viernes, 23 de agosto de 2024

Poemas V. Carlos Sahagún (1938-2015)

Renuncio a morir.

Era el otoño y la hoja de aquel árbol
temblaba. También yo, también nosotros
teníamos un temblor nuevo, una nueva
y enfebrecida tarde. Como el mar
que rompe hacia las rocas y las vence,
así eras tú, estudiante. Conocía
tu soledad, tu cuerpo, desde antes
de ver tu cuerpo y ver tu soledad.
« ¿Estudias mucho? »   «Estudio poco.»  «¿Vives
poco?»  « No, vivo mucho.» Parecía
que tus palabras me arrastraban, era
todo tan nuestro de verdad, tan bello
de verdad, tan sencillo. Me acordaba
de aquel niño lejano que aún creía
en Dios, en sus milagros. (Madre, madre,
un día vendrá Dios hasta los pobres
y hará justicia.)  Mientras, era el campo,
fijamente mirábamos el campo
verde, universitario, lentamente
se humedecía la yerba. Era de oro
la hoja del árbol y temblaba, era
no sé de qué tu corazón y abría
sus puertas a la yerba verde y húmeda.
Náufragos del jardín, resucitábamos,
llegábamos a amarnos, me perdía,
me salvaba, dudé, toqué las llagas
de aquel paisaje con los dedos como
se toca un árbol, una flor, un cuerpo:
para creer. Olía a vida. Se
respiraba la vida. De repente
alguien, el viento, nos dejó sin libros,
nos hizo dioses. Y quedamos solos,
frente a frente, mirando aquellos campos
solitarios, y libres, y vencidos,
a nuestros pies. Podía renunciarse
a morir ante aquel milagro. «Pero
¿me escuchas, me comprendes, vas conmigo?»

Era el otoño y la hoja de aquel árbol,
que era de oro de verdad, temblaba.





Soneto.

Están doblando a madre las campanas
y el corazón está sonando a llanto.
Un niño, en los senderos del espanto,
huye a unas faldas limpias y lejanas.

El pasado nos abre las ventanas
y penetran sus sombras con el canto.
Al niño de mi historia lo levanto
hasta la luz de todos los mañanas.

Están doblando a madre las palmeras
de mi ciudad. Y yo, en Madrid. Tan lejos
que se me perderán en el camino

todas estas palabras verdaderas.
Madre en el fondo azul de los espejos
de este hotel, donde el llanto es clandestino.





Tal vez naciste para ser motivo.

                                               Huyendo de mí siempre,
                                                                      a mí me sigo.
                                                                      Juan Boscán

Tal vez naciste para ser motivo
de estos versos y no sustancia mía,
fuego de mis palabras, no madera
de aquellos bosques donde tantas veces,
hijos del alba, nos perdimos.

No eres de carne, eras de viento en furia.
Viniste y me tiraste el alma abajo;
No eras de carne, pero no te puedo
olvidar.

Si algo que es tuyo se ha perdido lejos
como un relámpago en la noche, dime,
dime tú, estrella que en el pecho llevo
'qué podemos hacer, a qué lugares
voy a traer, mi corazón. La historia
es sencilla y es triste. Recordarla
sería también sencillo y triste, pero
ya para qué, si tú no estás conmigo.

Salgo a la calle. Un nuevo día crece,
pero me daña sin piedad. El sol
pone en las cosas su calor antiguo.
Pero no me conoce nadie. Nadie
-la flor de aquel jardín, el agua mansa
de aquel estanque, aquellos montes grises,
tanta ceniza repartida-, nadie
sabe mi nombre, este es el fin. Aquí
se termina la historia.





Un largo adiós.

Ese tren que cruza Castilla
de madrugada, ese tren largo y perezoso
que se detiene acá y allá, en lugares previstos pero desconocidos,
que se mueve en la noche
como si se incendiara un bosque entero y amplio,
no puede ser el del olvido.
A través de lo oscuro, de las obligaciones
deprimentes,
tú puedes comprobarlo. Estamos lejos
uno de otro y todo sirve
para marcar bien las distancias;
y sin embargo, el aire de la noche,
el sueño, el despertar de tanta ausencia,
me traen recuerdos vivos, restos puros
de todos los naufragios:
el mar mediterráneo en calma (en mi ciudad o en Nápoles),
un pinar castellano, o bien
un día de junio a pleno sol entre mis brazos.

¡Tanta dicha no puede ser
irrepetible!

Yo busco tu silencio de otros días,
tus palabras de entonces, la belleza
de un gesto tuyo, el resplandor seguro
de aquellos instantes.
Busco las cosas ciertas,
las que me salvan de no estar contigo
día a día, por siempre.
y te pregunto desde esta hora triste:
los momentos felices
¿han de partir con ese tren
que ahora cruza Castilla, han de perderse oscuramente,
sin piedad, en la noche?





Un manifiesto: febrero 1848.

Fue en la calle de Liverpool, en Londres,
en las prensas de un tal Burghard. Aquel día
la tinta estaba aún fresca, recién creado
el libro, el arma.
Cómo llamarle, cómo referirse
a tanta sangre pobre en junto, qué decir del olor
a herramienta humillada y campo entre sus páginas.
La vida trae a veces brisa ligera, palabras
que sólo son palabras, íntimos coloquios
de enamorados bajo los olivos.
Pero aquel documento decía palabras de más peso, traía vientos
mundiales, solidarios.
Como un doble latir ante la historia,
dos hombres lo escribieron, pusieron su pecho
frente al invierno de aquel año.
Y desde entonces,
no como flor, sino como exigencia
de mano de obra,
generaciones de violenta espuma
de idioma a idioma traducían
el mismo impulso, iguales certidumbres.
Porque una cosa es cierta: era la luz, la letra impresa clareando
caminos que antes fueron noche injusta, tiempo
de esclavitud.


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