El señor Davidson estaba pasando la primera semana de enero solo en un pueblo rural. Una serie de circunstancias le habían llevado a tomar esta drástica decisión: sus parientes más cercanos se habían ido al extranjero a practicar deportes de invierno, y los amigos que se habían brindado calurosamente a sustituirles tenían en casa una enfermedad contagiosa. Evidentemente, podía haber buscado a algún otro que se apiadara de él. «Pero la mayoría tiene hechos ya sus planes —reflexionó—; y al fin y al cabo, se trata de resistir tres o cuatro días a lo más; y no me vendrá mal adelantar un poco en la introducción a los Papeles de Leventhorp. Puedo dedicar ese tiempo a acercarme a Gaulsford a hablar con los vecinos. Tendría que ver los restos de Leventhorp House y las tumbas de la iglesia».
El primer día de estancia en el hotel «El Cisne» de Longbridge hubo tal tormenta que sólo pudo ir a la tienda a comprar tabaco. El siguiente, relativamente despejado, lo dedicó a visitar Gaulsford, que le interesaba bastante, aunque no tuvo consecuencias ulteriores. El tercero, un día realmente espléndido para tratarse de principios de enero, hacía demasiado bueno para quedarse encerrado. Se enteró por el hotelero de que un ejercicio predilecto de los visitantes en verano era coger el tren de la mañana hasta un par de estaciones al oeste y regresar andando por el valle del Tent, pasando por Stanford St. Thomas y Stanford Magdalene, dos pueblecitos pintorescos. Adoptó dicho plan, y helo aquí, a las nueve cuarenta y cinco de la mañana, sentado en un vagón de tercera, en dirección a Kingsbourne Junction, estudiando el mapa de la comarca. Sólo tenía de compañero de viaje a un anciano, un viejo de voz atiplada que parecía demasiado inclinado a conversar. Así que el señor Davidson, tras entonar los versículos y responsorios de rigor acerca del tiempo, le preguntó si iba muy lejos.
—No, señor; no muy lejos; esta mañana no —dijo el viejo—. Sólo hasta lo que llaman Kingsbourne Junction. No hay más que dos estaciones intermedias. Así lo llaman: Kingsbourne Junction.
—Yo también voy allí —dijo el señor Davidson.
—¡Ah!, ¿de veras? ¿Conoce esa parte?
—No; sólo voy con idea de volver andando a Longbridge, y ver un poco de campo.
—¡Ah, muy bien, señor! Hace un día ideal para que lo disfrute un caballero con un buen paseo.
—Sí, desde luego. ¿Tiene que andar mucho una vez en Kingsbourne?
—No señor; no tengo que andar mucho una vez en Kingsbourne Junction. Voy a visitar a mi hija que vive en Brockstone; a unas dos millas a campo traviesa de lo que llaman Kingsbourne Junction. Seguramente vendrá señalado en su mapa, ¿verdad, señor?
—Supongo que sí. Vamos a ver: ¿Brockstone, dice usted? Aquí tenemos Kingsbourne; ¿en qué dirección está Brockstone... hacia Stanford? Ah, ya lo veo: Palacio de Brockstone, en un parque. Pero no veo el pueblo.
—Desde luego que no, señor; no verá ningún pueblo de Brockstone. De Brockstone sólo están el palacio y la capilla.
—¿La capilla? Ah, sí, aquí viene señalada también; cerca del palacio, parece. ¿Pertenece al palacio?
—Sí, señor; cerca del palacio está, a un paso. Sí, pertenece al palacio. Mi hija, señor, es la mujer del guarda; vive en el palacio, y está al cuidado de todo, ahora que no están los señores.
—Entonces, ¿no vive nadie allí ahora?
—No, señor; hace años que no. Allí vivía el viejo señor cuando yo era joven; y después vivió la señora casi hasta los noventa años. Después murió; y los dueños de ahora han comprado esa otra casa, creo que en Warwickshire, y no hacen nada por alquilar el palacio; pero el coronel Wildman conserva el coto, y el joven señor Clark, el apoderado, viene a echar una mirada cada muchas semanas. Y el marido de mi hija es el guarda.
—¿Y quien utiliza la capilla? La gente de los alrededores, supongo, ¿no?
—Ah, no; no la utiliza nadie. Nadie va allí. La gente de por allí va a la iglesia de Stanford St. Thomas; aunque mi yerno va a la iglesia de Kingsbourne porque el señor de Stanford manda que se cante el gregoriano ese, y a mi yerno no le gusta; dice que bastante oye rebuznar al asno durante la semana y que prefiere algo más animado los domingos —el viejo se llevó una mano a la boca y rió—. Eso dice mi yerno; que bastante oye rebuznar al asno... etc., da capo.
