viernes, 5 de julio de 2024

La ahijada del señor o la nueva Wertheria. Charles Nodier (1780-1844)

Hace un año, mis investigaciones botánicas me condujeron a los alrededores de un pueblito no lejos de Loudun. Una mujer de unos cuarenta años me encontró en la montaña e imaginó que yo estaba cogiendo simples. Me percaté de que tenía ganas de hablar conmigo y, sin adivinar qué podía originar aquel deseo, inicié yo mismo la conversación. Me dijo entonces que era muy desgraciada, que tenía una hija que era su único consuelo, a la que amaba más que a ella misma y a la que estaba a punto de perder, pues estaba muy enferma y desahuciada por los médicos. A continuación, me rogó llorando que fuera a visitarla y no le negara mi auxilio. Habría resultado inútil negarme; y además ¿por qué iba a privarla del encanto de un momento de esperanza, compensación estéril pero dulce, de muchos meses de incertidumbre y de lágrimas? Caminé detrás de ella entre las giniestas en flor y las marañas de brezos, hasta que llegamos a la aldea. Finalmente, me indicó la puerta de su casucha, y entré en un recinto en el que la chica yacía sobre un viejo catre, entre dos cortinas verdes. Estaba apoyada sobre uno de los brazos; sus ojos eran huraños, sus mejillas rojas y ardientes, su boca jadeante y pálida. Parecía tener dieciséis o diecisiete años como mucho, pero sus facciones eran poco agraciadas; sólo destacaba una expresión conmovedora y apasionada que tiene el poder de embellecerlo todo.

—Suzanne —le dijo su madre— aquí tienes a un señor que tiene grandes conocimientos y que, sin duda, curará tu enfermedad—. Ella se volvió hacia la pared sonriendo dulcemente.
—Suzanne —le dije tomando su mano—, no se abandone a una injusta depresión; hay remedios para todo.—Ella levantó la cabeza y me miró fijamente.
—Si examino unos minutos los síntomas de su enfermedad, encontraré sin duda la forma de aliviarla.

Sonrió de nuevo y retiró su mano de la mía con un ligero esfuerzo. Su madre salió. No sé qué inquietud se había adueñado de mí. Caminaba a grandes pasos por la casilla, y mi imaginación sólo me presentaba pensamientos vagos e inquietos. Sin embargo, aquella chica me interesaba.
Regresé a su lado, y me senté. Oí un suspiro. Busqué la mano que antes me había retirado. La mía estaba ardiendo; ella la apretó.

—Suzanne —exclamé apoyando la mano sobre su corazón— es aquí donde está tu padecimiento.—Sus párpados se bajaron con calma melancólica; estaban inflamados y tirantes. Las pestañas, reunidas en manojillos, brillaban aún por la humedad del llanto.
—Estás enamorada —dije a media voz. Su pecho palpitaba. Deslizó sus dedos por un bucle de cabellos negros y lo colocó sobre el rostro. Yo la rodeé con uno de mis brazos. La aproximé a mi pecho con un casto gesto. Mi respiración rozaba sus labios. Ella habló; apenas la oía.
—No es él —decía.
—No, no es él —le respondí—; pero ¿no va a venir?
Y Suzanne movió la mano alrededor de la cabeza.
—Tal vez lo veas mañana —le dije. No contestó. Yo temía agriar su pena y guardé silencio. Me seguía mirando y yo lloraba. Había una lágrima en su mejilla; la secó con el dorso de la mano. Otra había caído sobre su mano y la recogió con los labios.
—Eres muy dichoso —me dijo—; creo que has llorado. Y luego, observándome con mayor atención, comentó: «Podría enamorarme de ti, porque tienes alma de ángel. Dime, no obstante, si eres noble». Yo dudaba en confesarlo. Cuesta decirlo ante el camastro de la miseria.
—¡Oh! —prosiguió— noble y hombre; doble error. Pero tú eres aún joven... me gusta ver como te ruborizas.

Quise decirle: «Explícame esas palabras». Pero no pronuncié la frase, ¿necesitaba una aclaración dolorosa para ofrecerle mi piedad? Nos entendíamos bien así. Un poco más tarde vi a la madre que esperaba las palabras que yo iba a pronunciar como un oráculo salvador.

—¿Ha estado enamorada?
—¡No! ¡Jamás! Ha tenido ricos pretendientes y, pese a nuestra indigencia, han solicitado con ardor el amor de mi Suzanne. Pero ha sido indiferente con todos. Le habría gustado que hubiera por aquí claustros en los que enterrar su juventud, porque el mundo le parecía desagradable, y consideraba que la vida era larga y difícil. Creo que ningún hombre ha conseguido ni un solo beso de Suzanne, si no es su padrino. Tiene doce años más que ella, y es el hijo del antiguo señor del pueblo. Cuando él se encontraba ausente sirviendo al rey, ella decía: «Estoy segura de que mi padrino regresará, porque Dios me lo ha prometido; y cuando él, mi Frédéric, regrese le regalaré un cordero muy blanco con cintas azules y rosas y guirnaldas de flores según la estación». Fue, en efecto, a su encuentro y cuando él la vio, bajó de su caballo para besarla en la frente. «¡Mirad qué hermosa es Suzanne! —decía—. No quiero que conduzca los rebaños a lo largo de los setos ni que queme su tez bajo los rayos del sol, pues la quiero como a mi hermana».

Al día siguiente regresé muy temprano. La encontré peor.

—Oye, —me dijo besándome— debes ser tan bueno como bello, y voy a pedirte algo más importante que la vida. Convence a mi madre para que me dé mi vestido blanco, mi toca de muselina y mi crucecita de cristal. Cógeme aciano en el jardín y un iris a la orilla del arroyo. Hoy es el aniversario de mi nacimiento.

Hice lo que me había pedido, y su madre la vistió. Pero al bajar de la cama, se sintió muy débil. La campana sonaba muy cerca, pues la iglesia estaba enfrente. La madre dijo: «Sabes bien que es la boda de Frédéric; si no estuvieras enferma, bailarías como las señoritas en los grandes salones del castillo. ¿Por qué no te animas?». ¡Ya no escuchaba, la pobre Suzanne! No obstante nos dijo que se encontraba mejor. La madre y yo nos acercamos a la puerta para ver pasar a los novios. La novia elegía, con atención temerosa, el lugar en el que debía posar sus pies para no estropear los bordados de sus zapatos. Todos sus movimientos eran lentos y afectados; todos sus gestos soberbios y desdeñosos.

En sus pasos, en sus miradas, en el arreglo de su cabello, en los pliegues de sus ropas, sólo había simetría. ¡Oh! ¡Qué desagrado le inspiraban los cuidados de una fiesta sencilla y de una ceremonia común! Frédéric caminaba detrás. Sus grandes ojos estaban entornados, su aspecto descuidado, su andar lento y preocupado. Al pasar por delante de la casa, miró con expresión sombría y descontenta; retrocedió medio paso mordiéndose los labios, deshojó un ramo de flores que llevaba en las manos, y prosiguió su camino. La iglesia se abrió. Me había quedado solo y estaba reflexionando sobre todo aquello, cuando oí un grito prolongado. Corrí. La madre estaba de rodillas. La hija en la cama.

—¿Está segura?
—¡Mire! —me dijo la madre...

Suzanne estaba inmóvil, pálida, inanimada, muerta. La toqué, estaba ya casi fría. Apliqué el oído para asegurarme de que había dejado de respirar.

Y esto es lo que me sucedió en un pueblito de los alrededores de Loudun.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario