El padre Brown consideraba este caso uno de los más típicos para ilustrar una teoría de la coartada; la teoría que sostiene, en contra del ave mitológica irlandesa, que es imposible para un ser hallarse, a la vez, en dos sitios distintos. Para comenzar, sentaremos que James Byrne, un periodista irlandés, era acaso lo que mejor puede compararse con el mítico pájaro. Se encontró lo más cerca posible de estar en dos sitios a un tiempo, y estos dos sitios eran los más opuestos del mundo político y social, en el reducido espacio de veinte minutos. El primero de ellos constituían los salones fastuosos de un gran hotel, punto de reunión de tres magnates de los negocios, decididos a cerrar unas minas de carbón bajo la apariencias de una huelga; el segundo de los curiosos lugares era una taberna con fachada de frutería, donde se congregaban el subterráneo triunvirato de quienes se habrían regocijado en dar al cierre la forma de huelga y a la huelga la forma de revolución. El reportero pasaba de un conciliábulo a otro, de los tres millonarios a los tres bolcheviques, con la inmunidad de un heraldo moderno o de un nuevo emperador.
Encontró a los tres magnates mineros ocultos por una selva de plantas en flor y un verdadero bosque de columnas estriadas y floridas de yeso dorado; jaulas, también doradas, pendían de las pintadas cúpulas entre la altísima fronda de las palmas y en ellas había pájaros de abigarrados colores y variadísimos timbres de voz. Jamás pájaro alguno cantó en el desierto con menos auditorio para su melodía, ni flor alguna desperdició su perfume en la estepa de lo que las flores de aquellas altísimas plantas desprendieron en vano el suyo sobre aquellos agudos y desalentados hombres de negocios, americanos en su mayoría, que conversaban e iban de acá para allá en el vasto ámbito de los salones. Y allí, entre el despilfarro de decoración rococó a la que jamás se dirigía la mirada, entre el gorjeo de aquellas aves exóticas que nadie escuchaba, entre el esplendor de la más fastuosa tapicería y un laberinto de lujosa arquitectura, se sentaban los tres hombres comentando que el éxito depende del pensamiento, rapidez, vigilancia de la economía y dominio de sí mismo. Uno de ellos no hablaba tanto como los demás, pero les observaba con sus brillantes ojos inmóviles, que parecían unidos por sus quevedos, mientras su persistente sonrisa, bajo sus estrechos bigotes negros, estaba muy cerca de reflejar un desprecio permanente. Éste era el famoso James R Stein, que no hablaba sino cuando tenía algo que decir. Pero su compañero, el viejo Gallup, de Pennsilvania, un hombre alto y grueso, con pelo cano y rostro de boxeador, hablaba sin cesar. Se sentía lleno de un humor jovial y estaba medio burlándose, medio atormentando al tercer millonario, Gideon Wise, un hombre duro, seco, un pajarraco anguloso, un tipo de esos que sus compatriotas comparan con el nogal americano; llevaba una perilla tiesa encanecida, y sus maneras y ropas eran como las de cualquier campesino de las llanuras del centro. Entre Wise y Gallup había entablada una antigua discusión sobre las competencias y combinaciones. El viejo Wise se inclinaba aún por la manera de proceder del antiguo leñador; algo, en sus opiniones, se inclinaba a favor de los viejos principios individualistas; pertenecía a la escuela de Manchester y Gallup intentaba convencerle de que dejara la competencia a un lado y concentrara los recursos mundiales.
—Tarde o temprano se verá usted obligado a reconocerlo, mi viejo amigo —estaba diciendo Gallup con viveza al entrar Byrne—. Ésta es la manera de andar ahora y no es posible ya volver al trabajo individualista. Es preciso recurrir al esfuerzo mancomunado.
—Si me permiten expresar mi parecer —dijo Stein a su manera tranquila— diría que existe algo más importante que el que nos mantengamos comercialmente unidos. Lo que tenemos que hacer es unirnos desde el punto de vista político y por dicha razón he rogado a Mr. Byrne que venga a reunirse con nosotros hoy. Debemos combinar políticamente nuestras acciones por la sencillísima razón de que nuestros mayores y más peligrosos enemigos están ya unidos.
—Estoy, desde luego, conforme en todo cuanto se refiere a la unidad política —gruñó Gideon Wise.
—Aproxímese usted —indicó Stein al periodista—; ya sé que usted, Mr. Byrne, tiene acceso a la información de esos lugares curiosos y querría que nos hiciera usted un favor extra oficialmente. Usted sabe dónde se reúnen esos hombres; hay tan sólo dos o tres de ellos que pesan: John Elijah, James Halket, a cuyo cargo corre el discurso, y podría ser que también contase ese poeta llamado Horne.
— ¡Cómo...! ¡Si ese Horne era amigo de Gideon! —dijo el alegre Gallup—. Solía ir a la catequesis de Wise.
—En aquel entonces él era cristiano —repuso el viejo Gideon con solemnidad—, pero cuando alguien frecuenta el trato con ateos, no se sabe cómo va a acabar. Lo veo todavía, alguna que otra vez. Y no tuve inconveniente en ayudarlo durante la guerra para impedir su aislamiento y algunas cosas más, pero la cosa cambia de aspecto si empieza a relacionarse con los bolcheviques.
—Perdonen ustedes —interrumpió Stein—. La cuestión es bastante importante, por lo que ruego me excusen de exponerla sin tardar a Mr. Byrne. Mr. Byrne, puedo decirle en tono confidencial que poseo información o, mejor dicho, pruebas que podrían retener a esos sujetos en prisión durante mucho tiempo; me refiero a materia de conspiraciones tramadas por ellos durante la pasada guerra. No tengo intención de hacer uso de dichas informaciones, pero deseo que vaya usted a verlos y les diga que estoy decidido a hacer uso de ellas mañana, si no cambian de actitud.
—Bien —contestó Byrne—. Lo que usted me pide es que intervenga en el encubrimiento de un delito que podría también llamar chantaje. ¿No le parece a usted un poco arriesgado?
—Creo que el peligro les amenaza a ellos —dijo Stein con evidente mal humor— y lo que yo quiero es que vaya usted a comunicárselo.
—Bien, bien —dijo Byrne levantándose con una media sonrisa humorística—. Lo incluiré en mi programa de trabajo; pero si me ocurre algo le prevengo que intentaré meterle a usted también.
—Lo intentará usted, muchacho —afirmó el viejo Gallup con una buena carcajada.
Del gran sueño de Jefferson y de lo que los hombres llaman democracia queda tanto aún en aquel dichoso pueblo que, mientras los ricos gobiernan como tiranos, los pobres no se expresan como esclavos, sino que entre oprimido y opresor existe una candidez maravillosa. El lugar de reunión de los revolucionarios era una habitación blanca de cuyas paredes pendían uno o dos dibujos toscos y desequilibrados, en blanco y negro, al estilo de lo que se supone que es el arte proletario, pero que sin duda ni un proletario entre un millón hubiera podido comprender. La única afinidad entre ambos puntos de reunión residía en el hecho de que violaban la Constitución americana bebiendo demasiado. Cócteles de múltiples colores se ofrecían a los tres millonarios. Halket, el más violento de los tres bolcheviques, pensaba que sólo el vodka era una bebida digna. Era un individuo largo, de aspecto amenazador y agresivo en su mismo perfil, como un perro; su nariz y labios eran prominentes y sobre el superior llevaba un bigote rojizo y mal arreglado, que se erizaba en perpetuo desafío. John Elijah era un hombre oscuro y observador que llevaba gafas y una barbilla puntiaguda y negra; había aprendido a valorar el gusto de la absenta en muchos cafés europeos. La primera y última sensación que tuvo el periodista fue lo mucho que se parecía a James P. Stein. La semejanza entre sus rostros, pensamientos y ademanes era tal, que uno podía imaginarse que el millonario, habiendo desaparecido por una puerta falsa del babilónico hotel, se había presentado de improviso en el reducto de los bolcheviques.
El tercer hombre era también peculiar en sus bebidas; éstas constituían casi un símbolo de su persona. El vaso que estaba ante el poeta Horne era de leche y su propia inocuidad parecía siniestra en aquel ambiente, como si su opaca e incolora sustancia hubiese sido de carácter mucho más venenoso que el verde mortecino de la absenta. Realmente, la inocuidad de Henry Horne era bastante notable, pues había llegado al campo revolucionario por caminos muy distintos de los de Jake, el vulgar dinamitero, y los de Elijah, el cosmopolita saboteador. Horne había disfrutado de una educación esmerada; de niño había frecuentado la Iglesia y guardaba una abstinencia tal en la cuestión de bebidas, que no pudo deshacerse de aquel prejuicio cuando se sacudió los del cristianismo y el matrimonio. Su cabello era rubio y su rostro delicado recordaba al de Shelley, de no haber achicado su mentón dejándose una barba de flequillo. La barba, sin saber por qué, le daba un aspecto afeminado; era como si sus pocos cabellos rubios fueran lo más que pudiese dar de sí. Cuando el periodista entró en la trastienda, el célebre Halket estaba hablando, como de costumbre. Horne acababa de proferir una exclamación casual y convencional, como «el cielo no lo permita» o «Dios nos libre» u otra cosa por el estilo, que resultó suficiente para que Halket empezara a decir una serie de irreverencias.
— ¡Dios nos libre! Eso es todo lo que sabe hacer —dijo—. El cielo no hace nunca otra cosa que prohibir eso, aquello o lo de más allá. Nos prohibe ir a la huelga, nos prohibe luchar y nos prohibe fusilar a esos condenados usureros y chupadores de sangre dondequiera que se hallen. ¿Por qué a ellos no les prohibe algo el cielo durante un tiempo? ¿Por qué tus condenados clérigos y párrocos no se ponen a decir verdades sobre esos brutos, sólo por variar? ¿Por qué su preciado Dios...?
Elijah suspiró suavemente, como si estuviese fatigado, para interrumpirle.
—Los sacerdotes —dijo— pertenecían, como ya dijo Marx, a la etapa feudal del desarrollo económico y ahora no son, en realidad, parte del problema; el papel que un día jugara el sacerdote, lo juega hoy el capitalista experto y...
—Eso es —interrumpió el periodista con su seca e irónica imparcialidad—, y ha llegado la hora de que sepáis que algunos de ellos son muy expertos desempeñando su papel. —Y sin desviar sus ojos de los brillantes, pero mortecinos, de Elijah, les refirió la amenaza de Stein.
—Ya preveía yo algo parecido —dijo el sonriente Elijah sin moverse—. Puedo decir que estaba absolutamente preparado.
— ¡Perros! —reventó Halket—. Si un pobre hombre se atreviera a decir algo semejante, se le sometería a dura prisión. Pero os aseguro que irán a algún sitio peor antes de que puedan imaginárselo. Si no van al infierno, no sé adonde irán...
Horne hizo un movimiento de protesta, seguramente no tanto por lo que el hombre venía diciendo, cuanto por lo que iba a decir; entonces Elijah le interrumpió resumiendo con frialdad.
—Es completamente innecesario —dijo mirando a Byrne fijamente a través de sus espejuelos— lanzar amenazas y retos a los del otro lado. Nos basta con que sus amenazas no surtan efecto por lo que a nosotros respecta. Hemos tomado también nuestras medidas y algunas de ellas no se conocerán hasta el momento de entrar en acción. Por lo que a nosotros se refiere, una ruptura inmediata y una tentativa externa de fuerzas encajan con nuestros planes.
Mientras hablaba sin perder su tono reposado y digno, algo en su impasible rostro amarillento hizo que el periodista sintiera subir un escalofrío por su espina dorsal. El rostro salvaje de Halket podía parecer iluminado por una mueca de desprecio peculiar, al observársele de perfil, pero, si se le miraba de frente, el reto rabioso de sus ojos aparecía con un brillo de ansiedad, como si el complejo ético y económico fuera demasiado para él; y Horne parecía pender aún más de los hilos de agobio y de crítica de sí mismo, pero aquel tercer hombre de lentes que hablaba con tanta sencillez y precisión tenía algo de misterioso, era como un muerto que hablaba sentado en torno a la mesa. Cuando Byrne salió con su mensaje de reto y atravesaba el estrecho pasillo que conduce a la frutería, halló la boca del mismo cerrada por una figura singular, aunque extrañamente familiar; un individuo, grueso y muy raro visto a contraluz, con la cabeza redonda y el sombrero ancho.
—¡Padre Brown! —profirió atónito el periodista—. Me figuro que se ha equivocado usted de puerta. No creo que participe de la conspiración de ahí dentro.
—La mía data de mucho más tiempo —contestó el padre Brown sonriente— y resulta que está mucho más extendida.
—Bien —replicó Byrne—, no irá usted a pensar que ninguno de los que están ahí pueda estar ni a cien millas de su cometido.
—No resulta siempre tan fácil afirmarlo —contestó el padre—, pero hay una persona aquí que sólo se aparta un centímetro de mi cometido.
Desapareció por el oscuro pasillo y el periodista continuó su camino muy preocupado. Dicha preocupación aumentó al sucederle un pequeño percance cuando volvía al hotel para dar la contestación a sus clientes capitalistas. Descendía por los peldaños de la escalera un joven activo, de cabello negro y nariz respingona, con una flor en el ojal, que lo cogió del brazo y lo llevó a un lado antes de que pudiera subir las escaleras.
—Óigame —dijo el joven en voz baja—, yo soy Potter, el secretario del viejo Ged, ¿sabe? Hablando entre nosotros, ¿no es verdad que se está tramando una muy gorda?
—He llegado a la conclusión —contestó Byrne con cautela— de que los cíclopes tienen algo sobre la mesa, pero recuerde usted que el cíclope, siendo gigante, tiene un solo ojo... Pienso que el bolchevismo es...
Mientras hablaba, el secretario escuchaba con un rostro que tenía algo de la inmovilidad mogola, a pesar de la movilidad de sus piernas y vestido. Pero cuando Byrne pronunció la palabra bolchevismo, los ojos penetrantes del joven se movieron con rapidez y dijo:
— ¿Qué tiene eso que...? ¡Ah, sí!, es lo que se está tramando; perdone usted mi falta. Es tan fácil decir yunque, cuando se quiere decir refrigerador...
Con eso, el extraordinario joven desapareció escaleras abajo y Byrne continuó subiéndolas, mientras aumentaba más y más la confusión en su mente. Encontró el grupo aumentado hasta el número de cuatro personas, por la presencia de una que tenía rostro de gallina con muy poco cabello color pajizo y que llevaba monóculo. Hacía las veces de consejero cerca del viejo Gallup y debía de ser seguramente su abogado, aunque no oyó que le llamaran así. Su nombre era Nares y todas las preguntas que hizo a Byrne se encaminaban principalmente, por una u otra razón, al número de los posibles alistados en la organización revolucionaria. Como Byrne sabía poco acerca de tales cosas, dijo aún menos; y los cuatro hombres se levantaron a un tiempo de sus sillas. El último en dirigirle la palabra fue el que había estado más callado.
—Mil gracias, Mr. Byrne —dijo Stein doblando sus quevedos—; me queda sólo por decir que todo está preparado; en este punto coincido con Mr. Elijah. Mañana, antes del mediodía, la Policía habrá detenido a ese señor por hechos que yo mismo les habré planteado y esos tres por lo menos estarán en la cárcel antes de anochecer. Como todos ustedes saben, he intentado rehuir tal acción. Creo, señores, que no se puede decir nada más.
A pesar de todo, Mr. James P. Stein no pudo presentar su informe al día siguiente, por una sencilla razón que ha interrumpido a menudo las actividades de tan expeditos caracteres: no lo pudo hacer porque estaba muerto; y ninguno de los restantes puntos del programa pudo llevarse a término por esta razón, que se hizo evidente para Byrne al verlo anunciado en grandes letras de molde en el periódico de la mañana: «Espeluznante y triple asesinato: tres millonarios muertos en una noche». A renglón seguido, en tipos más o menos cuatro veces el normal, seguían frases sensacionalistas que subrayaban las características del misterio, como el hecho de que los tres hombres habían sido asesinados no sólo al mismo tiempo, sino en sitios muy distantes: Stein en su lujosa y artística casa, a unas cien millas al interior. Wise frente a su pequeño bungalow en la costa, donde disfrutaba de los aires del mar y llevaba una vida sencilla; y el viejo Gallup junto a un seto a la entrada del pabellón de su gran casa en el extremo opuesto del país. En ninguno de los tres casos cabía duda de que la muerte había seguido a una lucha violenta, aunque el cuerpo de Gallup no fuera hallado hasta el segundo día, con toda su masa y fealdad apoyadas en las ramas del seto sobre el que se dejara caer como un bisonte al correr contra las lanzas; a Wise lo habían arrojado al mar no sin resistencia por su parte, pues las huellas de lucha podían seguirse hasta la misma orilla. La primera señal de la tragedia había sido un gran sombrero de paja flotando sobre las olas, que se podía ver desde el risco. El cuerpo de Stein había sido igualmente escondido ante probables pesquisas, hasta que un hilillo de sangre guió los pasos de la Policía hacia un baño de tipo romano que había estado construyendo en su jardín, pues no sólo había sido un hombre de gustos experimentales, sino que también le gustaban las antigüedades.
Por mucho que pensaba Byrne, tuvo que admitir que no había ninguna prueba legal en contra de nadie, estando las cosas como se presentaban. No bastaba con tener un motivo para cometer un crimen. Tampoco bastaba tener cierta propensión psíquica. No podía concebir al joven y pálido pacifista Henry Horne descuartizando a otro hombre con violencia brutal, aunque podía imaginarse al blasfemo de Halket e incluso al judío despectivo capaces de cualquier cosa. La Policía y un hombre que les ayudaba (que no era otro que el misterioso hombre del monóculo presentado como el señor Nares) adoptaron la misma actitud que el periodista; sabían que, por ahora, los conspiradores bolcheviques no podían ser perseguidos ni encarcelados, ya que había de entrañar un error notorio y sensacional la posibilidad de que fueran perseguidos y absueltos. Nares empezó con un habilidoso candor por invitarles a un consejo, que debía ser una reunión privada, y les dijo que dieran sus opiniones francamente para bien de la Humanidad. Habría empezado sus investigaciones en la escena más próxima de la tragedia, el bungalow de junto al mar; a Byrne se le permitió estar presente en el curioso espectáculo, que era a la vez un debate pacífico de diplomáticos y un juicio velado, o, mejor dicho, un intento de objetivizar las sospechas. Con bastante sorpresa de Byrne, en el complejo grupo sentado alrededor de una mesa del bungalow costeño, aparecía la rechoncheta figura y cabeza lechuguina del padre Brown, aunque su conexión con este asunto no aparece hasta después. La presencia del joven Potter, el secretario del difunto, parecía más natural; pero su comportamiento, en verdad, no lo fue tanto. Era el único que estaba familiarizado con el lugar y en cierto modo tenía que hacer los honores de la casa; no obstante, sirvió de poca ayuda y de menos información. Su rostro de naricita respingona tenía una expresión más de contrariedad que de pena.
Jake Halket, como de costumbre, era el que más hablaba; no era de esperar que un hombre de su tipo se aviniera a mantener la educada actitud del que ignora que él y sus amigos son acusados. El Joven Horne, en su manera más suave, intentó refrenarlo cuando se disponía a culpar a las víctimas, pero Jake estaba siempre dispuesto a vociferar tanto contra sus amigos como contra sus enemigos. En medio de un torrente de blasfemias, descargó de su alma una esquela muy poco oficial sobre el difunto Gideon Wise. Elijah conservaba su aspecto imperturbable e indiferente tras los lentes que escondían sus ojos.
—Me parece que es inútil —dijo Nares con frialdad— sostener que sus observaciones son indecentes. Podría afectarle más la noticia de que sus exclamaciones pueden ser imprudentes. Prácticamente, afirma usted que odiaba al muerto.
— ¿Va usted a ponerme a la sombra por eso? —exclamó el demagogo—. Muy bien, pero tendrán que construir una prisión con capacidad para un millón de personas si quiere usted encarcelar a toda la pobre gente que tenía razones para odiar a Gideon Wise. Y usted sabe, como yo sé, que lo que afirmo es una verdad como un templo.
Nares estuvo callado y nadie habló, hasta que Elijah comenzó a hacerlo con su clara voz algo ceceante.
—Me parece que ésta es una discusión de muy poco provecho para ambas partes —dijo—.Ustedes nos han traído aquí, o para buscar información sobre el asunto, o para sondearnos. Si ustedes se fían de nuestra palabra, hemos de confesarles que carecemos de toda información. En caso de no tener confianza en nosotros deben participarnos de qué se nos acusa o tener la amabilidad de llevar el asunto entre ustedes. Nadie ha podido sugerir la más leve presunción de que nosotros tengamos que ver con esta tragedia, ni más ni menos que con el asesinato de Julio César. No se atreven a detenernos y, por otra parte, no nos quieren creer. ¿De qué sirve, pues, permanecer aquí por más tiempo?
Se levantó, abrochándose el abrigo con calma y sus amigos hicieron lo propio. Mientras se dirigían hacia la puerta, el joven Horne volvió a los investigadores su rostro pálido y fanático.
—Quisiera decirles —aclaró— que estuve encerrado en un sucio calabozo durante toda la guerra porque me negué a matar a un hombre.
Tras decir esto salió, dejando a los miembros del grupo sombríos, mirándose entre sí.
—Me sería difícil pensar —dijo el padre Brown— que salgamos victoriosos a pesar de la retirada.
—Nada me importa —dijo Nares—, salvo que me ponga el pie encima ese matón blasfemo de Halket. Horne es un caballero. Pero digan lo que quieran, estoy seguro hasta la tumba de que saben algo; que están en ello, si no todos, la inmensa mayoría, Y estuvieron cerca de admitirlo cuando se mofaron diciendo que no podíamos probar nada positivo, pero no que estuviéramos equivocados. ¿Qué piensa usted sobre todo esto, padre Brown?
La persona a quien iba dirigida la pregunta miró a Nares con una mirada casi desconcertada, gris y meditativa.