El señor Davidson rió también lo más sinceramente que pudo, pensando entretanto que quizá merecía la pena incluir en su recorrido el palacio de Brockstone y la capilla; porque el mapa indicaba que de Brockstone podía llegar al valle del Tent lo mismo que siguiendo el camino real de Kinsbourne a Longbridge. De modo que cuando se hubo calmado la risa provocada por el recuerdo del bon mot del yerno volvió a la carga, y se cercioró de que tanto el palacio como la capilla eran del tipo conocido como «sitios antiguos», que el viejo se brindaría gustosamente a llevarle hasta allí, y que la hija estaría encantada de enseñarle cuantas cosas pudiese.
—Pero no es como si viviera allí una familia, señor, con todos los espejos cubiertos, y las pinturas y cortinas y alfombras recogidas y guardadas. Aunque eso no quiere decir que mi hija no le pueda enseñar un par; porque tiene que echarles una mirada y ver que no las ataque la polilla.
—Eso me da igual, muchas gracias. En cambio me gustaría mucho ver la capilla, si pudiera enseñármela.
—¡Ah, ya lo creo que puede, señor! Tiene la llave de la puerta y casi todas las semanas entra a limpiar el polvo. Es una preciosidad de capilla. Mi yerno dice que apuesta a que no dejarían cantar allí el gregoriano ese. ¡Bendito sea Dios! No puedo evitar la risa cada vez que me acuerdo de lo que dice sobre el asno: bastante lo oye rebuznar durante la semana, dice. Y desde luego que es así, señor; es la pura verdad.
El recorrido a campo traviesa de Kingsbourne a Brockstone fue realmente agradable. Lo hicieron casi todo por la parte elevada del terreno, dominando extensas panorámicas desde lo alto de una sucesión de lomas aradas o cubiertas de pasto o de bosque azul oscuro... que terminaban más o menos repentinamente, a la derecha, en unos promontorios que avanzaban sobre el ancho valle de un gran río, al oeste. El último campo que cruzaron lo bordeaba un espeso bosquecillo; y no bien llegaron a él, el camino torció hacia abajo súbitamente, apareciendo Brockstone elegantemente emplazado en un valle estrecho y repentino. No tardaron en divisar grupos de chimeneas de piedra y tejados de pizarra, justo a sus pies, y unos minutos más tarde se estaban limpiando los zapatos en la puerta trasera del palacio de Brockstone, mientras los perros del guarda ladraban ruidosamente en un lugar que no se veía, y la señora Potter, en rápida sucesión, les gritaba que se callasen, saludaba a su padre y rogaba a los dos visitantes que pasaran adentro.
II
No era de esperar que el señor Davidson escapase de que le enseñaran las principales habitaciones del palacio, a pesar de que la casa estaba totalmente recogida y fuera de servicio. Cuadros, alfombras, cortinas, muebles, estaban cubiertos o guardados como el viejo señor Avery había dicho; y la admiración que nuestro amigo estaba dispuesto a tributar tuvo que prodigarla a las dimensiones de las estancias y a un techo pintado donde el artista, que había huido de Londres el año de la peste, había plasmado el «Triunfo de la Lealtad y la Derrota de la Sedición». Aquí el señor Davidson tuvo ocasión de mostrar un interés sincero. Los retratos de Cromwell, Ireton, Bradshaw, Peters y todos los demás, retorciéndose en tormentos cuidadosamente ideados, eran evidentemente la parte de la composición a la que el artista había dedicado más esfuerzos.
—Esa pintura la encargó la antigua lady Sadleir, igual que la que hay en la capilla. Dicen que fue la primera en ir a Londres a bailar sobre la tumba de Oliver Cromwell —dijo el señor Avery; y prosiguió pensativo—: Bueno, supongo que se quedaría a gusto; yo no sé si me pagaría un viaje de ida y vuelta a Londres nada más que para eso. Y mi yerno dice lo mismo: dice que no sabe si se habría gastado ningún dinero para una cosa así. Le he contado al señor cuando veníamos en el tren, Mary, lo que dice tu marido sobre el gregoriano ese que cantan aquí en Stanford. Nos ha hecho reír de lo lindo, ¿verdad, señor?
—¡Desde luego que sí! ¡Ja, ja! —una vez más el señor Davidson se esforzó en hacer justicia a la gracia del guarda—. Pero si la señora Porter puede enseñarme la capilla —dijo—, creo que es el momento; porque los días no son largos, y quiero volver a Longbridge antes de que oscurezca del todo.
