Mi hermana y yo éramos huérfanas y no teníamos familia. No llegué a conocer a mi madre, y a mi padre lo recuerdo muy débilmente como una persona severa y fría, una figura fantasmal y aterradora que deambulaba por mi niñez, una especie de testigo visible de la quietud de nuestra vida infantil.
Murió una semana después de la famosa victoria de Trafalgar. Lo recuerdo porque mi hermana dijo: «Inglaterra llora a su héroe, yo lloro a un alma no menos importante, aunque nadie la echa de menos, salvo yo. Tú no conociste a tu padre, pequeña; su país lo despreció, pero era grande».
Después de su muerte, nadie más que ella volvió a entrar en la habitación donde los dos estudiaban. Allí estaban sus libros, cubriendo las paredes -una lúgubre compañía-, y de niña yo creía que su espíritu también vivía allí; por la noche no podía pasar por delante de la puerta de la estancia clausurada sin sentir un terror frío y agobiante. Incluso en las mañanas de verano, cuando los pájaros cantaban junto a nuestra solitaria casa, parecía como si se burlase de su clamor, buscando una tranquilidad que no podía alcanzar.
Cuando Elinor bajaba al alba, siempre entraba para establecer -era lo único que se me ocurría- una extraña comunicación con el difunto. Pocas cosas apreciaba en la vida, pero, si algo conquistaba su corazón, lo quería con una intensa y concentrada pasión que no transmitía, sino que dominaba silenciosamente su alma.
Fue mi única maestra, como mi padre había sido su maestro. De ella aprendí a escudriñar el cielo y a seguir el curso de las estrellas; a venerar, por encima de Dios, la tierra que, según ella, era la única divinidad ante la que los hombres debían postrarse. Mis ojos infantiles se encandilaban ante increíbles descripciones de tierras desconocidas y lejanas, pobladas por criaturas salvajes y no holladas por el ser humano, en las que sólo la voz de la naturaleza se oía y se sentía su espíritu. Elegía aquellas escenas para animar mis sueños; a veces, ante el resplandor del fuego, me acurrucaba junto a sus rodillas y escuchaba extrañas y espectrales historias de regiones aún más remotas, mundos que creaba su enrevesada fantasía y que describía con maravilloso y fantasmagórico poder.
Cuando mi aspecto o mis gestos traslucían inquietud, hacía una pausa y miraba con atribulado asombro mi rostro vuelto hacia ella en actitud de infantil consternación. Luego me cogía la mano, su voz perdía el mágico tono que adoptaba en aquellos recitales y se volvía persuasiva, mientras ahuyentaba con decisión las cosas que mas aborrecía: la debilidad y el miedo.
Recuerdo vívidamente una noche, una noche de reposo y horror entremezclados, y que aún despierta en mí sensaciones extinguidas.
El viento aullaba en torno a nuestro desolado hogar, envolviendo las paredes con música aterradora, como la desatada por perdidos espíritus errantes, arrancados de su oscura morada para visitar un mundo que habían conocido, pero que ya no era suyo.
Estaba junto al hogar de nuestra cocina, donde nos sentábamos siempre, esperando a Agatha, nuestra vieja sirvienta, para que me llevase a la cama. Pero Agatha me llamó desde una habitación del piso de arriba, apremiándome porque se hacía tarde. «Señorita Jean, señorita Jean.» Oí las llamadas claramente y fui incapaz de mover los pies para emprender el solitario ascenso de la escalera; pero cuando intervino la voz de mi hermana -una voz que no se podía ignorar-, no me atreví a desobedecer; contemplé con nostalgia el amable resplandor del hogar y subí la escalera, temblorosa y atemorizada, decidida a pasar rápida y audazmente por delante de la misteriosa puerta cerrada de mi padre.
Pero estaba abierta, y por ella se colaba el gemido del viento. Me aferré a la barandilla de la escalera mientras mis ojos fascinados contemplaban la puerta. Las brillantes ráfagas del claro de luna iluminaban la espaciosa habitación. Me quedé en el umbral, incapaz de entrar, con la vista clavada en el suelo ajedrezado. Al desviar la mirada tropecé con una visión -tenue pero impresionante- y vi entonces una figura blanca e imprecisa, aunque inconfundible, tendida en el sillón en penumbra de mi padre. Un grito salió de mí. Me quedé inmóvil, incapaz de sofocar los chillidos, mirando, mientras el viento entretejía sus tediosas llamadas con mis gritos de terror. Una oscura forma surgió de pronto, envolviendo la figura del sillón y proyectando una sombra sobre el suelo plateado. Se dirigió hacia mí, y casi perdí el sentido, pero sin desprenderme del horror que descendió como una corriente helada por mi sangre. A continuación reinó la oscuridad; y después me encontré temblando aturdida en la cama de mi hermana, y sentí sus manos fuertes y reconfortantes en las mías.
-¿Qué te aflige, Jean? -preguntó.
Se lo conté, y me escuchó con el ceño fruncido.
-Lo que has visto no era el espectro de tu padre -dijo-, sino un paño que dejé en la habitación esta mañana con intención de coserlo. El claro de luna y tu desmedida fantasía le han dado forma y te han aterrorizado. Y ahora baja, domínate, y míralo.
Su voluntad era más fuerte que mi miedo, aunque sus palabras no trasmitían tranquilidad. Yo seguía acongojada, poseída, pero no me atreví a desobedecer. Bajé tambaleándome, profiriendo gritos agudos e inconexos, dominada por una agonía que ni la muerte podría superar. Llegué, o creí que llegaba, a la puerta. No supe nada más. Cuando recuperé el conocimiento, pasaba de la medianoche y yo estaba en brazos de mi hermana; en la habitación ardía una vela. Al principio me calmó con caricias tiernas y calladas pero, cuando al fin me serené, habló. Dijo que ni en la tierra, ni en el cielo, ni siquiera en el infierno había nada que temer. Si el espíritu que yo creía haber visto estaba allí, esos seres sólo se aparecían a aquellos a los que amaban y no para asustarnos. Las imágenes temibles nacían de nuestro interior, evocadas por nuestro miedo. Murmuré que el viento parecía lleno de voces horrendas, ¿qué eran?
