jueves, 18 de julio de 2024

Poemas. Joseph Brodsky (1940-1996)

Melodía de Belfast. 


He aquí una muchacha de una ciudad peligrosa.
Se corta corto su pelo oscuro
para tener que fruncir menos el ceño
cuando alguien resulta herido.

Pliega sus recuerdos como un paracaídas.
Junta la turba desechada
y cocina verduras en casa : disparan
aquí donde comen.

Ah, hay más cielo en estos lugares que, digamos,
tierra. De aquí que el tono de su voz
y su mirada manchen tu retina como una bombilla gris
cuando enciendes

hemisferios, y su falda acolchada que le llega a la rodilla
cortada para coger las ráfagas de viento,
sueño con ella amada o asesinada
porque la ciudad es muy pequeña.





Aldeas de piedra. 


Las aldeas de Inglaterra construidas en piedra.
Una catedral embotellada en la ventana de un pub.
Vacas dispersas en los campos.
Monumentos a reyes.

Un hombre con un traje comido por polillas
ve partir un tren, dirigiéndose, como todo aquí, hacia el mar,
sonríe a su hija que se va al Este.
Un silbido se oye.

Y el cielo sin fin sobre las tejas
se hace más azul a medida que se llena del exaltado canto de un pájaro.
Y mientras más claramente se oye el canto,
más pequeño se hace el pájaro.





24 de mayo de 1980.


He entrado en una jaula en vez de una bestia salvaje,
quemado mi oración y apodo con una uña en una choza prisión,
vivido junto al mar, jugado a la ruleta,
cenado con el diablo sabe quién vestido de frac.
Desde lo alto de un glaciar he inspeccionado medio mundo,
me he ahogado tres veces, dos veces descuartizado.
Abandonado el país que me nutrió.
Con aquellos que me han olvidado es posible hacer una ciudad.
Me he descolgado por estepas que recuerdan el grito del huno,
vestido con aquello que vuelve a estar de moda,
plantado cebada, cubierto con papel alquitranado el suelo trillado
y no he bebido sólo agua.
He admitido en mis sueños la pupila azul del carcelero,
mordisqueado el pan del exilio sin dejar una miga.
He hecho que mis cuerdas vocales profieran todo tipo de sonidos aparte de un aullido ;
he descendido al susurro. Ahora tengo cuarenta.
¿Qué debo decir de mi vida? Que ha sido larga.
Sólo con el dolor siento solidaridad.
Pero hasta que rellenen con arcilla mi boca,
de ella sólo resonará gratitud.





Oda el concreto.


Me sobrevivirás, viejo y buen concreto,
como yo he sobrevivido, parece, a algunos hombres
que me habían tomado, también, por una especie de calle,
citando el color de los ojos o semblante.

Así es que alabo tu apariencia inanimada, porosa
no por envidia, sino como tu pariente más
próximo –menos durable, plagado de junturas
sueltas, aunque todavía agradecido a los arquitectos.

Aplaudo tus humildes orígenes –para ser exacto,
sin sentido—, rugido y chillido de frenos,
completamente emparejado, sin embargo, por la meta
abstracta, más allá de mi alcance.

No es que nada engendre su clase,
sino que el futuro prefiere cortejar
una conquista que es resueltamente ciega
y envuelta en una larga y petrificada falda.





Canción de amor.


Si te estuvieras ahogando, acudiría al rescate,
te envolvería en mi manta y serviría té caliente.
Si fuera un comisario, te arrestaría
y te mantendría en una celda bajo siete llaves.

Si tú fueras un ave, batiría un récord
y escucharía toda la noche tu trinar de tono agudo.
Si fuera un sargento, serías mi recluta,
y, muchacho, te aseguro que amarías el ejercicio.

Si tú fueras china, aprendería la lengua,
quemaría mucho incienso, usaría vestiduras raras.
Si tú fueras espejo, me abalanzaría al baño de damas,
te daría mi lápiz labial rojo y te empolvaría la nariz.

Si tú amaras los volcanes, yo sería lava,
incansablemente eructando de mi oculta fuente.
Y si tú fueras mi esposa, sería tu amante,
porque la Iglesia se opone tenazmente al divorcio.





Törnfallet.


Hay una pradera en Suecia
donde yazgo golpeado,
con los ojos manchados de las
entradas y salidas blancas de las nubes.

Y cerca de esa pradera
vaga mi viuda
trenzando una corona
de tréboles para su amado.

La tomé en matrimonio
en una parroquia de granito.
La nieve prestó su blancura,
un pino fue testigo.

Ella nadaba en el lago
ovalado cuyo espejo
de ópalo, enmarcado de helechos,
se sentía felizmente roto.

Y en la noche el testarudo
sol de sus castaños
cabellos brillaba en mi almohada
de un lado a otro.

Ahora en la distancia
escucho su canción.
Canta "Golondrina Azul",
pero yo no la puedo acompañar.

Las sombras de la tarde
hurtan a la pradera
su amplitud y color.
Se pone frío.

Mientras yazgo muriendo
aquí, veo
las estrellas. Aquí está Venus ;
nadie entre nosotros.





Ab Ovo.


Debía existir, a fin de cuentas, un idioma
en que el vocablo “huevo” fuera reducido
enteramente a O, como los italianos
se acercan con su uova, razón por la que Dante
lo imaginó el más sano de los alimentos,
predilección que compartía con sopranos
y con tenores cuyos torsos como peras
representan, bien mirado, el vocablo “ópera”.
Concierne igual a los románticos de cepa,
los alemanes, que comienzan cada verso
como si comenzaran a desayunar,
o a los igualmente engallados matemáticos
que empollan infinitos religiosamente
cuyos límpidos ceros jamás abrirán.


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