Ahora soy una vieja: pero la noche que llegué a Applewale House tenía trece años recién cumplidos. Mi tía era allí ama de llaves, y una especie de carricoche de un caballo bajó para recogernos a mí y a mi equipaje en Lexhoe, y subirnos a Applewale. Al llegar a Lexhoe me encontraba un poco asustada, y cuando vi venir al vehículo y el caballo, me dieron ganar de volverme otra vez a Hazelden, con mi madre. Cuando entré en el shay —que así solemos llamar a esa clase de coche— iba hecha un mar de lágrimas, y el viejo John Mulberry, el cochero, que era muy buen hombre, me compró un puñado de manzanas en El León de Oro, por ver si así me iba consolando; también me contó que había pastel de grosellas, y té y chuletas de cerdo, esperándome, todo ello bien caliente, en el cuarto de mi tía en la casa grande. Era una bonita noche de luna, y me comí las manzanas mientras miraba por la ventanilla del shay.
Es una vergüenza que unos caballeros disfruten metiendo miedo a una pobre niña ignorante como era yo. A veces pienso que, en realidad, lo hacen en broma. Pero el caso es que hubo dos de ellos sentados junto a mí en la diligencia que me había llevado hasta Lexhoe, quienes, después de caída la noche, cuando salió la luna, empezaron a preguntarme adónde iba. Bueno, pues yo les contesté que iba a servir a casa de la señora Arabella Crowl, de Applewale House, cerca de Londres.
—¡Anda, Dios! —dijo uno de ellos—. Entonces no durarás allí mucho tiempo.
Yo le miré como preguntándole: «¿Y por qué no?», pero no abrí la boca, ya que les había hablado una vez cuando les dije dónde me dirigía, y no me ha gustado nunca hablar con desconocidos.
—Porque sí —dijo él—; y por tu vida, no digas a nadie ni media palabra; más sin decir nada, no le quites ojo; mírala y verás: la vieja está poseída por el demonio, y también por más de un fantasma. ¿Ya te habrás traído una Biblia contigo, no?
—Sí, señor —dije yo, dado que mi madre había puesto mi pequeña Biblia en el baúl y yo sabía que estaba allí; y por cierto, aunque tiene una letra que es ya demasiado pequeña para mis viejos ojos, todavía la tengo en mi poder.
Al mirarle, cuando dije «sí, señor» me pareció verle hacer un guiño a su amigo, pero no estoy segura.
—Vaya —dijo él—, entonces que no se te olvide ponerla todas las noches debajo de la almohada, a ver si así te libra de las zarpas de la vieja.
¡Cuando dijo esto, me entró tanto miedo que no os lo podéis ni imaginar! Y me entraron muchas ganas de preguntarle un sinfín de cosas acerca de la anciana señora, pero yo era muy tímida entonces, y él y su amigo se pusieron a hablar de sus asuntos, y no me atreví; conque, al llegar a Lexhoe, me bajé muy asustada. Y me desesperé de miedo y de tristeza cuando me vi en el shay por la oscura carretera. Los árboles eran muy gruesos y enormes, casi tan viejos como la vieja casa, y algunos de ellos tenían un tronco tan gordo que apenas lo habrían podido abarcar entre cuatro personas.
Bueno, yo estiraba el cuello por la ventanilla para ver cuándo aparecía la casa grande; y, de repente, nos paramos en seco frente a ella. La casa era bien grande, ya lo creo, blanca y negra, con grandes vigas negras que asomaban, y torretas en lo alto, blancas como sábanas a la luz de la luna; y a las sombras de los árboles en la pared se les habría podido contar hasta las hojas; también tenía vidrieras con dibujos en forma de rombos, sobre todo en el gran ventanal del vestíbulo, y grandes contraventanas de estilo antiguo, abiertas hacia afuera; pero todas las demás ventanas estaban cerradas con cerrojo, debido a que no había en la casa más que tres o cuatro criados y la señora, y casi todas las habitaciones se hallaban cerradas también. El corazón se me salía por la boca cuando me dijeron que el viaje había terminado y que la casa grande se encontraba allí, delante de mí; dentro estarían mi tía, a quien nunca había visto hasta entonces, y Madam Crowl, a cuyo servicio iba a entrar yo, y que ya me daba miedo.
En el vestíbulo, mi tía me dio un beso y me llevó a su cuarto. Era alta y delgada, de cara pálida, negros ojos y manos largas y finas, siempre calzadas con guantes negros. Tenía más de cincuenta años y hablaba poco, pero sus palabras eran ley. De ella no guardo queja alguna; sin embargo, era una mujer dura, y creo que hubiera sido más cariñosa conmigo si yo hubiese sido hija de su hermana en vez de serlo de su hermano. Pero dejemos eso, que ya pasó. El señorito se llamaba Mr Chevenix Crowl; era nieto de Madam Crowl, y se dejaba caer por allí unas dos o tres veces al año para ver si la anciana señora estaba bien atendida. Yo no le vi más que dos veces en todo el tiempo que estuve en Applewale House. Por mi parte, lo único que sé decir es que sí que estaba bien atendida, pese a todo, a causa de que mi tía y Meg Wyvern, la doncella, eran mujeres de conciencia y hacían las cosas bien.
Mrs Wyvern —mi tía la llamaba Meg Wyvern, pero para mí debía ser Mrs. Wyvern— era una mujerona gruesa y alegre, de unos cincuenta años, metida en carnes, siempre de buen humor, que hacía las cosas muy despacio. Tenía un buen sueldo, mas resultaba un poquito roñosa, y tenía todos sus vestidos buenos guardados bajo llave, y llevaba puesto de continuo un trajecito de algodón de color chocolate, con puntillas y bordados rojos, amarillos y verdes, que le duraba una barbaridad de tiempo. Nunca me dio nada, ni siquiera por valor de un penique, en todo lo que estuve allí; pero tenía buen humor, siempre se estaba riendo y hablando sin parar y, viéndome tan triste y callada, procuraba animarme con sus risas e historias: creo que la quería más que a mi tía —así son los chicos, sólo quieren al que les da alegría y les cuenta cuentos—,aunque ésta era muy buena para mí, pero un poco dura en muchas ocasiones, y siempre tan callada...
Mi tía me llevo a su cuarto y tuve que quedarme allí sola un buen rato mientras ella preparaba el té en otra habitación. Pero antes de irse me dio unos golpecitos en la espalda, me dijo que estaba muy alta y desarrollada para mi edad, y me preguntó si sabía coser y bordar; mirándome a la cara, dijo que era igual que mi padre, o sea su hermano, que ya estaba muerto y enterrado el pobre, y también que esperaba que fuese buena cristiana, y trabajase y me portase bien.
Para ser la primera vez que puse el pie en su cuarto estuvo un tanto seca, digo yo. Cuando entré a tomar el té en la habitación de al lado, el cuarto de llaves —muy confortable, con todas las paredes de roble—, había un hermoso fuego de carbón, turba y leña ardiendo en la chimenea; y en la mesa, té, pastel caliente y comida humeante; allí estaba Mrs. Wyvern, tan lucida y tan alegre, charlando en una hora más que mi tía en todo un año. Mientras yo tomaba el té, la tía subió al piso de arriba a ver a Madam Crowl.
—Ha subido a cerciorarse de si esa vieja Judith Squailes está despierta o no —dijo Mrs. Wyvern—. Judith es la que hace compañía a Madam Crowl cuando yo y Mrs. Shutters (éste era el nombre de mi tía) estamos fuera. La señora es una vieja muy molesta. Tendrás que tener los ojos bien abiertos con ella, porque si no, se te caerá al fuego o se te tirará por la ventana. Parece andar como movida por alambres a pesar de ser tan mayor.
—¿Qué edad tiene, señora? —pregunté.
—Noventa y tres son los últimos que cumplió, y de esto hace ya más de ocho meses —dijo, y se rió—, y no andes haciendo preguntas sobre ella delante de tu tía, fijate bien lo que te digo; tú tómala como es, y no pretendas saber más.
—¿Cuál será mi trabajo para con ella, por favor?
—¿Con la señora? Bueno —dijo—, ya te lo dirá tu tía, Mrs. Shutters; aunque me figuro que tendrás que hacerle compañía en su cuarto, mientras haces tus labores, ocuparte de que no haga diabluras, dejarla que se entretenga con sus cosas en la mesa, llevarle de comer o de beber cuando lo pida, cuidar de que no cometa tonterías, y sobre todo tocar la campanilla bien fuerte si ves que te da demasiada guerra.
—¿Está sorda?
—No, ni ciega tampoco —dijo—; es tiesa como un hueso, pero está un poco chiflada y no se acuerda bien de las cosas; lo mismo le da Jack el Matador de Gigantes o Juanito Dos zapatos, que la corte del Rey o los asuntos del país.
—¿Qué hizo la otra chica para que la echaran, señora; la que se fue el viernes? Mi tía le escribió a mi madre que se había ido.
—Se fue, sí.
—¿Por qué? —volví a preguntar.
—Me figuro que no acudiría cuando la llamó Mrs. Shutters —respondió—, no sé. No hables tanto. A tu tía no le gustan las niñas charlatanas.
—Señora, por favor, ¿la anciana señora se encuentra bien de salud?
—No hay mal alguno en preguntar eso, hija. Estuvo un poco pachucha últimamente, pero ya está mejor desde la semana pasada, y yo me atrevo a asegurar que durará aún hasta llegar a los cien años. ¡Chst! Ya está aquí tu tía, viene por el pasillo.
Entró y se puso a hablar con Mrs. Wyvern, y yo, que empezaba a sentirme más a gusto como en mi propia casa, estuve dando vueltas por el cuarto, curioseándolo todo por aquí y por allá. Había cosas preciosas, de china, en el vasar, y cuadros en la pared; y una puerta abierta en la madera que revestía la pared, y vi una especie de camisa vieja y extraña, de cuero, toda llena de correas y hebillas, con unas mangas colgando tan largas que llegaban casi al suelo; camisa que estaba allí dentro del armario.
—Niña, ¿qué andas enredando por ahí? —dijo mi tía, bastante enfadada, volviéndose hacia mí cuando menos lo esperaba yo—. ¿Qué has cogido?
—Esto, señora —respondí, volviéndome con la chaqueta de cuero en las manos—.No sé que es.
Pese a su palidez, se le arrebolaron las mejillas, sus ojos brillaron de ira, y pensé que, si quisiera pegarme, apenas tendría que dar media docena de pasos, pero no me dio más que un cachete en la espalda y me dijo: -Mientras estés aquí, no te metas en nada que no te importe, volvió a colgarla otra vez en la percha, cerró la puerta del armario de golpe y echó a toda prisa la llave. Mrs. Wyvern no paró en todo el tiempo de reír y alzar las manos, sin abandonar su silla, y de retorcerse como solía cuando le daba por soltar carcajadas. Yo tenía los ojos llenos de lágrimas, y ella hizo un guiño a mi tía, y dijo, secándose los ojos, que le lloraban de tanto reír:
—Vamos, déjela, la chica no lo ha hecho con mala intención. Ven aquí conmigo, guapa. Esa chaqueta no es más que un camisón para niñas malas; y si no nos preguntas cosas y eres obedientes, no te tendremos que decir mentiras. Conque, ¡hala!, ven aquí, siéntate, y después de beber un vasito de cerveza, vete a la cama.
Mi habitación, fijaos bien, estaba en el piso de arriba, justamente al lado de la que ocupaba la anciana señora; Mrs. Wyvern dormía en una cama situada junto a la de aquélla, dentro del cuarto de Madam, y yo debía estar atenta a las llamadas por si me necesitaba. La anciana señora tenía esa noche una de sus pataletas, que ya arrastraba de todo el día. Solía tener los ataques cuando le entraba morriña. A veces no dejaba que la vistieran y otras no les dejaba que la desnudasen. Decían que, de joven, había sido una gran belleza. Pero no había nadie en todo Applewale que la recordase en sus años mozos. Todavía era muy presumida, le gustaban muchísimo los vestidos, poseía pesadas sedas, almidonados satenes, terciopelos y encajes, y de todo, lo bastante para abastecer lo menos siete tiendas. Todos sus vestidos estaban pasados de moda y eran muy raros, mas valían una fortuna. Bien, me fui a la cama. Y allí estuve un buen rato despierta, porque todas las cosas me resultaban nuevas y extrañas, y además debía de tener el té agarrado a los nervios, ya que no estaba acostumbrada a tomarlo; no lo hacía más que en fiestas y ocasiones por el estilo. Oí a Mrs. Wyvern hablar, y para ello me puse la mano en la oreja, pero no pude escuchar a Madam Crowl, y ni siquiera sé si ésta dijo una sola palabra.
Todos se preocupaban mucho de ella. La servidumbre de Applewale sabía que, en el momento que muriese, quedarían sin nada, y sus empleados eran cómodos y bien pagados. El doctor venía dos veces por semana a ver a la anciana señora, y podéis estar seguros de que todos hacían lo que él ordenaba. Siempre había el mismo mandato: no debían nunca regañarla ni llevarle la contraria de ningún modo, sino seguirle la corriente y darla gusto en todo. Conque, por lo visto, se pasó toda la noche tumbada vestida en la cama, y todo el día siguiente sin decir ni una sola palabra; por mi parte, pasé todo el día en mi cuarto dedicada a la costura, y sólo bajé a comer. Tenía ganas de ver a la anciana señora, y también de oírle hablar. Pero, por lo que a mí me toca, igual hubiera dado que estuviera en Londres. Después de comer, mi tía me mandó fuera a dar un paseo durante una hora. Me alegré de volver otra vez a la casa, de tan grandes como eran los árboles y lo oscuro y solitario del paraje; pensando en mi casa me había hartado de llorar mientras paseaba a solas por allí. Aquella noche, estaban ya encendidas las velas y yo sentada en mi cuarto cuando se abrió la puerta de la habitación de Madam Crowl, donde también se hallaba mi tía. Entonces fue la primera vez que oí lo que me figuro que sería la voz de la vieja señora.
Era un ruido extraño, parecido no sé bien a qué, si al hecho por un pájaro o una bestia, sólo que tenía como un algo de balido, y era muy débil. Agucé mis oídos para no perder nada de lo que decía. Pero no pude entender ninguna de las palabras que pronunció. Únicamente que mi tía le contestaba:
—El demonio no puede hacer daño a nadie, señora, si no lo permite el Señor.
Entonces la misma vocecilla extraña que salía de la cama dijo algo más que tampoco pude entender. Y mi tía volvió a contestar:
—Déjeles que pongan las caras que quiera, señora, y que digan lo que se les antoje; si el Señor está con nosotras nadie nos podrá hacer ningún mal.
Yo seguía escuchando, la oreja vuelta hacia la puerta, conteniendo la respiración, pero no salió del cuarto ni una palabra ni un ruido más. Durante unos veinte minutos estuve sentada a la mesa, mirando los santos de un libro de fábulas del viejo Esopo, y me di cuenta de que algo se movía en la puerta de mi cuarto y, levantando la vista, vi la cara de mi tía, quien me miraba desde allí mientras se llevaba un dedo a los labios.
—¡Chist! —dijo muy bajito, se acercó a mí de puntillas y me dijo en un susurro—:Gracias a Dios se ha quedado dormida por fin; no hagas ruido hasta que yo vuelva, voy abajo a tomar una taza de té y en seguida regresaremos yo y Mrs. Wyvern; ella dormirá con la señora en su cuarto, tú podrás bajar cuando subamos nosotras, y Judith te llevará la cena a mi cuarto.
Dicho esto, se fue. Seguí mirando el libro de los dibujos, como antes, y escuchando a cada paso, pero no pude oír ni un ruido ni un suspiro; y me puse a decirles cosas en voz baja a los dibujos y a hablar conmigo misma para mantener mi moral, pues empezaba a tener miedo, sola como estaba en aquel cuarto tan grande. Luego me levanté y empecé a pasearme por él, mirando esto, atisbando lo otro, para entretenerme, ya comprenderéis. Por fin me atreví a echar alguna mirada a hurtadillas en la alcoba de Madam Crowl.
Era una alcoba grande, tenía una cama enorme con dosel y cortinas de seda floreada, tal altas que llegaban cerradas alrededor de la cama. Había un espejo, el más grande que había visto en mi vida, y la habitación era una ascua de luz. Conté hasta veintidós candelabros, todos encendidos. Tal era su capricho, que nadie se atrevía a negárselo. Escuché desde la misma puerta, sin atreverme a pasar, boquiabierta y maravillada de todo. Como no se oía ni un suspiro ni se veía el menor movimiento de las cortinas, me armé de valor, entre de puntillas en el cuarto y volví a mirar a mi alrededor. Entonces, me eché una ojeada en el espejo grande, y por fin me vino la idea a la cabeza: «¿Por qué no acercarme y echar una mirada a la vieja señora que está en la cama?».
Me tomaréis por loca con sólo saber la mitad de las ganas que tenía de ver a Madam Crowl. Por mi parte, me dije que si no la veía en aquel momento, tendría que esperar a lo mejor muchos días antes de que se me presentase otra ocasión. Pues bien, escuchadme, me acerqué a la cama, que tenía corridas las cortinas; casi se me paraba el corazón. Pero cogí valor, pasé un dedo por entre los pesados cortinones, y después la mano entera. Y así me quedé, esperando un poco, mas todo estaba callado como la muerte. Conque, despacio, despacito, fui corriendo la cortina, y allí vi ante mí, extendida como la mujer esa que hay en una tumba de la iglesia de Lexhoe, a la famosa Madam Crowl de Applewale House. Allí estaba, vestida por completo. Nunca veréis nada parecido en estos tiempos. Satenes y sedas, escarlata y verde, oro y brocados. ¡Dios mío, qué espectáculo! Tenía puesta en la cabeza una peluca toda empolvada, enorme, casi tan grande como ella. ¡Y qué de arrigas, Señor mío! ¡Con la vieja garganta llena de bolsas, toda empolvada de blanco, las mejillas pintadas de rojo, y con las cejas postizas, que le solía pegar Mrs. Wyvern, allí estaba, grande y tiesa, con un par de medias de seda a cuadros, y unos tacones en los zapatos como de un palmo de altos! ¡Virgen Santa! Tenía una nariz ganchuda y delgada, y los ojos medio abiertos, de modo que se le veía casi la mitad de lo blanco. Tal como aparecía vestida ahora, solía ponerse en pie y mirarse en el espejo, dando paseítos y sonriéndose ante él, y haciendo monerías con un abanico en la mano y un ramillete de flores prendido en el corpiño. Sus arrugadas manitas estaban extendidas a ambos lados, y uñas tan largas y puntiagudas como las suyas no las he visto en mi vida jamás. ¿Puede haber sido moda alguna vez entre los ricos gastar unas uñas así?
Bueno, creo que también vosotros os hubieseis asustado de contemplar un espectáculo como aquél. Yo no podía soltar la cortina ni moverme una pulgada ni quitarle los ojos de encima; hasta el corazón se me había parado. Y de repente vi que abría los ojos, se incorporaba, se daba la vuelta, se me bajaba de la cama, metiendo ruido al dar con sus tacones, comiéndome el rostro con sus grandes ojos vidriosos, mientras sonreía de forma pícara y maligna con sus labios arrugados y sus largos dientes postizos. Vaya; un muerto es cosa natural, digo yo pero éste es la visión más espantosa que he visto en mi vida. Me apuntaba con los dedos y su espalda estaba encorvada por la edad. Dijo:
—¡Tú, pequeña! ¿Por qué andas por ahí diciendo que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte más tiesa que un muerto!
Si lo hubiera pensado un momento, me habría dado la vuelta y hubiera escapado. Pero no podía quitar mis ojos de ella, de forma que, tan pronto como pude, empecé a retroceder; mas ella vino detrás de mí, taconeando, moviéndose como con alambres, los dedos apuntados hacia mi garganta, y haciendo todo el tiempo ruido con la lengua, algo que sonaba así como zizz-zizz-zizz. Seguí retrocediendo y retrocediendo tan deprisa como podía, sus dedos estaban ya sólo a pocas pulgadas de mi cuello, y sentí que perdería el juicio sólo con que llegase a tocarme.
Continué retrocediendo hasta alcanzar el rincón del cuarto, y lancé tal grito que cualquiera diría que se me partía cuerpo y alma; en ese momento mi tía, desde la puerta, pegó fuerte una voz, la vieja señora se tornó hacia ella, y yo me di la vuelta, salí corriendo, atravesé mi cuarto, y luego fui escaleras abajo todo lo aprisa que podían llevarme las piernas. Lloré con toda el alma, os lo puedo asegurar, cuando, por fin, me vi en el cuarto de llaves. Mrs. Wyvern se rió mucho cuando le conté lo que me había pasado. Pero cambió de tono cuando oyó las palabras que me había dicho la vieja señora.
—A ver, repítemelas otra vez —dijo.
Así lo hice yo:
—¡Tú pequeña! ¿Por qué andas diciendo por ahí que yo maté al niño? ¡Te voy a hacer cosquillas hasta dejarte más tiesa que un muerto!
—¿Y tú habías dicho que ella había matado a un niño? —preguntó ella.
—No, señora —dije yo.
Pasado esto, Judith siempre se quedaba conmigo cuando las dos mujeres dejaban a la señora. Antes me hubiera tirado por la ventana que quedarme a solas con ella en la misma habitación. Cosa de una semana después, si mal no recuerdo, Mrs Wyvern, un día que estábamos las dos solas, me dijo una cosa de Madam Crowl que no sabía yo. Resulta que, de joven, siendo una gran belleza, hacía ya de eso lo menos setenta años, se casó con el señor Crowl de Applewale. Él era viudo y tenía un hijo de unos nueve años. A partir de cierta mañana, nunca se volvió a saber nada del niño. Ninguna persona pudo decir qué había sido de él. Le dejaban demasiada libertad, y solía irse de paseo por las mañanas; unos días iba a la casita de los guardas, desayunaba con ellos, luego se dirigía a las conejeras y no volvía a casa, a lo mejor, hasta la noche; y otras veces bajaba hasta el estanque, se bañaba y pasaba el día pescando o remando en un bote. Bien, el caso es que nadie pudo decir qué había sido de él; sólo esto: que encontraron un sombrero junto al estanque, bajo un espino que hay allí y todavía sigue hoy en día, y se pensó que se habría ahogado. Entonces le correspondió toda la herencia al hijo segundo matrimonio del señor Crowl, o sea al que tuvo con esta Madam Crowl que tanto ha vivido. Y el hijo de éste, o sea el nieto de la anciana señora, Mr. Chevenix Crowl, era el propietario de todos los bienes de la época en que yo estuve en Applewale.
Relacionado con aquello había habido muchas habladurías, mucho tiempo antes de que mi tía se colocase allí, y éstas sugerían que la madrastra sabía mucho más del asunto de lo que parecía. Y también que sabía manejar a su esposo, al viejo señor Crowl, y sacar de él lo que deseaba con sus halagos y gramática parda. Pero como el niño no se le volvió a ver más, con el transcurso del tiempo las cosas se fueron borrando de la memoria de las gentes. Ahora os contaré lo que vi con mis propios ojos. Todavía no llevaba yo seis meses en la casa, cuando aquel invierno la anciana señora cogió su última enfermedad. El doctor tenía mucho miedo de que fuese a darle un ataque de locura, ya que le había dado una hacía quince años y la tuvieron que tener sujeta durante mucho tiempo con una camisa de fuerza, que era la misma de cuero que había visto yo en el armario trasero del cuarto de mi tía.
Bueno, pues no le dio. Se consumió, se retorció, se fue yendo poquito a poco y bastante tranquila hasta un día o dos antes de pasar a mejor vida, en que se le ocurrió blasfemar y a veces soltar unos gritos que no parecían sino que la estuvieran cortando el cuello; también la daba por escaparse de la cama, y como no estaba lo bastante fuerte para andar, ni siquiera para tenerse en pie, se caía al suelo con sus viejas manos marchitas extendidas hacia adelante, y desde allí seguía pidiendo clemencia a gritos. Como os podéis figurar, yo no entraba para nada en la habitación, solía quedarme en la cama, temblando de miedo al oír sus gritos y pataleos. ¡Y gritaba unas palabras que ponían la carne de gallina!
Mi tía, Mrs. Wyvern, Judith Squailes y una mujer de Lexhoe no se apartaban de su lado. Pero, por fin, le vinieron los ataques, y éstos terminaron con su vida. El párroco estuvo allí y rezó por ella, pero ella dijo que no estaba para oraciones. Me figuro que, cuando lo dijo, sus motivos tendría, pero a nadie de los reunidos le pareció bien; y así fue como pasó definitivamente a mejor vida, todo se acabó, y la anciana Madam Crowl fue amortajada y metida dentro de la caja, y se avisó por escrito a Mr. Chevenix. Pero éste estaba entonces en Francia, y dado que la tardanza en regresar iba a ser tan grande, el párroco y el doctor se pusieron de acuerdo, conviniendo que no se la debía tener mucho tiempo sin enterrar; y al entierro no se atrevió a ir nadie más que ellos dos, junto con mi tía y el resto de nosotros, los de Applewale. De modo que a la vieja señora de Applewale la pusieron en la cripta que hay debajo de la iglesia de Lexhoe, y nosotras seguimos viviendo en la casa grande hasta que volviese el señor y nos dijera qué pensaba hacer con nosotras, nos pagase lo que le pareciese y nos despidiera si quería.
A mí me trasladaron a otra habitación, dos puertas más allá de la que había sido de Madam Crowl antes de su muerte, y esto sucedió la noche antes de que llegase a Applewale Mr. Chevenix. El cuarto que yo habitaba ahora era grande y cuadrado, con las paredes de roble, pero sin más muebles que mi cama, que no era de cortina, y una silla y una mesa que no abultaban nada en una habitación tan grande. Y aquel enorme espejo donde se solía mirar y admirar de pies a cabeza la vieja señora, ahora que no servía para nada, lo habían quitado de allí y lo habían traído a mi cuarto, dejándolo apoyado contra la pared, pues habían tenido que mudar de sitio y quitar muchas cosas en su habitación, como os podéis figurar, cuando la metieron en la caja.
Aquel día tuvimos la noticia de que Mr. Chevenix llegaría a Applewale a la mañana siguiente; y no era yo quien lo sentía, porque estaba segura de que me mandaría otra vez a casa, con mi madre. Y qué contenta me ponía al pensar en mi hogar, en mi hermana Janet, en el gatito y en las empanadas, en Trimmer y todo lo demás, sintiéndome tan feliz que no podía dormir. El reloj dio las doce, yo seguía completamente despierta, y el cuarto tan negro como la tinta. Mi posición era dando la espalda a la puerta y la cara a la pared de enfrente. Pues bien, no serían más de las doce y cuarto cuando, de pronto, veo una luz contra la pared frente a mí, como si hubiera algo encendido a mis espaldas; las sombras de la cama, de la silla y de mi vestido, colgado en el muro, bailoteaban arriba y abajo; rápidamente, giré la cabeza por encima del hombro, pensando que debía haber algo ardiendo allí detrás.
Y lo que vi, ¡Virgen Santa!, fue la apariencia de la vieja bruja, adornado con sedas y terciopelos su cuerpo de muerta, sonriendo tontamente, los ojos tan abiertos como platos, y una cara como la del mismo demonio. Había una luz roja que salía de ella igual que un resplandor, como si sus vestidos estuvieran ardiendo. Venía derecho a mí con sus viejas manos sarmentosas engarfiadas, como si fuera a arañarme. Yo no podía ni moverme, pero ella pasó de largo, a mi lado, con una ráfaga de aire frío, y la vi llegar a la pared de enfrente, a la rinconera (como llamaba mi tía a aquel cuartucho), donde solían poner la cama de gala en los viejos tiempos, y allí en el fondo abrir una puerta y buscar a tientas con las manos algo que allá tenía que haber. Yo nunca había visto la puerta aquella, o no me había fijado. Luego se volvió hacia mí, como girando sobre un eje, se puso a hacer gestos y, de repente, ya estaba otra vez toda la habitación a oscuras y yo de pie en el rincón más alejado de la cama. Ni sé cómo llegué hasta allí, pero, por fin, recobré otra vez el habla y empecé a dar unos gritos horribles que resonaron por toda la galería y que casi arrancaron de cuajo la puerta de Mrs. Wyevern, asustándola tanto que estuvo a punto de perder el juicio.
Os podéis figurar lo que dormiría yo en lo que quedó de noche; con el alba, bajé al cuarto de mi tía tan aprisa como pudieron llevarme mis piernas. Bueno, mi tía no me regañó ni me castigó, como temía, sino que me cogió de la mano y me estuvo mirando a la cara fijamente todo el tiempo. Me dijo que no tuviera miedo, y me preguntó:
—¿Tenía la aparición una llave en la mano?
—Sí —contesté teniendo que hacer un esfuerzo para acordarme—, una llave grande con un puño de bronce muy raro.
—Aguarda un poco —me dijo, soltando mi mano y abriendo la puerta del parador—,¿era como ésta? —preguntó, sacando una y enseñándomela, mientras me lanzaba una extraña mirada.
—Esa misma —respondí en seguida.
—¿Estas segura? —dijo, y sentí como si fuera a marearme.
—Bueno, niña, está bien —dijo en voz baja, y la guardó otra vez—. Hoy vendrá el señor en persona, antes de las doce, y le contarás todo lo que sabes; y como me figuro que pronto me despedirán, lo mejor que puedes hacer es volverte esta misma tarde a tu casa, yo te buscaré, cuando pueda, otro sitio para que trabajes.
Como imaginaréis, escuché con gusto esas palabras. Mi tía empaquetó mis cosas y las tres libras que me debían, para que me lo llevase todo a casa, y el señor Crowl en persona llegó ese día a Applewale; era un hombre guapo, de unos treinta años de edad, a quien veía por segunda vez. Aunque ésta fue la primera que me dirigió la palabra. Mi tía estuvo hablando con él en el cuarto de llaves y no sé qué dirían. Yo estaba un poco cortada por la presencia del señor, un gran caballero de Lexhoe, y no atrevía a hablar si no me preguntaban. Él me dijo, sonriendo:
—¿Qué es lo que viste, guapa? Tuvo que ser un sueño, pues ya sabes que esas cosas no existen en el mundo. Pero sea lo que fuere, jovencita, te vas a sentar y nos vas a contar todo lo que sabes del principio al fin.
Bien, cuando terminé de contarlo, quedó pensando un rato y luego dijo a mi tía:
—Conozco bien el sitio. En tiempos del viejo sir Oliver, el cojo Wyndel me dijo una vez que había una puerta en esa especie de nicho, a la izquierda, precisamente en el sitio donde soñó la chica que se dirigía mi abuela. Él tenía más de ochenta años cuando me lo dijo, y yo era sólo un chiquillo. De esto hace veinte años. Antiguamente, antes de que construyeran la caja de caudales que hay ahora en el salón de los tapices, se solían guardar allí los cubiertos y las joyas. Me contó el cojo que la llave tenía una empuñadura de bronce, y ésta dice usted que la ha encontrado en la caja de los abanicos de mi abuela. Ahora bien, ¿no tendría gracia que encontrásemos allí algunas cucharillas o diamantes olvidados? Tú sube con nosotros, mocita, y nos señalarás el sitio exacto.
A mí, en cambio, aquello no me hacía gracia alguna, y tenía el corazón en la boca, así que en cuanto entré en la espantosa habitación, me cogí de la mano de mi tía y les explique cómo había ocurrido la aparición de la vieja señora, cómo pasó de largo junto a mí y el sitio donde se puso y dónde pareció abrirse la puerta.
Había una viejo armario vacío en la pared y, al correrlo, encontramos en el artesonado señales de una puerta, con una cerradura atascada con tacos de madera, tan cepillada y pintada que no se la distiguía del resto, ya que tenía todas las juntas rellenas de masilla del mismo color del roble; y, si no hubiera sido por los goznes, que sí se notaban, nunca se nos hubiera ocurrido imaginar que existía cuando corrimos el armario.
—¡Ah! —dijo él, con una rara sonrisa—. Ésta parece que es.
Tardó unos cuantos minutos en sacar el tarugo de madera de la cerradura, con ayuda de un pequeño formón y un escoplo. La llave agarró y, haciéndola girar con fuerza, el pestillo se corrió rechinando terriblemente, empujó él la puerta y ésta se abrió. Allí dentro había otra puerta más, todavía más extraña que la primera, pero la cerradura estaba quitada y se abrió fácilmente. Daba a un cuartito pequeñísimo, con su bóveda y sus paredes de ladrillo; no pudimos ver lo que había dentro, pues aquello estaba negro como boca de lobo. Mi tía encendió una vela y el señor Crowl la cogió y entró. Ella se puso de puntillas para mirar por encima del hombro de éste, yo no vi nada.
—¡Ah! ¡Ah! —dijo el señor, dando un paso atrás—. ¿Qué es eso? ¡Rápido, tráigame una atizador! —dijo a mi tía. Y cuando ella se dirigió a la chimenea a cogerlo, yo miré junto al brazo de él, y vi acurrucado en el suelo, en el rincón del fondo, un mono o algo parecido, con todo el pecho desollado, una cosa de lo más arrugada, marchita y seca que he visto en mi vida.
—¡Virgen Santa! —dijo mi tía, mirando por encima del hombro del señor Crowl y viendo la nada agradable cosa, al darle el atizador—. ¡Tenga, señor, cuidado con lo que hace! Salgamos y cierre bien la puerta.
Pero él, en lugar de hacerle caso, avanzó con cuidado, con el atizador cogido como si fuera una espada, y dio a la cosa un golpecito con el hierro, ésta se vino abajo, con su cabeza y todo, y quedó convertida en un montón de huesos y polvo, poco más de un puñado. Eran los huesos de un niño; todo lo demás se deshizo con sólo tocarlo. Quedaron callados durante un rato, él estuvo dándole vueltas a la calavera que había en el suelo. A pesar de ser entonces yo muy joven, creo que sabía bastante bien en qué estaban pensando.
—¡Un gato muerto! —dijo él, empujándome hacia afuera, soplando la vela y cerrando la puerta—. Volveremos usted y yo, Mrs. Shutters, y miraremos luego por las estanterías. Tengo antes otros asuntos que tratar con usted. Esta chica que regrese a su casa, ya lo sabe usted. Se le ha pagado lo que se le debía, además yo le haré un regalo —dijo, dándome golpecitos en el hombro con una mano.
Me dio nada menos que una libra entera, me fui a Lexhoe cosa de una hora después, luego a casa en la diligencia, ¡y poco contenta que me vi de encontrarme en mi hogar otra vez! Nunca más volví a ver a la anciana Madam Crowl de Applewale, gracias a Dios, ni en aparición ni en sueño. Pero, cuando crecí y me hice mujer hecha y derecha, mi tía pasó una vez un día y una noche conmigo en Littleham, y me contó que no había duda de que aquel pobre niño que decían que se había perdido hacía tanto tiempo, lo había encerrado aquella maldita bruja, hasta que murió en ese cuarto oscuro, desde donde no se podían oír sus gritos, sus ruegos o sus golpes, y que ella misma dejó su sombrero a la orilla del agua para hacer creer que se había ahogado. Los trajes, con sólo tocarlos, se convirtieron en polvillo fino en la celda donde se encontraron los huesos. Pero había un puñado de botones de azabache y una navaja con mango verde, junto con un par de peniques que la pobre criatura llevaba, sin duda, en los bolsillos cuando lo encerraron allí y vio la luz por última vez. Y entre los papeles del señor Crowl existía una copia del anuncio que habían puesto cuando se perdió el niño, en el cual decía el señor anterior que, a su juicio, la criatura debía de haberse escapado o que si no, tal vez, lo habrían robado unos gitanos; y también que el niño llevaba una navajita con el mango verde, y que todos los botones de sus traje eran azabache. Esto es todo lo que os sé decir en relación a la anciana Madam Crowl de Applewale House.
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