miércoles, 3 de julio de 2024

La playa de Dover. Matthew Arnold ( 1822-1888)

El mar está en calma esta noche.
La marea está alta, y la luna descansa hermosa
Sobre los estrechos – en la costa Francesa la luz
Resplandece y se ha ido; los acantilados de Inglaterra se yerguen,
Con luz tenue y vastos, allá en la tranquila bahía.
Ven a la ventana, ¡el aire de la noche es dulce!
En quietud, desde la larga línea de espuma
Donde el mar se encuentra con la tierra palidecida por la luna,

¡Escucha! Puedes oír el rugir chirriante
de las piedrecillas que las olas mueven hacia delante y hacia atrás, arrojándolas,
a su regreso allá en el ramal de arriba,
Comienza y cesa, y luego comienza otra vez,
Con trémula cadencia disminuye, y trae
La eterna nota de la tristeza.

Sófocles, hace mucho tiempo
Lo escuchó en el Egeo, y trajo
A su mente el turbo flujo y reflujo
De la miseria humana, nosotros
También encontramos un pensamiento en el sonido,
Escuchándolo cerca de este distante mar del norte.

El Mar de la Fe
También era uno, en su plenitud, y bordeaba las orillas de la tierra,
yacía como los pliegues de una brillante diadema recogida.
Pero ahora solamente escucho
su rugir lleno de melancolía, largo y en retirada,
alejándose, hacia el sereno
de la noche nocturna, hacia los vastos bordes monótonos,
y al aire libre hace guijarros al mundo.

Oh, mi amor, ¡seamos fieles
el uno al otro! Pues el mundo, que parece
que parece yacer ante nosotros como una tierra de sueños,
tan variado, tan bello, tan nuevo,
no tiene realmente ni gozo, ni amor, ni luz,
ni certeza, ni paz, ni alivio para el dolor;
Y estamos aquí como en una llanura sombría
envueltos en alarmas confusas de batallas y fugas,
donde los ejércitos ignorantes se enfrentan por la noche


Poemas. John Ashbery (1927-2017)

Scherezade. 


Sin apoyarse en el enigma de la razón
el agua se acumula en pilas cuadradas de piedra.
La tierra está seca. Por debajo se mueve
el agua. Los peces viven en pozos. Las hojas,
un inquieto verdor, son garabatos en la luz. Enredaderas
salvajes y manzanillas podridas se olvidan de florecer aquí.
Se ha puesto un armario inagotable a disposición
de cada nuevo acontecimiento. Ahora puede ser él mismo.
El día no declina sin cierta reticencia
y al ralentizarse se abre en nuevas avenidas
que sin violar el espacio viven aquí con nosotros.
Otros sueños vinieron y se fueron mientras el depósito
de verbos y adjetivos coloreados se escondía de la luz
para arrullar en la sombra su falta de método
aunque lo que más le gustaba eran las partículas
que transforman objetos de la misma categoría
en objetos particulares, cada uno distinto
dentro y fuera de su propia clase.
Entre tanto surgimiento nada anticipaba
una marea, tan sólo un agradable estremecerse del aire
en el que todo parecía estar presente, apenas
pasado o a punto de llegar. Todo era invitación.
Tanto que las flores se perfilaban por los senderos
nocturnos, y aunque pocas eran visibles
su historia resonaba más que el zumbido
de chinches y el chasquido de palos que alentaba al fondo,
convirtiéndolo a rastras en un nuevo hecho del día.
Estaban ahí para ser leídos como cualquier
salutación justo antes de entrar en materia,
pero se quedaban pegados a sus pistolas,
y era tal su obstinación por mantenerse junto al resto
(como relámpagos de pájaros blancos que se resisten
a morir con el día) que ninguno conocía la urdimbre
que ofrecía este grandioso movimiento a modo
de firme digresión, llanura que lentamente se convierte en monte.





De Imagine Mundi. 


Los muchos percibidos por uno:
ese uno percibido, confundiéndose con los muchos
sin embargo se comprende a sí mismo como un individuo
viajando entre dos puntos fijos.
La mirada que se atreve a lanzar
para inmovilizarte en tu guarida vespertina es sólo un reflejo,
un discurso en la función íntegramente hecha de indicaciones escénicas
pues resultó que allí había un agujero disponible.
Por desgracia, menos de la mitad de un uno por ciento
reconoció el gesto adivinado como divisa
(que lo es, aunque algo exagerado)
y la mirada viene a posarse en la punta de una torre
con el mismo interés casi que el de un pájaro.

Se mudaron aquí desde Boston
estos dos. (Uno, una hermosa muestra
de los muchos bien agavillados,
el otro boquiabierto ante la singular rareza
juega a ello cuando debe
sin volverse mejor persona ni más joven.)

El clima los mantuvo en sus tareas menores:
ordenando las noticias, reparando esto o aquello.
La gran cara de póquer incidió sobre ellos. Y se alegraron
de ser un reproche viviente
hacia lo nuevo que obtuvieron.
Skeeter recabando información: “¿Tenías
noticia de aquel Independiente de la Última Hora?”

Su tono humano regular
como señal de “Día libre”,
los autobuses que circulan muy rápido en la isla próxima
matriculados también de acuerdo con su plan.

Al tomar un sendero que nunca antes habías visto
creías conocer la zona
(Los muchos perciben que intentan no dormirse).
“Unos pocos capataces siguen
hasta el final de la línea
aunque eso ocurre en la estantería.”
Finalmente se dio la nota
con la fuerza justa, aunque sonó como un trueno,
el más ensordecedor que cupiera imaginar.
Y ellos se quedan para comentarlo.





Río.


Se cree demasiado bueno para
estas generalizaciones y ellas
Lo hacen avanzar. El lado opuesto
está sumido en sombra, éste
en auto-estima. Pero el centro
no cesa de hundirse y de rehacerse.
La pareja en la mesa de picnic (pero
no es tiempo todavía para picnics)
es recorrida por el conocimiento
inconsciente que el río tiene de su propio obrar
para evitar el tedio posible y la mancha
de una excesiva intuición toda la escena ocurre
tras una pared de cristal. “No es tiempo,
todavía”, dice ella, “para picnics.” Pasa un halcón volando.
“Haced que todo el mundo regrese a la ciudad.”





Lo único que puede salvar a América.


¿Hay algo que sea central?
¿Huertos desparramados sobre la tierra,
bosques urbanos, plantaciones rústicas, colinas enanas?
¿Son centrales los nombres de lugar?
¿Elm Grove, Adcock Corner, Story Book Farm?
Cuando concurren en ráfagas a la altura de los ojos
chocando contra unos ojos que ya han tenido bastante
Gracias, no quiero más, gracias.
Y aparecen como un paisaje mezclado con oscuridad
los humedales, los suburbios derramados,
lugares de conocido orgullo cívico, de oscuridad civil.

Están conectados a mi versión de América
pero el jugo está en otra parte.
Esta mañana cuando salía de tu cuarto
después del desayuno, sombreado con miradas
hacia atrás, hacia la luz, y hacia delante,
avanzando hacia un luz desconocida,
¿era obra nuestra, y era
el material, la madera de la vida, de nuestras vidas
lo que estábamos midiendo y contando?
¿Una atmósfera que pronto olvidaremos
en densos haces de luz, en la sombra fría del centro
urbano esta mañana que otra vez nos atrapa?

Sé que trenzo demasiado mis repentinas
percepciones de las cosas en el instante en que me asaltan.
Son algo privado y siempre lo serán.
¿Cuándo podrán entonces las peripecias privadas
tronar luego como campanas doradas
resonando por toda una ciudad desde su torre más alta?
¿Las cosas extravagantes que me pasan, y te cuento,
y tu entiendes de inmediato lo que quiero decir?
¿Qué lejano huerto sólo accesible por sinuosos
caminos las oculta? ¿Dónde están las raíces?

Son los palos y las pruebas
los que deciden si habremos de ser conocidos
si nuestro destino podrá ser ejemplar, como una estrella.
Sólo resta esperar
una carta que no llega nunca,
un día tras otro, esa exasperación
hasta que finalmente la has abierto sin saber lo que era,
las dos partes del sobre descansando en la bandeja.
El mensaje era sabio, y al parecer
dictado hace mucho tiempo.
Su verdad es intemporal, pero su hora
todavía no ha llegado, pues habla de un peligro, de las medidas
más bien limitadas que pueden adoptarse contra éste
ahora y en el futuro, en jardines frescos,
en casitas silenciosas en el campo,
nuestro campo, en zonas valladas, en frías calles en sombra.





Miedo a la muerte.


¿Qué me pasa ahora?
¿Y ha sido justo cuando yo he cambiado?
¿No existe un estado libre de las fronteras
del antes y el después? La ventana está hoy abierta

y el aire se cuela dentro con notas de piano
en sus faldones, como diciendo, “Mira, John,
he traído éstas y estas otras” — es decir,
un poco de Beethoven, algo de Brahms,

unas notas selectas de Poulenc... De acuerdo,
vuelve a ser libre, el aire, tiene que seguir regresando
porque eso es para lo que sirve.
Quiero seguir con él por el miedo

que me impide subir ciertos peldaños,
llamar a ciertas puertas, el miedo a envejecer
solo, y a no encontrar a nadie en el extremo
nocturno del sendero salvo a otro yo

recibiéndome con un saludo seco: “Vaya, has tardado,
pero ahora estamos otra vez juntos, y eso es lo que importa.”
Aire en mi camino, podrías abreviarlo,
pero la brisa ha cesado, y el silencio es la última palabra.





Autorretrato en espejo convexo.


Como hizo el Parmigianino, la mano derecha
mayor que la cabeza, tendida hacia el que mira,
retirándose con suavidad, como queriendo proteger
aquello que revela. Unos vidrios emplomados, vigas viejas,
forro de piel, muselina plisada, un anillo de coral
se acompasan en un vértigo donde descansa el rostro,
que va y viene flotando, como la mano,
pero que está en reposo. Es lo que queda
recluido. Dice Vasari: “Francesco se dispuso un día
a hacer su autorretrato, para lo cual se contempló
a un espejo convexo, como el que usan los barberos...
De este modo pidió que un tornero le hiciese
un globo de madera, y tras dividirlo en dos partes
y reducirlo al tamaño de un espejo, se dispuso
con mucho arte a copiar lo que veía en el cristal.”
Principalmente su reflejo, del que el retrato
el reflejo cuando se ha apartado.
El cristal decidió reflejar sólo lo que él veía
lo cual bastó a su propósito: su imagen
vidriosa, embalsamada, proyectada en un ángulo de 180 grados.
La hora del día o la densidad de la luz
que se adhiere a su rostro lo mantienen
alerta, intacto, en un gesto recurrente
de llegada. El alma se instala.
¿Pero hasta dónde puede saltar desde los ojos
y regresar a salvo hasta su nido? Al ser convexa
la superficie del espejo, la distancia aumenta
significativamente; o sea, lo bastante para mostrar
que el alma está cautiva, tratada con humanidad,
suspendida, incapaz de avanzar mucho más lejos
que tu mirada al tiempo que intercepta el cuadro.
Al verlo, el Papa Clemente y su corte quedaron “estupefactos”,
según Vasari, y le prometieron un encargo
nunca materializado. El alma ha de quedarse donde está,
aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse
posando en este sitio. Debe moverse
lo menos posible. Esto es lo que dice el retrato.


Poemas. Pamela Alexander.

Historia dentro del asilo. 