Aunque no hayan incluido una ilustración del palacio de Brockstone en la Rural Life (como creo que no la han incluido), no es mi intención señalar aquí sus excelencias.
Sin embargo, quiero decir unas palabras sobre la capilla: se encuentra a unas cien yardas de la casa, y tiene un pequeño cementerio con árboles alrededor. Es un edificio de piedra de unos setenta pies de largo, de estilo gótico, según se entendía ese estilo a mediados del siglo XVII. En conjunto se parece a algunas capillas de los colegios universitarios de Oxford, salvo que tiene claramente presbiterio, como las iglesias parroquiales, y un caprichoso campanario rematado en cúpula en la esquina sudoeste.
El señor Davidson no pudo reprimir una exclamación de complacida sorpresa, cuando le abrieron de par en par la puerta oeste, ante lo rico y completo de su interior: tejería, púlpito, asientos y vidrieras: todo era del mismo periodo. Y al adentrarse en la nave y descubrir el órgano con sus tubos repujados en oro en la galería oeste sintió llena su copa de complacencia. Las vidrieras de la nave eran en su mayor parte heráldicas, y en el presbiterio había estatuas como las que pueden verse en Abbey Dore, obra de Lord Sucdamore.
Pero esto no es una reseña arqueológica.
Mientras el señor Davidson se hallaba ocupado en examinar los restos del órgano (atribuido a uno de los Dallan., creo), el viejo señor Avery había subido renqueante al presbiterio y estaba quitando las fundas que cubrían los cojines de terciopelo azul de los sitiales. Evidentemente, aquí era donde se sentaba la familia.
El señor Davidson le oyó decir en tono un poco bajo de sorpresa:
—¡Mira, Mary; otra vez están abiertos!
La respuesta fue con una voz que sonó más malhumorada que sorprendida:
—¡Pché, vaya, no me diga!
La señora Porter acudió a donde estaba su padre, y siguieron hablando en voz más baja. El señor Davidson comprendió en seguida que discutían de algo no del todo normal, así que bajó los peldaños de la galería y se unió a ellos. No había el menor signo de desorden en el presbiterio, como tampoco en el resto de la capilla, que se veía hermosamente limpia; pero los ocho libros de oraciones en folio que descansaban sobre los cojines de los reclinatorios estaban evidentemente abiertos. La señora Porter estaba protestando precisamente de eso.
—¿Quién será el que lo hace? —dijo—; porque no hay más llave que la mía, ni más puerta que la que acabo de abrir, y los ventanales tienen todos reja. Esto no me hace ninguna gracia, padre; ninguna gracia.
—¿Qué pasa, señora Porter? ¿Ocurre algo? —dijo el señor Davidson.
—No, señor; en realidad no es nada grave; son estos libros nada más. Cada vez que entro a limpiar aquí, casi, los cierro y los cubro con las fundas para que no cojan polvo. Lo vengo haciendo desde que me lo encargó el señor Clark, al principio de entrar a trabajar. Y ahí están otra vez, siempre abiertos por la misma página; y como yo digo: quienquiera que sea, lo hace con la puerta y las ventanas cerradas. Y como digo yo: cuando pasan cosas así a una le da no sé qué entrar sola, como tengo que hacer yo; y no es que sea de ésas... de las que se asustan fácilmente quiero decir. Y el caso es que aquí no hay ratas; aunque las ratas no se entretienen en hacer esa clase de cosas; ¿no cree usted, señor?
—Difícilmente, diría yo. Pero es muy raro. ¿Y dice que siempre los encuentra abiertos por la misma página?
—Siempre por la misma, señor: por uno de los salmos. La primera vez o dos no me di cuenta; hasta que vi una rayita roja marcada; desde entonces he reparado siempre en ella.
El señor Davidson se acercó a los sitiales y echó una mirada a los libros. Efectivamente, estaban abiertos por la misma página: Salmo CIX; y arriba, entre el número y el Deus laudum, había una rúbrica: «Para el día 25 de abril». Sin presumir de conocer con detalle la historia del Libro Común de Oraciones dé la Iglesia Anglicana, sabía lo suficiente como para estar seguro de que ésta era un añadido extraño y totalmente espúreo; y aunque recordaba que el 25 de abril era el día de san Marcos, no se le ocurría qué relación podía haber entre este salmo feroz y dicha festividad. No sin cierta aprensión, se atrevió a pasar hojas para ver la portada; y consciente de que había que ser especialmente meticuloso en estas cuestiones, dedicó unos minutos a copiarla: la fecha de publicación era 1653; el impresor se llamaba Anthony Cadman. Fue a la lista de salmos para determinados días. Sí: añadida a cada uno encontró la misma; inexplicable indicación: Para el día 25 de abril, el Salmo 109. A un experto se le habría ocurrido indagar otros muchos detalles; pero como digo, este anticuario no lo era.