—Es cierto —dijo— que hay una persona que sabe más del asunto de lo que nos ha dicho. Pero me parece mejor no decir nombres por ahora.
A Nares se le soltó el monóculo y se puso alerta:
—Esto es extraoficial —dijo—, pero supongo que sabrá que si más adelante oculta información puede encontrarse en una situación comprometida.
—Mi actitud es muy sencilla —replicó el sacerdote—: estoy aquí para defender los intereses legítimos de mi amigo Halket. Yo creo que será de su interés, en estas circunstancias, si les digo que creo que no persistirá por mucho tiempo en la organización y que dejará de ser un socialista en el sentido de hoy. Tengo abundantes razones para creer que acabará convirtiéndose al catolicismo.
— ¡Halket! —saltó el otro con incredulidad—. Pero, ¿cómo, si maldice las sotanas desde la mañana a la noche?
—Me parece que no comprende usted bien a esta clase de hombres —dijo el padre Brown lleno de paciencia—. Jura y perjura contra los sacerdotes porque fracasan (en su opinión) en hacer frente a la justicia del mundo. ¿Por qué habría él de esperar que hicieran frente a la justicia, si no hubiese intuido remotamente que son lo que son? Pero no nos hemos reunido para discutir la psicología de las conversiones. He mencionado sencillamente eso para simplificar su tarea... Para limitar su búsqueda.
—Si lo que dice es cierto, limitaría mi búsqueda a la estrecha cara de ese bandido de Elijah... Y no me extrañaría, pues nunca he visto a un diablo más desdeñoso, de mayor sangre fría y aspecto más espeluznante que ése.
El padre Brown suspiró y dijo:
—Siempre me recuerda al pobre Stein; creo que, en mayor o menor grado, era pariente suyo.
—Ya comprendo —empezaba a decir Nares, cuando su protesta quedó cortada en seco al ver que la puerta se abría, dibujándose en ella la figura y el pálido rostro del joven Horne. Pero su rostro no reflejaba su palidez natural, sino otra nueva y bastante innatural.
— ¡Hola! —exclamó Nares poniéndose su monóculo—. ¿Por qué ha vuelto?
Horne cruzó la habitación muy nervioso y, sin decir palabra, se dejó caer en una silla. Luego dijo, como en sueños...
—Perdí a los otros... y el camino, y creí mejor volver.
Los restos de las bebidas que habían tomado estaban sobre la mesa y Henry Horne, aquel empedernido defensor de la ley seca, se sirvió un vaso de coñac y lo bebió de un trago.
—Me parece que está usted impresionado —dijo el padre Brown.
Horne se llevó las manos a la cabeza y por entre ellas empezó a hablar, en voz baja, como si sólo se dirigiera al sacerdote.
—Será mejor que lo diga. He visto un fantasma.
— ¿Un fantasma? —repitió Nares asombrado—. ¿El espectro de quién?
—El de Gideon Wise, dueño de esta casa —contestó Horne un poco repuesto—. Estaba de pie, al borde del risco por el que cayó.
— ¡Oh, vaya tonterías! —dijo Nares—. Nadie con dos dedos de frente cree ya en los fantasmas.
—Esto no es del todo exacto —dijo el padre Brown sonriendo—. Hay pruebas de casi tantos espectros como crímenes se han cometido.
—Mi obligación es perseguir a los criminales —objetó Nares con un poco de acritud—, y dejo a cargo de otros el huir de los fantasmas. Si hay alguien que a esta hora del día quiera ser asustado por fantasmas, es asunto suyo.
—Yo no he dicho que me asustara, aunque admito la posibilidad de que pudieran asustarme —dijo el padre Brown—. Nadie lo sabe hasta que lo prueba. Yo he dicho que creía en ellos lo bastante para interesarme por éste. ¿Qué es exactamente lo que vio usted, Mr. Horne?
—Allí, sobre el borde de aquella escarpada orilla; allí donde hay una especie de agujero o zanja, junto al lugar donde fue despeñado. Los demás marchaban algo delante y yo cruzaba el llano hacia el camino que sigue la orilla. He recorrido con frecuencia dicho sendero, ya que me gusta ver la mar embravecida precipitarse contra aquellas peñas. No le di gran importancia esta noche, aunque me extrañó que hubiera tanto oleaje, ya que la noche era tan clara. Podía ver las pálidas crestas de espuma aparecer y desaparecer a medida que las grandes olas barrían las puntas salientes. Por tres veces percibí la blanca espuma brillar a la luz de la luna y luego algo indefinible. Un cuarto relámpago plateado parecía haberse detenido en el cielo. No se desprendía y esperé con una intensa emoción a que lo hiciera. Me imaginé que estaba loco y que el tiempo se había detenido misteriosamente para mí o que se había prolongado. Me acerqué más y entonces grité. Pues aquella espuma suspendida como si fuera de copos de nieve se había convertido en un rostro y en una silueta blanca como el leproso de la leyenda, y terrible a la vez como un relámpago cuajado.
— ¿Y usted dice que era Gideon Wise?
Horne asintió con la cabeza, sin proferir palabra, y hubo un profundo silencio roto bruscamente por Nares al ponerse en pie; tan bruscamente, que hizo caer la silla.
— ¡Qué sandeces! —dijo—. De todas formas, será mejor que salgamos y veamos.
—No iré —dijo Horne montando en cólera—. Jamás recorreré aquel sendero.
—Esta noche tendremos que pasar por él a la fuerza —dijo el sacerdote con gravedad; no negaré que ha sido un camino peligroso... para más de una persona.
—Yo no iré... ¡Dios mío!, déjenme en paz—exclamó Horne. Sus ojos empezaron a moverse de una forma extraña. Se había levantado con los demás, pero no se movió hacia la puerta.