Vení para el té,
chickadee en el siempre verde; claro té verde
Cuan Largo. Oolargo
Música en el porche.
Foxtrots en el césped. Los vástagos de la menta
son abundantes como los pasos. Vení.
Confortable. Un paño blanco.
Té con crema, té azucarado, redondo. Escarpado
Escarpado té y luz marrón luz
Tempranas acuarelas grises, esmaltadas
urnas de arcilla.
Las azaleas son amorosas.¿Porqué
ser una? Las personas hacen esto, ponen colores ¿Por qué estar
bebiendo un té de jazmín?
Además de los amargos dulces arbustos
las personas continúan hablando y bebiendo
Vigile a la más fácil.
Alguna fácil está en casa, su casa es
en cualquier lugar una letra mayúscula hecha
del aire alrededor de él. Una inicial
que es el resto.
La casa de aire vibrante en el sol: sus voces
Abiertas, un pájaro sin medida
Las cosas continúan pasando.
Los dos formamos un sistema: tierra y agua
Una costa es una certeza, se mueve un poco pero permanece.
Te veo, parece decir, abierta
Como ése aire que nos sostiene a los dos. Algo de agua
es hielo; las personas también: se vuelven duras y frías
Toda cosa lo hace. Los rompecabezas transparentes
son difíciles de ensamblar, la mente es
un sujeto delicado dice él.
Sus palabras caen como guijarros, una cantidad de letras
que puso juntas y lanzó lejos.
Las cosas se van lejos, ninguna puede mantener
un río alrededor.
Lo último de la menta luz alumbró desde
las lámparas del gran olmo.
Lo último del lustroso hielo; amarillo té; el ultimo
gusto tomado en ése ángulo
donde los pájaros frenan.
El va. Viene nuevamente. Veo
una clave de sol romperse
en el vacío cristal que aterriza





Aire. 


Nos sostiene juntos
suavemente.
Presiona desde fuera, contra el tímpano.
Presiona. Se encrespa
en las palmas de nuestras manos
pero nada sostiene
para sí. La media camina encima
de la silla, la blusa
en el piso. Cuando la tocamos,
se mueve hacia el costado—un modesto médium
desplaza estas sólidas cosas
Los chicos corren a través de la calle
golpeándose, dejando
la forma de una herida en cada posición
que planea por un instante
detrás de ellos.
Realiza una ronda
de cosas hiladas pero se ajustará en un espacio rectangular como
el de un cuarto.
Es la única compañía
para el viejo que ha estado todo el día en su largo
calzoncillo.
Él vino hasta el porche al mediodía
para ponerse más.
Las personas identificadas con el objeto que las rodea.
Ellas lo llaman “Atmósfera”
Lo que las personas ven
es a si mismas: ellas aprueban o no,
ellas dejan por buena o ellas regresan.
El aire es inocente ante estos juicios, no tiene
personalidad que proteger.
Tiene
un hábito simple:
llena cualquier cosa.
Ocupa enteramente los hoteles
en temporada baja
Dibuja el vacío como lo hace
una pregunta ante la respuesta. Solo una persona
puede adivinarlo: la vacante interior
encerrada tras las miradas.
Permanecen todas fluyendo alrededor
de las paredes y del cuchillo.
Podemos cambiarlas muy poco,
tanto como a nosotras mismas u
a otra persona.





Retrato con bestias y ómnibus. 


La parafernalia requiere
traer de vuelta al fotógrafo de la centuria
que pudo haber sido el más considerable
pero demasiado común
ya que nadie le prestaría mucha atención
a los chismes en la playa
--la mayoría de las figuras secundarias se muestran
como partes posteriores de sombreros o espaldas.
El asno, por supuesto, es desinteresado, media cabeza fuera de foco.
Es el estilo de su especie
estar tranquilo
con Mesías o máquinas, independientemente
de su recepción por otro género.
En las dos dimensiones
del blanco y marrón de la foto
que ha sido impresa torcida en una postal,
la mujer parece usar
como sombrero el edificio de atrás de ella: dos largas
ventanas arqueadas y cúpulas;
un louvered de la estación de tranvías
encuadrando su cabeza
igual que lo hace una pagoda al sentarse un santo.
Bajo el rebosar
una franja
adornada con borlas que tiene la larga pollera
de la distante mujer al ir a encontrar el
siguiente automóvil en la curva de la acera.
Con las piernas desnudas pendiendo
alrededor del barril del asno,
dos chicos miran fijamente la montañosa
orden de la cámara; sus historias es una pausa
sosteniéndoles la respiración.
Una mano en un hombro de cada chico
como paréntesis o blancas
mitades de una oración, ella esta de pie
detrás de los durables bestia y pasajero
apuntando a éste en dirección
a su inescrutable futuro
aunque un rato después las personas se apresuren en la calle
para alcanzarlos
y la centuria de vuelta en la esquina
de su propia invención.


Poemas. Archie Randolph Ammons (1926-2001)

Quietud.


Dije: buscaré lo que es humilde
y pondré las raíces de mi identidad
allí:
todos los días despertaré
y encontraré lo humilde cerca,
un centro focal y recordatorio apropiado,
una medida dispuesta de mi significado,
la voz mediante la cual sería escuchado,
las voluntades, los tipos de egoísmo
que podría
libremente adoptar como propios:

pero aunque he buscado en todas partes,
no puedo encontrar nada
a lo que entregarme: todo es

magnificente con la existencia, está en
la cúspide de la gloria:
nada está disminuido,
nada ha sido desminuido para mí:

dije: qué es más humilde que la hierba:
ah, debajo,
una corteza de suelo de musgo seco quemado:
lo miré bien de cerca
y dije: éste puede ser mi hábitat: pero
al anidarme allí
encontré
bajo el pardo exterior
mecanismos verdes más allá del intelecto
esperando la resurrección con la lluvia: de modo que me incorporé

y corrí exclamando que no hay nada más humilde en el universo:
encontré un mendigo:
un muñón en vez de piernas: nadie le prestaba
ninguna atención: todos pasaban sin mirar:
me anidé y encontré su vida:
allí, el amor sacudió su cuerpo como una devastación:
dije
a pesar de que he buscado en todas partes
no puedo encontrar nada humilde
en el universo:

di vueltas a través de transfiguraciones de arriba abajo,
transfiguraciones de tamaño, forma y lugar:

en un punto de pronto llegó la quietud,
yo quedé maravillado:
musgo, mendigo, maleza, garrapata, pino, yo, magnificente
con el ser!





Glare 4. Óyeme, oh señor.


óyeme, Oh Señor, de la altura
del alto lugar, donde hablar no es

necesario para oír y oír es
en todas las lenguas: óyeme, por favor,

ten misericordia, porque he herido a la gente,
aunque pienso que no mucho y donde

mucho nunca intencionalmente y he
acumulado un recuerdo (y alguna fantasía

pesada) lleno de culpa y como
persona no religiosa, no tengo manera

de mitigar, remediar, o perdonarme:
trabajo y trabajo para tratar de

redimir viejos agravios con bien actual:
pero ni siquiera estoy seguro de que mi bien sea bueno

o para quién es realmente: creo que
puedo ser perdonado, casi, al menos,

perdonando: es decir, comprendiendo
que otros también son cogidos por

las rachas de la pasión, de la ira y
el arrepentimiento y, vaya, vaya, los celos y

esas coincidencias y accidentes
no intencionales de resolver las cosas no pueden

saberse de antemano: lo que comenzó aquí,
digamos, no puede decirse adónde

irá y no se puede detener a medio camino y
peor, no se puede volver

atrás y comenzar de nuevo: no estamos,
Oh Tú, en la gran altura, quienquiera

o cualquier cosa que seas, si eres algo, nosotros
no estamos a cargo, aunque les

ponemos acertijos a los lugares con planes,
proyectos, también, y mecanismos, algunos de

ellos vergonzosos o desvergonzados: semiculpables
en la mayoría de los casos, algunas veces en todos,

somos semiculpables, y vivimos en
dolor pero ojalá suframos en tu fría

presencia, ojalá lloremos en tu entorno
que ya ha sido comprendido:

no pudimos caminar aquí sin nuestras
piernas, y los pies nos matan, nuestros

pasos, sin embargo, son cuidadosos: si no puedes
enviar una palabra de silenciosa sanación,

quiero decir si no es apropiado o realista
enviar una palabra, labios reales que dicen

estos sonidos interrumpidos, por qué se nos
podría permitir suponer que podemos obtener

esta cosa de la mejor manera posible y
habiendo sondeado nuestros pecados hasta sus

más profundas definiciones, ojalá podamos caminar
contigo como a lo largo de una fila de árboles, de vez

en cuando tu claridad y calor
despedazando nuestro sombrío camino.





Glare 27. Qué hermoso poder escribir.


qué maravilloso poder escribir:
es algo que no puedes hacer como

tocar el piano, sin pensar:
no es un pensamiento importante, pero la

cinta tiene que enrollarse, deben golpearse
las teclas correctas, tienes que comprobar

si estás escribiendo bien las palabras:
tal vez no es el pensar

sino la concentración, lo que significa
que la atención está dirigida hacia fuera

y enfocada lejos del ser, lejos de
los obsesivos auto-monitoreos (...)





Mujer bonita.


La primavera
a su paso
se ha
convertido en otoño.





La vida es incompleta.


En el punto
extremo del
futuro está

la muerte, por supuesto,
y a poca distancia
de eso algo no

muy parecido a la vida,
una inquietud despreocupada
y dolor tal vez

el cesar de uno
cesa: una
experiencia cuya

experiencia cierre
la experiencia:
en el

momento que uno tiene
toda la manera del mundo de
decir que uno

está más allá de las palabras,
sólo palabras,
sólo más allá de las palabras.


Poemas. Conrad (Potter) Aikon (1889-1978)

Camposanto. 


A la memoria de. En recuerdo de.
En memoria del muy amado. En su
Recuerdo. Muerto en octubre. Muerto en el mar.
¿Quién se murió en el mar? El nombre de aquel puerto
Se le escapa, arrastrado por el viento del este,
Sobre tumbas y tejos, voló entre los manzanos,
Sobre el camino, donde reluce una carreta,
Y se fue. Desde el mar trota el viento del este
Con sal y con gaviotas. La marisma, además,
Huele fuerte en septiembre, juncos y fango, juncos
Crujiendo como huesos.

Se pasa las tijeras de podar
De una mano a la otra, poda y poda la hierba.
La columna truncada, truncada con cuidado, donde
Se ríe el mirlo hembra — a la memoria de.
¡Burden! ¿Quién fue este Burden que hemos de recordar?
¿O Potter, ese Potter rehusado por el pote?
«Aquí yace Josephus Burden, que abandonó
Este mundo el cuatro de agosto, mil novecientos.
"Y Dios le dijo: ven."» Josephus Burden, de cuarenta,
Irreverente, grueso, manos fuertes, peludas,
Y orejas rojas retorcidas, con pelo, y de ojos azul norte,
En una mano un martillo, en la otra
Un clavo. Lo clavó... ¿Fue suficiente?
¿O es que también amó?

Se cambia
De mano las tijeras. No cortan. La hierba está mojada
Y se pega a los filos. A la memoria de.
Cuatro cadenas cercan la cripta, muy pesadas. ¿Qué posibilidades
Tienen los esqueletos? Los muertos salen por la noche,
Hacen sonar los eslabones. «¡Demasiado pesadas! No se pueden mover...
Otra vez, todos juntos. ¡AHORA!... Es imposible.»
Se sientan en lo oscuro, sin luna, hablan tranquilamente.
«Fue el viejo Jones, sin duda, quien hizo estas cadenas.
¡Me gustaría verlo ahora levantarlas!...» El buho
Que caza en Wickham Wood viene a ver, y maulla.
«Un buho», dice uno. «Seguro», dice otro.
Ladean sus cabezas cenicientas.