Examinó la encuadernación: una hermosa encuadernación en piel azul estampada con el escudo que figuraba en varios ventanales de la nave en diversas combinaciones.
—¿Cuántas veces —preguntó finalmente a la señora Porter— ha encontrado estos libros abiertos así?
—No sabría decirle, señor; pero muchísimas. ¿Recuerda, padre, cuándo se lo dije la primera vez que me di cuenta?
—Ya lo creo, cariño; estabas boquiabierta, y no me extraña; fue hace cinco años, cuando vine a pasar el día de san Miguel con vosotros; y a la hora de comer entras tú diciendo: «Padre, los libros cubiertos con la funda están abiertos otra vez». Aunque yo, señor, no sabía de qué me estaba hablando, y digo: «¿Los libros?»,y no digo nada más. Y va Harry y dice (Harry es mi yerno): «¿Quién puede haberlo hecho? —dice—; porque no hay más que una puerta, y la llave la tenemos nosotros —dice—. Y las ventanas están todas enrejadas. Bueno —dice—; como pille al que sea no le van a quedar ganas de volverlo a repetir».Y seguro estoy de que no le habrían quedado muchas, señor.
Bueno, pues eso fue hace cinco años; y desde entonces ha venido ocurriendo de continuo, cariño. El joven señor Clark no parece darle mucha importancia. Claro que él no vive aquí y no tiene que entrar a limpiar por las tardes, ¿no le parece?
—Y aparte de eso, señora Porter, ¿ha notado algo más fuera de lo normal cuando está haciendo su trabajo aquí? —dijo el señor Davidson.
—No, señor —dijo la señora Porter—. Y me parece bastante raro, porque siempre tengo la sensación de que hay alguien sentado ahí: no, al otro lado, justo detrás del cancel, y mirándome mientras barro la galería y limpio los bancos. Pero hasta ahora no he visto nada anormal aparte de mí misma, puede decirse, y espero de verdad no verlo nunca.
III
En la conversación que siguió —que no fue muy larga— no hubo nada más que pueda añadirse a la relación del caso. Tras despedirse en términos cordiales del señor Avery y de su hija, el señor Davidson emprendió su excursión de ocho millas. El pequeño valle de Brockstone le llevó en poco tiempo al más ancho del Tent y a Stanford St. Thomas, donde tomó un refrigerio.
No hace falta que le acompañemos todo el trayecto hasta Longbridge. Pero cuando se estaba cambiando de calcetines, antes de cenar, de repente se quedó en suspenso y exclamó medio en voz alta: «¡Diablos, eso es muy raro!» No se le había ocurrido antes lo extraño que era que existiese una edición del Libro común de Oraciones de 1653, o sea siete años antes de la Restauración, cinco años antes de la muerte de Cromwell, y cuando estaba castigado el uso de este libro, y no digamos su impresión. Debió de ser un hombre osado el impresor cuando puso su nombre y la fecha en la portada. Aunque puede que no fuera su nombre —reflexionó el señor Davidson—, si se tenían en cuenta los complicados subterfugios a que recurrían los impresores en tiempos difíciles.
Esa noche, estaba en el vestíbulo de «El Cisne» estudiando horarios e itinerarios de trenes, cuando paró ante la puerta un pequeño automóvil y se apeó un hombre bajo enfundado en un abrigo de piel, se detuvo en la escalinata, y dio instrucciones a su chófer con un acento chillón y extranjero. Al entrar se vio que tenía el cabello negro, el rostro pálido, barbita puntiaguda, y llevaba lentes de oro: muy atildado todo él.
Se dirigió a su habitación, y el señor Davidson no volvió a verle hasta la hora de la cena. Como eran los dos únicos huéspedes que cenaban esa noche, al recién llegado no le fue difícil encontrar una excusa para trabar conversación. Evidentemente, quería averiguar qué había traído al señor Davidson a este pueblo en esta época del año.
—¿Sabría decirme a qué distancia está Arlingworth de aquí? —fue una de sus primeras preguntas, y también una de las que arrojó cierta luz sobre sus propios planes; porque el señor Davidson se acordó de que había visto en la estación el anuncio de una subasta que iba a celebrarse en Arlingworth Hall, consistente en muebles antiguos, cuadros y libros. Así que el sujeto era un marchante de Londres.