-No lo que tú crees -respondió-, pero, si existen, ¿no debería darte pena en vez de miedo su estéril suplicio? Esta noche los árboles desnudos se agitan en los campos yermos; si los miro desde lejos, a la luz de luna, se me antojan almas perdidas; y mi único deseo sería calmar sus desdichados quejidos y conducirlas a una paz victoriosa. Mi pequeña Jean, no hay terror en la vida ni en la muerte; sino tan sólo el que se esconde en la débil e insumisa alma humana. Domina tu alma y nunca más interrumpirá tu sosiego.
Me dormí hasta que me despertó el sol invernal. Guando bajamos la escalera, mi hermana me cogió de la mano, nos detuvimos delante de la puerta abierta y entramos.
-¿Recuerdas lo que hablamos anoche? -me preguntó. Respondí que sí-. Recuérdalo siempre -dijo.
Así era mi hermana, y, como estoy contando su historia, no he de justificar estos recuerdos que evoco. Llevábamos una vida solitaria. Nuestro hogar estaba situado en medio de una región agreste; no había casas cerca, y el pueblo estaba a varios kilómetros de distancia. No teníamos amigos; mi hermana no hacía amistades. Yo no echaba de menos la compañía, me bastaba con ella, que lo era todo para mí. Ella tenía un compañero fiel y constante, un perro cobrador que se llamaba Rodney, como el gran almirante; y aquel animal era lo que más quería, más que a ningún ser humano. Mi hermana lo adoraba, y Rodney sabía instintivamente lo que podía y lo que no podía hacer. Aunque nunca dudé de su afecto, se mostraba reticente, distante y fría y, cuando crecí, me pareció que tenía una vida misteriosa que yo no compartía. Sabía lo que ella estudiaba y lo que pensaba, pero ignoraba las reflexiones que llenaban sus horas de silencio, las tareas que impulsaban sus solitarias vigilias. Algunas noches, cuando no podía dormir, me levantaba y me sentaba junto a la ventana, contemplando la luz que la suya emitía para sentirme acompañada; me preguntaba entonces qué iluminaba aquella vela en la habitación de al lado, sin lograr adivinarlo. A veces ardía hasta muy entrada la noche, pero por la mañana mi hermana aparecía descansada y tranquila, con la frente serena, aunque reflexiva.
Guando Agatha se hizo demasiado mayor para las tareas domésticas más duras, Elinor se encargó de ellas. Además cuidaba de nuestro magro jardín, en el que, a la sombra de las inhóspitas montañas, pocas flores brotaban. Elinor cavaba y plantaba, mimando los raquíticos arbustos, dedicada a los enclenques brotes con devoción. En el recuerdo de aquellos días, las nubes y el sol del rostro de mi hermana representaban el rostro de la vida para mí.
Cuando tuve edad suficiente para ir por el páramo, Agatha me pidió que la acompañase a la iglesia, donde se celebraba un servicio cada quince días. Apeló a la memoria de mi madre para decir que no era correcto que no supiese más que un pagano. Elinor escuchó sus palabras; semejantes ideas eran una ridícula burla para ella, y las despreciaba.
-No tengo capacidad para elegir por ti -me dijo mucho después-. Todas las almas son libres. Si se hunden, se debe a las arenas movedizas de su propia oscuridad. Hay muchas luces, y no puedo decirte cuáles debes ver.
Una vez encontré en un libro suyo un papel escrito con su apretada letra. Aún lo conservo y me estremezco cuando leo las líneas que exponen con tanta claridad la fe que hizo que su peregrinaje terrenal fuese tan triste y que oscurecieron el conflicto de su muerte, de una forma que pocos mortales han conocido.
«El ser humano se forja su destino -decían las letras que escribió-. Ningún dios vigila su obra. Sólo él acepta su esclavitud o libera su espíritu. Su único enemigo es la debilidad y su peor fracaso, el miedo. Atan el alma humana curiosas cadenas; son de muchos tipos, delicadamente fraguadas, y a veces invisibles, hasta que hacen daño: la más cruel, el orgullo; la más sutil, el sufrimiento; y la más temible, la que acaricia mientras estrangula, la que los hombres llaman amor. Si Satán viviese, esa pasión sería la esencia de su persona, pues destroza y desgarra los atrofiados poderes de la humanidad.»
Yo esperaba que el tiempo le deparase cavilaciones más amenas y me preguntaba -creo que no con osadía- cómo la miraría Él, aquel Señor desconocido cuyo ministerio ella no reconocía. Y en las tardes de invierno o en los crepúsculos veraniegos, cuando Agatha me pedía que me sentase a su lado y le leyese párrafos sueltos del Libro que, según ella, era el enemigo de mi padre y la gloria de mi madre, yo observaba si Elinor estaba escuchando. Siempre se sentaba en el banco de la ventana, con Rodney, acariciándolo en silencio; a veces calcetaba, con la cabeza del perro apoyada en su rodilla, pero nunca atendía las sagradas palabras, que a mí me parecían demasiado grandiosas y sublimes para que un ser humano las pasase por alto.
Esperaba con ilusión aquellos sábados alternos, en los que se rompía la monotonía de la vida. Me gustaban los rostros y las canciones, y el revuelo y singularidad de las horas de oración me fascinaban.
El rector murió cuando yo tenía diecisiete años. Era un anciano frágil, que parecía llevar años durmiendo, sin recordar la tumba que lo esperaba. A pesar de su aire venerable y su famosa erudición, casi nunca estaba sobrio, y se rumoreaba que había muerto en un pecaminoso festín.
Lo sustituyó un tal señor Perceval, que procedía de Londres y obtuvo el beneficio bastante joven: un caballero elegante y atractivo que, según decían, cazaba con jauría mejor que nadie de la región. Unos domingos después de su llegada, lo vimos en el atrio. Nos saludó, me preguntó cómo me llamaba y dónde vivía y prometió visitar nuestro solitario hogar. Después de eso, se acercaba cabalgando a menudo, pero a Elinor no le caía bien. Escuchaba educadamente las historias que el señor Perceval contaba de los grandes hombres y las acicaladas damas de la corte, a los que conocía bien, pero la aburrían, mientras que a mí me encantaban. Yo no concebía que alguien no disfrutase de su alegre compañía; sin embargo, no sé por qué, al final mi hermana le cerró la puerta.
Una noche tuvieron una polémica entrevista que ella remató con la prohibición de que volviese a nuestra casa. Cuando se fue, le oí decir:
-La compadezco a usted, como a las criaturas salvajes y díscolas... y sus semejantes.
-Sí, soy como ellas -dijo mi hermana, y añadió en un tono que me pareció brusco-: No tiene permiso para venir aquí, y, como usted bien sabe, la vida de los cazadores vale prácticamente lo mismo que la de los conejos que matan.
-¿Acaso me he confundido al tomarla por una mujer? -preguntó él con un curioso acento que no le había oído antes.
-Por lo que usted quiera -dijo mi hermana, y cerró la puerta.
Oí cómo se alejaba a caballo. Luego entró Elinor.
-¿Eres feliz conmigo en tu solitario hogar, Jean? -preguntó. Respondí que sí bastante sorprendida-. He discutido con tu galante párroco -declaró-. No volverá más. -No pude reprimir un suspiro; él había llevado un poco de alegría al aburrimiento diario. Lo echaría de menos; pero sabía que mi hermana actuaba con prudencia y también que su palabra era ley.
Los días se oscurecieron con su ausencia y además estábamos en invierno, la época más sombría del año. Los domingos su mirada me buscaba a veces desde el elevado púlpito, y entonces lo añoraba aún más. No tenía ocasión de hablar con él, ya que Agatha había dejado de recorrer tantos kilómetros conmigo. Me acompañaba Elinor, con el pretexto de que el páramo era muy solitario, y me esperaba fuera, debajo de un tejo. Siempre estaba allí. Un mes después de la despedida del señor Perceval, ocurrió algo que iba a cambiar el curso de nuestras vidas. Era un día de tormenta: la lluvia azotó durante todo el día los chirriantes marcos de las ventanas, que se tambaleaban, y el gimiente viento, que se había levantado al amanecer, se volvió más violento a medida que la sombría tarde se adentraba en la noche.
Elinor, a quien agradaban más que imponían los fieros elementos, salió a dar su habitual paseo por los anegados páramos, con la reticente compañía de Rodney; pero regresó pronto, empujada por la cegadora niebla que envolvía los escasos mojones que conducían a nuestro solitario hogar. Entró en la cocina donde yo estaba cosiendo contempló el resplandor del fuego que bailaba sobre el suelo de ladrillo apenas alfombrado y se detuvo delante de mí -una figura alta y derecha, en constante alerta, con el rostro iluminado y los ojos húmedos-, sin igual en intensidad y fuego, quemando con una luz punzante y envolvente a la vez.
-Te quedas en casa, amedrentada -exclamó, mirándome con gesto burlón-, mientras que Rodney y yo recorremos el país de las maravillas. No se ve ninguna criatura en las extensiones veladas por la niebla, sólo los árboles envueltos en fantasmales mortajas se mecen bajo el lúgubre cielo. Los campos son ciénagas y los caminos, arroyos; pero ¡la niebla es mágica! Ese mundo exterior sin luz no tiene nada de terrenal; ante él la luz de tus velas es mero oropel, Jean. Sal, aunque sólo sea a la puerta.
Dije que no quería, que todo era demasiado sombrío y que me helaba el corazón y los huesos.
-Me refresca los huesos y el corazón -repuso, atusándose unos mechones mojados con un gesto de evocadora alegría-. ¡Vaya, te estamos manchando el suelo! Vamos, Rod -llamó al animal empapado, tendido ante el hogar con el pelo humeante-. Debemos esmerar nuestro comportamiento ante esta elegante damita.
Aquella noche, Elinor estaba contenta, exaltada por las violentas ráfagas de viento que azotaban nuestra casa; no me dejó leer, y se dedicó a escuchar la tormenta con una sonrisa. De vez en cuando el fragor de los elementos sofocaba nuestras voces y nos quedábamos calladas; en una de esas pausas, alguien llamó a la puerta. Agatha, que cabeceaba en su sillón, abrió los ojos y nos rogó que no hiciésemos caso. Sólo Dios sabía a qué desesperado visitante nos encontraríamos, pero Elinor salió con gesto confiado.
Entre el viento que silbaba en el pasillo oímos la voz de un hombre entremezclada con la de Elinor en un breve diálogo. Luego se abrió la puerta y entró Elinor, seguida por el ignorante viajero, un hombre de enormes proporciones y espléndido porte, con un semblante que encajaba a la perfección con su figura.
-Acérquese al fuego -invitó Elinor-. Debe de estar empapado y aterido.
El hombre inclinó la cabeza en un amable gesto de agradecimiento cuando le hice sitio y dijo:
-No quisiera molestarla -se volvió hacia Elinor-, pero esta dama me ha invitado. Me temo que mi intromisión es inútil, pues no sabe indicarme el camino.
-Nadie podría indicárselo en una noche semejante -repuso Elinor-. En esos páramos desiertos puede pasarse hasta la mañana buscando para acabar en peor situación que al principio. Este caballero ha viajado muchos kilómetros sin rumbo -explicó-, y se ha perdido.
Observé que mi hermana no apartaba la vista de él; sus ojos resplandecientes escudriñaban el rostro y la persona del hombre con una mirada distante pero intensa.
-¿Aceptará nuestra hospitalidad esta noche y esperará el favor de la mañana? -Mi hermana se dirigió a él y una nota de insistencia imprimió un tono dominante a la sencilla pregunta.
-Se lo agradezco mucho, pero no puedo -repuso el hombre.
-Su caballo está cojo -comentó mi hermana-, tal vez empeore si sigue usted adelante. Le costará encontrar otro refugio, y aquí tiene uno. -Hizo una pausa-. Creo que debe quedarse -concluyó.
-Muy agradecido, pero he de continuar.
Elinor se adelantó y posó la mano sobre la manga del hombre, diciendo:
-Déjese aconsejar. Espere hasta la mañana; será mejor.
El desconocido reflexionó, la miró a los ojos y cedió con una repentina sonrisa, a la que correspondió mi hermana. Elinor se dirigió a mí:
-Jean, coge la linterna. Fuera encontrará un cobertizo -le dijo al hombre-; meta al pobre animal en él y vuelva con nosotras.
El hombre salió, expresando su gratitud. Cuando la puerta se cerró tras él, Agatha se levantó y se enfrentó a Elinor temblando, con sus nudosas manos extendidas en un gesto de súplica y temor.
-Que se vaya -gritó-. En esta casa nunca ha dormido un hombre desde que murió el pobre amo. Éste no es lugar para él. Dígale que se marche, señorita Elinor; no debe quedarse.
-Le he pedido que se quede -repuso Elinor serenamente; cogió las temblorosas manos de Agatha entre las suyas y las acarició-. Todo saldrá bien. Todo tiene que salir bien -aseguró-. Jean, enciende el fuego en la habitación de mi padre.
Me sobresalté; la habitación no se había abierto desde su muerte.
-Es una tumba -afirmó Agatha.
Añadí que no teníamos tiempo de hacerla habitable.
-Si se queda esta noche, mejor que se quede aquí.
-Pues entonces le ofreceré mi habitación -repuso Elinor-. Ocúpate de eso.
Subí a arreglar la habitación, sorprendida: en aquella estancia el suelo y las paredes estaban desnudos; debajo de la ventana se apilaban sus libros en montones polvorientos, y sobre la cuadrada mesa de roble ardían los restos de la vela de la noche anterior, testigo de muchas horas de vigilia. Cuando acabé mi tarea, bajé y encontré al desconocido conversando con Elinor, que descansaba una mano protectora en el brazo del sillón de Agatha. Pasaron las horas hasta la medianoche; Agatha se retiró a su habitación. La acompañé y esperé a que se durmiese. Ellos seguían hablando, sin hacer caso a las admonitorias campanadas del reloj. Hablaron de cosas que yo ignoraba: extrañas herejías, pensamientos que me parecían producto de intelectos grandiosos pero profundamente perturbados; de hombres cuyo nombre no conocía, y de libros de turbia y misteriosa fama. La actitud de mi hermana me sorprendió. Sólo hacía unas horas que conocía a aquel caballero y conversaba con él con una alegre libertad que jamás le había visto mostrar ante ninguna otra alma. Cuando entré por segunda vez, el hombre se volvió hacia mí y preguntó:
-¿Comparte esos sueños su joven hermana, colabora con usted en la gran obra?
Los miré asombrada. Mi hermana respondió por mí:
-Claro que no. No los aceptaría. Éste es el libro que le gusta. -Le entregó la Biblia de mi madre, que esa noche yo no había leído y que estaba sobre la silla.
-Ya veo, y esto es suyo... -Dirigiéndose a mí, señaló una pieza de bordado-. Me he atrevido a admirarlo en su ausencia. Las damas de la corte, que tengo el dudoso privilegio de frecuentar, envidiarían semejante destreza.
Me agradó el inmerecido elogio y quise oír lo que decía de aquel mundo alegre y desconocido, que a menudo había imaginado en sueños y que en aquel momento él presentaba ante mí. A petición mía, prescindió de las aburridas tonterías filosóficas y contó historias de la gran y populosa ciudad, describiendo delicadamente suntuosas escenas. Vi, como si las tuviese delante, preciosas damas con soberbios vestidos de seda, primorosos rostros pintados y actitudes desenfadadas jugando a las cartas, explotando su belleza, adornadas con todos los vicios históricos y las intemporales virtudes de su raza. Describió también al príncipe regente, de semblante expresivo y miembros elegantes, sus malas costumbres, su ligereza y su inconstancia, sus ataques de generosidad y sus mezquinas distorsiones, diciendo que era el mejor «látigo» de Inglaterra, como también nos había contado el señor Perceval.
Estuvimos mucho tiempo escuchando aquellas historias porque, al parecer, él disfrutaba tanto contándolas como nosotras oyéndolas. Al final, Elinor se levantó. Nos despedimos de nuestro invitado. Elinor le enseñó su habitación y prometió despertarlo al amanecer. Esa noche mi hermana durmió conmigo. Me dispuse a descansar en seguida, pero ella no tenía sueño, se sentó junto a la ventana y la abrió para que la lluvia mojase sus manos apoyadas en el alféizar.
-¿Qué opinas de nuestro visitante? -preguntó de pronto.
-Es más guapo que el señor Perceval -respondí-, pero sus rasgos me gustan menos. A pesar de su belleza, los encuentro toscos y fríos.
-Los dos son humanos -comentó Elinor-, y ahí acaba el parecido. El señor Somerset tendría que haber conocido a mi padre. Llega demasiado tarde.
-Ya que te gusta, es mala suerte que, a diferencia del señor Perceval, viva tan lejos -observé.
-Lo mismo da -declaró con decisión-, porque, «a diferencia del señor Perceval», volverá.