La brisa trae el roto
Sonido de campanas entre tejos y tumbas, hace sonar
Las volutas de bronce en las piedras al sol.
Sagrada... A la memoria... Tu muy querido... Oh Dios,
Cuánta parodia. El mirlo ensucia
La columna truncada; el gusano en el cráneo
Se da un festín de médula; y el impúdico tordo
Tritura un caracol en la cripta. Murió embarcado; entonces,
¿qué mejor que una tumba en el mar?

De rodillas,
Mocada contra el césped, poda y poda,
Con el mundo sujeto entre las dos rodillas, medita
Hacía abajo, como si sus pensamientos, tal hombres o manzanas,
Ya maduros cayeran a la tierra. Azul de mar, sus ojos
Se vuelven hacia el mar. Son carroñeras las gaviotas,
De cara cruel, pero al fin bellas. En el embarcadero
Los juncos crujen, moviéndose con el viento del este, crujen
Como huesos. A la memoria de. Dios mío,
La vida es lo que es, y no cambia.
Tú ahí en la tierra, y de rodillas yo encima de ti.
Tú muerto ya, yo viva.

Ella pica un llantén
De raíces demasiado ambiciosas. Ese tejo tan grande
Sujeta la colina.

Se alza de sus rodillas
Entumecidas, rígidas, pisa el camino de guijarros que baja
Al mar y a la ciudad. El olor a marisma
Sube sano y salado, y llena su nariz. Los juncos bailan
Con el viento del este, crujen; las currucas se cruzan,
Brillando en el vaivén de los juncos, y cantan.





Goya.


Goya pintó un cerdo en un muro.
El niño chico del barbero
Grabado vio sobre la plata
El león; y fueron los ocasos.

Goya olió la sangre de los toros.
El pupilo de carmelitas
Sus manos dio a un orfebre, supo
Dorar sin tacha una aureola.

Goya vio los ojos de la Pucela:
Dio serenatas (con guitarra),
Trepó al balcón; en cambio, Keats
Creó «Bright Star» (bajo las drizas).

Goya vio cómo la Gran Puta
Cogía a los gárrulos peleles
Y se reía, belfo laxo,
Y los ahogaba en una taza;

Les exprimía sus juguitos
Con manos secas, sin piedad,
hasta escucharlos balbucir. . .
Goya se fue a las catacumbas.

Vio a los bastos Roñones por el aire,
Con bocio y leporinos, violados
Por chulos lampiños, vampirialados:
Sobre Madrid, bulla nocturna.

Oyó cascarse los segundos
Como semillas, y verter
El sucio abismo del Vacío
Que hay entre el péndulo y el suelo.

Ríos de venas muertas, células descompuestas,
Amígdalas podridas, uñas.
Pelo muerto, piel muerta, garras, pelaje, muertos,
Velos, membranas, párpados, narices.

Y ojos que todavía, en la muerte, seguían
(San pestañas ni párpados) conscientes
Del puerco centro y, aún más puerco,
El local verme que aún lo arruina.

Sabó la peste del tictac.
Con ella fue Goya al Espacio,
Sedando tufo de sus miembros,
Y se paró en la faz sin rasgos,

Que no veía ni amparaba,
Pero que era, y que es. Pasó el segundo,
Goya volvió y pintó la cara;
¿pie escribió: «Yo ya lo he visto»...

En un desván pintó fulanas,
Gordas, dormidas, ovilladas;
Y al pie anotó: «Mejor que duerman.
Si despertaran, llorarían»...





Retrato de una muchacha.


Esta es la forma de una hoja, y esta la de una flor,
y éste es el pálido tronco de un árbol
que contempla sus ramas en un charco de agua estancada
en una tierra que nunca veremos.

El tonto en la rama, silencioso, suave cae el rocío,
en el atardecer casi no hay sonidos...
Y las tres hermosas peregrinas que llegan juntas
tocan ligeramente el polvo del suelo.

Lo tocan con pies que apenas turban el polvo, como alas,
tímidas, aparecen juntas, silenciosas,
como bailarinas aguardando en una pausa de la música, la música
que llene el exquisito silencio...

Este es el pensamiento de la primera, y éste el de la segunda,
y éste el grave pensamiento de la tercera:
"Nos demoraremos así por un instante, pálidamente expectante,
y el silencio terminará, y el pájaro

cantará la pura, dulce, clara frase del crepúsculo
hasta llenar la campana azul del mundo;

y nosotras, a quienes la música reunió como a hojas,
como hojas seremos arrastradas.

¿Hacia qué sino la belleza del silencio, perpetuo silencio?
esta es la forma del árbol,
y la flor y la hoja, y las tres hermosas peregrinas pálidas:
eso eres para mí.





Dos cafés en El Español.


Dos cafés en El Español, las últimas
brillantes gotas de dorado Barsac en una copa,
pasta de higo y garrapiñados... Hardy está muerto,
y James y Conrad muertos, y Shakespeare muerto,
y el viejo Moor madura para una tumba obscena,
y Yeats para una estéril; y yo, y tú-
¿Qué sudarios para nosotros, qué tablas y ladrillos,
qué farsas, velas, preces y piadosos engaños?
Tú estarás envuelta en escarlata de Siria, mujer
y te pondrán tus perlas, y brillantes pulseras
y tu anillo de ágata, y colgará en tu cuello
tu lapislázuli azul con pintas de oro.
Y yo , a tu lado -¡ah! pero ¿será así?
Porque hay oscuras corrientes en este mundo oscuro, señora,
corrientes del Golfo y Árticas del alma;
y yo seré quizás, antes que nuestra consumación
nos acueste juntos, mejilla contra mejilla, bajo la tierra
barrido a otra costa donde mis blancos huesos
yacerán olvidados o profanados por gaviotas.

¿Qué dignidad podrá la muerte conferir a nosotros,
que nos besamos bajo un farol en la calle, nos cogemos de las manos
medios ocultos en un taxi o repletos
de café , de higos y Barsac nos dirigimos
a una oscura alcoba en una casa carcomida?
La aspidistra guarda la puerta; entramos,
per aspidiastra –luego ad satra- ¿no es así?
Y nos enllavamos seguros en nuestras tinieblas
nos soltamos del terror... aquí está mi mano,
la cicatriz blanca en mi pulgar, y aquí está mi boca,
para acallar tu rumor, tendidos sin hablar
pensemos en Hardy , Shakespeare, Yeats o James;
calmemos con mágicos nombres nuestro pánico.
Miremos al techo, donde los focos de los taxis
forman espectros de luz, y veamos, más allá de este techo,
aquel otro lecho en que no nos moveremos:
y , junto o separados, no amaremos.





Encuentro.


¿Por qué te contemplo? ¿Por qué te toco? ¿Qué busco en ti, mujer,
que he de apresurarme para estar contigo una vez más?
¿Por qué debo sondear nuevamente tu nada abisal
Y extraer nada más que dolor?
Fijamente, fijamente miro tus ojos acuosos; pero no quedo más convencido
Ahora que alguna otra vez
De que sólo son dos espejos que reflejan la luz del firmamento,
Eso y nada más.
Y aprieto tu cuerpo contra mi cuerpo como si esperara abrirme una brecha
Directamente a otra esfera;
Y me esfuerzo por hablar contigo con palabras más allá de mí palabra,
En las que todas las cosas son claras,
Hasta que exhausto me hundo una vez más en tu nada abisal
Y la fría nada de mí:
Tú, riendo y llorando en este cuarto ridículo
Con tu mano sobre mi rodilla;
Llorando porque me crees perverso y desdichado; y riendo
Por hallar nuestro amor tan extraño;
Con la vista mutuamente clavada en una última esperanza, ciega y desesperada,
De que el mundo entero cambie.


Puesta de sol. Richard Aldington (1892-1962)

El cuerpo blanco del atardecer
se desgarra y se vuelve escarlata,
tajeado y drenado y desecado
hasta volverse carmesí,
y cuelga irónicamente
con guirnaldas de niebla.

Y el viento
soplando sobre Londres desde Flandres
tiene un gusto agrio.


La balada de las damas de antaño. Françoise Villon (1431-1463)

Dime ahora ¿en qué país se oculta
la Doncella Flora, la adorable romana?
¿Dónde yace Archipíada, y dónde Tháis,
las más elegante de las damas?
¿Dónde se esconde Eco, susurrando en qué oídos?
Ella, cuya Belleza era sobrehumana,
Sé que su voz flota sobre el mar y los ríos.

¿Pero dónde está la nieve de aquellos años?

¿Dónde habita Heloisa, la juiciosa monja,
por cuya causa Abelardo, según dicen,
perdió la virilidad y abrazó la causa?
(Del Amor ganó tanto dulzura como infancia)
¿Y dónde -le ruego a usted- está la Reina
que la voluntad de Buridán poseyó,
arrojando su cuerpo exánime a las aguas del Sena?

¿Pero dónde está la nieve de aquellos años?

La pálida Reina Blanche, Señora de los Lirios,
que con extraña voz de sirena cantaba-
Berta la de Gran Pie, Beatriz, Alice,
y Ermengarde, que en todo Maine reinaba-
y la buena Juana, princesa desatada,
en Lorraine conocida como Buena ama,
que en Rouen quemara al inglés impío;
Virgen soberana ¿dónde yaces guardada?

¿Pero dónde está la nieve de aquellos años?

No, nunca preguntes, Justo Señor,
Cuándo se han ido, ni en qué oculto
sitio se encuentran las doncellas de antaño;
salvo que cantéis el conjuro de estos versos:

¿Pero dónde está la nieve de aquellos años?


Algunas peculiaridades de los ojos. Philip K. Dick (1928-1982)

Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación esté controlada.
Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato.
Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
… sus ojos pasearon lentamente por la habitación.
Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
… sus ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.
¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
… a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción
revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
… sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados.
_¿Qué pasa, querido? _preguntó mi mujer.
No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el secreto.
_Nada _respondí, con voz estrangulada.
Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.
Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:
… su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato, sonriente.
No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual, en cualquier caso, el significado era diáfano.
Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos…, y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo.
Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:
… nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar.
Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
… temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual seguía:
… y Bob dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
… carente por completo de cerebro.
El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto:
… con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
… a continuación le dio la mano.
Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas.
… tomó su brazo.
Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
… sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban.
Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto.
No tengo estómago para esas cosas.


