jueves, 11 de julio de 2024

Cuento para la noche de reyes. Jean Lorrain (1855-1906)

Cuando la reina Imogine supo que la princesa Neigefleur no estaba muerta, que el lazo de seda que ella misma le había anudado alrededor del cuello no la había estrangulado sino a medias y que los gnomos del bosque habían recogido aquel dulce cuerpo letárgico en un ataúd de cristal y, lo que es peor, que lo guardaban invisible en una gruta mágica, entró en estado de cólera: se irguió tensa en la silla de cedro en la que soñaba, sentada en la habitación más alta de la torre, desgarró en toda su longitud la pesada dalmática de brocado amarillo enriquecido con lirios y follajes de perlas, rompió contra el suelo el espejo de acero que acababa de comunicarle la odiosa noticia y, agarrando de mala manera por una pata trasera al sapo encantado que le servía para sus maleficios, lo lanzó con toda su fuerza al fuego de la chimenea donde hizo frisst, grisst, prisst y se evaporó como una hoja seca.

Tras lo cual, algo calmada, abrió las hojas del alto ventanal cuyos enrejados de plomo contenían enanos tocando la trompa, y se asomó para ver la campiña. Estaba completamente cubierta de nieve y, en el aire frío de la noche, los lentos copos diseminados como guata, cubrían todo el horizonte con un extraño armiño cuyas manchas invertidas habrían sido blancas sobre un fondo negro. Un gran resplandor rojizo coloreaba la nieve al pie de la torre; la reina sabía que era el fuego de las cocinas, de las cocinas regias donde los cocineros preparaban el festín para la noche, pues todo transcurría el domingo mismo de la Epifanía y había una gran fiesta en el castillo; y la malvada reina Imogine no pudo reprimir una sonrisa en la negrura de su alma, pues sabía que, en esos momentos, se estaba asando para la mesa del rey un maravilloso pavo en el que ella había reemplazado traidoramente el hígado por un revoltillo de huevos de lagarto y de beleño, horrible fármaco que debía acabar de enajenar la mente del viejo monarca y alejar para siempre de aquella flaqueante memoria el dulce recuerdo de la princesa Neigefleur.

Aquella delicada y melosa pequeña máscara de Neigefleur, ¿por qué se atrevía con sus grandes ojos azules de porcelana y su insípida cara de muñeca a sobrepasarla en belleza, a ella, a la maravillosa Imogine de las islas de Oro? Había tenido que venir a aquel maldito y pequeño reino de Aquitania para escuchar decirle a voz en grito, y a cada hora del día, al viento en los setos, a las rosas en los arriates y hasta a su espejo, un espejo auténtico animado por las hadas: «¡Tu belleza es divina y encanta a los pájaros y a los hombres, gran reina Imogine, pero la princesa Neigefleur es más bella que tú!» ¡La muy pestilente! A partir de entonces ya no tuvo tregua ni descanso; no había habido ruindades de las que, como verdadera madrastra, no hubiera acusado a la pequeña princesa para perderla a los ojos del rey. Pero el viejo imbécil, cegado de ternura, sólo la escuchaba a medias, por muy enamorado que estuviera de pasión sensual por la belleza de la reina maga. Ni siquiera los venenos tenían poder sobre el frágil cuerpecillo de la niña: su inocencia o las hadas la protegían. Aún recordaba con rabia el día en que, no pudiendo más, había mandado a sus doncellas desvestir a la asustada princesa y azotar sus temblorosos hombros hasta hacerla sangrar; quería ver por fin herida y dañada por los azotes aquella deslumbrante desnudez, pero los azotes, en manos de las arpías, se habían convertido en plumas de pavo real que no habían hecho sino rozar y acariciar la piel de la virgen estremecida.

