St. Bertrand de Comminges es un decaído pueblo en las colinas de los Pirineos, no muy lejos de Toulouse, muy cerca de Bagnères-de-Luchon. Fue sede de una diócesis hasta la Revolución, y tuvo una catedral que es visitada por un cierto número de turistas.
En la primavera de 1883 un inglés llegó a este viejo lugar, que no puedo dignificar con el nombre de ciudad ya que su población no llegaba a cien personas. Era de Cambridge, y había venido especialmente de Toulouse para ver la iglesia de St. Bertrand; en Toulouse tenía dos amigos, quienes eran entusiastas de la arqueología tal como él, y que estaban en su hotel con la intención de unírsele al otro día. Media hora en la iglesia los satisfacería, y luego los tres continuarían viaje hacia Auch. Pero nuestro inglés había llegado muy temprano por la mañana, y se propuso tomar nota y sacar varias placas en el proceso de describir y fotografiar cada rincón de la maravillosa iglesia que dominaba la pequeña colina de Comminges.
Para llevar a cabo su plan, le fue necesario monopolizar al sacristán del lugar. El sacristán había sido llamado por alguna brusca dama que cuida la posada del Chapeau Rougel; cuando regresó, el inglés lo halló como un inesperado e interesante objeto de estudio. Tenía la apariencia de un pequeño, enjuto y arrugado viejo, era precisamente como otras docenas de guardianes sacros en Francia, aunque tenía cierto aire furtivo, de opresión y perseguido. Perpetuamente estaba mirando hacia atrás; los músculos de su espalda y hombros parecían ser contínuamente encorvados por contracciones nerviosas, tal como si estuviese esperando a cada momento ser atrapado en las garras de algún enemigo. El inglés no sabía bien si tomarlo como un hombre perseguido por una férrea ilusión, o como alguien oprimido por un cargo de conciencia, o como un marido insufriblemente fastidiado. Las probabilidades, una vez evaluadas, se volcaron hacia la última idea, pero aún, la impresión que transmitía eran la de un formidable martirio más que la de una arpía por esposa.
Sin embargo, el inglés (llamémosle Dennistoun) estuvo pronto muy ensimismado en su cuaderno de notas y muy ocupado con su cámara para echarle más que una ojeada al sacristán. Cuando lo hacía, le solía encontrar a no mucha distancia, cerca de alguna pared, o agachándose en alguno de los bellos bancos de la iglesia. Dennistoun se puso un poco nervioso con el correr del tiempo. Entremezcló sospechas sobre que estaba molestando las ocupaciones diarias del viejo, o que iba a ser acusado de querer robarse el báculo de marfil de St. Bernard, o de intentar tomar el polvoriento cocodrilo embalsamado que colgaba de la fuente.
—¿No tendrá que ir a casa? —dijo, al final—, puedo terminar mis notas solo; usted puede dejar cerrado si quiere. No estaré aquí más de dos horas más, y debe estar frío para usted, ¿verdad?
—¡Cielo Santo! —dijo el pequeño hombre, cuya sugestión parecía sumirlo en un estado de inenarrable terror—, tal cosa sería impensable. ¿Dejar a monsieur solo en la iglesia? No, no; dos horas, tres horas, será lo mismo para mí. He desayunado, y no tengo frío, le agradezco mucho monsieur.
—Muy bien, buen hombre —dijo Dennistoun a sí mismo—: usted ha sido advertido, y deberá sufrir las consecuencias.
Antes de la expiración de las dos horas hubo examinado las gradas, el enorme y desvencijado órgano, el lugar del coro, los vestigios de cristal y tapicería, y los objetos de la cámara del tesoro; el sacristán aún pisaba los talones de Dennistoun, y reaccionando como si hubiera sido picado, cuando uno u otro ruido extraño llegaba a su oído. De vez en cuando había curiosos ruidos.
—Podría jurar —dijo Dennistoun— que escuché una voz metálica y ténue riendo desde la torre.
Le lanzó una mirada inquisitiva al sacristán y él estaba blanco por completo.
—Es él, eso eso, es eso y no otra cosa; la puerta está cerrada —fue todo lo que dijo. Y ambos se miraron el uno al otro.
Otro pequeño incidente desconcertó bastante a Dennistoun. Estaba examinando un gran y oscuro cuadro que colgaba del altar, uno de una serie que ilustraba los milagros de St. Bertrand. La composición de la pintura era casi indescifrable, pero había una leyenda en latín que decía:
Qualiter S. Bertrandus liberavit hominem quem diabolus diu volebat strangulare.
(Como San Bertrand liberó a un hombre a quien el Diablo quería estrangular)
Dennistoun se volvió hacia el sacristán con una sonrisa y una jocosa marca en sus labios, pero se sorprendió al ver al viejo arrodillado, contemplando el cuadro con mirada de un suplicante en agonía, sus manos estrechadas una a otra y un río de lágrimas cayendo por sus mejillas. Dennistoun naturalmente pretendió no sobresaltarse, pero esta pregunta no pudo alejarse de él: "¿por qué un cuadro así afectaría a alguien tan fuertemente?" Supuso que estaría cerca de alguna pista sobre la razón de tal enigma: el hombre debía ser un monomaniático; pero ¿cuál sería su monomanía?
Eran cerca de las cinco de la tarde; el día estaba llegando a su fin, y la iglesia comenzaba a ser invadida por las sombras, mientras los curiosos ruidos, pisadas amortiguadas y voces distantes, que habían sido perceptibles durante todo el día, parecían hacerse más frecuentes e insistentes, sin duda a causa de la caída del sol y la consecuente agudización del sentido del oído.
El sacristán comenzó por primera vez a mostrar signos de apuro e impaciencia. Lanzó una mirada de alivio cuando la cámara y el cuaderno fueron guardados en el bolso, y rápidamente hizo señas a Dennistoun para que lo siguiera hacia la puerte oeste de la iglesia, bajo la torre. Era hora de tocar el Angelus. Un par de jaladas a la cuerda, y la gran campana, en lo alto de la torre, comenzó a hablar, y cantó con su voz entre los pinos y bajo los valles, resonando entre las montañas y llamando a los pobladores de aquellas solitarias colinas a repetir el saludo del angel a quienes para ellos son benditas entre las mujeres. Por primera vez en el día, pareció como si una profunda quietud cayera sobre la villa, y Dennistoun y el sacristán se marcharon de la iglesia. En el umbral entraron en conversación.
—Monsieur pareció estar interesado en los viejos libros de solfeo en la sacristía.
—Indudablemente. Iba a preguntarle si había alguna biblioteca en el pueblo.
—No, monsieur, quizás solía haber una dentro del cabildo, pero es un lugar pequeño —aquí vino una extraña pausa que pareció como de irresolución; luego continuó—. Pero si monsieur es aficionado a los vieux livres, en mi casa tengo algo que puede llegar a interesarle. Es a menos de cien yardas.
Una vez que todos los sueños de Dennistoun acerca de encontrar un invaluable manuscrito en alguna inexplorada comarca de Francia hubieron relampagueado, se extinguieron todos al siguiente instante. Sería probablemente algún estúpido misal, impreso cerca de 1580. ¿Dónde había un lugar tan cerca de Toulouse que no había sido registrado de arriba a abajo por los coleccionistas? Sin embargo, era estúpido no ir; se lo reprocharía por siempre. Así que aceptó. En el camino, la curiosa irresolución y súbita determinación del sacristán desconcertó a Dennistoun, y se preguntó de manera vergonzosa si no estaría siendo atraído con algún engaño hacia algún terreno lindero para que alguien desvalije a un supuesto inglés rico. Así que comenzó a hablar con su guía, para sacarle, de manera disimulada, el hecho que dos amigos vendrán a encontrarse con él a la siguiente mañana. Para su sorpresa, el anuncio pareció mitigar aquella ansiedad y opresión que el sacristán había mostrado antes.