Ni se me ocurrió dudarlo al verla tan segura. Poco después se dispuso a acostarse, y contemplé los espesos cabellos negros que cubrían sus espléndidos hombros, enmarcando un rostro que cualquier hombre querría ver de nuevo, pensé. Siempre me había parecido hermosa, pero hasta esa noche nunca había observado hasta qué punto lo era. De pronto apareció ante mis ojos engalanada con una especie de gloria física, resplandeciente, sin palabras para describirla. Cuando se movió medio desnuda bajo la luz parpadeante, la miré como si fuera una revelación de renovada belleza hasta que clavó en mí aquellos magníficos ojos que brillaban como oscuros y apacibles torrentes, con la salvación en sus profundidades y la remota penumbra de las estrellas en su distancia. Al reparar en mi mirada, me preguntó sin rodeos como tenía por costumbre:
-¿Me encuentras atractiva, Jean?
-Atractiva no, más bien hermosa; hermosísima creo.
-¿También lo creía el señor Perceval? -se apresuró a preguntar, añadiendo desconcierto a mi sorpresa.
-Pensaba que eras como una reina y que deberías haber tenido un imperio, pero que tu pueblo te mataría y te canonizaría después. Decía: «En ese reino yo sería un rebelde y usted, señorita Jean, una mártir», pero no entendí a qué se refería.
-Yo sí -afirmó Elinor-, debía de hablar muy en serio si te impresionó tanto. Entonces... ¿te gustaba ese clérigo arrogante, Jean?
-Sí -admití.
Se quedó pensativa y suspiró. Creo que no durmió nada en las breves horas de aquella noche; yo también estaba inquieta y, cada vez que me despertaba, la encontraba a mi lado, respondiendo siempre que le hablaba. Se levantó en medio de la fría oscuridad del amanecer para preparar el desayuno del desconocido; y, cuando la luz gris se filtró en la habitación, lo oí alejarse lentamente a caballo. La noche no dejó señales de cansancio en los rasgos de mi hermana, sino una belleza nueva y brillante; pero yo salí del interrumpido sueño enferma y con los ojos hinchados, contemplando el incidente de la noche anterior como algo lejano. Elinor se marchó temprano y no la vimos en todo el día. Lo dedicó a deambular por los campos mojados, acariciados por el sol invernal, en compañía del fiel animal que compartía sus paseos. Volvió tarde, inusitadamente alegre; de su presencia emanaba un perfume inédito hasta entonces de juventud y felicidad, cuyo origen no cuestioné, acogiendo con regocijo cualquier resplandor de aquel espíritu que siempre había proyectado luces demasiado sombrías.
Aquel estado de ánimo duró casi un mes. Mi hermana era doce años mayor que yo; ajena en gustos e ideas, siempre había sido distante; pero una sutil influencia la acercó a mí en aquella época. Buscaba mi compañía, abrió una puerta en la vida que me condujo al escondido cuarto de juegos de su corazón. Una mañana llegó una carta, una misteriosa misiva de Londres, que mi hermana se apresuró a leer dos veces.
-El señor Somerset tiene asuntos que resolver en el norte -anunció-, y va a venir a visitarnos.
Se encendió la chimenea de la abandonada habitación de mi padre tres días antes de que llegase. Fue la segunda de muchas visitas; a veces sólo estaba una noche, pero casi siempre se quedaba más; su presencia me resultaba un tanto extraña y amenazante, a pesar del placer que me producía. Dábamos largos paseos, acompañados por Rodney, que en seguida se hizo amigo del señor Somerset con gran alegría y fingido disgusto por parte de Elinor. Al caer la noche, nuestro invitado se sentaba junto al hogar, una impresionante figura que hablaba como la primera noche. En mi presencia dejaban a un lado los temas aburridos y eruditos y comentaban cosas sencillas, aunque a veces acababan con profundas reflexiones. Una noche, mientras él contaba cómo el anciano rey, ciego y gravemente perturbado, iba y venía sin descanso por sus aposentos, tarareando un compás de Haendel o dirigiendo con voz débil un discurso imaginario a sus ministros, mi hermana dijo:
-¡Pobrecillo! ¿Qué impide que se hunda?
-Tal vez el tirano de su universo sin gobierno -respondió él.
-No existe nada semejante -repuso mi hermana.
-Sin embargo -replicó él-, desempeña un papel muy convincente en la vida de los seres humanos.
-Un papel fantasmal -precisó mi hermana-. No es más que la efigie que la debilidad humana construye para escudarse y sostenerse.
-Incluso el gran emperador -rebatió el señor Somerset-, aunque se dice que no tiene fe, creo que conserva su idea de Dios.
Mi hermana se quedó callada unos momentos, pensando, hasta que dijo, como si hablase para sí:
-¡Ningún hombre tiene fuerza para aguantar solo!
-Es misión suya convencerlos -afirmó él, muy serio, y mi hermana sonrió. Tal vez mi fantasía detectó falsamente un solapado matiz burlón en su voz.
Me preguntaba a menudo cuál era la obra de la que mi hermana había hablado en el primer encuentro con el desconocido; pero nunca había encontrado ocasión de preguntarle, y no podía hacerlo en aquel momento. Napoleón era el héroe de Elinor, y hablaban de él con gran admiración. Aunque yo sabía muy poco, me parecía un monstruo despiadado e insaciable, medio dios, medio demonio, que desafortunadamente había adoptado forma humana. Pero Elinor amaba el poder por su majestad, sin importarle que fuese una maldición o una bendición para la humanidad. Los observaba cuando compartían aquellas agradables horas y me preguntaba si alguna vez habían existido seres que congeniasen mejor. Mi hermana se sentaba en su asiento favorito junto a la ventana, mientras la luz se filtraba por los opacos cristales; cruzaba las grandes manos sobre las rodillas, y sus ojos cambiaban como compases musicales que sólo un alma podía escuchar. De vez en cuando, cuando las miradas de ambos coincidían, se creaba una espléndida disonancia, que quedaba en suspenso hasta que él cedía con gesto atribulado.
Al recordar, no sé por qué capricho de la memoria, las palabras que Elinor había escrito en aquella hoja de papel, al principio me pareció increíble que fueran amantes, pero pronto empecé a dudar. Elinor era más brusca con él que antes, y la paciencia de él me conmovía. Apenas sabía nada de aquel hombre, aunque lo veía mucho, y si lo describo como una figura misteriosa e insustancial, con atributos discernibles sólo exteriormente, es porque así se presentó ante mí. En mi humilde opinión daba gran importancia al nacimiento y a los honores mundanos y hablaba de las mujeres con una ligereza que me molestaba, pero Elinor no corregía o no le importaban aquellos defectos. Para mí era suficiente que a ella le gustase; me parecía que ambos empequeñecían, en intelecto y estatura, a los que estaban con ellos, como si fueran seres de una raza superior. El futuro me deslumbraba. Veía a mi hermana avanzando como una reina; las grandes damas de la corte se apartaban para dejarle paso, mientras su belleza matinal eclipsaba sus artificiales encantos.
En aquella época imaginaba muchas escenas brillantes, sin acertar a leer el destino de mi hermana en su frente un tanto abrumada. Me sonreía con más dulzura que antes por las mañanas y se despedía con cariño por las noches. Llegó el verano, y el brezo cubrió las colinas. Los arriates del jardín de Elinor florecieron. Una mañana entré con un ramillete de sus flores favoritas y me preguntó:
-Dime, Jean, ¿para quién es ese ramillete?
-Para la habitación de tu invitado -respondí-, ¿no viene hoy?
-Sí -asintió con gesto sombrío-. Edward Somerset viene esta noche y se marcha mañana temprano. Echarás de menos su conversación; tenemos asuntos importantes que tratar a solas.
Vino. Estuvieron en la habitación forrada de libros de mi padre, donde mi hermana nunca lo había llevado antes. Al pasar por delante de la puerta con Agatha, que se retiraba pronto, oí que él alzaba la voz como si suplicase y, luego, cuando bajé de nuevo, percibí el tono dulce y acariciante de mi hermana, similar a aquel con el que se dirigía a mí cuando era pequeña y que me disgustaba. Las horas se me hicieron largas y tediosas mientras estaba en la oscura cocina contemplando cómo salían lentamente las estrellas y escuchando el rumor de sus voces en la habitación de arriba. Era tarde cuando se reunieron conmigo; la lámpara estaba encendida e iluminó dos rostros pálidos y casi desconocidos: el de él tristemente deformado, hasta el punto de que apenas reconocí la línea cruel que habían adoptado sus labios bajo la frente apenada y ensombrecida. Tras una conversación forzada y trivial, nos dio las buenas noches y se retiró. Mi hermana se quedó conmigo.
-Has visto a Edward Somerset por última vez -anunció.
Me rebelé, la primera ocasión en mi vida que me enfrentaba a aquella mujer a la que nunca había cuestionado ni desafiado.
-Lo has echado -grité-, igual que a Arthur Perceval. ¿Qué te han hecho esos hombres para que los expulses, de repente y sin motivo, de nuestra casa?
-Sí, lo he echado -admitió sin inmutarse-, pero no como al señor Perceval. Jean, tengo algo más que decirte. Ese extravagante personaje volverá. Lo he llamado. Deseaba casarse contigo, y yo lo impedí. Me dijo (la palabra tiene muchos significados) que te amaba, y ahora, si quieres escucharlo, te repetirá el cuento.
Mi corazón se aceleró con una curiosa alegría, pero el rostro de mi hermana no invitaba a las efusiones de felicidad, estaba demacrado y envejecido.
-¿Y ese hombre al que has echado te ama? -pregunté.
-Me pidió que me casase con él.
-¿Qué impide la felicidad? ¡Qué has hecho! -exclamé.
-No puedo decírtelo -murmuró en tono casi inaudible, con un gesto de impotencia tal que me asustó-. No tuve elección. Tendría que haberlo sabido desde el principio, tal vez lo sabía, que sólo había un camino. Si hubiera un Dios como ése en el que tú crees, Él, sólo Él lo entendería.
-Él nos hizo y nos guía -imploré.
-Si es verdad, entonces Él me ha guiado. No estoy hecha para soportar a ningún tirano, ni siquiera al déspota más sublime del mundo. Si Él me hizo, me hizo así.
-Todas las almas fueron hechas para la felicidad -alegué.
-Mejor para la victoria -replicó.
Me aventuré a corregirla:
-Hay victorias vanas y victorias viles.
-Todas las victorias son grandes. No volveremos a hablar de esto -dijo en tono terminante; me besó y acarició mis cabellos.
La mañana trajo a mi amado y una nueva vida para mí; pero, como es la historia de mi hermana la que cuento, continuaré hasta el final, omitiendo el relato de mi destino más afortunado. Pasó el verano. Elinor lo contempló desde lejos; en aquellos meses de declive su mirada se volvió distante y su serenidad, profunda. Mi felicidad significaba mucho para ella. Un día dijo:
-A veces la sabiduría equivale a amabilidad y en una ocasión fui dura contigo, Jean, pero estoy perdonada.
Por las noches su vela no se apagaba nunca y pasaba muchas horas en la habitación de mi padre. Rodney le hacía compañía, adivinando ciegamente que lo necesitaba más que antes. Pero pronto perdería Elinor su solaz. Los días de Agatha se acababan, aunque seguía renqueando por la casa y murmurando lastimeramente en su sillón. Le flaqueaba la cabeza, y la acosaban terrores de anciana que sólo Elinor podía aplacar. El presente desapareció para ella; a menudo hablaba como si mi padre viviese o nuestra madre yaciese en la estancia vacía, rígida y fuera de su tumba. Elinor no se atrevía a salir de casa; la pobre anciana se agitaba y deliraba si mi hermana estaba ausente, temblando ante cada paso que oía en el pasillo, gritando que la casa estaba embrujada y que los muertos habían vuelto a ella.
Estaban todo el día juntas: mi hermana le pedía hora tras hora que contase antiguas historias; si lograba recordarlas, se tranquilizaba contándolas. Yo no soportaba aquel espectáculo de desmoronamiento viviente y lo evitaba, estremecida, aunque muchas veces intentaba vencer el horror que mi corazón censuraba. Al empeorar, Agatha dejó de aguantar la presencia de Rodney. Era el diablo, según ella, que con sus ojos la devoraba en vida. Así que lo confinamos en el jardín, donde su ruidosa cadena la ponía frenética; y, si lo soltábamos, se quejaba de que el animal arañaba la puerta para que lo dejásemos entrar. Aquello duró unas semanas; una mañana, al bajar, encontré a Elinor en la mesa, con la cabeza apoyada en el brazo. A su lado estaba la pistola de mi padre; no ardía el fuego en el hogar, y la humedad del ambiente otoñal me caló hasta los huesos.
Alzó la vista cuando entré, se levantó, me cogió del brazo y me condujo al jardín, donde su viejo camarada yacía en medio de un charco de sangre.
-¡Oh, Elinor! -exclamé-. Podías haberlo salvado; habría encontrado refugio en el pueblo hasta... hasta que Agatha se calmase... o muriese.
-Era mío; él nunca reconocería a otro amo, y yo no se lo daría a nadie. Sigue siendo mío; él lo comprende y me perdona -dijo.
Continuó cuidando a Agatha con incansable cariño, pero a veces, al escuchar aquel discurso confuso e incoherente, yo veía contraerse el gesto de mi hermana como si sufriese. Aunque rápidamente encontraba la forma de dominar el dolor. Mi única misión era leer en alto, según la antigua costumbre; aunque para Agatha carecían de importancia las palabras, a veces se quedaba tranquila, sosegada por la dulce monotonía de la voz. Recuerdo una noche en la que me pareció que Elinor estaba distraída, como de costumbre, y sumida en sus pensamientos, pero cuando llegué a las palabras: «Aún no habéis resistido hasta la sangre», se sobresaltó, así que me callé, la miré y vi que sus ojos se posaban en la página abierta sobre mis rodillas.
-Dame el Libro -me pidió aquella noche cuando lo cerré-. Tiene algunas frases que parecen ciertas.
Se lo entregué en silencio, observando con acelerada aprensión el cambio que en unos meses se había producido en ella. Poco a poco había adelgazado, adoptando una actitud casi apática. Temí que sufriese la enfermedad de nuestra madre, pero Elinor no mostraba síntomas de ello, sólo un encogido y patético aspecto de dolor. Temía la noche, que llevaba hasta mis oídos sus incesantes pasos, impulsándome a salir y llegar hasta el umbral prohibido de su puerta; no me atrevía a pedir que me dejase pasar, como habría hecho Rodney, y tampoco a retirarme. Temía las mañanas, en las que resultaban palpables los estragos de aquella lucha oculta que yo no podía detener ni compartir. Con el paso del tiempo, aquellos ojos se convirtieron en débiles ascuas y la voz enérgica adoptó el sordo tono de las campanas a toque lento; llevaba escrita en su frente despejada y triste la historia de un horrible conflicto. A través de mis ojos, el amor contemplaba aquel cambio con asombro impotente.
Mi pensamiento adquirió forma al recordar sus palabras: «Atan el alma muchas cadenas: la más cruel, el orgullo; la más sutil, el sufrimiento; y la más temible, la que acaricia mientras estrangula, la que los hombres llaman amor».
Las fuerzas de Elinor se debilitaban paulatinamente bajo la triple presión. El amor acudió a mí fácilmente; mi corazón se alegró de encontrarlo, pero ella lo afrontó (al menos eso lo vi claro) con desesperada rebeldía. Yo no podía contemplar aquella terrible rebelión contra un poder que la naturaleza nos pedía que acogiésemos, sin horror ni desaliento. Me parecía, mientras presenciaba la ruina en que la había convertido aquella lucha antinatural, algo salvaje, anómalo y equivocado; pero no podía juzgarla, puesto que, como ella decía, Dios la había hecho así. Resultaba increíble que aquellos ojos insomnes aún tuviesen luz suficiente para ver la mañana; la muerte se cernía sobre sus rasgos igual que sobre los de aquel pobre resto de humanidad marchita cuya vida se extinguía lentamente. Parecía como si estuviese entre ellas, contemplando con indiferencia su doble presa.
Mi amado vino con un médico del pueblo, un joven de pelo lacio y piernas torcidas el cual, sin embargo, divirtió a Elinor, quien lo hostigó con amables chanzas y discusiones burlonas sobre su profesión hasta que se marchó, sacudiendo la cabeza (bien por el estado de mi hermana o por sus propias dudas) como una oveja perdida. Cuando se fue, Elinor le dijo al señor Perceval:
-Queridísimo, atentísimo y reverendísimo señor, no me ocurre nada, pero si me ocurriese, los cuidados de ese pobre joven sólo servirían para arrancarme una sonrisa, y hay cosas que me harían sonreír más.
Casi sin aliento, a las solícitas preguntas respondía siempre lo mismo: «No me ocurre nada». No cedía ante el sufrimiento y hacía las tareas de siempre con desfallecida y lenta persistencia; se levantaba ojerosa y triste al amanecer para encargarse con paso agobiado de las labores domésticas, mientras yo me quedaba en mi habitación con las manos cruzadas, afligida e impotente, sin opción a protestar o a ayudar. Y, como los fastidiosos terrores de Agatha requerían la presencia de Elinor en casa todo el día, al atardecer se aventuraba en la solitaria oscuridad y no volvía hasta la medianoche a su vacía habitación, donde la vela ardía hora tras hora, proyectando su sombra inquieta sobre la pared. Otra vez el país vibró con la noticia de una nueva victoria. Inglaterra escribió en letras de oro el nombre de Waterloo. Se me antojó casi un presagio del final de mi hermana, al recordar que bajo la sombra de noticias semejantes había muerto mi padre.
Mi amado nos trajo crónicas de la derrota del emperador, y Elinor las leyó con preocupada avidez, con una especie de complacido desagrado, porque su carácter se encontraba en su elemento entre contradicciones. Al fin sucumbió, y la vida se paralizó en aquellos espléndidos miembros. Las manos cuyo contacto antes significaba la salvación, colgaban sin ánimo, mientras escuchaba con gesto doliente los murmullos de la anciana junto al fuego. Eran dos náufragas en medio de las mismas aguas revueltas, que se hundían sin remedio, esperando la ola final. No pedían un refugio ni deseaban un hogar. Yo las veía a la hora del crepúsculo, aferradas la una a la otra: Elinor sostenía a la pobre criatura demente, mientras le susurraba cansinas palabras de consuelo y contemplaba el fuego moribundo.
-Escríbele a ese tal Edward Somerset -sugirió mi amado-. Elinor no tiene fuerzas, y, si él viene, debe dejar que la rescate.
Respondí que no me atrevía.
-Tienes que hacerlo -repuso-, ¿o piensas dejarla morir sin hacer nada?
Le escribí, diciendo: «Quiero verlo. -No podía hablar por ella. Mi hermana era de esas personas a las que hay que obedecer, y aun así con miedo-. Se trata de un asunto urgente. Venga inmediatamente. No pierda el tiempo».
Como si quisiera burlarse de aquella tardía llamada, dos días después Elinor cayó en una repentina debilidad. Se esforzó en vano por levantarse al amanecer, y la encontré agarrada a las cortinas de su cama. Me pidió que la vistiese y obedecí, rezando para que la liberación no tardase mucho. Elinor, tendida sobre la cama, divagaba, gritando a veces que Agatha la necesitaba y que debía ir con ella. A mediodía se recuperó y llegó tambaleándose hasta la puerta, pero tuvo que retroceder obligada por una debilidad que la sumía en la desesperación. Pasó toda la tarde junto a la ventana, contemplando cómo se oscurecía el cielo, y repitiendo para sí a intervalos: «La obra está terminada... La obra está terminada».
-¿Qué obra? -pregunté, tratando de animarla; y, señalando un montón de páginas escritas con su apretada caligrafía, que tenía al lado en el banco de la ventana, las acarició con tierno cuidado.
Me quedé con ella. Arthur atendía a Agatha, que en la habitación de abajo se balanceaba con febril desolación, llamando sin cesar a Elinor con palabras temblorosas y enajenadas que llegaban a mis ávidos oídos, pero que mi hermana no entendía o no oía. A las ocho mi amado me llamó desde el pasillo y salí, rezando para que hubiese llegado Edward Somerset. Pero no fue su voz la que me recibió, sino la de Agatha, quejumbrosa y angustiada.
-No consigo tranquilizarla -me dijo Arthur-, me toma por un demonio que ha hecho desaparecer a Elinor.
Me costó cierto tiempo aplacar el nerviosismo de Agatha, hasta que al fin se hundió, exhausta, en un inquieto sueño.
-Quédate aquí -le dije a Arthur-, y, si despierta, avísame.
Cuando llegué a la habitación de mi hermana, me asombró verla sentada ante la mesa, escribiendo; al oírme entrar, alzó el rostro con expresión acalorada y descompuesta. Le brillaban los ojos con una luz feroz y antinatural. La chimenea y la habitación estaban cubiertas de papeles quemados, y la brisa de la ventana que Elinor siempre tenía abierta arrastraba los chamuscados fragmentos por el suelo. Me apresuré a mirar el asiento de la ventana y observé que el montón de valiosas páginas ya no estaba allí.
Me acerqué a mi hermana, temiendo algo desconocido, y mis ojos se posaron en la hoja de papel que tenía al lado; las letras torcidas aún estaban húmedas. Acerté a leer sólo unas frases sueltas, pero bastaron para que comprendiese que la carta era para Edward Somerset y que contenía confesiones y arrepentimientos. La agonía de aquella obligada sumisión había proyectado sobre el rostro de Elinor una sombra más aterradora que la resistencia de que siempre había hecho gala.
Dejó la pluma y se llevó las manos a las sienes, mirando al frente con gesto amargo y ardiente. No dije nada. Era incapaz de hablar, pero me arrodillé a su lado y apoyé la cabeza en su brazo. Ante el contacto se levantó, se tambaleó y se agarró a la silla. Me apresuré a levantarme para ayudarla y noté un cambio en su rostro, lívido y deformado. Extendió una mano, cogió la hoja de la mesa y la acercó a la llama de la vela. El fuego prendió en el papel, pero sus dedos temblorosos lo soltaron a medio arder. El pedazo de papel cayó a mis pies. Ella hizo ademán de cogerlo, con un gesto insistente y fallido. Se lo entregué, pero me lo devolvió y señaló la vela. Lo puse sobre la llama, y sus labios dibujaron una sonrisa lastimera y exultante. Mientras la hoja se estaba consumiendo, oí fuertes pisadas en la escalera. La puerta se abrió de golpe. Edward Somerset apareció ante nosotras, ataviado con insólito esmero y esplendor, como si acabase de salir de una audiencia real para acercarse a aquella inesperada antesala de la muerte.
Nos contempló en silencio y, luego, sus ojos buscaron los de Elinor. Mi hermana correspondió a aquella mirada ciega con otra de demudado tormento; pero cuando él se dirigió hacia ella, recurrió a los restos de su perdido vigor y extendió las manos en un rápido gesto de rechazo y desaliento. Edward Somerset no hizo caso a las manos que lo evitaban; las cogió y las acarició con ternura, mientras ella permanecía quieta, deslumbrada, hasta que él la abrazó de repente. Elinor se perdió en sus brazos un momento, pero luego, con un esfuerzo final, se soltó y lo apartó. Erguida e inmóvil, se cubrió los ojos con las manos y profirió un grito terrible, de profunda repugnancia.
-No habéis resistido... hasta la sangre. Fueron sus últimas palabras.
Nos quedamos con ella hasta el amanecer.
Al amanecer murió.
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