miércoles, 24 de julio de 2024

La barquera. Robert Chambers (1865-1933)

Cuando terminó de fumar la pipa golpeó suavemente su cazoleta contra la chimenea, hasta que las cenizas cayeron en forma de gris polvillo sobre los chamuscados leños. Luego tomó asiento en su sillón, tocó distraídamente la cazoleta de la pipa con la yema de los dedos y así la dejó que se enfriara para guardarla luego en su bolsillo. Por dos veces consultó el pequeño reloj americano que descansaba sobre la repisa de la chimenea. Aún tenía que esperar media hora.

Las tres velas que iluminaban la estancia aún podrían durar mucho tiempo. Y, en consecuencia, podría hacer algunas cosas, Había un par de tijeras abiertas sobre el bureau y se levantó para recogerlas. Durante un rato permaneció abriéndolas y cerrándolas distraídamente, mientras sus ojos examinaban la estancia. Había un caballete de pintor en un rincón y una pila de lienzos tras él; detrás de las pinturas había una sombra... aquella sombra gris y amenazadora que jamás se movía.

Tras haber recortado un poco los pabilos de las velas, limpió las ahumadas tijeras con un trapo ya sucio de pintura y volvió a colocarlas sobre el bureau. El reloj marcaba las diez; había estado ocupado exactamente tres minutos.

El bureau estaba lleno de corbatas, pipas, peines, cepillos, cerillas, libros, cuellos, pasadores de camisa, un par nuevo de calcetines de caza escoceses y una cesta de costura de mujer.

Recogió todas las corbatas, las plegó por la mitad y las colgó en un perchero en forma de rústica cama que sobresalía junto al espejo; los pasadores de camisa los guardó en el cajón superior en compañía de los cepillos, peines y calcetines. Limpió el polvo de los libros y colocó éstos metódicamente sobre la repisa de la chimenea. Por dos veces extendió la mano para coger la cesta de la costura, pero la mano cayó de nuevo a lo largo de su costado y se volvió para contemplar el moribundo fuego.

En el exterior de la ventana cuajada de nieve, un postigo suelto golpeaba rítmicamente contra la pared a impulsos del viento, hasta que abrió la ventana y lo sujetó firmemente. La nieve blanda que se había estado acumulando en la ventana durante el día se había endurecido ya, y tuvo que quebrar su pulida superficie para encontrar la oxidada bisagra del postigo.

Se inclinó hacia fuera durante un momento, apoyando las ateridas manos sobre la nieve. Más allá del jardín desolado y del vallado vio el río negro, que se perdía en la tristona distancia.

Una vela chisporroteó a su espalda; una hoja de papel de dibujo cayó al suelo, y cerró la ventana, volviéndose hacia el cuarto, con ambas manos metidas en los bolsillos.

El pequeño reloj americano que descansaba sobre la repisa de la chimenea continuaba funcionando normalmente, dejando oír su regular tic-tac, pero las manecillas parecían avanzar lentamente, aun cuando se daba cuenta de que no había estado ocupado esta vez más que cinco minutos. Se acercó hasta la repisa y contempló de cerca las manecillas del reloj. Un minuto transcurrió... un minuto que para él fue más largo que un año.

Examinó una vez más el cuarto y comprobó que el mobiliario estaba bien dispuesto... una silla o dos de pino amarillo, una mesa, el caballete y, en un rincón, la cama bajo dosel acortinado; y detrás de cada pieza de mobiliario, sombras, sombras que nunca se movían.

Una pequeña llama pálida surgió del humeante tronco que quemaba en la chimenea; se escuchó en el silencio de la estancia el extraño siseo de los gases de la madera. Al cabo de un momento comenzó a arder el leño definitivamente; lo envolvía una alegre llama amarilla.

Entonces se movieron las sombras; no las sombras que había detrás de los muebles... éstas jamás se movían..., sino otras, delgadas, grises, confusas, que parecían envolverle con sus finos dibujos, y que parecían temblar.

No se atrevía a pisarlas porque le parecían demasiado reales; llenaban el suelo alrededor de sus pies, tocaban sus rodillas, y caían sobre ,su pecho como sogas. Alguna noche, en el silencio de los pantanos, cuando el viento y el río guardaban silencio, había temido que aquellos retazos de sombra pudieran ceñirle... trepar más alto hasta llegar a su garganta y ahogarle. Pero aún así sabía que aquellas otras sombras jamás se moverían, aquellas grises formas que parecían arrodillarse en cada rincón.

Cuando miró de nuevo al reloj, habían transcurrido diez minutos más. El tiempo resultaba perturbador en el cuarto, los retazos de sombra parecían mezclarse con las manecillas del reloj impidiéndoles el avance. Se preguntó si las sombras serían capaces de estrangular. De estrangular al Tiempo, alguna noche, cuando el viento y el tranquilo río guardasen silencio.

Los tablones del suelo crujieron. Se inclinó y arrastró hacia sí sus almadreñas, que estaban colocadas muy cerca del guardafuegos de la chimenea, y las calzó sobre las zapatillas; cuando se incorporó sus ojos se clavaron mecánicamente en la repisa de la chimenea, donde, entre sombras, había otro par de almadreñas, un poco más pequeñas y de línea más esbelta, unas almadreñas delicadas, talladas en haya roja. El polvo de un año cubría su superficie; y un año de herrumbre oscurecía la banda de plata que cubría el empeine de las almadreñas. Se dijo esto a sí mismo en voz alta, sabiendo que faltaban pocos minutos para que se cumpliese el año.

