viernes, 29 de noviembre de 2024

Poemas. Jaime Siles.

Variación barroca sobre un tema de Lucrecio. 


I

En una noche nos hacemos viejos
y, al despertar al mundo, la mañana
en la luz del cristal de la ventana
nos clava, como insultos, sus reflejos.

Los ojos en el agua son espejos
de la memoria llena de gris grana
y la palabra, para siempre cana,
nos deja sus acentos circunflejos.

En el lavabo de las horas lavo
el hollín de los días. Las semanas
dejan cal en el cuerpo; ladeada,
la sombra de los años; ignorada,
la inteligencia de las cosas vanas:
el grifo, el jabón, este lavabo.

II

El grifo, el jabón, este lavabo
adelantan la ciencia soberana
del existir: mirar por la ventana,
ver cuántas cosas cada día lavo.

Un resplandor de rayas, rojos lagos,
una copa, un libro, una mañana
de otro rostro mirando en la ventana
el mismo gris de sus contornos vagos

me hacen saber que acentos circunflejos,
auroras grises de los días, granas
sombras inmovilizan los espejos;
que somos el rumor de los reflejos
de las horas, los días, las semanas
y que una noche nos hacemos viejos.






Sin.


Sin signos.
Sin idioma.
Sin final.
Tal cual a ti
en ti
nada te cambia.
Lo anterior a tu voz,
eso es el mundo.





Silencio.


Equilibrio de luz
en el sosiego.
Mínima tromba.
Ensoñación. quietud.
Todo:
un espacio sin voz
hacia lo hondo oculto.





Semáforos... semáforos.


 a Pedro Laín Entralgo

La falda, los zapatos,
la blusa, la melena.
El cuello con sus rizos.
El seno con su almena.

El neón de los cines
en su piel, en sus piernas.
Y en los leves tobillos,
una luz violeta.

El claxon de los coches
se desangra por ella.
Anuncios luminosos
ven fundirse sus letras.

Cuánta coma de rimmel
bajo sus cejas negras
taquigrafía el aire
y el aire es una idea.

El cromo de las motos
gira a cámara lenta.
Destellos, dioramas,
tacones, manos, medias.

Un solo parpadeo
y todo se acelera.
El carmIn es un punto
y es un ruido la seda.
La falda, los zapatos,
la blusa, la melena
se han ido con la luz
verde que se la lleva.

En un paso de cebra
-la ví y dije: ¡ella!
Y todos los motores
me clavaron su espuela.

El semáforo dijo
hola y adiós. Y era
muy pronto para todo,
muy tarde para verla.

El ámbar me mordía
los ojos y las venas
y la calle tenía
resplandor de pantera.

En qué esquina de yodo
su mirada bucea.
En qué metro de níquel
o burbuja de menta.

Ningún libro me dice
ni quién es ni quién era.
Ni su nombre ni el mío
intercambian fonemas.

Lloran los diccionarios,
lloran las azoteas
y dicto mis mensajes
en una lengua muerta.

Ha llegado hasta junio
y estoy en las afueras.
La costura del cielo
tiene blondas de niebla.

Las boquitas pintadas
dejan polvo de estrellas
en el borde de un vaso
boreal de ginebra.

Escrito en cuneiforme
el perfil de sus ruedas
los taxis amarillos
tatúan la alameda.

La noche me maquilla
con su breve tormenta
de bares y de hoteles
sonámbulos que tiemblan.

Otoño de terrazas
vacías y de mesas,
de toldos recogidos
y sillas genuflexas.

Los lápices de labios
con la aurora despiertan.
Los espejos los miran
dibujar sus dos letras.

En un paso de cebra
la ví y dije: ¡ella!
y todos los motores
me clavaron su espuela.

Ésta es la misma calle.
Ésta, la misma acera.
Y la hora, la misma.
Sólo ella no es ella.

La falda, los zapatos,
la blusa, la melena.
El cuello con sus rizos.
El seno con su almena.

¿Y la coma de rimmel
bajo sus cejas negras?
El aire me grafía
aún su silüeta.