—Lo siento —dijo—; no he estado nunca ahí. Creo que está cerca de Kingsbourne... no puede estar a menos de doce millas. Tengo entendido que se va a celebrar allí una subasta dentro de poco.
El otro le miró inquisitivamente, y se echó a reír.
—No —dijo como contestando a una pregunta—. No tiene por qué temer mi competencia. Me marcho mañana.
Esta aclaración despejó el ambiente; y el marchante, que se llamaba Homberger, confesó que lo que le interesaba eran los libros, y que creía que en las bibliotecas de las viejas mansiones campestres del contorno podía descubrir algo que mereciese el viaje. —Porque nosotros los ingleses —dijo— tenemos desde siempre un talento especial para acumular rarezas en los lugares más inesperados, ¿no le parece?
Y en el transcurso de la velada estuvo de lo más interesante hablando de hallazgos realizados por él y otros.
—Después de la subasta aprovecharé la ocasión para darme una vuelta por los alrededores. ¿Sabe usted de algún lugar donde habría posibilidad de encontrar algo, señor Davidson?
Pero el señor Davidson, aunque había visto estanterías muy tentadoras en el palacio de Brockstone, se lo calló. No le caía bien el señor Homberger. Al día siguiente, yendo en el tren, un rayito de luz vino a iluminarle uno de los enigmas del día anterior: había sacado casualmente un almanaque que había comprado para el nuevo año, y se le ocurrió mirar las efemérides del 25 de abril. Ponía lo siguiente: «San Marcos. Nacimiento de Oliver Cromwell, 1599».
Esto, unido a la pintura del techo, le pareció que explicaba muchas cosas. La figura de lady Sadlair cobró entidad a los ojos de su imaginación, apareciendo como la de alguien cuyo amor a la Iglesia y al rey había ido dando paso a un odio profundo al poder que había amordazado a la una y matado brutalmente al otro. ¿Qué extraño y maligno oficio religioso era el que ella y unos pocos como ella habían estado celebrando año tras año en ese valle remoto? ¿Y cómo diablos se las había arreglado para burlar al poder? Y además, ¿no estaba esa persistencia de los libros en aparecer abiertos en extraña consonancia con otros rasgos de su retrato, que él había tenido ocasión de contemplar? Sería interesante para cualquiera que visitase Brockstone el 25 de abril asomarse a la capilla a comprobar si ocurría algo fuera de lo normal. Y ahora que lo pensaba, no veía ninguna razón para no ser él esa persona. Él y, si era factible, algún amigo con sus mismas aficiones. Y decidió hacerlo así.
Dado que no sabía prácticamente nada sobre ediciones del Libro común de Oraciones, comprendió que debía asesorarse sobre esta cuestión sin dar a conocer sus motivos. Puedo añadir a continuación que sus indagaciones no le condujeron a nada. Un escritor de la primera mitad del siglo XIX, autor de una ampulosa y entusiasta disertación sobre libros aseguraba haber oído hablar de una edición anti-cromweliana del Libro común de Oraciones en pleno periodo de la república. Pero no decía que hubiese visto ningún ejemplar, y nadie le creyó. Estudiando el asunto, el señor Davidson descubrió que tal afirmación se basaba en ciertas cartas de un corresponsal que había vivido en las proximidades de Longbridge; así que pensó que en el fondo de esto se encontraban los Libros de Oraciones de Brockstone; con lo que se le despertó un momentáneo interés.
Pasaron meses, y se acercó el día de san Marcos. No había nada que impidiese al señor Davidson llevar a cabo su plan de visitar Brockstone, ni acompañarle al amigo al que había convencido, el único al que había confiado el enigma. Cogieron el mismo tren de las 9,45 que en enero le había llevado a él a Kingsbourne; y el mismo sendero que atravesaba los campos les llevó hasta Brockstone. Pero hoy se detuvieron más de una vez a coger una prímula; el bosque lejano y las lomas aradas eran ahora de otro color y en la arboleda del valle había, como dijo la señora Porter, «un delirio de pájaros; como que a veces no te dejan ni pensar».
Reconoció al señor Davidson en seguida, y se mostró dispuestísima a abrirles la capilla. El nuevo visitante, el señor Witham, se quedó tan impresionado como el señor Davidson la primera vez al ver lo completa que estaba en todos los respectos.
—Seguro que no hay otra igual en toda Inglaterra —dijo.