Un día perfecto para el pez plátano. J.D. Salinger (1919-2010)

Como en el hotel había noventa y siete publicistas neoyorquinos que monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la muchacha del cuarto 507 tuvo que esperar desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde para hacer su llamada. De cualquier modo, no fue un tiempo 
perdido. La muchacha leyó un artículo en una revista para mujeres; 
el artículo se llamaba “El sexo: cielo o infierno”. Lavó su cepillo y su peine. Sacudió la pelusa que tenía la falda de su traje beige. Puso un botón en su blusa de Saks. Se quitó dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando la operadora al fin llamó a su cuarto, estaba sentada en el borde de la ventana y ya casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. Era una muchacha para la que un teléfono 
sonando no significaba nada. Era como si su teléfono sonara continuamente 
desde que ella entró en la pubertad. El teléfono seguía sonando mientras ella, 
con el   pincel, repasaba una vez más la uña de su dedo meñique, acentuando 
la línea de la luna. Luego tapó el botecito de barniz y, levantándose, agitó su mano izquierda, la húmeda, en el aire, de un lado a otro. Con su mano seca recogió un cenicero repleto de colillas del asiento de la ventana y lo llevó hasta la mesita de noche, sobre la cual estaba el teléfono. Se sentó sobre una de las bien tendidas camas gemelas y –era el quinto o 
sexto timbrazo—levantó el teléfono.  ­­
Bueno—dijo, conservando los dedos de su mano izquierda extendidos y apartados de su bata blanca de seda que, a excepción de las sandalias, era lo único que llevaba puesto: sus anillos estaban en el baño. ­
- ­Ya tengo su llamada a Nueva York, señora Glass—dijo la operadora. 
 Gracias—dijo la   muchacha, mientras hacía lugar para el cenicero en la mesita 
de noche. Entró la voz de una mujer. ­­Muriel, ¿eres tú? La muchacha separó un poco la bocina de su oído. ­­Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo. ­
- ­He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no habías llamado? ¿Estás bien?  ­
Hace dos noches que estoy tratando de comunicarme contigo. 
Pero aquí el teléfono estaba … 
- ­­Muriel, ¿estás bien? La muchacha aumentó el ángulo de distancia entre 
la bocina y su oído. Estoy muy   bien. Con mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida durante… ­­¿Por qué no me habías llamado? 
No sabes qué pendiente tenía de…
- ­­Mamá, mamita, no me grites. Te oigo perfecto y no hace falta   gritar— dijo la muchacha­­.   Anoche te llamé dos veces. Una después de… ­­Anoche mismo le  dije a tu padre que a lo mejor nos llamabas. Pero no, él tenía que…Muriel, ¿estás bien? 
Dime la verdad.
- ­­Estoy bien. Ya deja de preguntarme eso, por favor. ­­¿Cuándo llegaron? ­­No me acuerdo. El miércoles temprano, por la mañana. ­­¿Quién manejó? ­­Él—dijo la muchacha­­. Y no empieces.  Manejó muy bien. Yo estaba sorprendida. ­
- ­¿Cómo que él manejó? Muriel, tú me prometiste que… ­­Mamá—interrumpió la muchacha­­, ya te dije. Manejó muy bien. A menos de cincuenta todo el camino, de hecho. ­
- ­¿No trató de hacer otra vez su numerito con los árboles?
- ­­Mamá, te digo que manejó muy bien. Ya, por favor. Le pedí que se mantuviera pegado a la línea blanca y toda la cosa, y él entendió a qué me estaba refiriendo, y sí hizo lo que yo le decía. Hasta se esforzó por no mirar a los árboles, de eso puedes estar segura. Oye, y por cierto, ¿ya le arreglaron el coche a mi papá?
- ­­Todavía no. Nos quieren cobrar cuatrocientos dólares y sólo por…
- … ­­Mamá, Seymour le dijo a mi papá que él lo iba a pagar todo. No sé por qué no…
- ­­Bueno, a ver qué pasa. Oye, y ¿cómo se portó?... en el carro y en general. ­­Bien—dijo la muchacha. ­­¿Te siguió diciendo ese apodo espantoso? ­­No. Ya tiene uno nuevo. ­­
¿Cuál? ­­Ay, da igual, eso qué importa, mamá. ­­Muriel, quiero saber. Tu padre…  ­­
Está bien. Me dice Miss Trampa Espiritual 1948—dijo la muchacha, y se rio. ­­
No tiene nada de gracioso, Muriel.  Nada de gracioso.  
Es espantoso. Es deprimente, de veras. Cuando pienso en cómo… ­­Mamá—interrumpió la muchacha­­, óyeme bien, por favor. ¿Te acuerdas de ese libro de poemas que él me envió desde Alemania? Ya sabes cuál; el de los poemas alemanes. ¿Dónde lo dejé? He estado como loca tratando de acordarme… ­­Tú lo tienes. ­­¿Segura? —dijo la muchacha.
- ­­Segura.   Mejor dicho, yo   lo   tengo.   Está   en   el   cuarto   de Freddy. Lo dejaste aquí y yo no tengo otro lugar para… ¿por qué? ¿Te lo pidió? ­
- ­No. Sólo me preguntó por el libro, cuando veníamos para acá en la carretera. Quería saber si lo había leído. ­­Pero si estaba en alemán.
- ­­Sí mamá, pero eso qué importa –dijo la muchacha, cruzando las piernas­­. Él dijo que los poemas los había escrito el único gran poeta del siglo. Dijo que yo debía haberme comprado una traducción o algo así. O aprender el idioma, en todo caso.
- ­­Qué cosa tan terrible. Es deprimente, de veras, eso es lo que es. Anoche tu padre me decía que…­­Espérame un momentito, mamá—dijo la muchacha. Fue por sus cigarros hasta el asiento de la ventana, encendió uno, y volvió a sentarse sobre la cama­­. ¿Mamá? —dijo, exhalando el humo. ­
- ­Muriel. Mira, óyeme lo que te voy a decir. ­­Te estoy oyendo. ­
- ­Tu papá habló con el doctor Sivetski. ­­¿Ah, sí? —dijo la muchacha. 
 Le contó todo.  O al menos eso dice… tú sabes cómo es tu papá. Los árboles. Lo de la ventana. Todas esas cosas horribles que le dijo a tu abue sobre lo que ella debía planear para su muerte. Lo que hizo con esas fotos preciosas de las Bermudas… todo… ­­¿Y qué? —dijo la muchacha.
- En primer lugar, pues dijo que era un absoluto crimen que el Ejército lo hubiera dado de alta en el hospital… te juro que eso dijo. Le aseguró a tu padre que hay una posibilidad (que es muy posible, dijo) de que Seymour pudiera perder totalmente el control de sí mismo. 
Te lo juro. ­
- ­Aquí en el hotel hay un psiquiatra—dijo la muchacha. ­­¿Quién? 
¿Cómo se llama? ­
- ­No sé. Rieser o algo así. Se supone que es muy bueno. ­­
Nunca he oído hablar de él. ­­Y eso qué, de todos modos, se supone que es muy bueno. ­
- ­Muriel, por favor, no le hables así a tu madre. Estamos muy preocupados por ti. Anoche tu padre quería mandarte un telegrama para decirte que te regresaras, de hecho, estamos pens…
- ­Todavía no me voy a regresar. Así que cálmense. 
- ­­Muriel. Te lo juro. El doctor Sivetski dijo que Seymour podía perder absolutamente el con…
- ­­Acabo de llegar aquí, mamá. Son mis primeras vacaciones en años y no voy a empacarlo todo así nada más para regresarme a la casa —dijo la muchacha­­. Y de todos modos, aunque quisiera, no puedo viajar como así. Estoy tan quemada que apenas me puedo mover.  ­
- ­¿Estás muy quemada? ¿No usaste el bloqueador que te puse en la maleta? Lo puse exactamente en… ­­Sí lo usé, pero me quemé de todos modos. ­
- ­Qué espanto. ¿De dónde estás quemada? ­­Toda, en todo el cuerpo. ­­
Qué espanto.
- ­­No me voy a morir por eso. ­­Oye, ¿hablaste con ese psiquiatra? ­­
Sí, más o menos. ­
- ­¿Y qué dijo? ¿Y Seymour dónde estaba cuando hablaste con él? ­
- ­En el Salón Marino, tocando el piano. Ha estado tocando el piano las dos noches que llevamos aquí. ­­Bueno ¿y qué te dijo?  
Pues no mucho. 
Él fue el que habló primero conmigo. Anoche yo estaba sentada a su lado, estábamos jugando Bingo, y él me preguntó si no era mi esposo el que estaba tocando el piano en el salón de junto. Le dije que sí, que sí era, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Y yo le dije que… ­­¿Por qué te preguntó eso? ­
- ­Yo qué sé, mamá. Supongo que porque vio a Seymour muy pálido y todo eso –dijo la muchacha­­. La cosa es que después del Bingo él y su esposa me invitaron a tomar una copa con ellos. 
Y acepté. Su esposa era horrible. ¿Te acuerdas de ese vestido de noche que estaba espantoso, el que vimos en el aparador de Bonwit? El que dijiste que debías tener un cuerpo delgadí… ­­¿El verde? ­­Ése. Lo tenía puesto. 
Y toda gorda. Se la pasó preguntándome si Seymour era pariente de Suzanne   
Glass, la millonaria que tiene su tienda en Madison Avenue. ­
- ­Bueno, pero ¿qué dijo el doctor? ­
- ­Ah. Pues no mucho, en realidad. O sea, estábamos en el bar y todo eso. Había muchísimo ruido. ­­Sí pero… pero ¿le contaste lo que quiso hacer con la silla de tu abue?
- ­­No, mamá. No llegué a tantos detalles—dijo la muchacha­­. Seguro que voy a tener la oportunidad de hablar con él otra vez. 
Se la pasa en el bar todo el día.
-  ­­¿No dijo si era posible que Seymour se pusiera… ya sabes… que hiciera cosas raras o algo así? ¡Que pudiera hacerte algo! ­­No exactamente—dijo la muchacha­­. Necesitaría tener más detalles, mamá. Tienen que saber sobre tu infancia, y todo eso. Te digo que apenas pudimos hablar. Había mucho ruido ahí dentro. ­
- ­Bueno. ¿Qué tal te quedó tu falda azul? ­­Muy bien. Tuve que arreglarle el dobladillo. ­­¿Y cómo está la moda este año? ­­Fatal. Pero algo que no crees, fuera de este mundo. Puras lentejuelas… ves de todo—dijo la muchacha. ­­¿Qué tal está tu cuarto? ­
- ­Pues bien. Bien a secas. No pudimos conseguir el cuarto en el que estuvimos antes de la guerra—dijo la muchacha­­. Este año la gente está que no lo crees. Deberías ver lo que se sienta junto a nosotros en el comedor. 
En las mesas de al lado. Parece que los mandaron en un camión de redilas.
- ­­Bueno, en todas partes está igual. ¿Y tu vestido ballerina?
- ­­Muy largo. Te dije que iba a estar muy largo. ­
- ­Muriel, te pregunto por última vez: ¿de veras estás bien? ­­Sí, mamá—dijo la muchacha­­. Por enésima vez.  ­­¿Y no quieres regresarte a la casa? ­­No, mamá. 
- Anoche tu padre dijo que por su parte está más que dispuesto a pagarte tu estancia en otro lugar; para que te fueras sola y pensaras las cosas otra vez, con más calma. Podrías irte en uno de esos cruceros… 
Los dos pensamos que… ­­No, gracias—dijo la muchacha y descruzó las   piernas­­. Mamá, esta llamada va a costar muchísi…
- ­­Cuando pienso cómo esperaste a ese muchacho durante toda la guerra… O sea, cuando una piensa en todas esas muchachas descocadas que ya estando casadas se… ­­Mamá—dijo la muchacha­­, mejor colgamos. Seymour puede llegar en cualquier momento.  ¿Dónde está?
- En la playa. ­­¿En la playa? ¿Solo? ¿Cómo lo dejas solo en la playa? ­­Mamá—dijo la muchacha­­, hablas de él como si fuera un loco de atar.  ­­Yo no dije nada de eso, Muriel. ­
- ­Bueno, pues a eso sonó. No le hace nada a nadie. Sólo se está ahí. Ni siquiera se quita la bata. ­­¿Cómo que no se quita la bata? ¿Y por qué? ­
- ­No sé. Supongo que es porque es tan pálido. ­
- ­Pero mi amor, si a él le hace falta tomar sol. ¿No hay modo de decirle que tome sol? ­­Tú   conoces   a   Seymour—dijo   la   muchacha   y   cruzó   las piernas otra vez­­. Dice que no quiere tener a una bola de estúpidos mirándole su tatuaje.
-  ­­¡Pero si no tiene ningún tatuaje! ¿Qué se hizo uno en el ejército? ­­No, mamá, no—dijo la muchacha y se puso de pie­­. Oye, mira, si puedo te llamo mañana.
-  ­­Muriel. Escúchame lo que voy a decirte.  ­­Sí,  mamá—dijo la muchacha,   recargando el peso de su cuerpo sobre la pierna derecha. ­­Llámame en el mismo momento en que él haga, o diga, cualquier cosa que parezca rara… ya sabes a qué me refiero. ¿Me estás oyendo? ­