Sus propias almadreñas procedían de Mort-Dieu; eran completamente lisas y rodeadas por una banda de cuero. Pero en días anteriores había pensado que ninguna clase de almadreñas de Mort-Dieu eran lo suficientemente delicadas para tocar el empeine de la barquera de Mort-Dieu. Así, envió almadreñas al faro de la costa y a Lorient, donde las mujeres son coquetas y muestran sus cabellos bajo la cofia, y usan almadreñas refinadas; y en aquella ciudad, donde la vanidad corrompe y hay mucho encaje en las cofias y escotes, se encontró un par de delicadas almadreñas ceñidas por banda de plata y talladas en haya roja. Y en aquel momento las almadreñas se hallaban sobre la repisa de la chimenea, polvorientas y deslucidas.

Sonó un ruido suave en la ventana. Era el blando murmullo de la nieve que tocaba los cristales. El viento también murmuraba algo bajo los aleros. Muy pronto comenzaría a murmurarle algo desde la chimenea... él lo sabía, y así se llevó ambas manos a los oídos y miró al reloj.

En la aldea de Mort-Dieu, las ventanas cantan todo el día los secretos del mar, pero por las noches los espectros de los pequeños pájaros grises llenan las ramas de los árboles, cantando a la luz del sol de pasados años. Se escuchaba la canción cuando volvió a tomar asiento, y se oprimió los oídos con ambas manos; pero los pájaros grises se unieron al viento de la chimenea y así recibió todo lo que no se atrevía a escuchar, y pensó en todo cuanto no se atrevía a meditar, a la vez que unas súbitas lágrimas quemaban sus ojos.

En Mort-Dieu las noches son más largas que en ningún otro lugar de la tierra; él lo sabía... ¿Por qué no iba a saberlo? Esto había sido así durante un año. Antes había sido diferente. ¡Hubo antes tantas cosas diferentes! Días y noches entonces se esfumaban como si fueran minutos; los pinos no cantaban los secretos del mar y los pájaros grises aún no habían llegado a Mort-Dieu. Y también estaba Jeanne, la barquera de Carmes.

Cuando la vio por primera vez ella estaba impeliendo el ferry-esquife que iba desde Carmes a Mort-Dieu, con la roja falda ondulando por debajo de la rodilla. La próxima vez que la vio tuvo que llamarla desde el otro lado del plácido río.

—¡En... eh... barquera!

Y ella llegó, impulsando con su larga pértiga el chato esquife, fijando sus ojos pensativamente en él, mientras la roja falda y el pañuelo flameaban bajo el viento de abril. Luego los días fueron pasando y diariamente sonaba el grito de «¡Barquera!», grito que se fue haciendo más alegre, y la lejana respuesta de «¡Ya voy!» surcaba el agua como música teñida de risas. Después llegó la primavera, y con la primavera el amor..., un amor libre que cruzaba en el ferry desde Carmes hasta Mort-Dieu.

Silbó una llama en la chimenea, parpadeó, y estalló una burbuja de vapor de madera, apagándose y encendiéndose nuevamente. El reloj sonó con más fuerza y la canción de los pinos invadió la estancia. Pero en sus ojos enrojecidos se reflejaba un paisaje de verano, un paisaje en el que navegaban las nubes y una blanca espuma se rizaba bajo la proa del pequeño esquife. Y él se oprimió más los oídos con sus manos para ahogar el grito de «¡Barquera!»

Y entonces, durante un momento, el tic-tac del reloj cesó. Era hora de irse... ¿quién si no él Ib sabría mejor? Él, que había salido a la noche desde el primer... desde aquel primero y extraño invierno, por la noche cuando una voz le respondió desde el río. La voz del nuevo barquero. Nunca había vuelto a oír la voz de «ella».

Y así descendió por los escalones de madera sosteniendo en la mano una lámpara, hasta salir al exterior, bajo la tormenta. Avanzó a través de torbellinos de nieve, sobre montones de algas congeladas, balanceando la lámpara hasta que su reflejo sobre el agua le detuvo. Luego gritó a la noche:

—¡Barquera!

Salpicó su rostro el agua helada y la lámpara se apagó; escuchó el distante tronar de las olas que atacaban la barra, y el ruido de poderosos vientos entre los arrecifes cubiertos de algas.

—¡Barquera!

Al otro lado del río, negro como un mar de pez, brilló durante un momento una, luz diminuta. Y de nuevo gritó:

—¡Barquera!
—¡Ya voy!

Palideció terriblemente porque aquella era la voz de ella... ¿o acaso se había vuelto loco?... y así saltó al interior de la helada corriente hundiéndose en ella hasta la cintura y gritó otra vez, pero su voz se quebró en un sollozo.

Lentamente, destacándose entre la niebla, el esquife tomó forma acercándose más y más. Pero ella no blandía la larga pértiga... él se dio cuenta inmediatamente; allí había un hombre alto y delgado y cubierto hasta los ojos por un traje de tela encerada, y él saltó a bordo y apremió al barquero para que se diera prisa.

En medio del río se puso en pie y gritó:

—¡Jeanne!

Pero el rugir de la tormenta y el crujido de las olas heladas ahogaron su voz. Sin embargo, la oyó otra vez, y ella mencionó su nombre.

Cuando finalmente el esquife tocó tierra, él encendió de nuevo la lámpara y temblando corrió tropezando por entre las rocas, y llamándola, como si su voz pudiese silenciar aquella otra voz que había hablado en aquella misma noche hacía un año. No pudo lograrlo. Se dejó caer de rodillas, temblando, y miró hacia la oscuridad, donde el océano rugía al mundo. Entonces se movieron sus rígidos labios, y repitió el nombre de ella, pero la mano del barquero se apoyó suavemente sobre su cabeza.

Y cuando alzó los ojos vio que el barquero estaba muerto.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario