La arena del Yondo no es como la de otros desiertos. Se encuentra justo en el extremo del mundo, y vientos extraños que soplan desde un abismo, cuya profundidad no ha podido determinar ningún astrónomo, han sembrado sus campos con el polvo gris de planetas corroídos, y las cenizas negras de soles extinguidos. Las montañas sombrías y con esferas que se elevan sobre una planicie áspera y erosionada no son tan sólo montañas, algunas son asteroides que han caído en la arena abismal. Cosas extrañas han surgido de espacios distantes, cuya exploración está prohibida por los dioses de todas las tierras bien gobernadas. Pero no existen dioses semejantes en Yondo, donde habitan los genios de las estrellas desaparecidas, y los demonios decrépitos cuyas casas fueron destruidas en infiernos antiguos.
Era un mediodía de primavera cuando logré salir del interminable bosque de cactus donde me habían dejado los inquisidores de Ong, cuando vi el comienzo gris de las llanuras de Yondo. Repito que se trataba de un mediodía de primavera, pero durante mi estancia en ese bosque fantástico no había encontrado nada que me recordase a la primavera; la vegetación, hinchada, moribunda, no se parecía a los demás cactus, sino que tenía siluetas abominables. El aire estaba densamente cargado de olores fétidos, y los helechos leprosos moteaban la tierra negra. Serpientes de un verde pálido levantaban la cabeza entre los arbustos, y me observaban con ojos de un ocre brillante, sin párpados ni pupilas. Todo esto me inquietó; no me gustaban los fungus monstruosos de brazos descoloridos y cabezas de un malva venenoso que crecían a los bordes de los charcos hediondos y el oleaje siniestro que cubría las aguas amarillentas no suponía precisamente un tranquilizante para alguien cuyos nervios estuviesen aún alterados por las torturas recientes. Entonces, cuando hasta los enfermizos y horrendos cactus comenzaron a escasear mientras que aparecía ya la arena cenicienta, comencé a sospechar hasta qué punto mi herejía había despertado un tremendo odio en los sacerdotes de Ong, y la perversidad infinita de su venganza.
No detallaré las indiscreciones que me habían conducido, a mí, un incauto extranjero de tierras lejanas, hasta las manos de esos temibles magos que están al servicio de Ong. Me duele recordar las indiscreciones cometidas así como las circunstancias que rodearon mi detención; pero lo peor de todo fueron los tableros enlazados con intestino de dragón y rociado de polvos, donde estiraban a los hombres desnudos; o esa habitación sin luz, con ventanas de seis pulgadas en el alféizar, por donde se paseaban cientos de gusanos que se alimentaban en una catacumba cercana. Para terminar, diré que después de agitar conmigo todos los recursos de su temible fantasía, mis inquisidores me obligaron a cabalgar durante horas y horas a lomos de un camello, para abandonarme al amanecer en ese bosque siniestro. Me dijeron que estaba libre, que podía ir adonde quisiera; y, como muestra de la clemencia de Ong, me entregaron una hogaza de pan de centeno, y una bota de vino con agua pasada a modo de provisiones. El día rayaba su hora doce, cuando yo llegaba al desierto de Yondo.
Hasta entonces no había considerado retroceder, impresionado por el horror de los cactus y las cosas infernales que crecían a su alrededor. Pero al llegar al desierto recordé la leyenda aterradora que rodeaba esa tierra, ya que Yondo es un lugar donde muy pocos se aventuran por propia voluntad. Menos aún son los que han regresado, y cuando lo han conseguido balbucean horrores desconocidos y tesoros inconmensurables; además, no supone ningún estímulo el constante movimiento que sacude sus miembros, ni la mirada extraviada de sus ojos inquietos. Por esta razón dudé al borde de las arenas cenicientas, y sentí el temor de un miedo en lo más íntimo de mis vísceras. Tan horroroso era seguir adelante como retroceder, estaba seguro de que los sacerdotes se habían asegurado de que así fuera. Caminé, hundiéndome en una blandura desagradable; me seguía una larga hilera de insectos que había encontrado entre los cactus. Tenían color de muerto y eran del tamaño de las tarántulas; pero cuando me volví y aplasté algunos con el pie, llegó hasta mi nariz una pestilencia más vomitiva aún que su propio color.
No eran más que pequeños temores en comparación con otras monstruosidades. Bajo un enorme sol escarlata, se extendía un Yondo interminable, una tierra de pesadilla contra el cielo negro. Lejos, muy lejos, se erguían las montañas esféricas; pero entre ellas había horribles vacíos de desolación, y colinas bajas, yermas. Después de una dificultosa caminata vi grandes pozos donde se habían hundido meteoros, desapareciendo de la vista; y muchas piedras preciosas de diversos colores, resplandecían y brillaban entre el polvo. Cipreses caídos se pudrían junto a mausoleos derrumbados, por cuyos mármoles cubiertos de verdín se paseaban camaleones con perlas maravillosas en sus fauces. Ocultas tras apriscos surgían ciudades donde no quedaba intacta piedra sobre piedra; ciudades inmensas y antiquísimas hundiéndose centímetro a centímetro, átomo a átomo, para alimentar la desolación infinita. Me arrastré, debilitado por la tortura, por montañas de escombros, que en otro tiempo fueron templos; a mis pies fruncían el ceño las estatuas de los dioses. Pero la nota dominante era el silencio, roto únicamente por la risa satánica de las hienas y el silbido de las serpientes entre los setos, o por los jardines antiguos, reino actual de insectos y alimañas.
Al llegar a la cumbre de uno de los numerosos apriscos en forma de montículo, me encontré ante las aguas de un extraño lago, oscuro y tan verde como la malaquita; estaba separado por barras de sal brillante. Las aguas yacían muy por debajo de mí en una hondonada en forma de taza; pero casi a mis pies surgían las lomas y montones de una sal antiquísima, bañada incesantemente por el agua del lago. Yo sabía que ese lago no era más que el amargo y triste residuo de un mar anterior. Descendiendo, me aproximé a las oscuras aguas y comencé a lavarme las manos; pero había algo cortante y corrosivo y desistí de mi propósito, prefiriendo el polvo del desierto, que hasta entonces me había envuelto como una capa.
Descansé a la orilla del lago, y empujado por un punzante apetito consumí parte de las escasas provisiones. Mi propósito era reunir todas mis fuerzas y llegar como pudiera a las tierras que se extienden al norte de Yondo. Estas tierras están desiertas, pero su desolación es más natural que la de Yondo; además, se sabe que en ocasiones se asientan allí ciertas tribus de nómadas. Si la fortuna me sonriese, podría encontrarme con alguna.
La escasa colación me reanimó, y por primera vez en semanas sentí una ligera esperanza. Los insectos con aspecto de cadáveres ya no me seguían, y a pesar del silencio sepulcral y de las ruinas polvorientas, no había vuelto a encontrar nada tan horrible. Hubo un instante en que pensé que había cierta exageración en los terrores de Yondo.
Fue en ese instante cuando oí una carcajada diabólica desde la colina, sobre mi cabeza. El ruido comenzó de repente, sobresaltándome, y continuó sin parar, sin variar una sola nota, como si fuera la risa de un demonio idiota. Me volví y vi la boca de una oscura cueva, dentada con estalactitas verdes, que hasta entonces no había visto. Al parecer, el ruido provenía de ahí.
Con una intensidad producida por el pánico, observé la abertura negra. La carcajada se hizo más intensa, pero no pude ver nada. Por fin capté un destello blanco en la profundidad, y entonces, con la rapidez de un rayo, salió una cosa monstruosa. Su cuerpo era pálido, lampiño, en forma de huevo, del tamaño de una cabra; se movía sobre nueve patas largas, flexibles y peludas, como las de una araña gigante. La extraña criatura pasó corriendo por mi lado hacia el borde del lago, y entonces vi que su rostro carecía de ojos; sin embargo, por encima de su cabeza destacaban dos largas orejas en forma de cuchillos, y un pellejo delgado y arrugado colgaba sobre su boca, de labios húmedos, separados en una carcajada eterna, dejaban entrever filas de colmillos de murciélago.
Bebió con avidez de las amargas aguas del lago; después, cuando calmó su sed, se volvió y pareció notar mi presencia, ya que el pellejo se erizó, y me olfateó. No sé si me hubiera atacado, y si habría escapado de allí, pero como yo no podía tolerar tan desagradable visión, corrí temblando entre los grandes peñascos y los bloques de sal que bordeaban el lago. Agotado y sin aliento, me detuve, pero al volver la cabeza advertí que nadie me seguía. Temblando aún, me senté a la sombra de una roca. Pero no duraría mucho mi descanso, porque en ese momento comenzó la segunda de esas extrañas aventuras que me obligaron a creer en todas las leyendas que había oído.
Mucho más alarmante que la carcajada diabólica fue el grito que se elevó a mi lado, procedente de la arena silícea; era el grito de una mujer en medio de una atroz agonía. Al volverme, pude contemplar a una Venus, desnuda, con una perfección blanca que podía resistir cualquier escrutinio, ya que estaba incrustada en la arena hasta el ombligo. Sus ojos, abiertos por el terror, me imploraban, y sus manos de loto se extendían hacia mí, mendicantes. Corrí a su lado, y toqué una estatua de mármol, cuyos párpados tallados caían en un sueño enigmático; sus manos estaban enterradas junto a la hermosura perdida de las caderas y los muslos. Escapé, aturdido por un nuevo miedo, y una vez más oí el grito de agonía de una mujer. Pero en esta ocasión no me volví.