- ­Mamá, yo no le tengo miedo a Seymour. ­­Muriel, quiero que me lo prometas. ­
- ­Está bien, te lo prometo. Adiós, mamá—dijo la muchacha­­. Le mando un beso a mi papá—colgó el teléfono. ­­Simor Glass—dijo Sybil Carpenter, quien estaba en el hotel con su madre­­. ¿Y Simor Glass? ­
- ­Mi amor, ya deja de repetir eso. Tu mamita se está volviendo loca. Ya estate quieta, por favor. La señora Carpenter estaba poniendo bloqueador sobre los hombros de Sybil, extendiéndolo sobre los huesos delicados, como alas, de su espalda. 
Sybil miraba a la mar sentada, en un equilibrio precario, sobre una pelota de playa inflada e inmensa. Tenía un traje de baño de dos piezas, amarillo canario; en realidad una de esas piezas no le haría falta sino en otros nueve o diez años. ­
- ­De veras que era un pañuelo de seda… una lo veía con sólo acercarse—dijo la mujer que estaba junto a la señora Carpenter, sentada en la otra silla de playa­­. Ojalá supiera cómo es que ella se lo pudo amarrar así. Era de veras una lindura. ­
- ­Sí, me lo imagino—convino la señora Carpenter­­. Sybil, estate quieta, mi amor. ­
- ­¿Y Simor Glass? La señora Carpenter suspiró. ­­Está   bien—dijo. Puso la tapa sobre el botecito   del bloqueador­­. Ya vete a jugar, mi amor. Mamá se va a ir al hotel a tomarse un martini con la señora Stubbel. Te guardo la aceituna y te la doy luego. Cuando se quedó sola, Sybil bajó corriendo de inmediato hacia la parte húmeda de la orilla y se encaminó rumbo al pabellón de los pescadores. Sólo se detuvo para aplastar con el pie un castillo derruido y erosionado por el agua; y enseguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. Caminó como un cuarto de milla y entonces, de repente, se echó a correr hacia el otro lado, subiendo de la arena húmeda a la parte más seca de la playa. Se detuvo de golpe cuando llegó al sitio donde había un hombre joven tirado bocarriba. ­­¿No vas a meterte al agua, Simor Glass? El joven se incorporó, se llevó la mano derecha a las solapas de su bata de baño. Se puso bocabajo, dejando que la toalla enrollada le cayera sobre los ojos y miró a Sybil de reojo. ­­Ah. Sybil. Qué pasó. ­
- ­¿No vas a meterte al agua? ­­Estaba esperándote a ti—dijo el joven­­. ¿Qué ha habido? ­­
¿Qué? ­­Que ¿qué ha habido? ¿Qué vas a hacer? ­­Mi papá llega mañana en avión— dijo Sybil pateando la arena. ­
- ­Nada más no me la eches en la cara—dijo el joven, poniendo la mano en el talón de Sybil­­. Bueno, ya debía haber llegado. Tu papá. Lo he estado esperando a toda hora. ­­¿Dónde está la mujer que vino contigo? ­
- ­¿La mujer? —el joven se sacudió la arena que le había caído sobre el pelo delgadísimo­­. Es muy difícil saberlo, Sybil. Puede estar en mil partes. Con la peinadora. O tiñéndose el pelo de café. O en su cuarto, haciendo muñecos para los niños pobres­­. Moviéndose bocabajo, el joven cerró los puños, puso uno encima del otro y recargó la barbilla en el puño de arriba­­. Pregúntame otra cosa, Sybil—dijo­­. Está precioso tu traje de baño. A mí de las cosas que más me gustan son los trajes de baño azules. Sybil lo miró y luego bajó la vista para verse el bultito del estómago. 
- ­Este traje de baño es amarillo—dijo­­. Es amarillo. ­­¿Ah, ¿sí? A ver, acércate más. Sybil dio un paso adelante. ­­Tienes toda la razón. Qué tonto me vi.
- ¿No te vas a meter al agua? —dijo Sybil. ­­Lo estoy pensando seriamente. Estoy pensándolo muchísimo, Sybil, por si quieres saberlo. Sybil apretó el flotador de hule que el joven utilizaba a veces para recargar la cabeza.  ­­Le hace falta más aire—dijo ella.
- ­­Tienes razón. Necesita más aire del que yo creo­­. Quitó los puños y dejó la barbilla descansando sobre la arena. ­­Sybil—dijo­­, te ves muy bien. Me da gusto verte. Cuéntame algo de tu vida­­. Se incorporó y tomó entre sus manos los dos talones de Sybil­­. Yo soy capricornio—dijo­­. ¿Tú de qué signo eres? ­­Sharon Lipschutz dijo que tú la dejaste sentarse junto a ti en el piano— dijo Sybil. ­­¿Eso dijo Sharon Lipschutz? Sybil afirmó moviendo la cabeza vigorosamente. Él le soltó los talones, retrocedió las manos y recargó la cara sobre su antebrazo derecho. 
–Pues, en fin –dijo­­, tú sabes cómo pasan esas cosas. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú que no te aparecías por ninguna parte. Y entonces llegó Sharon Lipschutz y se sentó junto a mí. Ni modo de empujarla, ¿o sí? 
­­Sí. ­­No, no. No. Cómo iba a hacerle eso—dijo el joven­­. De todos modos, voy a decirte qué fue lo que hice. ­­¿Qué? ­ - ­Me hice a la idea de que ella eras tú.  Sybil bajó la vista de inmediato y empezó a cavar en la arena. 
- ­­Vamos a meternos al agua—dijo. ­­Está bien—dijo el joven­­. Yo creo que ya estoy listo.
- Otra vez que pase eso, tírala del asiento—dijo Sybil. ­
- ­¿Que tire a quién? ­­A Sharon Lipschutz. ­­Ah, Sharon   Lipschutz—dijo   el   joven­­.   
Cómo   vuelve   ese nombre. Mezclando memoria y deseo­­. De repente se puso de pie. Miró el mar. 
–Sybil—le dijo­­, ¿sabes qué vamos a hacer? Vamos a ver si agarramos un pez del plátano.
- ¿Un qué? ­­Un pez del plátano—dijo él, y se desanudó el lazo de la bata. Luego se la quitó. Tenía los hombros blancos y estrechos, el traje de baño era azul celeste. Fue doblando la bata, primero a la mitad, luego en tres partes. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la extendió   sobre la arena y tiró la bata doblada encima de ella. Se agachó, recogió el flotador y lo aseguró bajo su brazo derecho. Luego, con su mano izquierda, tomó la mano de Sybil. Los dos empezaron a bajar hacia el océano.
- ­Me imagino que ya has visto peces del plátano alguna vez en tu vida— dijo el joven. Sybil negó con la cabeza. ­­¿Nunca los has visto? ¿Pues dónde vives tú? 
 No sé. 
 Claro que sabes dónde vives. Tienes que saberlo. Sharon Lipschutz sabe dónde vive y sólo tiene tres años y medio de edad.  Sybil se detuvo y separó con rapidez su mano de la de él. Levantó una concha de mar y la miró con un interés elaborado. Luego la tiró.
- ­Whirly Wood, Connecticut—dijo ella, y siguió caminando, con la barriga por delante.
- Whirly Wood, Connecticut—dijo el joven­­. ¿De casualidad no está cerca de Whirly Wood, Connecticut? Sybil lo miró. ­­Yo vivo en Whirly Wood, Connecticut­­. Sybil se adelantó corriendo unos pasos, se cogió el pie con la mano del mismo lado y brincó dos o tres veces.
- No te imaginas el modo en que eso aclara las cosas—dijo el joven. Sybil se soltó el pie.
- ¿Tú ya leíste El pequeño sambo? —dijo. ­­Qué casualidad que me preguntas eso— dijo   él­­. Precisamente anoche lo acabo de leer. Siguió bajando y volvió a tomar la mano de Sybil.
- ¿Qué te pareció? —le preguntó a Sybil. ­­¿Lo de los tigres corriendo alrededor del árbol? ­
- ­Sí, yo creí que nunca iban a parar. Nunca había visto a tantos tigres juntos. ­
- ­Nada más eran seis—dijo Sybil. ­­¡Nada más seis! —dijo el joven­­. ¿Y te parecen pocos?
- ¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil. ­­¿Qué si me gusta qué? ­
- ­La cera. ­­A mí, mucho. ¿Y a ti? Sybil asintió con la cabeza. ­
- ­¿Te gustan las aceitunas? —preguntó luego. ­
- ­Las aceitunas… sí. Las aceitunas y la cera. No voy a ninguna parte sin ellas.
- ­­¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil. ­­Sí. Sí me gusta—dijo el joven­­. Lo que más me gusta de ella es que nunca está viendo cómo hacerles daño a los perritos en el lobby del hotel. Ahí tienes al cachorro de bulldog que es de esa señora de Canadá. Seguro que no me lo vas a creer, pero a algunas niñitas les gusta pegarle al perrito con palos de paleta. Pero a Sharon no. Nunca les pega ni los trata mal. Por eso me gusta tanto. Sybil estaba callada. ­
- ­A mí me gusta masticar velas—dijo finalmente. ­­¿A quién no? —dijo el joven mojándose los pies­­. Aj. Está fría­­. Dejó caer el flotador por el reverso­­. No, Sybil, espera, hasta que entremos un poco más. Se adentraron hasta que el nivel del agua rebasó la cintura de Sybil. Luego el joven la levantó y la puso bocabajo sobre el flotador. 
- ­­¿Tú nunca usas gorro para bañarte o algo? —preguntó él. ­­No dejes que me vaya—ordenó Sybil­­. Deténme ya. ­
- ­Señorita Carpenter. Por favor. Yo sé lo que estoy haciendo— dijo el joven­­. Tú sólo ponte lista para cuando veas a un pez del plátano. Éste es un día perfecto para el pez del plátano.  ­­Yo no veo ninguno—dijo Sybil. ­­Lo que pasa es que tienen costumbres muy raras—el joven siguió   empujando el flotador. 
El agua apenas le iba llegando al pecho­­. Su vida es muy trágica—dijo él­­. Sybil, ¿tú no sabes lo que hacen? Ella movió la cabeza. ­­Mira, llegan nadando a un hoyo, en ese hoyo hay muchísimos plátanos. Cuando van nadando, parecen comunes y corrientes. Pero ya que están adentro, se portan como cerdos… No, si te digo: yo me he llegado a enterar de que varios de ellos entraron nadando a uno de esos hoyos y se llegaron a comer hasta setenta y ocho plátanos­­. El joven impulsó el flotador y a su pasajera un pie más cerca del horizonte­­. Y claro que luego están tan gordos que ya no pueden salirse del hoyo otra vez. No caben por la puerta. ­­No me lleves tan lejos—dijo Sybil­­. ¿Y qué les pasa? ­­¿Qué les pasa a quiénes?  ­­A los peces del plátano.
- ­­Ah, ¿tú dices después de que se comen tantos plátanos y que ya no pueden salir del hoyo? ­­Sí—dijo Sybil. ­­Bueno, pues no quería decírtelo. Se mueren, Sybil.
 ¿Por qué? —preguntó Sybil. ­
- ­Bueno, pues les da la fiebre de plátano. Es una enfermedad terrible. ­­
Ahí viene una ola—dijo Sybil con nerviosismo. ­
- ­No le vamos a hacer caso. Vamos a hacer como que no existe —dijo el joven­­. Dos esnobs­­. Cogió con sus manos los talones de Sybil y la dirigió como un timón. El flotador se elevó y libró la ola. El agua empapó el pelo rubio de Sybil, pero ésta dio un grito de placer.  Cuando el flotador quedó otra vez a nivel, Sybil levantó la mano y se quitó de los ojos un mechón de pelo húmedo, pegado a la cara, y dijo: ­
- ­Acabo de ver uno. ­­¿Qué viste? ­­Un pez del plátano. ­­¡Pero cómo! —dijo el joven
- ­­. ¿Y tenía muchos plátanos en la boca? 
- Sí—dijo Sybil­­. Seis. El joven cogió de pronto uno de los pies mojados de Sybil, que colgaban del flotador, y le besó el arco.  ­­Hey—dijo la dueña del pie, dándose la vuelta.
-  Oye, ya nos vamos. ¿Ya fue suficiente? ­­¡No! ­­Pues ni modo—dijo y se dedicó a empujar el flotador hacia la playa hasta que Sybil pudo bajarse. Él lo cargó el resto del trayecto. ­­Adiós—dijo Sybil, y corrió sin pena rumbo al hotel. El joven se puso la bata, juntó las solapas y apretujó la toalla en su bolsillo. Recogió el flotador mojado y arenoso y se lo puso bajo el brazo. Luego caminó solo rumbo al hotel pasando por la arena blanda y ardiente.  En la planta baja del hotel, donde se detenían los bañistas con permiso de la gerencia, una mujer que tenía untada en la nariz una pomada color zinc entró al elevador con el joven. ­­Veo que usted está mirándome los pies—dijo cuando el ascensor se puso en movimiento. ­­¿Perdón?
- ­­Dije que usted me está mirando los pies. ­
- ­Me perdona, pero lo que estaba mirando es el piso—dijo la mujer, y fijó la vista en las puertas del elevador.
- ­Si quiere mirarme los pies, véamelos—dijo el joven­­, pero no lo haga con su jodida hipocresía. ­­Déjeme bajar aquí, por favor—dijo de inmediato la mujer a la muchacha que manejaba el elevador. Las puertas se abrieron y la mujer salió sin mirar atrás.

- ­Tengo dos pies normales y no veo la mínima razón para que a cualquiera se le ocurra mirarlos—dijo el joven­­. Quinto piso, por favor­­. Sacó la llave del cuarto del bolsillo de su bata. Bajó en el quinto piso, avanzó por el pasillo y se metió en el 507. El cuarto olía a maletas nuevas de piel de borrego y a removedor de barniz de uñas. Miró a la muchacha que dormía sobre una de las camas gemelas. Luego fue hasta uno de los velices del equipaje, lo abrió, y desde debajo de una pila de calzones y ropa interior sacó una Ortgies automática, calibre 7.65. Sacó el cargador, lo revisó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Luego cruzó el cuarto y se sentó en la cama gemela desocupada, miró a la muchacha, se apuntó la pistola, y se pegó un balazo en la sien derecha.


Uvieta. Carmen Lyra (1887-1949)

Pues, señor, había una vez un viejito muy pobre que vivía solo e íngrimo en su casita y se llamaba Uvieta. Un día le entró el repente de irse a rodar tierras, y diciendo y haciendo, se fue a la panadería y compró en pan el único diez que le bailaba en la bolsa. Entonces daban tamaños bollos a tres por diez; y de un pan que no era una coyunda como el de ahora, que hasta le duelen a uno las quijadas cuando lo come, sino tostadito por fuera y esponjado por dentro.
Volvió a su casa y se puso a acomodar sus tarantines, cuando tun, tun, la puerta. Fue a ver quién era y se encontró con un viejito tembeleque y vuelto una calamidad. El viejito le pidió una limosna y él le dio uno de sus bollos.
Se fue a acomodar los otros dos bollos en sus alforjitas, cuando otra vez, tun, tun, la puerta. Abrió y era una viejita toda tulenca y con cara de estar en ayunas. Le pidió una limosna y él le dio otro bollo.
Dio una vuelta por la casa, se echó las alforjas al hombro y ya iba para afuera, cuando otra vez, tun, tun, la puerta.
Esta vez era un chiquito, con la cara chorreada, sucio y con el vestido hecho tasajos y flaco como una lombriz. No le quedó más remedio que darle el último bollo. -¡Qué caray! A nadie le falta Dios.
Y ya sin bastimento, cogió el camino y se fue a rodar tierras.
Allá al mucho andar encontró una quebrada.
El pobre Uvieta tenía un hambre que se la mandaba Dios Padre, pero como no llevaba qué comer, se fue a la quebrada a engañar a la tripa echándole agua. En eso se le apareció el viejito que le fue a pedir limosna y le dijo: -Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor, que qué querés; que le pidás cuanto se te antoje. Él está muy agradecido con vos porque nos socorriste; porque mirá, Uvieta, los que fuimos a pedirte limosna éramos las Tres Divinas Personas: Jesús, María y José. Yo soy José. ¡Con que decí vos! ¡Cómo estarán por Allá con Uvieta! Si se pasan con que Uvieta arriba, Uvieta abajo, Uvieta por aquí, y Uvieta por allá.
Uvieta se puso a pensar qué cosa pediría y al fin dijo: -Pues andá decile que me mande un saco dende vayan a parar las cosas que yo deseo.
San José salió como un cachiflín para el Cielo y a poco estuvo de vuelta con el saco.
Uvieta se lo echó al hombro. En esto iba pasando una mujer con una batea llena de quesadillas en la cabeza.
Uvieta dijo: -Vengan esas quesadillas a mi saco.
Y las quesadillas vinieron a parar al saco de Uvieta, quien se sentó junto a la cerca y se las zampó en un momento y todavía se quedó buscando.
Volvió a coger el camino y allá al mucho andar, se encontró con la viejita que le había pedido limosna. La viejita le dijo: -Uvieta, que manda decir Nuestro Señor, mi Hijo, que, si se te ofrece algo, se lo pidás.
Uvieta no era nada ambicioso y contestó: -No, Mariquita, dígale que muchas gracias, con el saco tengo. Panza llena, corazón contento. ¿Qué más quiero?
La Virgen se puso a suplicarle: -¡Jesús, Uvieta, no seás malagradecido! No me despreciés a mí. ¡Ajá, a José si pudiste pedirle, y a mí que me muerda un burro!
Entonces a Uvieta le pareció muy feo despreciar a Nuestra Señora y le dijo: -Pues bueno: como yo me llamo Uvieta, que me siembre allá en casa un palito de uvas y que quien se suba a él no se pueda bajar sin mi permiso.
La Virgen le contestó que ya lo podía dar por hecho y se despidió de Uvieta.
Este siguió su camino y encontró otra quebrada. Le dieron ganas de beber agua y se acercó. En la corriente vio pasar muchos pececitos muy gordos. Como tenía hambre dijo: -Vengan esos peces ya compuesticos en salsa a mi saco. Y de veras el saco se llenó de pescados compuestos en una salsa tan rica, que era cosa de reventar comiéndolos..
Después siguió su camino y le salió un viejito que le dijo: -Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor que si se te ofrece algo. Él no viene en persona porque no es conveniente, vos ves... ¡Al fin Él es quien es! ¡Que parecía que Él tuviera que repicar y andar la procesión!
-Yo no quiero nada -respondió Uvieta.
-¡No seás sapance, hombre! Pedí, que en la Gloria andan con vos ten que ten. No te andés con que te da pena y pedí lo que se te antoje, que bien lo merecés.
-¡Ay, qué santico este más pelotero! -pensó Uvieta y quería seguir su camino, pero el otro detrás con su necedad, y por quitarse aquel sinapismo de encima, le dijo Uvieta: -Bueno es el culantro pero no tanto. ¡Ave María! ¡Tantas aquellas por unos bollos de pan! Bueno, pues decile a Nuestro Señor que lo que deseo es que me deje morirme a la hora que a mí me dé la gana.
Pero no siguió adelante, porque quiso ir a ver si de veras le habían sembrado el palito de uva, y se devolvió.
Anda y anda hasta que llegó, y no era mentira: allí en el solarcito estaba el palo de uva que daba gusto. Al verlo, Uvieta se puso que no cabía en los calzones de la contentera.
Bueno, pasaron los días y Uvieta vuelto turumba con su palo de uvas. Y nadie le cachaba. Ya todo el mundo sabía que el que se encaramaba en el palo de uva, no podía bajar sin permiso de Uvieta.
Un día pensó Nuestro Señor: -¡Qué engreídito que está Uvieta con su palo de uva! Pues después de un gustazo, un trancazo.- Y Tatica Dios llamó a la Muerte y le dijo: -Andá jalámele el mecate a aquel cristiano, que ya ni se acuerda de que hay Dios en los Cielos por estar pensando en su palo de uvas.
Y la Muerte, que es muy sácalas con Tatica Dios, bajó en una estampida. Llegó donde Uvieta y tocó la puerta. Salió el otro y se va encontrando con mi señora. Pero no se dio por medio menos y como si la viera todos los días, le dijo:
-¡Adiós trabajos! ¿Y eso, qué anda haciendo, comadrita?
-Pues que me manda Nuestro Señor por vos.
-¿Idiay, pues no quedamos en que yo me iría para el otro lado cuando a mí me diera la gana?
-No sé, no sé, -contestó la Muerte. -Donde manda capitán no manda marinero.
-¡Ay! Como no se le vaya a volver la venada careta a Nuestro Señor. -pensó Uvieta.
-Bueno, comadrita, pase adelante y se sienta mientras voy a doblar los petates.
La Muerte entró y Uvieta la sentó de modo que viera para el palo de uva que estaba que se venía abajo de uvas. -¡Aviaos que no le fueran a dar ganas de probarlas! La Muerte al verlo no pudo menos de decir: -¡Qué hermosura, Uvieta!
Y el confisgao de Uvieta que se hacía el que estaba doblando los petates, le respondió: -¿Por qué no se sube, comadrita, y come hasta que no le quepan?
La otra no se hizo de rogar y se encaramó.
Verla arriba Uvieta y comenzar a carcajearse como un descosido, fue uno.
-Lo que el sapo quería, comadrita, -le gritó. -A ver si se apea de ahí hasta que a mí me dé mi regalada gana.
La Muerte quería bajar, pero no podía, y allí se estuvo y fueron pasando los años y nadie se moría. Ya la gente no cabía en la tierra, y los viejos caducando andaban dundos por todas partes, y Nuestro Señor como agua para chocolate con Uvieta, y recados van y recados vienen: hoy mandaba al gigantón de San Cristóbal, mañana a San Luis Rey, pasado mañana a San Miguel Arcángel con así espada: -Que Uvieta, que manda a decir Nuestro Señor que dejés apearse a la Muerte del palo de uva, que si no vas a ver la que te va a pasar.
Y otro día: -Uvieta, que dice Nuestro Señor que por vida tuyita, dejés apearse a la Muerte del palo de uva.
Y otro día: -Uvieta, que dice Nuestro Señor que no te vas a quedar riendo, que vas a ver. - Pero a él por un oído le entraba y por otro le salía. Y Uvieta decía: -¡Ah, sí, por sapo que la dejo apearse!
Por fin Tatica Dios le mandó a decir que dejara bajar a la Muerte y que le prometía que a él no se lo llevaría.
Entonces Uvieta dejó bajar a la Muerte, quien subió escupida a ponerse a las órdenes de Dios.
Pero Nuestro Señor no había quedado nada cómodo con Uvieta y mandó al diablo por él.
Llegó el Diablo y tocó la puerta: -Upe, Uvieta.
El preguntó de adentro: -¿Quién es?
Y el otro por broma le contestó: -La vieja Inés con las patas al revés.
Pero a Uvieta le sonó muy feo aquella voz: era como si hablaran entre un barril y al mismo tiempo reventaran triquitraques. Se asomó por el hueco de la cerradura y al ver al diablo se quedó chiquitico.
-¡Ni por la jurisca! ¡Si es el Malo! ¡Seguro que lo mandan por mí, por lo que le hice a la Muerte, ni más ni menos! ¿Ahora qué hago?
Pero en esto se le ocurrió una idea y corrió a su baúl, sacó su saco, abrió la puerta y sin dejar chistar al otro, dijo: -¡Al saco el diablo!
Y cuando el pisuicas se percató, estaba entre el saco de Uvieta.
-¡Ahora sí, tío Coles -le gritó Uvieta -vas a ver la que te vas a sacar por andar de cucharilla!
El demonio se puso a meterle una larga y otra corta, pero Uvieta le dijo: -¡Ah, sí! ¡Que te la crea pizote! - Y cogió un palo y le arrió sin misericordia, hasta que lo hizo polvo.
A los gritos tuvo que mandar Nuestro Señor a ver qué pasaba. Cuando lo supo, prometió a Uvieta que si dejaba de pegar al diablo, a él nada le pasaría. Uvieta dejó de dar y Nuestro Señor se vio a palitos para volver a hacer al diablo de aquel montón de polvo.
Y el Patas salió que se quebraba para el infierno.
Ya Nuestro Señor estaba a jarros con Uvieta y mandó otra vez a la Muerte, que no se anduviera con contumerias, ni se dejara meter conversona. -Agarralo ojalá dormido y me lo traés. Mirá que si otra vez te dejás engañar, quedás en los petates conmigo.
A la Muerte le entró vergüencilla y siguiendo los consejos de Nuestro Amo, bajó de noche y cuando Uvieta estaba bien privado, lo cogió de las mechas, arrió con él para el otro mundo y lo dejó en la puerta de la Gloria para que allí hicieran con él lo que les diera la gana.
Cuando San Pedro abrió la puerta por la mañana, se va encontrando con mi señor de clucas cerca de la puerta y como con abejón en el buche.
San Pedro le preguntó quién era, y al oír que Uvieta, le hizo la cruz. Si no hubiera estado en aquel sagrado lugar, le hubiera dicho: -¡Te me vas de aquí, puñetero! Pero como estaba, y además él es un santo muy comedido, le dijo: -¡Te me vas de aquí, que bastante le has regado las bilis a Nuestro Señor!
-¿Y para dónde cojo?
-¿Para dónde? Pues para el infierno, pero es ya, con el ya.
Uvieta cogió el camino del infierno. El diablo se estaba paseando por el corredor. Ver a Uvieta y salir despavorido para adentro, fue uno. Además atrancó bien la puerta y llamó a todos los diablos para que trajeran cuanto chunche encontraran y lo pusieran contra la puerta, porque allí estaba Uvieta, el hombre que lo había hecho polvo.
Uvieta llegó y llamó como antes usaban llamar las gentes cuando llegaban a una casa: -¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima! - Por supuesto que al oír esto, los demonios se pusieron como si les mentara la mama.
Y allí estuvo el otro como tres días, dándole a la puerta y ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!
Como no le abrían, se devolvió. Cuando iba pasando frente a la puerta del Cielo, le dijo San Pedro: -¿Idiai, Uvieta, todavía andás pajareando?
-¿Idiai, qué quiere que haga? Allí estoy hace tres días dándole a aquella puerta y no me abren.
-¿Y eso qué será? ¿Cómo llamás vos?
-¿Yo? Pues: ¡Ave María Purísima! ¡Ave María Purísima!
La Virgen estaba en el patio dando de comer a unas gallinas que le habían regalado, con el pico y las patitas de oro y que ponían huevos de oro. Cuando oyó decir: ¡Ave María Purísima! se asomó creyendo que la llamaban.
Al ver a Uvieta se puso muy contenta.
-¿Qué hace Dios de esa vida, Uvieta? Entre para adentro.
San Pedro no se atrevió a decir a María Santísima y Uvieta se metió muy orondo en la Gloria y yo me meto por un huequito y me salgo por otro para que ustedes me cuenten otro.


martes, 2 de julio de 2024

Fantasma. Samuel Taylor Coleridge (1772-1834)

Todos los rasgos y semejanzas tomadas de la tierra,
Todos los accidentes de la casta y el nacimiento han pasado;
No había rastros del azar en su rostro iluminado,
Alzado de la áspera piedra su espíritu era sólo suyo;
Ella, ella misma y solamente ella
Podía brillar a través de su cuerpo.


Azathoth. H.P. Lovecraft (1890-1937)

El demonio me arrastró por el vacío sin sentido.
Más allá de los brillantes enjambres del espacio dimensional,
Hasta que no se extendió ante mí ni tiempo ni materia
Sino sólo el Caos, sin forma ni lugar.
Allí el inmenso Señor de Todo murmuraba en la oscuridad
Cosas que había soñado pero que no podía entender,
Mientras a su lado murciélagos informes se agitaban y revoloteaban
En vórtices idiotas atravesados por haces de luz.
Bailaban locamente al tenue compás gimiente
De una flauta cascada que sostenía una zarpa monstruosa,
De donde brotaban las ondas sin objeto que al mezclarse al azar
Dictan a cada frágil cosmos su ley eterna.
-Yo soy Su mensajero-, dijo el demonio,
Mientras golpeaba con desprecio la cabeza de su Amo.


Nyarlathotep. Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)

Y vino del interior de Egipto.

El extraño Oscuro ante el que se inclinaban los fellás; silencioso, descarnado, enigmáticamente altivo, envuelto en sedas rojas como las llamas del sol poniente.

A su alrededor se congregaban las masas, ansiosas de sus órdenes, Pero al retirarse no podían repetir lo que habían oido; mientras la pavorosa noticia corría entre las naciones: las bestias salvajes le seguían lamiéndole las manos.

Pronto comenzó en el mar un nacimiento pernicioso; tierras olvidadas con agujas de oro cubiertas de algas; se abrió el suelo y auroras furiosas se abatieron sobre las estremecidas ciudadelas de los hombres.

Entonces, aplastando lo que había moldeado por juego, El Caos idiota barrió el polvo de la Tierra.


El terrible fantasma. (Anónimo)

Es un marinero sobre quien escribo.
En los mares su placer supo flotar;
A dos doncellas consideró justo engañar,
Y de ellas dos hijos surgieron altivos.

Una de ellos, abatida por la vergüenza,
Hacia la agradable arboleda se dirigió
Y puso fin a todas las molestias,
Allí se cortó el hilo de la vida.

Ella se colgó de un árbol,
Donde dos cazadores la vieron,
Con un filo cortaron la soga,
Y sobre su pecho encontraron la nota.

Estaba escrita en letras largas:
No me enterréis, os lo ruego,
Sobre la tierra dejádme reposar.
Las doncellas deben verme al pasar.

Dejad que mi destino las advierta,
Que abandonen la locura eterna.
Y mientras en la tierra su cuerpo descansó,
Hacia los amplios mares su alma huyó.

Una mañana, sobre el alto mástil,
Un pequeño bote alcanzó a vislumbrar,
Un pequeño bote lleno de hombres
Y el espectro de una mujer adelante.

A la cubierta, bajo la cubierta este hombre joven va,
A saludar al capitán con sus galas vespertinas,
Y dice: Capitán, capitán, perdone mis suspiros,
Pero veo acercarse una nave comandada por un espíritu.

Sombrío el capitán emerge a cubierta,
Y allí observa al terrible fantasma.
Ella dice: Capitán, capitán, responded sin vacilación
¿Este hombre navega con vuestra tripulación?

Fue en San Tallians que este hombre joven murió,
Y en San Tallians su cuerpo descansó.
Ella dice: Capitán, capitán, sin mentiras ni marcos,
Pues el infame navega en vuestro barco.

Y si no lo traéis ante mí,
Una tormenta yacerá ante tí.
Y tú y tus galantes hombres habrán de lamentar,
Encontrando la tumba en el profundo mar.

A la cubierta, bajo la cubierta el capitán va,
Trayendo al hombre joven de los pies.
Y cuando ella fijó su mirada sombría sobre él,
El joven tembló en cada extremidad.

Oh, no recuerdas cuando era doncella,
Tu eres la causa de la sangre en mi corazón,
Ahora soy espíritu y vengo por tu dolor;
Me has rechazado una vez, pero nunca más.

Hacia el bote ella lo llevó,
Hacia el bote ella lo forzó,
Y mientras lo hacía iluminó nuestras armas,
Pues el bote se sumergió en llamas.

Cuando se hundió Ella se elevó de nuevo
Y nos atormentó con su encantamiento:
Todos ustedes, marineros que matan por placer,
Jamás provoquen la ira de una joven mujer.


En el bosque negro. Amy Levy (1861-1889)

Me acosté debajo de los pinos,
Miré hacia arriba, hacia el verde
Oscuro en la copa de los árboles,
Brillo sombrío que marca el paso del azul.

Cerré los ojos, y un increíble
Sentido fluyó sin criterio:
Aquí yazgo muerta y enterrada,
Y este es un cementerio.

Estoy en un reposo eterno,
Han terminado todos los conflictos.
Caí recta y sentí los lamentos
Por mi pequeña vida pasada.

Derecho injusto y labor perdida,
Sabio conocimiento despreciado;
La pereza y el fracaso y el pecado,
¿Yo fui triste por esto?

Me han puesto triste a menudo;
Ya nunca más asaltan mi pudor,
Mi corazón estaba lleno de dolor
Por la alegría que nunca tuvo.


En la noche. Amy Levy (1861-1889)

Cruel? Creo que nunca hubo una trampa
más infame y agotadora que esta!
No es un sueño, así lo decía mi corazón,
con la sobria certeza del despertar.

Sueños? Yo conozco sus rostros,
en apariencia agradables; vaporosos,
adornados de alas multicolores;
He tenido sueños antes, y esto no es soñar.
Llega la luz del día, y la alegría cubre mi pesar.

Qué la hiere, amor mío; qué dolor la arrebata?
Pues ella en soledad empalidece;
y sus facciones lentamente se desvanecen.
No puedo unirme a ella,
Me estiro hacia allí sin sentido,
mientras mis brazos rodean el silencio y el vacío.


En tu lecho de medianoche. Alfred Edward Housman (1859-1936)

Yaciendo en tu lecho de medianoche,
Escucha debajo de la puerta
a los jóvenes que agotan su luz en suspiros;
llegará el día en que la penumbra los arrebate,
y en la Oscuridad ya no podrán suspirar;
Como la Noche que alivia la Pena del amante,
Cúbrame con su piedad, ya que no hay mañana para mí.