Fue entonces cuando, exasperada de despecho, había decidido su muerte. La había estrangulado con sus manos regias y ordenado que la transportaran durante la noche al confín del parque, dispuesta a acusar del asesinato a cualquier grupo de gitanos. Pero, ¡oh, felicidad inesperada! Ni siquiera había tenido que contarle esta mentira al rey, porque los lobos se habían encargado del asunto; la princesa Neigefleur había desaparecido y la orgullosa madrastra triunfaba, cuando he aquí que su espejo mágico la contrariaba al ser interrogado. Es verdad que se había vengado de él rompiéndolo en aquel mismo instante, pero le habían ganado la batalla puesto que su rival vivía dormida bajo la protección tutelar de los enanos. Y, muy perpleja, iba a sacar del fondo de un armario una cabeza disecada de un ahorcado que consultaba en ocasiones especiales y, tras haberla depositado sobre un gran libro abierto en medio de un pupitre, encendía tres velas de cera verde y se sumía en siniestros pensamientos.

Ahora iba caminando muy lejos, muy lejos, muy lejos del palacio adormecido, en el gran silencio del bosque helado, por el bosque semejante a una inmensa madrépora; había echado por encima de su traje de seda blanca una capa de lana oscura que le hacía parecerse a un viejo brujo y con su orgulloso perfil oculto bajo la oscura capucha, se apresuraba entre los pies de los enormes robles cuyos troncos, blancos de nieve, parecían a su vez grandes penitentes. Había algunos que, con sus grandes ramas dirigidas hacia lo alto en la oscuridad, parecían maldecirla con toda la fuerza de sus largos brazos descarnados; otros, aplastados en extrañas actitudes, parecían arrodillados a orillas del camino; habríase dicho que se trataba de monjes orando bajo cogullas de escarcha, y todos desfilaban extrañamente, con las manos juntas y tensas por encima de la nieve, donde los pasos amortiguados no despertaban ningún ruido: el ambiente era casi agradable en el bosque porque la helada lo había aletargado, y la reina, concentrada en su proyecto, precipitaba su carrera silenciosa, con los laterales de su capa herméticamente recogidos sobre no se sabe qué objeto, que se removía y lloraba levemente. Era un niño de seis meses que había robado al pasar en la habitación de una mujer del servicio y que llevaba esta apacible y dulce noche de invierno para degollarlo al sonar las doce de la noche, como está mandado, en un cruce de caminos. Los elfos, enemigos de los gnomos, acudirían todos a beberse la sangre tibia y ella los encantaría con su flauta de cristal, la flauta de tres agujeros que logra todos los mágicos encantamientos. Una vez encantados, los obedientes elfos la conducirían por entre el dédalo del aterido bosque hasta la gruta de los enanos. La entrada estaba abierta y visible durante toda esta bendita noche de la Epifanía, lo mismo que durante la noche de Navidad. Esas dos noches, todo encantamiento queda en suspenso por la todopoderosa gracia del Nuestro Señor; y toda caverna o escondite subterráneo de gnomos, guardianes de tesoros escondidos, se mantiene accesible al paso de los humanos. Entraría en el antro dispersando con su esmeralda el ejército azorado de los kobolds, se acercaría al ataúd de cristal, forzaría la cerradura, rompería las paredes si fuera necesario y heriría en el corazón a su rival dormida; esta vez no se le escaparía.

Y cuando se apresuraba, rumiando su venganza, bajo los finos corales blancos y las arborescencias del bosque helado, de repente, se escucharon salmos y voces, una vibración de cristal corrió a través de las ramas entumecidas, todo el bosque vibró como un arpa y la reina, inmovilizada de estupor, vio avanzar un singular cortejo: bajo aquel cielo nuboso de invierno, en el brillante decorado de un claro de nieve, pasaban dromedarios y caballos de raza finos, luego palanquines de seda abigarrada y brillante, estandartes coronados por la media luna, bolas de oro ensartadas en las largas hojas de las lanzas, literas y turbantes. Negritos completamente diabólicos con su blusa de seda verde pisaban asustados la nieve; aros decorados de pedrería sonaban en sus tobillos y, de no se por el esmalte resplandeciente de su sonrisa, se les habría tomado por pequeñas estatuas de mármol negro. Se apresuraban tras los pasos de majestuosos patriarcas cubiertos de suaves tejidos rayados en oro; la gravedad de su altivo perfil se prolongaba en la sedosa espuma de largas barbas blancas, e inmensas capas, del mismo blanco plateado que sus barbas, se abrían sobre pesadas túnicas de un azul de noche o de un rosa de aurora, completamente decoradas de pedrerías y arabescos de oro; y los palanquines en los que difusas mujeres veladas se entreveían como en un sueño, oscilaban a lomos de los dromedarios, y la luna que acababa de aparecer, espejeaba en el reverso de seda de los estandartes. Aromas penetrantes de cinamomo, de benjuí y de nardo se exhalaban en tenues remolinos azulados; copones, completamente esconzados de esmaltes brillaban entre las manos de un negro de ébano a guisa de pebeteros y, bajo la luna ascendente, surgían los salmos, menos cantados que susurrados en dulce lengua oriental, como enrollados en la gasa de los velos y la humareda de los incensarios.

La reina, oculta tras el tronco de un árbol, había reconocido a los Reyes Magos, el rey negro Gaspar, el joven jeque Melchor y el viejo Baltasar; iban, como hace dos mil años, a rendirle su homenaje al Divino Niño. Ya habían pasado. Y, lívida bajo su capa de pastor, la reina recordaba demasiado tarde que la noche de la Epifanía, la presencia de los Magos camino de Belén rompe el poder de los maleficios y que ningún sortilegio es posible en el aire nocturno impregnado aún de la mirra de sus incensarios. Por lo tanto había realizado su viaje en vano. Eran inútiles las leguas recorridas por el bosque fantasma y tenía que repetir su peligroso recorrido en medio del frío y de la nieve. Quiso dar un paso y volverse, pero el niño que llevaba oculto bajo la capa pesaba exageradamente en su brazo; había adquirido una pesadez de plomo y la mantenía clavada allí, inmóvil en la nieve; una nieve extrañamente amontonada a su alrededorr y en la que sus pies entumecidos no podían moverse. Un horrible encantamiento la tenía prisionera en el bosque espectral: si no lograba romper el círculo, su muerte era segura. Pero, ¿quién acudiría a socorrerla? Todos los malos espíritus permenecen prudentemente agazapados en sus guaridas durante la luminosa noche de la Epifanía; sólo los buenos espíritus, amigos de los humildes y de los que sufren, se arriesgan a merodear por él; y a la insidiosa reina Imogine se le ocurrió la idea de llamar a los gnomos para que le ayudaran, los buenos y pequeños señores, completamente vestidos de verde y encapirotados de prímulas, que habían recogido a Neigefleur; y, sabiendo que éstos son unos enamorados de la música, tuvo fuerzas para sacar su flauta de cristal de debajo de su capa y llevársela a los labios.

Desfallecía bajo el peso del niño convertido en algo semejante a un bloque de hielo; sus pies crispados en la nieve se ponían morados, luego negros, pero sus labios violetas encontraban aún sonidos melancólicos y suaves, de una tristeza desgarradora y de una tierna voluptuosidad, dolorosos y cautivadores adioses de un alma en agonía; resignada, intentaba aún con una vaga esperanza, una llamada inútil. Y, mientras que toda la mentira de su vida se enternecía en sus labios, sus ojos escudriñaban ávidamente el claroscuro del calvero, la sombra de los árboles, los surcos tortuosos de las raíces y hasta los tocones abandonados por los leñadores: equívocos perfiles vegetales en los que antes se manifiestan los gnomos.

De repente, la reina se estremeció. Desde todos los puntos del calvero, una multitud de ojos la miraban: era como un círculo de estrellas amarillas cerrado sobre sí misma. Había entre los árboles, en las raíces de los robles, a lo lejos, muy cerca, y cada par de ojos fulguraba fosforescente en la oscuridad. Eran los gnomos... ¡por fin! Y la reina ahogaba un grito de alegría que casi inmeditamente después se congelaba de terror: acababa de ver dos orejas puntiagudas por encima de cada par de ojos; por debajo de cada par de ojos un hocillo velludo y un sofaldo de bezo de dientes blancos. Su flauta mágica no había atraído sino a los lobos...

Al día siguiente encontraron su cuerpo despedazado por las fieras. Así murió durante una noche clara de invierno la malvada reina Imogine.


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