—¿Ha encontrado abiertos los libros otra vez, señora Porter? —dijo Davidson mientras se dirigían al presbiterio.
—Mucho me temo que sí, señor —dijo la señora Porter, al tiempo que retiraba las fundas—. ¡Vaya, mire! —exclamó a continuación—: ¡si están cerrados! Es la primera vez que los encuentro así. Aunque no sería por falta de cuidado por mi parte si no lo estuvieran, se lo aseguro; porque, bien que palpé las fundas antes de cerrar, cuando terminó de fotografiar los ventanales el caballero de la semana pasada, y até todas las cintas. Ahora que lo pienso, no recuerdo haberlas atado nunca; a lo mejor, quienquiera que sea, los ha dejado estar por eso. Bueno, eso sólo viene a demostrar que si al principio no se consigue una cosa, hay que insistir, insistir e insistir.
Entretanto, los dos hombres habían estado examinando los libros. Y ahora dijo el señor Davidson:
—Lo siento, señora Porter, pero me temo que aquí ha pasado algo. Éstos no son los mismos libros.
Sería demasiado largo detallar las voces que dio la señora Porter, y el interrogatorio que siguió. Lo sucedido fue esto: a primeros de enero había ido el caballero a ver la capilla, la alabó muchísimo, y dijo que volvería en primavera para tomar unas fotografías. Y hacía sólo una semana había llegado en su automóvil, con una pesada máquina de fotografiar en forma de caja con las placas, y la señora Porter le dejó encerrado porque dijo algo sobre una larga explosión, y ella temía que ocurriese algún daño; pero él dijo que no, que explosión no, sino que por lo visto la linterna que tomaba las fotografías trabajaba muy despacio; así que estuvo encerrado casi una hora, y después le abrió ella, y él se marchó con su caja y demás, dejándole una tarjeta, y ¡ay!, ¡por Dios, por Dios! ¡No quiero ni pensarlo!, debió de cambiar los libros y llevarse los antiguos en la caja.
—¿Cómo era ese hombre?
—¡Dios mío! Era un caballero bajo, si se le puede llamar caballero después de lo que ha hecho, con el cabello negro, o sea si era cabello, y lentes de oro, si es que eran de oro; la verdad es que una ya no sabe qué creer. Ya ni sé si era realmente inglés, aunque parecía conocer la lengua, y el nombre que ponía en su tarjeta era de lo más corriente.
—Era de esperar; ¿podríamos ver la tarjeta? Sí: T W Henderson, y una dirección cerca de Bristol. Bueno, señora Porter, está completamente claro que este señor Henderson, como dice llamarse, se ha llevado sus ocho libros y en su lugar ha dejado otros aproximadamente del mismo tamaño. Ahora escúcheme bien: creo que debe contárselo a su marido; pero ni usted ni él deben decir una sola palabra a nadie más. Si me da la dirección del administrador... el señor Clark, ¿no?, le escribiré informándole exactamente de lo ocurrido y le explicaré que en realidad no ha sido culpa suya. Pero comprenda que debemos guardar silencio. ¿Por qué?, pues porque ese hombre que ha robado los libros intentará venderlos de uno en uno (porque puedo asegurarle que valen bastante dinero), y el único medio de llegar a él es permanecer vigilantes y no decir nada.
A fuerza de repetir el mismo consejo de diversas maneras consiguió grabarle en la cabeza a la señora Porter la absoluta necesidad de guardar silencio, aunque se vio obligado a hacer una concesión en el caso del señor Avery, cuya visita esperaban en breve.
—Pero puede confiar en mi padre, señor —dijo la señora Porter—. Mi padre no es ningún charlatán.
No era ésa exactamente la experiencia del señor Davidson; no obstante, no había vecinos en Brockstone; además, incluso el señor Avery debía comprender que si se iba de la lengua en este asunto lo más probable sería que los Porter acabaran teniendo que buscarse otra colocación. Por último le preguntó si el supuesto señor Henderson había llevado a alguien con él.
—No, señor; vino conduciendo él mismo su automóvil, y en cuanto a su equipaje, deje que recuerde: llevaba la linterna y la caja de las placas, que yo misma le ayudé a entrar en la capilla y a sacar después... ¡si lo llego a saber! Y al irse, cuando pasaba bajo el gran tejo que hay junto al monumento, vi en lo alto del automóvil un bulto blanco que no había notado cuando llegó. Pero iba él solo delante, señor, con las cajas detrás.
¿Y de veras cree usted, señor, que no se llamaba Henderson en realidad? ¡Ay, Dios mío, qué cosa más horrible! ¡Figúrese el lío que podía haberle acarreado a una persona inocente si llega a entrar sola, haciendo que recayera sobre ella la culpa!
Dejaron a la señora Porter hecha un mar de lágrimas. Durante el viaje de regreso deliberaron largamente sobre la mejor manera de vigilar las posibles subastas. Lo que había hecho Henderson-Homberger (porque no cabía duda de que se trataba del mismo individuo) era traer el número necesario de ejemplares del Libro común de Oraciones —ejemplares en desuso de capillas universitarias o lugares por el estilo, comprados evidentemente por la encuadernación, que era bastante parecida a la de los antiguos—y sustituir tranquilamente a los auténticos. Había transcurrido una semana sin que apareciera ninguna noticia sobre el robo. Seguramente tardaría algún tiempo en descubrir la rareza de los libros, y finalmente los «colocaría» discretamente. Davidson y Witham gozaban de una posición que les permitía estar al tanto de lo que ocurría en el mundo de los libros, y pudieron trazar un plan bastante eficaz. Un punto débil, de momento, era que ninguno de los dos sabía con qué otro nombre o nombres llevaba su negocio el tal Henderson-Homberger. Pero hay medios de resolver ese tipo de dificultades. Sin embargo, todos estos planes se revelaron innecesarios.
IV
Nos trasladamos ahora, este mismo día 25 de abril, a una oficina londinense. Aquí encontramos, tarde ya y a puerta cerrada, a dos inspectores de la policía, un conserje y un joven oficinista. Estos dos, pálidos, visiblemente agitados y sentados en dos sillas, están siendo interrogados.
—¿Cuánto dice que llevaba trabajando para el señor Poschwitz? Seis meses ¿A qué se dedicaba? Asistía a las subastas en diferentes pueblos y regresaba con cajas de libros.
¿Tenía abierto algún establecimiento? No; los vendía aquí y allá, a veces a coleccionistas particulares. De acuerdo. Ahora veamos, ¿cuándo hizo el señor Poschwitz su último viaje? Hace algo más de una semana. ¿Le dijo adónde iba? No: dijo que saldría a la mañana siguiente de su domicilio privado y que no pasaría por la oficina (o sea por aquí) antes de dos días; usted debía venir como de costumbre. ¿Dónde tiene su domicilio particular? Ah, aquí está la dirección: en Norwood. ¿Tenía familia? ¿No en el país? Ahora veamos, ¿puede explicarnos lo ocurrido desde que regresó? Volvió el martes, y hoy es sábado. ¿Traía libros? Un paquete. ¿Dónde está? En la caja fuerte. ¿Tiene la llave? ¡Ah, es verdad!, está abierta. ¿Qué impresión le produjo cuando volvió? Estaba contento. Bien, pero ¿qué quiere decir con eso de raro? Dijo que quizá estaba incubando una enfermedad, ¿eh?, y que notaba un olor extraño del que no conseguía librarse. ¿Le dijo que si alguien solicitaba verle se lo anunciara antes de hacerle pasar? ¿No era normal eso en él? Y lo mismo se repitió el miércoles, el jueves y el viernes.
Pasaba bastante tiempo fuera; decía que iba al Museo Británico. Iba allí a menudo a hacer indagaciones relacionadas con su negocio. Cuando estaba en la oficina se paseaba arriba y abajo sin parar. ¿Vino gente en esos días? Casi siempre cuando él no estaba. ¿Recibió a alguien? Al señor Collinson. ¿Quién es el señor Collinson? Un antiguo cliente. ¿Sabe su dirección? Muy bien, después nos la dará. Bueno, ahora veamos, ¿qué ha pasado esta mañana? A las doce ha dejado usted aquí al señor Poschwitz y se ha ido a casa. ¿Le ha visto alguien? El conserje. Ha estado en casa hasta que le hemos avisado que viniera. Bien, eso es todo.
»Ahora usted. Tenemos su nombre: Watkins, ¿no es así? Bien, puede empezar; no vaya demasiado deprisa para que podamos tomar nota.