En la Tierra a la que viajo,
un lejano refugio me aguarda.
Su delicada cama está hecha de grava,
y en aquel gentil lecho yaceré;
con el pecho sofocado de cizañas,
descansando sobre otros,
cuya esencia era la Luz,
y su destino es el Polvo.


El mensajero. Howard Phillip Lovecraft (1890-1937)

La Cosa, dijo él, por la noche vendría,
Desde el viejo camposanto sobre la colina,
Agachado frente al rubor de un fuego de robles
Traté de decirme que aquello no podía ser.

Seguramente, reflexioné, esto es una burla,
Urdida por alguien que desconoce sin dudas
El Signo Mayor, legado de antigua solemnidad,
Que libera las formas que hurgan en la oscuridad.

Él no quiso afirmarlo, no, pero igual encendí
Otra lámpara, mientras el estrellado Leo
Remontaba el río, la llama chispeó como un deseo,
Y la luz de la lumbre se deshizo, lento, muy lento.

¡Entonces en la puerta, de la cautelosa agitación vino,
Y la Verdad demencial me devoró como una llama!


No hay camino al paraíso. Charles Bukowski (1920-1994)

Yo estaba sentado en un bar de la avenida Western. Era alrededor de medianoche y me encontraba en mi habitual estado de confusión. Quiero decir, bueno, ya sabes, nada funciona bien: las mujeres, el trabajo, el ocio el tiempo, los perros... Finalmente sólo puedes ir y sentarte atontado, totalmente noqueado, y esperar; como si estuvieses en una parada de autobús aguardando la muerte.
Bueno, pues yo estaba allí sentado y aquí entra una con el pelo largo y moreno, un bello cuerpo y tristes ojos marrones. Yo no di la vuelta para mirarla, seguí con mi vaso. La ignoré incluso cuando vino y se sentó a mi lado a pesar de que todos los demás asientos estaban vacíos. De hecho, éramos las únicas personas que había en el bar sin contar al encargado. Pidió un vino seco. Entonces me preguntó lo que estaba bebiendo.
-Escocés con agua -contesté.
-Y sírvale al señor un escocés con agua -le dijo al cantinero.
Bueno, esto no era muy normal.
Abrió su bolso, cogió una pequeña jaula, sacó de ella unos hombrecitos y los puso sobre la barra. Tenían alrededor de diez centímetros de altura, estaban apropiadamente vestidos y parecían tener vida. Eran cuatro: dos mujeres y dos hombres.
-Ahora los hacen así -dijo ella-. Son muy caros. Me costaron cerca de 2000 dólares cada uno cuando los compré. Ahora ya valen cerca de 2400. No conozco el proceso de fabricación, pero probablemente sea ilegal.
Estaban paseando sobre la barra. De repente, uno de los hombrecitos abofeteó a una de las pequeñas mujeres.
-¡Tú, perra! -dijo-. No quiero saber nada más de ti.
-¡No, George, no puedes hacerme esto! -gritaba ella llorando-. ¡Yo te amo! ¡Me mataré! ¡Te necesito!
-No me importa -dijo el hombrecito, y sacó un minúsculo cigarrillo, encendiéndolo con gesto altivo-. Tengo derecho a hacer lo que me dé la gana.
-Si tú no la quieres -dijo el otro hombrecito- yo me quedo con ella, la amo.
-Pero yo no te quiero a ti, Marty. Yo estoy enamorada de George.
-Pero él es un cabrón, Anna, un verdadero cabronazo.
-Lo sé, pero lo amo de todos modos.
Entonces el pequeño cabrón se fue hacia la otra mujercita y la besó.
-Creo que se me está formando un triángulo -dijo la señorita que me había invitado al whisky–. Te los presentaré. Ese es Marty, y George, y Anna y Ruthie. George va de bajada, se lo hace bien. Marty es una especie de cabeza cuadrada.
-¿No es triste mirar todo esto? Eh... ¿Cómo te llamas?
-Dawn. Un nombre horrible, pero eso es lo que a veces les hacen las madres a sus hijos.
-Yo soy Hank. ¿Pero no es triste...?
-No, no es triste mirar todo esto. Yo no he tenido mucha suerte con mis propios amores, una suerte horrible, a decir verdad.
-Todos tenemos una suerte horrible.
-Supongo que sí. De todos modos, me compré estos hombrecitos y ahora me entretengo mirándolos, es como no tener ninguno de los problemas, pero tenerlo todo presente. Lo malo es que me pongo terriblemente caliente cuando empiezan a hacer el amor. Es la parte más difícil para mí.
-¿Son sexys?
-¡Muy, muy sexys! ¡Dios, me ponen de verdad caliente!
-¿Por qué no los pones a que lo hagan? Quiero decir, ahora mismo. Podremos mirarlos juntos.
-Oh, no se pueden manejar, tienen que ponerse a hacerlo por su cuenta.
-¿Y lo hacen a menudo?
-Oh, son bastante buenos. Lo hacen cerca de cuatro o cinco veces por semana.
Mientras tanto, ellos paseaban por la barra.
-Escucha -decía Marty-, dame una oportunidad. Sólo dame una oportunidad, Anna...
-No -decía la pequeña Anna-, mi amor pertenece a George. No puede ser de otra manera.
George estaba besando a Ruthie, acariciando sus pechos. Ruthie estaba empezando a calentarse.
-Ruthie está empezando a calentarse -le dije a Dawn.
-Sí que lo está. Está empezando de verdad.
Yo también me estaba excitando. Abracé a Dawn y la besé.
-Mira -dijo ella-, no me gusta que hagan el amor en público. Me los voy a llevar a casa y que lo hagan allí.
-Pero entonces no podré verlo.
-Bueno, sólo tienes que venir conmigo y podrás.
-De acuerdo -dije- vámonos.
Acabé mi bebida y salimos juntos. Ella llevaba a los hombrecitos metidos en la jaula. Subimos al coche y los pusimos entre nosotros en el asiento delantero. Miré a Dawn. Era realmente joven y bella. Parecía también inteligente. ¿Cómo podía haber fracasado con los hombres? Bueno, había tantos modos de fracasar unas relaciones... Los hombrecitos le habían costado 8000 dólares. Todo eso sólo para alejarse de las relaciones sexuales sin alejarse de ellas. Su casa estaba cerca de las colinas, un sitio agradable. Salimos del coche y fuimos hacia la puerta. Yo llevaba a la gentecilla en la jaula mientras Dawn abría la puerta.
-Estuve oyendo a Randy Newman la semana pasada en el Trobador. ¿Verdad que es grande? -me preguntó.
-Sí que lo es -contesté.
Entramos y Dawn abrió la jaula y los sacó y los puso sobre la mesita de café. Entonces se metió en la cocina y abrió el refrigerador y sacó una botella de vino. La trajo en compañía de dos copas.
-Perdona -dijo- pero pareces un poco chiflado. ¿En qué trabajas?
-Soy escritor.
-¿Y vas a escribir algo acerca de esto?
-Nunca se lo creerá nadie, pero lo escribiré.
-Mira -dijo Dawn- George le ha quitado las bragas a Ruthie. Le está metiendo el dedo. ¿Un poco de hielo?
-Sí, ya lo veo. No, no quiero hielo. El tipo va bien derecho.
-No sé -dijo Dawn-, pero de verdad que me excita mirarlos. Quizás es porque son tan pequeños. Realmente me calientan.
-Entiendo lo que quieres decir.
-Mira, George la está tumbando, se lo va a hacer.
-Sí, allá van.
-¡Míralos!
-¡Dios o la puta!
Abracé a Dawn. Comenzamos a besarnos. Cuando parábamos, sus ojos pasaban de mirarme a mí a mirar a los hombrecitos fornicando, y luego volvía a mirarme de nuevo a los ojos. Yo seguía siempre su mirada.
El pequeño Marty y la pequeña Anna también estaban mirando.
-Mira -decía Marty-, ellos lo están haciendo. Nosotros deberíamos hacerlo también. Incluso las personas grandes van a hacerlo. ¡Míralos!
-¿Oíste eso? -le pregunté a Dawn-. Ellos dicen que vamos a hacerlo, ¿es verdad eso?
-Espero que sea verdad -dijo Dawn.
La tumbé sobre el sofá y le subí la falda por encima de los muslos. La besé a lo largo del cuello.
-Te amo -dije.
-¿De verdad? ¿De verdad?
-Sí, de alguna manera, sí...
-De acuerdo -dijo la pequeña Anna al pequeño Marty- podemos hacerlo nosotros también, pero que quede claro que yo no te quiero.
Se abrazaron en medio de la mesita de café. Yo le había quitado ya a Dawn las bragas. Dawn gemía. La pequeña Ruthie gemía. Marty se la metió por fin a la pequeña Anna. Estaba pasando en todas partes. Me pareció como si toda la gente del mundo estuviese haciéndolo. Entonces me olvidé de toda la otra gente del mundo. Nos fuimos al dormitorio y allí se la metí a Dawn en una larga y tranquila cabalgada...
Cuando ella salió del baño yo estaba leyendo una estúpida historia en el Playboy.
-Estuvo tan bien -dijo.
-Fue un placer -contesté.
Se volvió a meter en la cama conmigo. Dejé la revista.
-¿Crees que nos lo podemos hacer juntos? -me preguntó.
-¿Qué quieres decir?
-Quiero decir que si tú crees que podemos seguir así, juntos, durante algún tiempo.
-No sé. Las cosas ocurren. El principio siempre es lo más fácil.
Entonces escuchamos un grito proveniente de la salita. «Oh oh», dijo Dawn. Se levantó y salió corriendo de la habitación. Yo la seguí.
Cuando llegué, ella estaba sosteniendo a George en sus manos.
-¡Oh, Dios mío!
-Qué ha pasado?
-Anna se lo hizo.
-¿Qué le hizo?
-¡Le cortó las pelotas! ¡George es un eunuco!
-¡Uau!
-¡Tráeme algo de papel higiénico, rápido! ¡Se está desangrando!
-Ese hijo de puta -decía la pequeña Anna desde la mesita de café- si yo no puedo tener a George, nadie lo tendrá.
-¡Ahora las dos me pertenecen! -dijo Marty.
-Ah no, tienes que elegir una de nosotras -dijo Anna.
-¿A cuál prefieres? -preguntó Ruthie.
-Yo las amo a las dos -dijo Marty.
-Ha parado de sangrar -dijo Dawn -se está quedando frío.
Envolvió a George en un pañuelo y lo puso sobre el mantel.
-Quiero decir -dijo Dawn- que si tú crees que lo nuestro no va a funcionar, no quiero seguir por más tiempo.
-Creo que te amo, Dawn -dije.
-Mira -dijo ella-. ¡Marty está abrazando a Ruthie!
-¿Crees que van a hacerlo?
-No sé. Parecen excitados.
Dawn cogió a Anna y la metió en la pequeña jaula.
-¡Déjenme salir! ¡Los mataré a los dos! ¡Déjenme salir! -gritaba.
George gimió desde el interior del pañuelo sobre el mantel. Marty le había quitado las bragas a Ruthie. Yo me atraje a Dawn. Era joven, bella e inteligente. Podía volver a estar enamorado. Era posible. Nos besamos. Me sumergí en sus grandes ojos marrones. Entonces me levanté y eché a correr. Sabía dónde estaba. Una cucaracha y un águila hacían el amor. El tiempo era un bobo con un banjo. Seguía corriendo. Su larga cabellera me caía por la cara.
-¡Mataré a todo el mundo! -gritaba la pequeña Anna. Se agitaba sacudiendo su jaula de alambre a las tres de la madrugada.