Cuesta arriba por una ladera al norte del lago, tropezando con piedras de basalto y bordes afilados de metales, tambaleando por pozos de sal o terrazas desgastadas por las mareas de eones antiquísimos, huí y escapé como un hombre que pasa de una pesadilla a otra, en el transcurso de una noche cacodemoniaca. De cuando en cuando sentí un suspiro helado, ajeno al viento, y al mirar atrás advertí una sombra que corría siguiendo mis huellas. No era la sombra de un hombre, ni de un mono o bestia conocida; tenía una cabeza grotescamente alargada y un cuerpo ancho. Tampoco pude determinar si la sombra tenía cinco patas o si la quinta era una cola.
El miedo renovó mi fuerza, y cuando llegué arriba me atreví a mirar atrás. Pero la sombra extraña seguía aún mis huellas, y entonces llegó hasta mí un hedor repugnante, hediondo como el de los murciélagos que cuelgan en los desolladeros entre los montones de carnes podridas. Corrí durante muchas leguas, mientras el sol rasgaba las montañas que yacen al oeste; pero la extraña sombra se alargaba igual que la mía, conservando siempre la misma distancia detrás de mí.
Una hora antes del ocaso llegué a un círculo formado por pequeños dólmenes que milagrosamente seguían intactos. Al pasar, me pareció oír un gemido, similar al quejido de un animal salvaje, una mezcla de rabia y miedo; entonces advertí que la sombra no me había seguido dentro del círculo. Me detuve, concluyendo que había encontrado un santuario donde mi perseguidor no se atrevía a entrar. Pronto confirmé mis sospechas. La cosa dudó, y corrió alrededor del círculo, parando de vez en cuando entre las mismas; pero en ningún momento dejó de gemir, y por último se alejó desapareciendo por el desierto hacia el sol poniente.
Durante media hora no me atreví a moverme; pero luego, la proximidad de la noche, con todas sus posibilidades de nuevos terrores, me obligó a seguir adelante, siempre hacia el norte. Me encontraba en ese momento en el mismo corazón de Yondo, donde bien podían habitar demonios o fantasmas que no respetarían necesariamente el santuario de columnas intactas.
A medida que avanzaba, la luz solar cambió; el disco rojo, al aproximarse al horizonte, se hundió deshaciéndose en un cinturón de resplandores y miasmas, donde el polvo flotante de las ruinas de la metrópolis de Yondo se mezclaba con los desagradables vapores que se elevaban en forma de columna hacia el cielo desde los enormes golfos negros que se encuentran más allá del extremo del mundo. A la luz roja, las montañas redondas, las colinas serpenteadas y las ciudades perdidas adquirían un tono escarlata oscuro y fantasmal.
Entonces, desde el lejano norte, donde las sombras cobran un color mostaza, surgió una extraña figura; era un hombre alto, completamente cubierto por una cota de malla, o al menos pensé que se trataba de un hombre. Al aproximarse, resonando su armadura a cada paso, observé que su cota de malla era de cobre cubierta de verdín; llevaba un casco del mismo metal, adornado con cuernos retorcidos y una afilada cresta que sobresalía encima de la cabeza; y digo cabeza porque estaba oscureciendo y no podía ver con claridad a cierta distancia. Pero cuando la aparición estuvo más próxima pude advertir que bajo el yelmo no había rostro alguno, y por un momento el perfil del casco vacío se dibujó en las sombras crepusculares. La figura pasó a mi lado, haciendo sonar tristemente su armadura, y desapareció.
Pero inmediatamente después, cuando el sol estaba en su punto más bajo, llegó una segunda aparición galopando a toda carrera y parando cuando estuvo a mi altura; era la momia monstruosa de un antiguo rey, cuya cabeza estaba coronada por una tiara de oro sin mancillar. Al volver su rostro advertí el paso del tiempo y el asiduo trabajo de los gusanos. Sobre el esqueleto flotaban ropajes destrozados, y encima de la corona, de zafiros y rubíes anaranjados, colgaba algo negro que asentía macabramente. Por un instante no pude adivinar de qué se trataba. Entonces se abrieron dos ojos oblicuos de color rojo, que resplandecían como dos carbones, y dos fauces triangulares que parecían una boca de simio. Una cabeza cuadrada, sin pelo y deforme se inclinaba desde un cuello largo y susurraba algo inaudible al oído de la momia. Entonces, y de una sola zancada, el monstruo salvó la mitad de la distancia que nos separaba y apareció un brazo con guantelete de debajo de las ropas rasgadas, brazo de cuyo extremo colgaban dedos descarnados y agarrotados, cargados de pesadas sortijas, que trataban de aferrar mi cuello.
Retrocediendo lejos, muy lejos a través de años de luz llenos de locura y terror, en una huida alocada y precipitada, escapé de los dedos insidiosos que quedaron colgando en el crepúsculo. Retrocediendo lejos, muy lejos, hasta el infinito, sin pensar, sin dudar, lanzándome hacia todas las abominaciones que abandonara. Huí retrocediendo hacia el denso anochecer, hacia las ruinas indefinidas y estáticas, hacia el lago encantado, y el bosque de los cactus malignos; huí retrocediendo hasta que llegué a los crueles y cínicos inquisidores de Ong, que aguardaban mi regreso.
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