—Pues yo me había quedado aquí de servicio más tiempo del normal porque el señor Potwitch me había pedido que no me fuera: conque mandó que le trajesen el almuerzo, y se lo trajeron. Yo estaba en el vestíbulo desde las once y media, así que he visto marcharse al señor Plight [el oficinista] alrededor de las doce. Después no ha venido nadie quitando el que ha traído el almuerzo del señor Potwich a la una, que se fue a los cinco minutos. Ya por la tarde, cansado de esperar, he subido aquí. La puerta de fuera estaba abierta, y he entrado hasta esta puerta de cristal. El señor Potwich estaba de pie detrás de la mesa fumando un cigarro; de repente lo ha dejado en la repisa de la chimenea, se ha metido la mano en el bolsillo, ha sacado una llave y ha ido a la caja fuerte. He llamado al cristal por si quería que le retirase la bandeja; pero por lo visto no me oía, ocupado como estaba en la caja fuerte. A continuación la abre, se inclina, y saca un paquete del fondo. Y entonces, señor, veo caer del interior de la caja hacia afuera lo que parecía un gran rollo de franela blanca andrajosa, como de cuatro o cinco pies de alto, y que se derrumba sobre el hombro del señor Potwich mientras está agachado; entonces el señor Potwich se endereza por así decir, apoyando las manos en el paquete, y suelta una exclamación. Y supongo que no lo va a creer, señor, pero tan cierto como que estoy aquí, que el rollo ese tenía en la parte de arriba una especie de cara. No puede sorprenderse más de lo que me he sorprendido yo, se lo aseguro; y eso que he visto cosas en mi vida. Sí, se la puedo describir si quiere: tenía un color parecido al de esa pared [la pared, pintada al temple, era de color terroso], con una venda enrollada debajo. Y los ojos... bueno, parecían secos, y era talmente como si tuviese dos arañas enormes en las cuencas. ¿Pelo?, no; no recuerdo que se le viera pelo. El lienzo le cubría la cabeza. Pero le aseguro que era algo absolutamente anormal. No; lo he visto sólo unos segundos, pero se me ha quedado grabado como una fotografía... ¡Ojalá no hubiera sido así! Sí, señor; ha caído sobre el hombro del señor Potwich, y ha hundido la cara en su cuello; sí señor, en el lado donde tiene la herida... era como un hurón lanzándose sobre un conejo. Y el señor Potwich ha caído rodando. Naturalmente he intentado forzar la puerta; pero como sabe, señor, estaba cerrada por dentro, y lo único que he podido hacer es llamar a todo el mundo. Ha venido el médico, la policía, y ustedes... y ya saben lo mismo que yo. Así que, si no me necesitan más por hoy, quisiera irme a casa: me siento peor de lo que creía al principio.
—Bueno —dijo uno de los inspectores al quedarse solos.
—¿Y bien? —dijo el otro inspector; y tras una pausa—: ¿qué dice el informe del forense? Lo tienes ahí. Sí. El efecto en la sangre ha sido como el de la mordedura de la peor clase de serpiente: una muerte casi instantánea. Me alegro por él; el aspecto que presenta es horrible. En todo caso, no hay motivo para detener a este Watkins; lo sabemos todo sobre él. ¿Y la caja fuerte? Será mejor que la inspeccionemos otra vez. Y a propósito, no hemos abierto el paquete que iba a desenvolver en el instante en que le ha sobrevenido la muerte.
—Bueno, ve con cuidado —dijo el otro—; podría estar dentro la serpiente.
Alumbra los rincones también. Desde luego, hay espacio para que quepa de pie una persona baja; pero, ¿y la ventilación?
—Tal vez —dijo el otro despacio, mientras inspeccionaba la caja fuerte con una linterna eléctrica—, tal vez no necesitaba mucha. ¡Válgame Dios, qué calor se nota al salir de ahí! Es como salir de una cripta. Oye, ¿qué es esa especie de sedimento de polvo que cubre la habitación? Debe de haber salido de ahí al abrirse la puerta; lo arrastras al moverte... ¿lo ves? Bueno, ¿qué piensas de esto?
—¿Que qué pienso? Pues lo mismo que del resto del caso. A lo que veo, se va a convertir en uno de los misterios de Londres. Y no creo que una caja fotográfica llena de Libros de Oraciones de tamaño grande nos conduzca a ninguna parte. Porque eso es lo que contiene este paquete.
Fue un comentario natural, aunque hecho a la ligera. El relato que antecede muestra que en realidad había elementos suficientes para construir un caso; y una vez que los señores Davidson y Witham llevaron a Scotland Yard las piezas que poseían, fue fácil ensamblarlas y completar el círculo.
Para alivio de la señora Porter, los dueños de Brockstone decidieron no restituir los libros a la capilla: se guardan, creo, en una caja de seguridad de un banco de la capital. La policía tiene sus propios métodos para evitar que ciertos asuntos salten a la prensa; de lo contrario, es difícil entender cómo el testimonio de Watkins sobre la muerte del señor Poschwitz no ha proporcionado multitud de titulares en grandes caracteres.
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