Esculpida en el ámbar
-de algún paso de cebra
fosforece su piel,
fosforecen sus medias.





Ritornello.


Nada hay en mí, sino esos horizontes
que alguien dormido contempla desde un mar:
desde otro mar, que acaso ya no existe.





Parábola de este mismo lugar.


El que camina y va
y el que regresa

El que está en un lugar
y el que ha venido

El que está inmóvil
y aquel que no ha tornado

El que sólo es el tiempo
de un espacio distinto

El que nunca es el tiempo
ni tampoco el lugar

El que es y no es
el que será y ha sido

El que era agua
y ahora es sólo aire

El que era tierra
y ahora es sólo agua

El que era aire
y ahora es sólo tierra

Informan la materia
de este mismo lugar

donde el que es ya era
y el que será ya ha sido

porque son la materia
de este mismo lugar.





Naturaleza.


A José M a Guelbenzu

Y si, de pronto, tú, naturaleza,
entre pliegues de piedra me mirases
y no pudiera ser yo, sino tú música
en los mismos instantes que dura una verdad;
una verdad que pasa por un cuerpo
abriéndole a los ojos todas sus superficies
para dejar de ser lo sido cada día,
para dejar de ser una verdad,
qué transparencia en la quietud del fondo.





Música del agua.


El espacio
-debajo del espacio-
es la forma del agua
en Chantilly.

No tú, ni tu memoria.
Sólo el nombre
que tu lenguaje escribe
en tu silencio:

un idioma de agua
más allá de los signos.





Metamorfosis.


Indivisible voz
de indivisibles gotas
el fuego llega a ti
en voz de agua.
Mármoles, musgos, líquenes
que fueron
              tu memoria de entonces
                                     en el agua.

Bajo formas de fuego
                 que son luz
                       las figuras del fuego
                                       que son agua.





Mayo del 68.


La falda resbalaba
por el fucsia frambuesa
de sus medias. La lava,
por su tez de tigresa.

Nevaba, sí, nevaba
una canción francesa.
Por su boca marchaba
la armada japonesa.

Era París en mayo
Boticelli: la diosa
que surgía del tallo.

Cimabué. Cimarosa.
Libertad: aquel rayo
de pestaña furiosa.





La tierra de la noche.


La noche te escribe,
                          te transcribe,
                          te inventa.
                                     Así,
                                         sobre el papel,
lienzo tan sólo,
                       tiempo:
papel donde la noche
abriera sólo
la tierra de su efigie,
la figura,
el cuerpo del que brotan
los invisibles signos.
                   La Tierra
de la noche
la Terra della Notte,
terracota o destino
o escritura que inventa
lo distante de ti,
lo más allá de ti:
alfabeto nocturno de la nada.





Interiores.


I

En el tacto interior de esas gaviotas
hay un eco de sombras que conduce
a una intemperie toda de cristal.

Lo que el aire levanta es su presencia
que, en un compás de luces, se diluye
hacia una abierta y sola identidad.

¡Qué profundo interior éste del aire,
cuyas formas modulan su no ser!

II

¿Qué puede al hombre cautivar, sino la música
que en la quietud la arena en sí eterniza
y las olas tan sólo que a lo lejos
una a una, en su olvido, repite sin cesar?

Como su cuerpo son, también, de sombra
y entre su voz la sal es lo que dura
y ese rumor del eco en transparencia
de quien no sabe de otra eternidad.

¿Puede la música ser algo más que sombras
hechas a medida de una idea,
talladas en cristal por el que olvida
que hace surgir un dios de entre sus notas?

¿O lo que aquí llamamos música pudiera
muy bien llamarse el ala de una duda
y el paraíso firme que sostienen
interiores columnas de temblor?





Himno a Venus. 


Amor bajo las jarcias de un velero,
amor en los jardines luminosos,
amor en los andenes peligrosos
y amor en los crepúsculos de enero.

Amor a treinta grados bajo cero,
amor en terciopelos procelosos,
amor en los expresos presurosos
y amor en los océanos de acero.