—Mr. Horne —dijo Nares con firmeza—; yo soy un agente de Policía y creo preferible decir, por si lo ignora, que esta casa está rodeada por la Policía. He intentado hacer la investigación de una manera amistosa, pero me veo obligado a inspeccionar los menores detalles, incluso cosas tan absurdas como un fantasma. Le pido que me lleve al lugar donde lo ha visto.
Se hizo otro silencio, durante el cual Horne estuvo luchando con ineludibles temores. Luego, se dejó caer otra vez en su silla y empezó a hablar con un tono de voz completamente distinto y mucho más sereno:
—No puedo; de todas formas, estoy dispuesto a decirles el porqué. Más tarde o más temprano lo descubrirían. Yo lo maté.
El silencio que siguió a sus palabras fue tal, que semejaba el del momento en que un rayo cae sobre una casa ocasionando la muerte de todos sus moradores. Se oyó la voz del padre Brown que sonaba muy débil en medio de aquel silencio, como el chillido de un ratón.
— ¿Lo mató usted deliberadamente? —preguntó.
— ¿Cómo puede uno contestar a esta pregunta? —contestó el hombre, que estaba sentado en su silla mordiéndose un dedo—. Debí de obrar en un momento de locura. Reconozco que él se puso intolerablemente insolente. Yo estaba en su propiedad y creo recordar que me golpeó; de todas maneras, llegamos a las manos y él cayó por el precipicio. Cuando me alejé del lugar, se me hizo como una súbita claridad en el cerebro y comprendí que acababa de cometer un crimen que me separaba para siempre de los hombres; el sello de Caín me quemaba la frente e incluso el cerebro; y en aquel instante comprendí, por vez primera, que había matado a un hombre. Me daba cuenta de que me vería precisado a confesarlo tarde o temprano. —Se irguió en la silla, y continuó—: Estoy dispuesto a no decir nada contra nadie; es inútil que me vayan preguntando por cómplices o planes... No diré nada.
—Teniendo en cuenta los demás asesinatos —dijo Nares—, es difícil creer que éste no fuera premeditado. Seguro que cumplía órdenes de alguien.
—He dicho que no diré nada contra aquellos con quienes yo trabajaba —dijo Horne con orgullo—. Soy un asesino, pero no quiero ser un soplón.
Nares se interpuso entre el hombre y la puerta y llamó con autoridad a alguien que permanecía fuera.
—Iremos todos al lugar —dijo Nares al secretario en voz baja—, pero este hombre debe ir custodiado.
Todos los que integraban el grupo tenían la sensación de que ir a fisgar sobre una peña era algo muy tonto y extemporáneo, ya que el asesino había confesado. Pero Nares, a pesar de ser el más escéptico y desdeñoso de todos, creyó que su deber le obligaba a no dejar piedra por remover, pues, a fin de cuentas, aquella peña era la única losa que reposaba sobre la líquida tumba del malogrado Gideon Wise. Nares, siendo el último en salir, cerró con llave la puerta de la casa y siguió a los demás a través de la llanura que se extendía hasta la peña. Se sorprendió entonces al ver que el joven Potter, el secretario, se dirigía hacia él con el rostro pálido como la luna.
— ¡Por todos los santos, señor! —exclamó dejando oír por primera vez su voz en aquella noche—. Es verdad que hay algo, y es exactamente como él.
— ¿Está usted loco? —dijo el detective—, todo el mundo está loco.
— ¿Cree usted que no puedo reconocerlo cuando le veo? —exclamó el secretario con amargura—. Tengo mis razones para reconocerlo.
—Es posible —dijo el detective con agudeza—. Usted es de los que tienen motivos para odiarlo, como dijo Halket.
—Podría ser —dijo el secretario—; pero lo conozco bien y le digo que pude verle allí, derecho y mirándonos a la luz de esta luna maldita.
Y señaló a una hendidura de la peña, donde se destacaba algo semejante a un rayo de luz o a un poco de espuma del mar, aunque de aspecto más sólido. Se acercaron unos pasos y continuó sin moverse; parecía una estatua de plata. Nares empalideció ligeramente y comenzó a titubear en su decisión. Potter estaba tan asustado como el mismo Horne, e incluso Byrne, que era un reportero endurecido, no estaba dispuesto a acercarse más. Se sorprendió de que el único hombre que pocos minutos antes había dicho que podía asustarse de los fantasmas se mostrara como el más decidido. El padre Brown andaba con aplomo, con su paso firme, como si fuera a consultar un tablón de anuncios.
—Me parece que no le preocupa mucho —dijo Byrne al sacerdote—. Y yo creía que era usted el único que daba por seguras estas cosas.
—Ya que hablamos de ello, le diré que yo esperaba que no le darían ustedes la más mínima importancia. Creer en espectros es una cosa, y creer en uno determinado es otra.
Byrne se sintió interesado y empezó a escudriñar las peñas que se amontonaban a su alrededor bajo la fría claridad de la luna, como los acompañantes de la visión o ilusión.
—No creí en ello hasta que lo vi —dijo.
—Y yo creí en ello mientras no lo vi —dijo el padre Brown.
