viernes, 23 de agosto de 2024

Poemas III. Carlos Sahagún (1938-2015)

En el principio, el agua...

En el principio, el agua
abrió todas las puertas, echó las campanas al vuelo,
subió a las torres de la paz -eran tiempos de paz-,
bajó a los hombros de mi profesor
-aquellos hombros suyos tan metafísicos,
tan doctrinales, tan
florecidos de libros de Aristóteles-,
bajó a sus hombros, no os engaño,
y saltó por su pecho como un pájaro vivo.

Ah, no te olvido,
a ojos cerrados te recuerdo tapiando las ventanas,
sobre el papel en blanco de la vida
dejando caer tinteros y palabras de piedra.
Y era lo mismo: yo seguía puro;
los últimos de clase, los expulsados por llevar ternura
                                                           en los bolsillos,
seguíamos puros como el viento.
Antes de Thales de Mileto,
mucho antes aún de que los filósofos fueran
                                                               canonizados,
cuando el diluvio universal,
el llanto universal,
y un cielo todavía universal,
el agua contraía matrimonio con el agua,
y los hijos del agua eran pájaros, flores, peces, árboles,
eran caminos, piedras, montañas, humo, estrellas.
Los hombres se abrazaban, uno a uno,
como corderos, las mujeres
dormían sin temor, los niños todos
se proclamaban hijos de la alegría, hermanos
de la yerba verde,
los animales se dejaban
llevar, no estaban solos -nadie estaba solo-,
y era feliz el aire aun sin ponerse en movimiento,
y en el espejo de unas manos llenas de agua
iba a mirarse la esperanza, y estaba limpia, y sonreía.

(Aquí quisiera hablar, abrir un libro -aquí,
en este instante sólo-
de aquel poeta puro que sin cesar cantaba:
"El mundo está bien hecho, el mundo está
bien hecho, el mundo
está bien hecho ..."  -aquí, en este instante sólo-.)
¡Y cómo no iba a estar bien hecho,
si en aquel tiempo las palomas altas
se derretían como copos,
si era inocente amarse desesperadamente,
si las mañanas claras, recién lavadas, daban
su generoso corazón al hombre!

Aquello era la vida,
era la vida y empujaba,
                                  pero,
cuando entraron los lobos, después,
                                            despacio, devorando,
el agua se hizo amiga de la sangre,
y en cascadas de sangre cayó, como una herida,
cayó sobre los hombres
desde el pecho de Dios, azul, eterno.





Epitafio sin amor.

Mientras vivió, permaneció en lo alto.
Hoy quedan retratos pisoteados,
libros y panegíricos,
y algo como un horror en la conciencia
colectiva. Su nombre, por fortuna,
ha pasado a la historia para ser
ira, desprecio, escándalo
de las generaciones,
y aún dura en las cloacas de aquel tiempo sombrío.
Pero la maquinaria que creó
no dura. Pieza a pieza, el engranaje
fue destruido sin piedad.

Un viento popular barrió las vigas
carcomidas, el moho, las distancias,
y en el silencio que quedara en pie
fue posible por fin la primavera.





Insomnio.

Insaciable,
entré en tu edad madura, en la maleza,
busqué el tenso bambú, la carne cimbreante,
con el designio de un tardío acoso,
y como el sueño no era sino un viaje
cuyo mayor dolor es el regreso,
hacia la tapia fulgurante y ciega
acompañé tu imagen, sufrí su maleficio,
oh misteriosa y húmeda concavidad vacía,
cuerpo más que la aurora vacilante,
desolación para los que esperábamos,
tras noches de ansiedad, siglos de entrega.





Invierno y barro.

Sé que, por mucho fuego que ahora ponga,
la adolescencia transcurrió conmigo
y del fragor de sus mitologías,
frente a los altos muros combatidos,
sólo quedaron evidencias vagas,
ecos ahogados bajo el cielo efímero.
Mas removiendo a fondo estas cenizas
regresa a veces un fervor perdido
y unos focos alumbran a intervalos
el aguacero en el suburbio, al filo
de la honda madrugada. ¿Vuelves tú,
difuminada imagen de mí mismo,
vuelves apenas a entregarme sólo
la ambigüedad al fin, no el contenido
tenaz de aquellos años sin fronteras
en que íbamos descalzos, insumisos,
y era verdad la vida solidaria
aun con invierno y barro en los caminos?

Pues fracasó la realidad de entonces,
no sucumba el poema, no haya olvido.





Junio.

Abrazado a tu tierra,
cuerpo en flor,
a tus praderas para galoparlas,
junio entraría en nosotros como la luz entre
estos pinos.
Entraría radiante, viniendo yo no sé
de dónde, pero cierto como un brazo de aurora.
y ya no habría hora triste ni momento
malo.

En nuestros brazos tiene el tiempo
su dimensión más ancha, y para dar consuelo
y nos sentirnos solos, bastaría
con la certeza de tu cuerpo aquí,
como una flor que empuja o, más bien, como
aquel temblor de los cañaverales.

Y desde qué tristeza hemos venido,
desde qué infancia que nos han quitado.

Si bajo nuestra tierra está la tierra extensa,
la que pisaron otros hombres
con paso fiel o con melancolía,
yo quisiera decirte, preguntarte,
como a mí mismo me pregunto,
si en esta tierra extensa no ha quedado algo
                                                           nuestro,
un pasado de niños tristes bajo la lluvia,
algo, en fin, donde tú y yo vivimos,
donde hemos existido tú y yo ajenos, distantes
echados al olvido duramente,
antes que en nuestro pecho a un tiempo entraran
este junio radiante, esta otra vida.


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