sábado, 23 de agosto de 2025

Poemas. Matthew Sweeney (1952-2018)

Un olor a pescado. 


Un olor a pescado inundó el valle
y vivieron tierra adentro las gaviotas.

Los gatos, olfateando, corrían por todas partes.
Los hombres checaban el nivel del mar.

A algunos se les escuchaba martillar.
Para rogar por el viento se llenaron las iglesias.





Cacto. 


Después de que ella se fué compró un cactus
igual al que ella le había comprado
en el aeropuerto de Marrakech. Debió buscar
por todo Londres, y luego en Camden,
entre las hordas de jóvenes cogidos de la mano
que abarrotan el mercado, lo encontró,
lo compró y se lo trajo a casa junto al de ella.
La semana siguiente regresó por otro,
y luego por otro más. Lo convencieron de probar
otras variedades, unas brillantes, con tornasol rojo:
como la sonrisa de la vendedora
que no había notado. También compró un tapete,
color arena, para la sala, y se pasó
un fin de semana pintando las paredes
de beige, el techo de un azul pálido.
Hizo que el salón negro y descarapelado fuese
retapizado en color habano, y le dio por tumbarse
en el sofá en una chelaba marrón, rodeado de cactus
oyendo música arabe. Si ella volviese,
pensó, se sentiría en casa.





Carne. 


Le mandé a mi suegra una cabeza de cerdo.
A la semana le mandé dos ojos de vaca en una caja.
No le di ninguna pista de mi identidad,
ni le dije a mi esposa. Ella se enteró pronto:
un llanto en el teléfono a mitad de la cena,
se me atoró una salchicha de jabalí, de la risa,
mientras mi esposa volteaba a verme de reojo.

Cuando me lo contó me supo a la mejor mostaza.
Mientras hablaba supe lo que tocaba enviar después:
criadillas de cordero. De uno en uno le mandaría a su madr
etodo lo que a mi abuelo le gustaba: agachadiza, conejo,
rabo de buey, morcilla y tripas de cerdo.
Ojalá y no haya tirado sus recetas.
¿Cómo se le ocurrió que ella podía renunciar a la carne?





En el polvo. 


Y luego en el polvo él dibujó un rostro,
el rostro de una mujer, y le preguntó
al hombre que bebía whisky junto a él
si la había visto alguna vez, o si la conocía,
sin quitar nunca la vista de ella, como si
esto pudiera hacerla surgir toda entera. Y luego,
mientras negaba con la cabeza, hizo que su bota
la disolviera en una nube de tierra.
Arrojó un leño más al fuego,
vació su vaso y lo llenó nuevamente,
mirando que su perro se levantaba
para gruñir de cara al camino de barro
que se extendía, pleno, en un accidentado horizonte.
Un disparo acompañó el primer ladrido del perro,
se duplicó, se triplicó, se convirtió en una balacera
que paró sin que nada apareciera, entonces se dispuso
a confrontarlo, pero ni siquiera el viento
rozó su cara, ni una sombra,
y cuando su perro había callado ya, una mano
lo ayudó a sentarse y a retomar su vaso.





El aviario. 


¿No es una locura que María
renunciase así al aviario
y se fuese a Jamaica?
¿Te la imaginas sin aves
y sin jaulas ni llaves,
rodeada de negritos?
¿No escuchas la marea
y ese olor entre brea
y café con ganjá?
¿Qué es eso en la postal
que mandó en Navidad?
Parece un buitre.
¿No pasó cinco años
con aves de mil tamaños
a las que detestaba?
¿O era acaso la jaula
y no los bichos de alas
el blanco de su furia?
¿O esa tela de alambre
que encajonaba el aire
y que lo parcelaba?
Y tener que barrer
tanta pluma, tanta hez
un día y luego el otro.
Y mira ahora a María
confusa en su alegría
lo morena que está.
Escúchale la risa
extraña y quebradiza,
piensa en la pobre niña.
Imagina: ¿voló
desde Heathrow
para llegar allá?
Enviemos del aviario
un pequeño canario
con las alas cortadas.
Que se acuerde María
de cómo eran sus días
aquí, y que sea feliz.


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