a la arrodillada se le hizo claramente audible una conversación entre un hombre de edad y una mujer tan rota y menoscabada como él. No parecía, con todo, que los extraños estuvieran en el barranco. Lo que rodeaba las voces y devolvía sus ecos eran las paredes de una habitación cuyas ventanas tintineaban con la brisa; la vibración regular de un reloj, el crepitar de un fuego y el crujido de las ascuas al caer en la ceniza volvían la escena tan vívida como si el ojo la viera pintada. Sentados frente a un hogar melancólico ―el hombre, sereno y desanimado; la mujer, llorosa y plañidera―, los dos ancianos sólo decían palabras de pena. Hablaban de una hija, errante no sabían por dónde, portadora de deshonra, que había dejado a la vergüenza y la aflición la tarea de llevar sus cabezas canas a la tumba. Aludían también a un sinsabor más reciente, pero en medio del diálogo, las voces se fundieron con un lúgubre gemido de viento entre hojas de otoño; y al levantar los ojos, la dama se encontró arrodillada en el barranco entre las Tres Colinas.

―Vaya cansancio y soledad la de esos ancianos ―comentó la vieja con una sonrisa.
―¡Los ha oído usted también! ―exclamó la dama, y un sentimiento de humillación intolerable se impuso al dolor y al miedo.
―Sí. Y aún nos queda más por oír ―replicó la otra―. Así que tápate la cara. Deprisa.

Otra vez la marchita bruja se puso a verter las monótonas palabras de una oración no dirigida a la venia del Cielo, y en las pausas del aliento no tardaron en condensarse extraños murmullos, cada vez más intensos, que fueron ahogando y sojuzgando el conjuro del que habían surgido. Gritos perforaban a veces la tiniebla de sonidos, seguidos de trinos de voces femeninas, y luego de carcajadas violentas interrumpidas de golpe por sollozos, o por gemidos, de modo que el conjunto era una atroz confusión de terror, risa y llanto. Se oía un ruido de cadenas, voces brutales proferían amenazas y a sus órdenes restallaba un látigo. Todos estos sonidos aumentaron y cobraron sustancia en el oído de la mujer, hasta que ella alcanzó a distinguir cada suave matiz de ensueño de unas canciones de amor que, sin causa, se disiparon en himnos funerarios. Una cólera inmotivada, que relampaqueaba como una llama espontánea, le provocó escalofríos, y la pavorosa algazara que condía a a su alrededor la hizo flaquear. En medio de aquella escena desenfrenada, del choque de pasiones en carrera ebria, la única voz solemne era la de un hombre; y a fe que en un tiempo debía de haber sido una voz solemne y viril. Iba de aquí para allá sin cesar, los pies resonando en el suelo. En cada integrante del frenético grupo, ninguno de los actuales atendía sino a sus pensamientos inflamados, él buscaba un oyente para su falta individual e interpretaba risas o lágrimas como pago en desprecio o piedad. Hablaba de la perfidia de las mujeres, de una esposa que había quebrado los votos sagrados, de un hogar y un corazón desolados. Mientras él hablaba, gritos, risas, chillidos y sollozos se elevaron al unísono hasta trocarse en un viento de silbido hueco, caprichoso, dispar que se debatía entre los pinos de las colinas desiertas. La dama alzó los ojos. La ajada vieja le sonreía a la cara.

―¿Habrías imaginado que en un manicomio pueda haber tal jolgorio? ―preguntó.
―Sí, es cierto ―dijo la dama para sí―. Dentro de los muros se divierten. Pero fuera hay desgracia, desgracia.
―¿Quieres oír más?
―Hay otra voz que volvería a aescuchar.
―Pues no pierdas tiempo. Apoya la cabeza en mis rodillas antes de que pase la hora.

Si bien la falda dorada del día se demoraba aún sobre las colinas, la hondonada y la charca ya estaban sumidas en sombras, como si de allí surgiera la noche para extenderse sobre el mundo. Una vez más, la vieja empezó a urdir su conjuro. Luego de un largo momento sin que obtuviera respuesta, entre palabra y palabra asomó un repique de campana, un tañido que al cabo de un largo viaje por valles y elevaciones se aprestaba a morir en el aire. Oyendo ese sonido funesto, la dama tembló contra las rodillas de la vieja.

Cunato más crecía más triste era, y más profundo el tono de duelo; como desde una torre cubierta de hiedra, llevaba nuevas de mortalidad a la cabaña, el templo y el viajero solitario, para que cada uno llorase el destino que le estaba asignado. Luego se oyó un rumor de pasos mesurados, lentos, como si pasara un cortejo con un ataúd, arrastrando las vestiduras para sugerir al oído cuán larga era su melancolía. A la cabeza iba el sacerdote, leyendo el servicio fúnebre, las hojas del libro agitadas por la brisa. Y aunque sólo a él se lo oía hablar en voz alta, de mujeres y hombres sergían injurias y anatemas, susurrados pero distintos, contra la hija que había partido el corazón a sus padres, la esposa que había defraudado la amorosa confianza de su esposo, la pecadora contra el efecto natural que había dejado morir a su hijo. El sonido y aplastante del cortejo se desvaneció como vapor, y el viento, que un momento antes había querido levantar el paño del ataúd, gimió tristemente al borde del barranco de las Tres Colinas. Pero cuando la vieja intentó moverla, la mujer arrodillada no levantó la cabeza.

―¡Bonita hora de diversión hemos tenido! ―dijo la arpía, y rió para sus adentros.


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