El periodista lo contempló atravesar con paso tardo el espacio que lo separaba del macizo partido en dos y semejante a la vertiente de una colina partida por la mitad. Bajo la pálida luna, la hierba parecía un cabello gris peinado hacia un lado por el viento, y parecía que ésta señalaba también el lugar en donde la agrietada peña mostraba reflejos lechosos sobre la superficie gris verde, el preciso lugar donde estaba la pálida silueta o brillante sombra que no podían aún explicarse. La desvaída figura continuaba dominando el triste panorama que, a no ser por la espalda cuadrada y el ademán resoluto del sacerdote al acercarse a aquel lugar, ofrecía un aspecto de completa desolación. El cautivo Horne se deshizo de sus guardianes y con un grito estridente corrió a adelantarse al sacerdote y, cayendo de rodillas ante el espectro, le imprecaba:
—Ya he confesado, ¿por qué has vuelto para decirles que fui yo?
—He venido para decirles que no fuiste tú —dijo el fantasma, y le tendió la mano. El hombre que estaba arrodillado se levantó, profiriendo un grito totalmente distinto; todos comprendieron que aquella mano era de carne y hueso.
—Fue el caso más notable de muerte que se recuerda —declararon el experto detective y el no menos experto periodista.
Hasta cierto punto era un caso extremadamente simple. Esquirlas y fragmentos de la roca venían desprendiéndose continuamente y quedaban en parte detenidos en la enorme grieta, de suerte que habían llegado a formar un pequeño reborde o saliente allí donde se había supuesto una negra línea atravesando el oscuro espacio hasta llegar al mar. El viejo, un viejo muy tozudo, fuerte y nervioso, había caído sobre dicho reborde y había pasado unas horribles veinticuatro horas esforzándose en subir por los pequeños salientes que a cada momento cedían al peso de su cuerpo; logró excavar una pequeña escalerilla de evasión. Esto nos explicaría la ilusión óptica de Horne, cuando dijo que una ola blanca aparecía y desaparecía y que por último se quedó quieta. En cualquier caso, allí estaba Gideon Wise, en carne y hueso, con su cabello blanco, sus polvorientos vestidos campestres y sus pronunciadas facciones campesinas que, sea por lo que sea, eran mucho más blancas que de costumbre. Es posible que resulte beneficioso para los millonarios pasar veinticuatro horas en un arrecife a dos pasos de la eternidad. En todo caso, no sólo libró al criminal de toda acusación, sino que dio una versión verídica del accidente que modificó por completo el asunto. Wise declaró que no le habían tirado en manera alguna, sino que el suelo, que en aquel lugar se desmenuzaba constantemente, cedió bajo su peso y que incluso Horne había hecho algunos movimientos encaminados a salvarle.
—Sobre aquella providencial repisa de roca —dijo con solemnidad—, prometí al Señor perdonar a todos mis enemigos; y el Señor me juzgaría muy mezquino si no perdonara este accidente tan trivial.
Horne tuvo que salir custodiado por la Policía. El detective sabía que si le era impuesto algún castigo había de ser insignificante. ¡No todos los asesinos pueden llevar al asesinado como testigo de descargo!
—Es un caso rarísimo —dijo Byrne mientras el detective y los otros se apresuraban hacia el pueblo.
—Lo es —asintió el padre Brown—: no es asunto que nos concierna, pero desearía que se quedara usted un poco conmigo para comentarlo.
Después de una breve pausa, Byrne dijo de pronto:
—Supongo que pensaba usted en Horne al manifestar que alguien decía menos de lo que sabía.
—Cuando lo dije, estaba pensando en el silencioso Potter, el secretario del ya no difunto o lamentado Gideon Wise.
—A decir verdad, la única vez que Potter me habló creí que estaba trastornado —confesó el asombrado Byrne—, pero nunca se me ocurrió que pudiera ser un criminal. Comenzó a decirme que todo se reducía a un refrigerador.
—Sí, ya dije que conocía algo del asunto. Pero no he dicho nunca que tuviera que ver con el asunto... Supongo que Wise es realmente lo bastante fuerte para haber escalado por sí mismo aquella oquedad.
—Pero, ¿qué quiere usted decir? —exclamó el asombrado reportero—. Naturalmente que salió de allí; ¿no estaba con nosotros?
El sacerdote dejó incontestada la pregunta y preguntó bruscamente a su vez:
—¿Qué piensa usted de Horne?
—No se le puede llamar con absoluta propiedad un criminal. No se parece al menos a ninguno de los criminales que yo he visto, y tengo alguna experiencia; pero, naturalmente, Nares la tiene mucho mayor. Me parece que nunca nos satisfizo la idea de considerarlo criminal.
—En cambio, yo no le juzgué nunca capaz de otra cosa —añadió el sacerdote—. Debe saber usted mucho más que yo sobre criminales. Pero hay una clase de personas de las cuales yo, probablemente, sé más que usted e incluso que Nares, pongamos por caso. He conocido a muchos y conozco sus truquillos.
—Otra clase de personas —repitió Byrne confuso—. ¿Qué clase de personas?
—Arrepentidos.
—No acabo de comprender —objetó Byrne—. ¿Usted no cree en su crimen?
—No creo en su confesión —dijo el padre Brown—. He oído muchas confesiones, pero ninguna confesión espontánea ha sido como la de Horne. Demasiado romántica, sacada en su totalidad de libros. ¿No se fijó usted en cómo habló del sello de Caín? Eso lo ha sacado de un libro. Nadie que hubiese hecho una cosa así lo habría pensado. Suponga usted, por un momento, que fuera un honrado pasante o dependiente y que se viera sorprendido por la sensación de que había robado dinero. ¿Se le podía ocurrir, acaso, pensar en que su acción era la misma que la de Barrabás? O suponga que hubiese usted matado a un niño, preso de una cólera nefasta. ¿Se pondría a repasar la historia hasta llegar a identificar su acción con la del aquel potentado idumeo llamado Herodes? Créame: nuestros crímenes son, con mucho, demasiado repugnantemente privados y prosaicos para que se nos ocurra pensar enseguida en paralelismos históricos, por muy inteligentes que seamos. ¿Y por qué cree usted que saltó diciendo, sin ton ni son, que no delataría a nadie? ¿No cree usted que con sólo decirlo ya los estaba delatando, pues nadie le había preguntado nada, y lo más sencillo era no delatar a nadie? No, no creo que fuese sincero y, si estuviera en mi mano, no le absolvería. Bonitas se pondrían las cosas si empezáramos a perdonar a la gente por delitos que no habían cometido.