Amor en las cenizas de la noche,
amor en un combate de carmines,
amor en los asientos de algún coche,

amor en las butacas de los cines.
Amor, en las hebillas de tu broche,
gimen gemas de jades y jazmines.





El corazón del agua.


Remos, mareas, olas.
Un murmullo impreciso perpetúa
la oculta faz del imposible aliento.

Una gota de sal disuelta llama
sobre un pecho pretérito
buscándote.

Un párpado de luces diminutas
donde tus dedos tocan el azogue.

Un latido oxidado que penetra
y lame y teje y corta claridades.

Sólo existir perdido
donde el agua
multiplica su rostro en otras ondas.





Daimon Atopon. 


 A Marifé y Pepe Piera

I

Se te puede buscar bajo un ciprés de espuma,
en los dedos del aire, metálico del sueño,
en un volcán de pájaros incendiados de nieve
o en las olas sin voz de los peces de plata.

Te ocultas en los ríos,
en las hojas de piedra,
en las lunas heladas.
Vives tras de las venas,
al borde de los dientes,
invisible en la sangre, desnuda, de la aurora.

Te he visto muchas veces arder en los cristales,
saltar en las pupilas,
consumirte en los ecos de un abismo innombrable.

Tu sombra me dio luz,
acarició mi frente,
se hizo cuerpo en mi boca.
Y tu mirada quema, relámpago de hielo,
humo en las cejas,
lava.


II

Árbol de olvido, tú,
cuerpo incesante,
paloma suspendida sobre el vértigo.
Hay una sal azul tras de tus cejas,
un mar de abierto fuego en tus mejillas
y un tic-tac indecible que me lleva
hasta un profundo dios hecho de espuma.

Y es otear el aire,
arañar el misterio,
acuchillar la sombra.

Y te voy descubriendo,
metálica mujer, entre el espino:
un murmullo de sangre transparente
en el rostro perdido del silencio.

III

Por ti la luz asciende a mediodía,
arena prolongada hasta mis labios,
hilo de tierra ardiente y presurosa
donde el espacio brota mas intenso.

Es un géiser de espuma,
de interrumpida lava,
de paloma incompleta
que multiplica el aire en dimensión de voces.

Todo es música, nota, diapasón.
Hasta los cuerpos, en la nada, suenan.





Convento de las dueñas.


 A Federico Ordiñana

El oscuro silencio tallado sobre el tacto
golpea sin tocar la luz de esta materia,
de esta altura perdida persiguiendo
la eternidad donada a sus figuras.

Un sosiego perenne asciende hasta la música.
difumina los ecos sonoros del espacio
y pulsa, impele, domeña, geometriza
la mágica sorpresa del aire en surtidores.

Infiel al arbotante, a la jamba convexa,
al ritmo que la mano con claridad impone,
deja un aliento verde para llegar al sueño,
al éxtasis que crece desde la piedra en fuga.

Y queda un resplandor, una callada imagen,
un fragmento de tiempo que impreciso se ahonda
y nunca más se ha sido: se está siendo
porque en su dimensión la forma dura.





Comisión de servicios.


En la orilla del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsay.
La arena de los mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de ClaudeMonet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet:
Henri Fantin-Latour hizo su Breda
de Rimbaud, de Verlaine. De Baudelaire
era el foulard sonoro de la seda
que bordaba en el aire aquel vaivén.
De todo aquel momento s6lo queda
lo que pienso sentado en el andén
mientras el autobús me dice que sí queda
El Oro de sus cuerpos de Gauguin.
El oro de sus cuerpos en la acera
son balandros que flotan en mi sien.
Son un mástil, las velas, la carena,
los veloces tacones de sus pies.
Los veloces tacones de sus pies
son las medias que suben, las caderas,
el collar en el cuello, las hombreras
con el bolso en el brazo como bies.
En un escaparate reverbera
una figura que es y que no es
o de carne o de lienzo o de cera
o la Gala del pintor de Cadaqués.
He de tomar un autobús. Y un tren.
Y un avión. Y un barco, por el Sena,
deja en el agua escrita la carena
de las quillas que pasan por mi sien.
Soy el avión y el barco y soy el tren.
Soy esta sensación que me encadena
con la cabeza llena, llena, llena
de imágenes y ritmos en vaivén.
Para que entiendas todo tú también
te escribo esta postal. Tú no la leas.
Has de venir aquí para que veas
con tus ojos mis ojos: note creas
que esta postal lo dice todo bien.
Si lo dijera todo, toma el tren.
Y, si no dice nada, una primera.
Y, si te dice algo, una litera.
Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven!, ¡ven!
Cenaré en la Embajada con las damas
y no en Maxim's. Te compraré Chanel.
No traigas camisones ni pijamas:
te cubriré de tinta y de papel
Tengo en la mesa cinco telegramas,
dos despachos urgentes y, en la piel,
resueltos todos los crucigramas
del diluvio a la Torre de Babel.
Si me llamas, hazlo por la mañana
de seis a siete, no de nueve a diez.
Estoy aquí al pie de la ventana
esperando el télex color grana
cifrado sobre el tacto de tu tez.
No me digas la clave: sé que emana
de la combinación del diorama
de música, de labios y de cama
con la carne inventada cada vez.
Como las letras, si, del anagrama
del saturnio que somos, ama, ama
estos signos que sobre las semanas
de tu cuerpo militan como grama
de mi vegetación sobre el cuartel
de la memoria, que tendrá sus canas
-tu cintura, tu zinc, tu cronograma-
en las olas de todas las mañanas
de la espuma que fui sobre tu piel.
Escrito por los días en las granas
pestañas y pistilos y ventanas
de la vidriera virgen del papel,
el oro de tu cuerpo se derrama
en tacto, en tinta, en texto, en tez, en trama
sobre la lengua líquida que llama
con un rumor de ríos y de rama
la basa, el plinto, el fuste, el capitel
del gótico jinete que reclama
la enseña y la divisa de su dama,
los colores, la cinta, la retama
para el torneo y justo redondel,
combinación de música y de cama
con ese delicado diorama
que, bajo las enseñas de la grama,
gleichzeitig langsam und gleichzeitig schnell,
ejecuta en nosotros -pentagramas,
hiperbólicas sumas, cronoramas-
el vidriado Bolero de Ravel.
El ministro firmó. Una llamada
dice que el protocolo es de chaqué.
Toma el avión y tráeme, planchada,
la camisa de seda y, RESERVADA,
manda por la valija, bien lacrada,
la chequera, la Visa y tu corsé.
Acaba de llegar un telegrama
que dice que decreta una semana
el gobierno de fiesta. ¡Ven!, ¡ven, ¡ven!
El Oro de sus cuerpos es un falso
engendro tahitiano de Gauguin.
El Oro de tu cuerpo -also, also!-
el oro de tu cuerpo y tu vaivén,
tu ritmo de amazona y tu melena
abierta porel aire en una E.
La arena de tus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Son un mástil, las velas, la carena,
los balandros que flotan en mi sien.
Con los ojos llenos de gasolina
y del vapor del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quaid'Orsay.
Navegaré al compás de la bolina,
grímpolas en los estayes izaré.
Por tu carne -como una golosina,
un circuito de nata, un canapé-
navegará mi lengua submarina
las escotas, las jarcias, el bauprés
en el cock-tail de la carta marina
-entremeses, ahumados y terrina,
Gänsleber, caviar, Cháteau Sauternes
y, de postre, tarta de mandarina,
Peras Duquesa con hojaldre y miel
polvorones de almendra y espumosa
Viuda servida en copa. Minué
para ti, mandarina de la China.
Para ti, mi Duquesa, este proel
ha trazado tu mapa turmalina
en la tenue tinta mortecina
de la luz que le pone en la retina
el oro de tu cuerpo y de tu piel.
En esta sala sola, sin salida,
donde la craquelada simetría
que veo dibujada en el pincel
del oro de tu cuerpo y no en la guía
del museo, ni en la idolatría
de los lejanos mares ni en Gauguin,
me hacen saber que la soberanía
del territorio está en la monarquía
de la carne del cuerpo de la vida
y no en el bronce pensante de Rodin.
En el agua del Sena a mediodía
los paquebotes abren una vía
a la que el tiempo pone un cascabel.
El sonido que huye deja herida
no tanto el aire como sí la vida,
no tanto el agua como sí la piel
de este caballo que se me desbrida
por el raíl de la melancolía
que en un ritmo de imágenes desvía
la cortina y la saca del riel.
Ese grisú de gas de cada día
es el que quiero hoy para el pincel:
no la nata montada ni la fría
ordenación de la caballería
en un desfile militar. Plein air!
La dotación de mi artillería
no dispara sus salvas, sino envía
la munición contra la batería
del tiempo atrincherado en el cuartel
de la memoria y del mediodía
que soy en este instante de mi vida
ante este cuadro. Junto al Quai D'Orsay
quiero que sepas que no sé si sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce. ¿Quién, cuál, qué
quedará en la orilla junto al Sena:
si tú, si yo, si el barco o la sirena.
Pero esto -sólo esto- sí lo sé:
tu ritmo de amazona, tu melena
abierta por el aire en una E.
La arena de tus mares suena, suena.
La arena de tus mares son los pies
que sostienen el ritmo del poema
con el mismo fulgor de diadema
que las manos sostuvieron el pincel.
¿Qué importa que Gauguin ya no lo vea,
si la imagen es centro de la idea
y, en la idea, respira aquel vaivén?
El oro de sus cuerpos en la acera
es la inmovilidad de la tijera
que nos corta y recorta en el andén.
Para inmovilizar esa sirena
que oigo en las márgenes del Sena,
quiero el oro de tu cuerpo yo también.
Ya ves que todo es una cadena
de símbolos, y suena, suena, suena
el codaste, la cofa, la carena
de la turgente urgencia de tu piel.
En este mediodía junto al Sena
la tijera que corta la cadena
me ha dejado escrita en el papel
toda la carta que es este poema
y, en el aire, abierta la melena,
tu nombre resumido en una E.
Tu nombre como una diadema
que destella en la ele de tu Ela
mientras no sé si viene o vuelve o vuela
este tan kilométrico poema
pintado por un mástil sin su vela
en el agua del Sena en Quai D'Orsay.
Hazme caso: no quiero que lo leas.
Has de venir aquí para que veas
con tus ojos mis ojos: no te creas
que este poema lo dice todo bien.
Si lo dijera todo, toma el tren.
Y, si no dice nada, una primera.
Y, si te dice algo, una litera.
Y, te diga o no diga, ¡ven!, ¡ven, ¡ven!
Arroja al fuego esta postal-poema.
Yo sé que mis jazmines en tu gema
son el mejor salón que tiene el tren.
El tren es lo que corta la tijera.
Y el oro de tu cuerpo en la acera,
la única razón para mi espera
sobre el gres, gris de nieve, del andén.
Por eso, mientras vienes, mientras llegas,
construyo este edificio, esta quimera
de palabras que trazan la frontera
en el tiempo que soy sobre el papel
con la tinta de tantas noches ciegas
de leer en tu cuerpo la primera
sombra de luz y página de cera
del día que, en su día, vio Gauguin.
Sobre la margen gélida del Sena,
tahitiana miniada, niña buena,
bailaremos sin fin un minué
antes de que la muerte -la tijera
que recorta las sombras en la acera-
nos deje sin la la vida y sin vaivén.
Antes de que te hagan prisionera
los faros y la niebla y la fea
escala en el viaje a la vejez;
antes de que seamos anagrama
del telegrama que fuimos una vez;
antes de todo eso, ama, ama,
mandarina, duquesa, tú, mi dama,
este vagón que somos y este tren
que correrá por las mañanas granas,
por los años, los días, las semanas
y dejará, en las estaciones canas,
grises gotas de grasa en el andén.
Grises gotas de grasa dicen: «Ven, ven
por los años, los días, las semanas,
Por el coral pezón de las mañanas
y el traqueteo zíngaro del tren».
Tiene la luz vegetación de alas,
cromatismo de olas, hilos, balas
disparadas al aire. ¿Contra quién
nos herirán los aros de las horas,
los relojes de arena, las auroras
y el sonido del zinc en esta sien?
En esta sien donde una caracola
la sucesión del mar tiene, y de ola
que bate en nieve púrpura tu piel.
Tu piel y tu clavel y tu corola
que pinto sobre el lienzo solo, sola
mientras en la memoria la moviola
del Danubio como una pianola
de címbricos corales en vaivén
me deja en las esloras de las horas
las espuelas y espinas, amapolas
del oro de tu cuerpo y de tu piel
en una floración del rompeolas
de las bombas, fusiles y pistolas
que el tiempo pone dentro de mi sien.
Contra esos misiles de las horas,
contra esos proyectiles, el proel
que he sido por el mar de las auroras
de la página, la tinta y el papel,
dispara hoy las cargas niqueladas,
los torpedos, obuses y granadas
que defienden tu carne cincelada,
el oro de tu cuerpo y la nevada
acuarela de líquenes pintada
que dejaron mis días sobre él.
El Oro de sus cuerpos de Gauguin
se resume en una pincelada:
es el pigmento, el punto, la mirada
que inmoviliza el tiempo en el pincel.
Como él, como tú y como cada
cuerpo que se termina y que resbala
por la página que somos, el papel
de la vida devuelve, bronceada,
la trayectoria roja de la bala
y el recorrido terso de la piel
en fuego graneado que dispara
sobre la posición de nuestra nada
la memoria -el único cuartel
que, dentro de la luz erosionada
por la ceniza del color, prepara
una ventana que no tiene dintel,
una coma conífera y un ala
donde la trayectoria de la bala
y el recorrido terso de la piel
se articulan en una sola sala
que la luz en instantes acristala
en un juego de espejos en vaivén,
donde la coma se convierte en ala,
el ala en bala, y la bala en
la munición que el tiempo nos dispara
en fuego graneado que no para
de recorrer el oro de la piel.
El oro de la piel no para; para
el pintor, y la mano, y el pincel,
pero no la pintura ni el verano
ni la música que es su carrusel.
Lo que detiene el tiempo de la mano,
lo que detiene el cuadro de Gauguin
es el aire que pasa por el vano
del instante que pasa por la piel.
La cordillera del amor humano
está sobre los límites del plano
que, en la aceleración de su aeroplano,
nos inventa la carne cada vez.
El altímetro que mide lo lejano
reduce al escorzo de este plano
la intensidad que fuimos una vez.
Veo cúpulas de todos los veranos,
brújulas, hemisferios, meridianos
escritos en el cuadro de Gauguin.
Y veo la distancia de mis manos
y siento la distancia del vaivén.
El que yo fui tiene color lejano,
ceniza encima, el cuerpo tatuado
por el color del oro de tu piel.
Lo que el tiempo me deja entre las manos
es el color de todos los veranos
en la Gare Saint-Lazare de Claude Monet.
En la Gare Saint-Lazare de Claude Monet
los colores resultan tan lejanos
como lo son también los meridianos,
los hem!sferios y las mismas manos
en la distancia que divide al quien.
El quien es dividido por lejanos
colores de veranos y de planos
que vemos reunirse en el andén
un día del otoño cuando vamos
al museo del mundo y lo miramos
como un viajero desde el tren
mira los puntos que le son lejanos
e imagina los montes y los llanos
y entra en un túnel y sale a un terraplén.
Así también nosotros nos quedamos
con el olor de todos los veranos
disueltos en el oro de la piel
y tomamos aviones, hidroplanos,
globos-sondas, cohetes y llegamos
no al corazón de zinc de los veranos
disueltos en el oro de la piel,
sino al falaz y turbio mecanismo
que devuelve las balas de uno mismo
repetidas en salvas de papel,
en las que el frenesí de los seísmos
se queda convertido en solipsismo
de la emoción que abre los abismos
y nos deja a un lado del arcén.
Por eso digo que nosotros mismos
somos reflejos de los espejismos
como el poema lo es de este papel
de este papel que me condena al istmo
de la península de un silogismo
de imágenes y ritmos en vaivén.
La arena de sus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Son un mástil las velas, la carena,
los balandros que flotan en mi sien.
En el agua del Sena a mediodía
los paquebotes abren una vía
a la que el tiempo pone un cascabel.
El sonido que huye deja herida
no tanto el aire como sí la vida,
no tanto el agua como sí la piel
de este caballo que se me desbrida
por el raíl de la melancolía
que, en un ritmo de imágenes, desvía
la cortina, y la saca del riel.
Ahora que soy aún mi todavía,
ahora que soy aún y que no sé
si el autobús me lleva a la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsay;
ahora que soy aún el que te mira,
ahora que soy aún el que te ve,
ahora que todavía nos admira
El Oro de sus cuerpos de Gauguin;
ahora que aún ardemos en la pira,
ahora que aún el vértigo es un bien,
ahora que la carne aún delira,
imitemos al mundo en su vaivén.
Con el lujo de goces de la China,
con El Oro de sus cuerpos de Gauguin
he trazado una mapa turmalina
en la tenue tinta mortecina
de la luz que me pone en la retina
el oro de tu cuerpo y de tu piel.
Los dioses griegos y todos los latinos,
los de Acadia, Sumeria e Israel,
los hititas, egipcios y triestinos,
y el Atlántico, donde mojas tus pies,
darán su bendición a este poema
escrito en el estribo de la E
de tu nombre, tu piel y tu melena
por el aire que suena, suena, suena
con imágenes y ritmos en vaiven
sobre la sucesión de la cadena
de símbolos que pasan por el Sena
como cuchillas pasan por mi sien.
Como las quillas pasan por el quien,
así también el túnel nos espera
en la cartografía que encadena
gotas grises de grasa en el andén.
Gotas grises de grasa dicen «¡ven!, ¡ven!»
En carne o voz o página de cera
quiero llegar hasta la noche ciega
que -mientras viene o va o vuelve o llega-
nos salva del metal de la tijera
y nos lleva, en tu gema, por el tren.
Para inmovilizar esa sirena
que oigo en las márgenes del Sena
quiero el oro de tu cuerpo yo también.
El oro de tu cuerpo es el tesoro
que bato cuando fundo, fijo, doro
el territorio todo de tu piel.
En la orilla del Sena sé y no sé
si el autobús me lleva o la ballena
de Jonás me conduce al Quai d'Orsily.
La arena de tus mares suena, suena.
Régates a Argenteuil de Claude Monet
se mueven en mis ojos y la arena
que pinta en los desiertos Guillaumet.
Contra el tiempo que hace este poema
contra el tiempo que hace que no es,
ante ti, mandarina de la China,
ante ti, mi Duquesa, este proel
ha trazado el mapa turmalina
en la navegación a la bolina
que disuelve la luz y difumina
sobre el texto del tacto de tu piel
la visión que se me rebobina
en la sesión de cine vespertina
con el lápiz de labios más cruel.
Con los ojos llenos de gasolina
he leído el espacio: una Menina
de Velázquez. Y el tiempo -coronel
de la muerte- me dio, como propina,
el gimnosperma poema de tu piel.





Canción de los espías cultos en el momento de envejecer.


Mi vida a cambio de dos o tres cerillas.
Mi vida a cambio de sorbos de cognac.
Mi vida a cambio de dos o tres colillas.
Mi vida a cambio de este cul-de-sac.
Mi vida a cambio de litros de bencina.
Mi vida a cambio del cónico coral.
Mi vida a cambio del tul de muselina.
Mi vida a cambio de códices de cal.
Mi vida a cambio de luces opalinas.
Mi vida a cambio del cúfico cristal.
Mi vida a cambio de sienes serpentinas.
Mi vida a cambio del fuego en un portal.
Mi vida a cambio de túneles de mina.
Mi vida a cambio de cámaras de gas.
Mi vida a cambio del zinc de una bocina.
Mi vida a cambio del dado de este as.
Mi vida a cambio de nieve derretida.
Mi vida a cambio del ritmo de un compás.
Mi vida a cambio de carne atardecida.
Mi vida a cambio del cine al que tú vas.
Mi vida es esta cifra de la vida.
Mi vida es esta clave y este imán.
Mi vida es la pistola y es la herida
abierta por la ley de un alacrán.
Mi vida es recorrer las avenidas,
pasar por las fronteras como sal
disuelta en las mareas y crecidas
sin que una gota sienta el temporal.
Mi vida es un andar por las esquinas
y en los pasos de cebra atravesar
un semáforo rojo entre bocinas
y uno a uno los coches sortear.
Mi vida son el metro y el tranvía,
y el avión y el tren y el huracán:
son el paso a nivel sin guardavía
y el lapilli que lanza su volcán.
Mi vida es la partida de la luna
al póker de las lenguas y el disfraz
de todas las vocales y de alguna
consonante compuesta por el caz
de la garganta y de la galante
fonemática suma artificial
que los peligros ponen cimbreante
como un tallo de tersura vegetal.

Mi vida de después es la de antes.
Mi vida son el mapa, el telefax,
el télex, la pistola y el vibrante
telegrama enviado por las FAS.

Ahora que no haya nadie aquí delante,
ahora que me hago viejo nada más,
quiero tallar aquí como un diamante
este informe unívoco y cambiante
cifrado en una copa de cognac.
El parte de mi vida sí con arte.
El arte de mi vida en el compás
del tiempo que me parte cuando parte
de mi vida en el dado no es el as.
Mi vida es la película de Marte
que ponen en el cine al que tú vas.
Mi vida es el punto del que parte
la ácida nada que deja el aguarrás.

Hoy quiero recordar sólo el diamante.
Hoy quiero recordar sólo el final
de la mano que escribe con un guante
la plenitud total de aquel instante
borrado por la aurora boreal.
Que sus manos me digan el cuadrante;
el azimut, el cenit, el dial
del punto fijo e inmóvil con que Dante
pintó el tiempo en forma de sextante
el mismo día en que cumplió mi edad.
Quiero creer que soy aquel instante
que pintaba un poeta medieval.
Quiero creer que soy la consonante
estrofa de la aurora boreal.

Ahora que la sangre forma parte
de la bala que veo bajo el chal
y la camisa me tiñe con el arte
de la flor que se extiende por mi ojal
quiero decir el mudo teorema
mi vida cifrada en el poema
del espía que expía su final.





Biografía.


Mi ayer son algas de pasión,
luces de espuma.
Y una arena insaciable que devora
los cuerpos submarinos.
Un cielo blando donde beben
las palomas sin rumbo del estío.





Acis y Galatea.


Ese cuerpo labrado como plata,
ese oro, esa túnica, esa piel,
ese color que tiñe la escarlata
corola del pistilo de un clavel;

ese cielo de cárdenos espacios,
esa carne que tiembla en el vaivén
de las rodillas y de los topacios
nos dicen que este cuadro es de Poussin.

El resplandor del sol en los minutos
del gris del agua sobre el gouache del gres,
el césped de corales diminutos
que puntean las puntas de sus pies;

el placer de los vicios absolutos,
el maquillado estambre, el cascabel
de sus tacones, los ojos resolutos
disueltos en vidrieras de bisel;

las dunas de su cuerpo y esas manos
que la luz difumina en el papel
de este poema dicen que eran vanos
ese oro, esa túnica, esa piel.

La chica que los mira aquí a mi lado
es más real que el lienzo y que el pincel:
hace un gesto de geisha emocionado,
más certero, más cierto, más rimado
de rimmel que la estrofa del clavel.

El cuadro del museo que miramos
no está en la sala, ni en el Louvre, ni en
la Tate Gallery, el Ermitage o Samos,
y no es -ni por asomo- de Poussin.

El cuadro del museo que miramos,
Acis y Galatea, ella y él,
somos nosotros mismos mientras vamos
-ojo, labio, boca, lengua, mano-
sobre la carne del amor humano
ensortijando flores, cuerpos, ramos
de un verano mejor que el del pincel.


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