—Está bien —dijo completamente lúcido—, eso está muy bien. Monsieur viaja en compañía de sus amigos; ellos siempre estarán detrás suyo. Es bueno viajar de esta manera segura, en compañía, a veces.
La última palabra pareció haber sido agregada como tardíamente, y trajo aparejada una recaída para el pobre hombre.
Pronto llegaron a la casa, que era una propiedad bastante grande dentro de su vecindad, construída con piedra, con un escudo de armas sobre la puerta, el escudo de Alberico de Mauleón, un descendiente del obispo John de Mauleón. Este Alberico fue el deán de Comminges desde 1680 a 1701. La ventana superior de la mansión estaba tapiada, y el lugar entero daba la impresión, lo mismo que el resto de Comminges, de ser un sitio en una etapa de franco decaimiento. Habiendo llegado al umbral de la casa, el sacristán hizo una pausa.
—Quizás —dijo—, quizás, después de todo, monsieur no tiene mucho tiempo.
—No es así, tengo tiempo, nada que hacer hasta mañana. Veamos que es lo que tiene.
La puerta se abrió, y un rostro miró hacia afuera, una cara más joven que la del sacristán, pero que tenía algo de su mismo angustiante aspecto: recién ahí pareció ser una especie de impronta, no tanto de miedo por la propia seguridad o aguda ansiedad en nombre de otro. La dueña de esa cara era la hija del sacristán, y, a pesar de su expresión, era una bonita muchacha. Ella se iluminó considerablemente al ver a su padre acompañado por un extraño. Unos breves comentarios se intercambiaron padre e hija, de los que Dennistoun solo pudo escuchar estas palabras, dichas por el sacristán: "Se estaba riendo en la iglesia", palabras que fueron contestadas solamente con una impresión de terror por parte de la chica.
Pero al siguiente minuto ellos estaban en la sala de estar de la casa, una cámara pequeña con un piso de piedra, repleto de sombras danzantes provocadas por un fuego de leña que ardía inconstantemente dentro del hogar de la chimenea.
Un gran crucifijo que alcanzaba casi el cielo raso impartía un aire de oratorio al lugar; la figura estaba pintada en colores naturales, la cruz era negra. Bajo el pie había un arca de considerable edad y solidez, y cuando hubo traído la lámpara y se hubieron acomodado en sus sillas, el sacristán sustrajo del mismo, con creciente excitación y nerviosismo, según le pareció a Dennistoun, un libro grande, envuelto en un paño blanco que estaba rudamente atado con una cinta roja.
Antes de que su envoltura sea removida, Dennistoun se interesó sumamente en el tamaño del paquete y su forma. "Muy grande para ser un misal", pensó, "y no tiene la forma de un antifonario, quizás pueda llegar a ser algo bueno, después de todo". Al siguiente momento fue abierto el libro, y Dennistoun sintió que estaba sobre algo mucho más que bueno. Ante él yacía un gran folio, quizás del siglo diecisiete, con el escudo de armas del Canon Alberico de Mauléon estampado en oro.
Debían ser unas ciento cincuenta hojas de papel las que contenía el libro, todas manuscritas. Era una colección que Dennistoun jamás había soñado ver. Tenía frente a sí unas diez hojas con una copia del Génesis, ilustradas con figuras, que no podían ser posteriores al año 700 D.C. Luego tenía un juego completo de dibujos del libro de los Salmos, de ejecución inglesa, de los que solo la preciosa calidad obtenida durante el siglo trece pudo haber producido; y, quizás lo mejor de todo, habían veinte páginas de un escrito en letras mayúsculas en latín, que, según le pareció luego de haber visto algunas palabras, podría llegar a ser algún primitivo tratado patrístico.
¿Sería un fragmento de la copia de Papías "En las Palabras de Nuestro Señor", una obra de la que se suponía había existido hasta el siglo doce en Nimes? En cualquier caso estaba hecho; aquel libro debía regresar a Cambridge con él, aún a costa de que tuviera que invertir hasta el último de sus ahorros bancarios y permanecer en St. Bertrand hasta que le llegase el dinero. Observó el rostro del sacristán en busca de algún rastro que le permitiera inferir que el libro estaba en venta. El sacristán seguía pálido, y sus labios estaban trabajando.
—Si monsieur llega hasta la última página —decía, de manera que monsieur adelantó hasta las últimas páginas, encontrando nuevos tesoros a cada hoja que pasaba, finalmente llegando a un par de láminas que eran obviamente de fecha mucho más reciente que lo anterior que había visto, lo cuál le confundió considerablemente.
Tendrían que ser de producción contemporánea, supuso, al inescrupuloso Canon Alberico, quien sin duda alguna había desvalijado aquella biblioteca secular para componer su valioso álbum. La primera de las láminas tenía solamente un plano de los pasillos y claustros de St. Bertrand, cuidadosamente confeccionado y reconocible solo por una persona que conozca el terreno. Había curiosos signos como si fueran símbolos planetarios, y un par de palabras en hebreo, en las esquinas; y en el ángulo del nor-oeste de la iglesia había una cruz, dibujada en tinta dorada. Al pie había unas líneas que estaban en latín, y rezaban:
«Responsa 12mi Dec. 1694. Interrogatum est: Inveniamne? Responsum est: Invenies. Fiamne dives? Fies. Vivamne invidendus? Vives. Moriarne in lecto meo? Ita.»
Su traducción sería:
Respuesta del 12 de Diciembre de 1694. Fue preguntado: ¿Lo encontraré? Respuesta: Vos lo encontraréis. ¿Seré rico? Vos lo seráis. ¿Viviré como objeto de codicia? Vos viviráis. ¿Moriré en mi cama? Vos moriráis.
—Un buen ejemplo de caza del tesoro, me recuerda una de Mr. Minor-Canon Quatremain en Old St. Paul. —fue el comentario de Dennistoun, al tiempo que pasaba la página.
Lo que vio lo impresionó, ya que me lo ha contado, más de lo que podía concebir de observar un dibujo o un grabado. Y, dado que la imagen que vio ya no existe más, hay solamente una fotografía del mismo (que está en mis posesiones) que justifica sumamente esta declaración. La imagen en cuestión era un grabado en sepia, de por lo menos el siglo diecisiete, y representaba, a primera vista, una escena bíblica, dada la arquitectura (la imagen mostraba un interior) y las figuras, que tenían ese gusto semi-clásico con que los artistas de hace dos centurias creían apropiado para las ilustraciones de la Biblia.
A la derecha había un rey en su trono, y este trono estaba elevado sobre doce peldaños, un baldaquín, leones a cada lado; se trataba evidentemente del rey Salomón. Estaba como flexionado hacia adelante, extendiendo su cetro, en actitud de comando; su rostro expresaba horror y disgusto, aunque también imperiosa voluntad y poder. La mitad izquierda del dibujo era lo más extraño de todo. El interés se centraba ahí. En el suelo detrás del trono estaban agrupados cuatro soldados, que rodeaban a una figura agazapada que será descripta en un momento. Un quinto soldado yacía muerto a un costado, con su cuello torcido de forma antinatural, y sus ojos fuera de sus órbitas. Los cuatro guardias estaban mirando al rey.
En sus rostros el sentimiento de horror era aún más intenso; parecían, de hecho, que solamente seguían en sus puestos a causa de su ciega confianza en el rey. Todos estos terrores eran inspirados únicamente por el ser agazapado en el centro. Enteramente carezco de palabra que pueda describir la impresión que ésta figura provocaba en cada quien que la observaba. Recuerdo una vez haber mostrado la fotografía del dibujo a un expositor de morfología, una persona que, tuve que decir, anormálmente sana y de no mucha imaginación. Él se negó terminantemente a quedarse solo el resto de la noche, y me contó mucho después, que durante numerosas noches no osó apagar la luz para ir a dormir.
A pesar de todo, los principales atributos de la figura trataré de al menos indicar. Lo primero que uno veía era una masa de hirsuto, enmarañado pelo negro, la cual cubría un cuerpo de espantosa delgadez, casi esquelética, pero con músculos firmes como alambres. Las manos tenían una oscura palidez, y, al igual que el resto del cuerpo, estaban cubiertas por el mismo tipo de cabello, y coronadas en horribles zarpas. Los ojos, coloreados con un amarillo ardiente, tenían pupilas de un negro intenso, las cuales estaban clavadas en el rey mismo, y exhudaban un odio bestial.
Imagine una de las desagradables serpientes cazadoras de aves de Sudamérica trasladadas a un ser humano, y dotada de una inteligencia poco menor a la de un humano, y usted tendrá un débil concepción del terror inspirado por esta sobrecogedora efigie. Un comentario que es usualmente hecho por quienes han visto la fotografía que tengo es que: "ha sido dibujado del real".
Tan pronto como el primer choque de este irresistible espanto hubo decrecido, Dennistoun echó un vistazo a sus anfitriones. Las manos del sacristán estaban tapándole los ojos; su hija, en tanto, miraba la cruz en la pared, rezando sus fervientes rosarios.
Al final, espetó su pregunta:
—¿Está a la venta este libro?
Lo siguiente fue la misma vacilación, la misma angustia que antes se había manifestado, y luego hubo una respuesta:
—Si a monsieur le interesa.
—¿Cuánto pide por él?
—Tomaría doscientos cincuenta francos.
Esto fue desconcertante. Hasta la conciencia de un coleccionista algunas veces se deja llevar por las pasiones, y la de Denniston se tornó como la de un coleccionista.
—¡Mi buen hombre! —dijo una y otra vez— Su libro vale mucho más que doscientos cincuenta francos, se lo aseguro, mucho más.
Pero la respuesta no varió.
—Tomaré doscientos cincuenta y no más.
No había posibilidad de rechazar tal chance. El dinero fue pagado, el recibo firmado, un vaso de vino selló la transacción, y después, solo después, el sacristán pareció haberse convertido en un hombre nuevo. Se paró de nuevo derecho y dejó de mirar furtiva y constantemente hacia atrás, se rió de veras o trató de hacerlo. Dennistoun se levantó y se marchó.
—¿Me daría el honor de acompañar a monsieur a su hotel? —dijo el sacristán.
—¡Oh no, gracias! No está a un centenar de yardas. Conozco perfectamente el camino, y hay luna llena.
El sacristán repitió su oferta tres o cuatro veces, y tantas negativas tuvo.
—Entonces, monsieur me llamará si... si encuentra ocasión; manténgase por la mitad del camino, los laterales son tan encrespados.
—Ciertamente, ciertamente. —dijo Dennistoun, quien estaba más que impaciente por examinar su premio más minuciosamente; salió fuera de la casa con su libro bajo el brazo.
Aquí fue la hija quien se acercó a Dennistoun. Ella estaba como ansiosa por hacer algo por su propia cuenta, quizás, como Gehaze, para "hacer algo" al extraño que su padre hubo escatimado.
—Un crucifijo de plata y una cadena para el cuello, monsieur quizás será bueno y la aceptará.
Bien, realmente, Dennistoun no solía usar estas cosas.
—¿Qué quiere mademoiselle por ella?
—Nada, nada en el mundo. Monsieur, se la regalo.
El tono en que estas palabras (y las anteriores) habían sido dichas era inconfundiblemente genuinos, así que Dennistoun no pudo más que expresar sus más abundantes gracias, y tuvo que ponerse la cadena alrededor de su cuello. Pareció como si hubiera realizado algún servicio extraordinario a padre e hija, por el cual ellos no sabían como agradecerle. Una vez que él salió, ellos estuvieron en la puerta mirando como se iba y estaban todavía así cuando él agitó su brazo en un último saludo de buenas noches, desde la lejanía del Chapeau Rouge.
La cena había terminado, y Dennistoun estaba ya en su dormitorio, solo, encerrado con su adquisición. La casera demostró su interés luego de conocer el hecho que había visitado al sacristán y que le había comprado un viejo libro. Él creyó haber escuchado un diálogo apurado entre ella y el susodicho sacristán en el pasillo fue del salle à manger, algunas palabras que habían concluído con "Pierre y Bertrand dormirían en la casa".
A lo largo de todo este tiempo un sentimiento de molestia había estado creciendo dentro suyo, reacción nerviosa, quizás luego de la emoción de su descubrimiento. Cualquier cosa que fuera, resultó en una convicción que había algo detrás suyo, de manera que se sentía un poco más cómodo cuando tenía la espalda apoyada en la pared. Todo esto, obviamente, pesaba poco confrontado al valor coleccionístico de lo que había adquirido. Y ahora, como digo, estaba solo en su cuarto, tomando cuenta minuciosa de los tesoros del Canon Alberico, que a cada momento se revelaban más encantadores.
—¡Bendito Canon Alberico! —dijo Dennistoun, quien tenía un empedernido hábito de hablar consigo mismo— Me pregunto en donde estás ahora. ¡Dios mío! Ojalá la casera pudiera reir de manera más animada, me hace sentir como si hubiera un muerto en la casa. Me pregunto que significaría ese crucifijo que la joven insistió en darme. El pasado siglo, supongo. Si, probablemente. Es una molestia tener una cosa colgando del pescuezo, muy pesada. Su padre parece haber estado portándola por años. Creo que puedo darle una limpiada antes de guardarla.
Se había sacado el crucifijo y lo había colocado sobre la mesa, cuando su atención se vio atrapada por un objeto que yacía en el mantel rojo, justo a un lado de su codo izquierdo. Dos o tres ideas de lo que podía ser revolotearon rápidamente por su mente con su usual e incalculable velocidad.
—¿Un trapo? No, no hay tal cosa aquí. ¿Una rata? No, es demasiado negra. ¿Una larga serpiente? Confío en Dios que no, no. ¡Santo Dios! ¡Una mano como la mano del grabado!
La mano, pálida, de cuero negruzco, nada más que huesos y tendones de espantosa fuerza, hirsuto cabello negro, más larga que la de un ser humano, con nudillos que nacían de donde terminaban los dedos y se curvaban bruscamente, grises, huesudos y rugosos.
Saltó de su silla con un mortal e inconcebible terror aferrado a su corazón. La forma, cuya mano izquierda reposaba en la mesa, estaba tomando una postura erguida detrás de su asiento, tenía su mano derecha encorvada sobre la cabellera. Tenía unos harapos oscuros a su alrededor; el pelo zafio la cubría tal y como en el grabado. La quijada inferior era delgada, ¿cómo lo puedo recordar? como superficial, tal como las de las bestias; los dientes se podían ver detrás de los labios oscurecidos y no tenía nariz; los ojos de un amarillo penetrante, y sus pupilas negras e intensas, y con un odio exultante y una sed por destruir vidas más que reluciente, era la más horrorosa forma que podía uno tener que ver. Tenía un toque de inteligencia, inteligencia más allá de la de una bestia, menor a la de un ser humano.
Los sentimientos que este horror agitó en Dennistoun fueron tanto de pánico y temor físico como de la más profunda abominación. ¿Qué hizo? ¿Qué podía hacer? Él nunca hubo de estar certero sobre las palabras que dijo, pero si que habló, y que capturó ciegamente aquel crucifijo de plata, y que fue conciente de un movimiento hacia él de parte del demonio, y que aulló con la voz de un animal en terrible dolor.
Pierre y Bertrand, los dos robustos y atléticos sirvientes, que llegaron prontamente, no vieron nada, pero sintieron como que algo los empujó y que pasó por entre medio de ellos, y hallaron a Dennistoun desvanecido. Se quedaron con él toda la noche, y sus dos amigos fueron a St. Bertrand a las nueve de la mañana del siguiente día. Él mismo, aún nervioso y agitado, contó su historia y encontró crédito entre sus amigos solo cuando hubieron visto el grabado y hablado con el sacristán.
Casi al crepúsculo el pequeño hombre había ido a la posada con algún pretexto, y escuchó con el mayor interés la historia que le contó la casera. No mostró sorpresa alguna.
—¡Es él, es él! Yo lo he visto por mí mismo —fue su único comentario, y contra toda pregunta, solo tuvo como réplica condescendiente: "Deux fois je I'ai vu; mille fois je I'ai senti" No diría nada sobre la procedencia del libro, ni mayor detalles sobre sus experiencias—. Debo irme a dormir, y mi descanso será dulce. ¿Por qué me voy a hacer problemas?
Nunca sabremos que le pasaba al sacristán o que le pasó al Canon Alberico de Mauleón. Al dorso de tal malaventurado grabado solo habían algunas líneas que se suponían arrojarían luz sobre la situación:
"Contradictio Salomonis cum demonio nocturno. Albericus de Mauleone delineavit. V. Deus in adiutorium. Ps. Qui habitat. Sancte Bertrande, demoniorum effugator, intercede pro me miserrimo. Primum uidi nocte 12mi Dec. 1694: uidebo mox ultimum. Peccaui et passus sum, plura adhuc passurus. Dec. 29,1701."
(La pelea de Salomón con un demonio de la noche. Dibujado por Alberic de Mauleón. Versículo: O Dios, date prisa en ayudarme. Salmo: Quienquiera que viva. Saint Bertrand, que combatió a los demonios que vuelan, reza por mí, el más infeliz. Lo vi por primera vez la noche del 12 de Diciembre de 1694; pronto lo veré de nuevo por última vez. He pecado y sufrido, y tengo todavía más por sufrir. Dic. 29, 1701.)
El "Gallia Christiana" da como fecha del fallecimiento del Canon la de Diciembre 31 de 1701, "en cama, de un súbito ataque"; los detalles de este tipo no son comunes en el gran trabajo de Sammarthani.
Nunca terminé de comprender cuál fue el punto de vista de Dennistoun acerca de los eventos narrados. Una vez me citó un texto del Eclesiastés:
"Algunos espíritus han sido creados para la venganza, y en su furia yace en las llagas y los golpes".
En otra ocasión dijo:
—Isaías fue un hombre sensible; ¿nunca dijo nada sobre espíritus nocturnos que vivían en las ruinas de Babilonia? Estas cosas están más allá de nuestro presente.
Otra de sus confidencias me impresionó, y me compadecí con él. El último año estuvimos en Comminges y fuimos a ver la tumba del Canon Alberico. Es una gran construcción de mármol con una efigie del Canonigo con una gran peluca y sotana, y un elaborado elogio de su sabiduría. Vi a Dennistoun hablar por algún tiempo con el vicario de St. Bertrand, y cuando nos marchábamos, me dijo:
—Espero que no esté equivocado: tu sabes que soy presbiteriano, pero creo que ellos rezan y cantan por la memoria de Alberico de Mauléon, pero no opino que lo aprecien demasiado.
El libro está en la Colección Wentworth en Cambridge. El grabado fue fotografiado y luego quemado por Dennistoun el día que se marchó de Comminges, en ocasión de su primer visita.
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