El padre Brown miró con detenimiento el mar.
—No comprendo adonde quiere ir a parar —exclamó Byrne—. ¿De qué sirve rodearlo de suposiciones cuando ya ha sido perdonado? De ésta ya ha escapado. Ahora le veo
completamente a salvo.
El padre Brown giró como una peonza y tomó a su amigo por el brazo con un entusiasmo inexplicable y del todo inesperado.
— ¡Eso es —exclamó con énfasis—, nos han engañado a todos! ¡Está completamente seguro y ya se ha salvado por esta vez! Precisamente por eso es la clave del enigma.
— ¡Por Dios! —exclamó Byrne pasmado.
—Quiero decir —insistió el rechonchete sacerdote— que está en el fregado porque se ha salido de él. Ésta es la única y total explicación.
—Y, verdaderamente, una explicación muy clara —dijo Byrne.
Estuvieron mirando al mar unos instantes en silencio. Luego el padre Brown prosiguió alegremente:
—Y ahora llegamos a lo de la nevera o refrigerador. Donde todos ustedes se han equivocado desde un principio en el presente caso es en el mismo punto donde la mayor parte de hombres públicos y periodistas se equivocan. Todos ustedes ven tan sólo que contra lo único que hay que luchar en el mundo de hoy día es contra el bolchevismo. Esta historia no tiene nada que ver con el bolchevismo, salvo quizá el tenerlo como fondo.
—Pues yo no lo entiendo así —dijo Byrne—; por un lado, tiene usted a los tres grandes millonarios metidos en aquel negocio, asesinados...
— ¡No! —exclamó el sacerdote con voz aguda—. ¡No lo comprende usted! Ése es precisamente el quid. No hay tres millonarios asesinados. Hay sólo dos asesinados y un tercero muy vivo e inquieto, dispuesto a pisar a quien sea. Y ahí tiene usted delante al tercer millonario, libre para siempre de la amenaza que pesaba sobre su cabeza, expresada naturalmente con frases muy finas y despreocupadas en la conversación misma que usted me explicó que se desarrolló en el hotel; Gallup y Stein amenazaron al viejo, anticuado e independiente mercachifle con la posibilidad de que si no entraba en el juego le harían el vacío, dejándolo helado. Por esta razón dijeron lo de la nevera o refrigerador.
Después de una pausa continuó:
—Indudablemente, en el mundo moderno existe un movimiento bolchevique, que sin duda hay que contrarrestar; pero no creo mucho en la manera común de oponerse a él. En lo que nadie cae en la cuenta es en otro movimiento igualmente moderno e igualmente arrollador: el gran movimiento hacia el monopolio, o el que convierte todas las industrias en gigantescos trusts. Esto también es una revolución que desemboca en lo que la revolución desemboca. Los hombres se matarán por esto y contra esto, de la misma manera que lo hacen a favor y en contra del comunismo. Tiene sus ultimátums, sus invasiones y sus ejecuciones. Estos magnates de los sindicatos tienen sus cortes como los reyes, sus guardaespaldas y sus matones; tienen también sus espías en los campos enemigos. Horne era uno de los espías del viejo Gideon en uno de sus campos enemigos; pero fue usado contra otro enemigo: los rivales que le estaban arruinando porque no se unía a ellos.
—Sigo sin ver cómo lo usó —dijo Byrne— o de qué sirvió.
—¿No comprende usted —exclamó el padre Brown enojado— que se echaron una mano el uno al otro?
Byrne lo seguía mirando con aire de incredulidad, aunque la expresión de inteligencia empezaba a iluminar sus facciones.
—Eso es lo que quiero decir —prosiguió el otro— cuando digo que estaban en el asunto precisamente porque estaban fuera de él. La mayoría de las personas opinarán que se les debe absolver de los otros dos crímenes porque se ha probado que no estaban en éste. Y, en realidad, estaban en aquéllos, aunque no estaban en éste, ya que éste jamás se perpetró. Una coartada muy improbable y rara, esto es, improbable y por ello impenetrable. La mayor parte de los hombres dirá que quien confiesa un asesinato debe ser sincero y que quien perdona a su asesino también lo es. Nadie creerá que nunca llegó a existir tal crimen, de manera que el uno no tiene nada que perdonar y el otro nada que temer. Se habían dado cita aquí, para aquella noche, con objeto de eludir una historia que iba contra ellos mismos. Pero lo cierto es que no estuvieron aquí en la noche de autos; Horne estaba matando al viejo Gallup en el bosquecillo, mientras Wise estaba estrangulando al pequeño judío en su bañera romana. Por eso me he preguntado si Wise era lo realmente fuerte para resistir la ascensión que nos contó.
—Pues, desde luego, la historia estaba muy bien pensada —contestó Byrne decepcionado— Cuadraba con el tono del paisaje y era muy convincente.
—Demasiado convincente para convencer —dijo el padre Brown moviendo la cabeza. ¡Qué vivida era la espuma coronada por la claridad lunar que se levantaba en el aire y se convertía en un espectro...! ¡Qué literaria! Horne es un sujeto ruin e indeseable, un truhán, pero no olvide usted que, como muchos de los truhanes y granujas de la historia, también es un poeta.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario