En su alcoba de alfombras suaves, gruesos cortinajes y mobiliario suntuoso, Mrs. Marroner sollozaba tendida en una cama ancha y suave.
Sollozaba y jadeaba con amargura, sofoco y desesperación; los hombros se movían convulsivamente; apretaba las manos con fuerza. Se había olvidado de su vestido refinado y de la colcha aún más refinada; se había olvidado de su dignidad, su autocontrol y de su orgullo. Se sentía dominada por un increíble y apabullante sentimiento de horror, de pérdida inconmensurable y por unas emociones turbulentas e incontenibles.
En toda su vida elegante y discreta, propia de una educación de Boston, jamás había soñado que pudiera llegar a sentir tantas cosas a la vez y con una intensidad tan arrolladora.
Intentó apaciguar sus sentimientos transformándolos en pensamientos, darles forma por medio de palabras, controlarse, pero no podía. Aquello le hizo recordar de modo confuso un momento terrible cuando un verano, siendo niña, buceaba entre las grandes olas de la playa de York y no conseguía salir a la superficie.
A diferencia de la más mundana Nueva York, en Estados Unidos, Boston ha sido siempre sinónimo de elegancia y refinamiento y, además, es la sede de numerosas universidades, entre ellas Harvard, la más antigua y prestigiosa del país.
La playa de York es una de las principales zonas de veraneo de Maine, situada en el suroeste del estado.
En su alcoba sin alfombras, de cortinas finas y mobiliario escaso del último piso, Gerta Petersen sollozaba tendida en una cama estrecha y dura.
Su cuerpo era más grande que el de su señora y era robusta y de constitución fuerte, mas toda su feminidad joven y orgullosa estaba ahora postrada, convulsa por la angustia, deshecha en lágrimas. No hacía el más mínimo esfuerzo por contenerse. Lloraba por dos.
Si Mrs. Marroner estaba sufriendo más debido a que su amor, más sólido (más profundo quizás), se había hundido y echado a perder, si sus gustos eran más refinados y sus ideales más elevados, si resistía la embestida de los celos intensos y el orgullo indignado, Gerta tenía que hacer frente a su propia vergüenza, a un futuro sin esperanza y a un presente amenazante que la llenaban de un terror irracional.
Había llegado a aquella casa de un orden perfecto como una diosa joven y sumisa, fuerte, hermosa, rebosante de buena voluntad y dispuesta a obedecer, aunque ignorante e infantil; en resumen, una niña de dieciocho años.
Mr. Marroner había sentido verdadera admiración por ella, lo mismo que su esposa. Solían comentar sus perfecciones evidentes así como sus limitaciones igualmente evidentes con aquella confianza perfecta de la que durante tanto tiempo habían disfrutado. Mrs. Marroner no era una mujer celosa. No había estado nunca celosa en su vida, hasta ahora.
Gerta se había quedado con ellos y había aprendido las costumbres del matrimonio. Ambos le habían cogido cariño. Hasta la cocinera le había cogido cariño. Tenía lo que se dice «buena voluntad», y era inusualmente fácil de enseñar y moldear, con lo que Mrs. Marroner, debido a su hábito precoz de instruir, intentó educarla un poco.
—No he visto nunca a nadie tan dócil —había comentado a menudo Mrs. Marroner—. En una sirvienta resulta perfecto, pero es casi un defecto en lo que respecta a su personalidad. Es tan confiada e indefensa.
Así era exactamente: un bebé alto de mejillas sonrosadas de una feminidad plena por fuera e indefensa como un niño por dentro. Su abundante pelo trenzado de un rubio intenso sus serios ojos azules, sus hombros poderosos y sus extremidades largas y bien formadas parecían propias de un espíritu terrenal primario, pero no era más que una criatura inexperta con las debilidades de una criatura.
Cuando Mr. Marroner se tuvo que ir en viaje de negocios con desgana y a regañadientes por tener que dejar a su esposa, le había dicho a ésta que se sentía muy seguro dejándola en manos de Gerta, que cuidaría de ella.
—Pórtate bien con tu señora, Gerta —le dijo a la chica la ultima mañana durante el desayuno—. Te la dejo para que la cuides Estaré de vuelta dentro de un mes a lo sumo —luego se volvió, sonriente, hacia su esposa—. Y tú debes cuidar de Gerta también —dijo—. Supongo que a mi vuelta la tendrás preparada para la universidad.
Eso fue hacía siete meses. Por culpa de los negocios se retrasó una semana tras otra, un mes tras otro. Le escribió a su esposa cartas largas, cariñosas y frecuentes, lamentando profundamente el retraso, explicando lo necesario y rentable que resultaba, felicitándola por los muchos recursos que ella poseía: una mente rebosante y equilibrada, así como muchas aficiones.
—Si desapareciera de tu vida por culpa de uno de esos «actos de Dios» que mencionan las compañías, de seguro no creo que te fuera tan mal —decía—. Me tranquiliza mucho que llenes una vida tan rica y tan plena que ninguna pérdida, ni una grande siquiera, te dejaría mermada del todo. Pero no es probable que nada de eso ocurra y dentro de tres semanas estaré de vuelta en casa, si esto se arregla. ¡Estarás tan hermosa, con esa chispa en los ojos y ese rubor cambiante que tan bien conozco, y que tanto adoro! ¡Querida mía! Tendremos que pasar una nueva luna de miel. Si cada mes hay luna nueva, ¿por qué no tener nosotros otra bien melosa?
A menudo preguntaba por «la pequeña Gerta», a veces incluía una tarjeta postal para ella, bromeaba con su esposa acerca de sus esfuerzos ímprobos por educar a «la criatura», que era tan cariñosa, alegre y sensata.
Todo esto se le pasó a Mrs. Marroner por la cabeza a gran velocidad mientras estaba allí tumbada, el ancho embozo de vainicas de la sábana de hilo fino arrugado y reliado en una mano y un pañuelo empapado en la otra.
Había intentado enseñar a Gerta y había llegado a querer a aquella criatura dulce y paciente, pese a su falta de brillantez. Trabajando con las manos era hábil, aunque no rápida, y era capaz de llevar las cuentas semanales. Mas para una mujer que tenía un doctorado, que había dado clases en la universidad, era como cuidar de un bebé.
Quizás el hecho de no tener hijos le había hecho querer aún más a aquella niña grande, pese a que la diferencia de edad entre ellas era tan sólo de quince años.
Por descontado, ella parecía bastante mayor a la chica, cuyo joven corazón estaba lleno de afecto y gratitud por las atenciones que la hacían sentirse en esta tierra nueva como en casa.
Poco después empezó a notar algo sombrío en la cara radiante de la chica. Parecía nerviosa, ansiosa, preocupada. Cuando sonaba el timbre parecía sobresaltarse y se apresuraba corriendo a la puerta. Sus carcajadas espontáneas ya no resonaban en la verja cuando se quedaba a hablar con los proveedores, que tanto la admiraban.
Mrs. Marroner había hecho grandes esfuerzos por enseñarle a ser más reservada con los hombres y se congratuló de que por fin sus palabras hubieran surtido efecto. Se le ocurrió que la chica echaba de menos su hogar, algo que negó. Se le ocurrió que pudiera estar enferma, algo que también negó. Por último, se le ocurrió algo que ya no pudo negar.
Durante mucho tiempo se negó a creerlo y esperó. Luego tuvo que creérselo, mas aprendió a ser paciente y comprensiva.
—La pobre —se decía—. Está aquí sin su madre; y es tan insensata y complaciente. No debo ser demasiado dura con ella —e intentó ganarse la confianza de la chica con palabras prudentes y amables.
Pero Gerta se había echado a sus pies de forma literal y le había suplicado con un torrente de lágrimas que no la despidiera. No admitía nada ni daba explicación alguna, mas prometió con vehemencia que trabajaría para Mrs. Marroner de por vida con tal de que la dejara quedarse.
Recapacitando sobre el tema con cautela, Mrs. Marroner pensó que la dejaría quedarse, al menos por ahora. Intentó controlarse ante la muestra de ingratitud de alguien a quien había intentado ayudar de verdad, y controlar también el enojo y desprecio que siempre había sentido ante debilidades de esa índole.
—Lo que hay que hacer ahora —se decía a sí misma—, es apoyarla firmemente en todo hasta el final. No hay que estropearle la vida a la criatura más de lo necesario. Le preguntaré al respecto a la doctora Bleet. ¡Qué cómodo resulta tener una doctora! Apoyaré a la pobre insensata hasta que esto termine y luego buscaré el modo de enviarla con el bebé de vuelta a Suecia. ¡Cómo es que vienen siempre donde no se les quiere y no vienen donde se les quiere! —Mrs. Marroner, sentada a solas en la quietud de su casa hermosa y amplia, casi sentía envidia de Gerta.
Entonces sobrevino el diluvio.
Al atardecer había mandado a la chica a que le diera un poco el aire. Llegó el cartero de la tarde y ella en persona lo recogió. Una carta para ella, la carta de su marido. Conocía el matasellos, el sello y el tipo de mecanografía. La besó impulsivamente a oscuras en el vestíbulo. Nadie podía sospechar que Mrs. Marroner besara las cartas de su marido, mas lo hacía, y a menudo.
Le echó un vistazo a las otras. Una era para Gerta y no era de Suecia. Se parecía mucho a la suya. Esto se le antojó un poco extraño, pero Mr. Marroner le había enviado a la chica mensajes y tarjetas varias veces. Puso la carta en la mesa del vestíbulo y se llevó la suya a su habitación.
«Mi pobre niña», empezaba. ¿Cuál de las cartas que ella le había escrito había sido tan triste como para explicar esto?
«Estoy tremendamente preocupado por las noticias que me envías.» ¿Qué noticias había escrito ella que pudieran preocuparle tanto? «Lo debes sobrellevar con entereza, jovencita. Pronto estaré en casa y cuidaré de ti, desde luego. Espero que no haya ningún contratiempo inminente. No dices nada al respecto. Aquí tienes dinero, por si te hace falta. Espero llegar a casa dentro de un mes a lo sumo. Si tuvieras que irte, asegúrate de dejar tu dirección en mi oficina. Ánimo, sé fuerte, que yo cuidaré de ti.»
La carta estaba escrita a máquina, algo que no resultaba inusual. No estaba firmada, lo que sí resultaba inusual. Incluía un billete de cincuenta dólares americanos. No se parecía en nada a ninguna de las cartas que había recibido de su marido jamás ni a ninguna que pudiera escribirle. Mas una sensación fría y extraña se estaba apoderando de ella del mismo modo que la riada crece alrededor de una casa.
Se negó en redondo a admitir las ideas que empezaron a ocurrírsele, a estallarle en la cabeza y que intentaban apoderarse de ella. Pero bajó las escaleras con la angustia de estos pensamientos repudiados y trajo la otra carta, la que era para Gerta. Las puso una al lado de la otra en un lugar oscuro y liso de la mesa, se digirió al piano y se puso a tocar con gran precisión, negándose a pensar hasta que volviera la chica.
Cuando llegó, Mrs. Marroner se levantó con parsimonia y se dirigió hacia la mesa.
—Aquí hay una carta para ti —dijo.
La chica se acercó con entusiasmo, las vio una al lado de la otra, titubeó y miró a su señora.
—Coge la tuya, Gerta. Ábrela, por favor.
La chica se volvió hacia ella con unos ojos asustados.
—Quiero que la leas, aquí —dijo Mrs. Marroner.
—¡Ay, señora! ¡No! ¡Por favor, no me obligue!
—¿Por qué no?
Parecía no haber razón alguna a la que recurrir para no hacerlo. Gerta se ruborizó aún más y abrió la carta. Era larga y evidentemente le resultaba desconcertante. Comenzaba así: «Mi querida esposa.» La leyó detenidamente.
—¿Estás segura de que esa es tu carta? —preguntó Mrs. Marroner—. ¿No es esta la tuya? ¿No es esa quizás la mía?
Le entregó la otra carta.
—Se trata de un error —prosiguió Mrs. Marroner con tono seco y sereno. De alguna manera había perdido la compostura, había perdido su habitual sentido de lo apropiado Esto no era real, esto era una pesadilla.
—¿Acaso no lo ves? Pusieron tu carta en mi sobre y pusieron mi carta en tu sobre. Ahora lo comprendemos.
Mas la mente de la pobre Gerta no disponía de una antecámara, no disponía de fuerzas adiestradas para guardar la calma mientras caía rendida al dolor. Aquello la arrolló de forma abrumadora sin que opusiera resistencia. Se encogió ante la ira incontenible que anticipaba y, efectivamente, aquella ira surgió de algún rincón recóndito y la arrolló con una llama tenue.
—Vete a hacer la maleta —dijo Mrs. Marroner— Te irás de mi casa esta misma noche. Aquí está tu dinero.
Sacó el billete de cincuenta dólares. También añadió el sueldo de un mes. No mostró la más mínima lástima por aquellos ojos angustiados, aquellas lágrimas que oyó caer al suelo.
—Vete a tu cuarto y prepara las cosas —dijo Mrs. Marroner. Gerta, obediente como siempre, se fue.
Luego, Mrs. Marroner se dirigió a su alcoba y pasó un tiempo, tumbada en la cama boca abajo, que nunca llegó a calcular.
Mas la formación de los veintiocho años que habían transcurrido antes de su matrimonio, su época en la universidad (como estudiante y como profesora) y la propia independencia que ella misma se había forjado hacían que su postura ante el dolor fuera muy distinta de la que rondaba la mente de Gerta.
Después de un rato, Mrs. Marroner se levantó. Se dio un baño caliente, una ducha fría y una fricción vigorosa. «Ahora sí que puedo pensar», se dijo.
En primer lugar se arrepintió de la sentencia de destierro inmediato. Subió las escaleras para ver si se había cumplido.
¡Pobre Gerta! A la postre su inclemente angustia se había manifestado como suele hacerlo en los niños: se había quedado dormida, la cabeza apoyada en la almohada mojada, los labios aún contraídos por el dolor y un suspiro enorme la hacía estremecerse de cuando en cuando.
Mrs. Marroner se quedó observándola y, mientras la observaba, prestó atención a la dulzura desvalida de su rostro, a su personalidad indefensa y sin formar, a su docilidad y disposición a la obediencia que la hacían tan atractiva y una víctima tan propiciatoria. También pensó en la fuerza descomunal que la había arrollado, en la transformación enorme a la que ahora se veía sometida, en cuan fútil y penosa parecía cualquier resistencia que Gerta hubiese ofrecido.
Regresó a su cuarto sin hacer ruido, encendió un fuego pequeño y se sentó cerca, haciendo ahora caso omiso de sus sentimientos, igual que antes había hecho caso omiso de sus pensamientos.
Se trataba de dos mujeres y de un hombre. Una de las mujeres era una esposa cariñosa, confiada y afectuosa. La otra era una sirvienta cariñosa, confiada y afectuosa: una chica joven, una exiliada, un ser dependiente, agradecido ante cualquier amabilidad, carente de educación y preparación, infantil. Por supuesto que debería haberse resistido a la tentación, mas Mrs. Marroner era lo bastante sensata como para saber lo difícil que resulta reconocer la tentación cuando llega disfrazada de amistad y desde un sector del que nada se sospecha.
A Gerta se le habría dado mejor resistirse al dependiente de ultramarinos; de hecho, gracias a los consejos de Mrs. Marroner, se había resistido a varios. Mas cuando se debía respeto, ¿cómo podía criticarla? Cuando se debía obediencia, ¿cómo podía haberse negado, cegada por la ignorancia? Hasta que fue demasiado tarde.
Mientras la mujer mayor y más sensata se proponía comprender y atenuar la mala conducta de la chica y prever su desgraciado futuro, irrumpió en su corazón un sentimiento nuevo, fuerte, claro e incontrolable: un sentimiento de condena sin paliativos hacia el hombre que había sido la causa de todo esto. Él sí que era consciente. Él sí que lo entendía. Él sí que podía haber previsto y calibrado perfectamente las consecuencias de sus actos. Él sí que era plenamente consciente de la inocencia, la ignorancia, el afecto agradecido y la docilidad habitual de las que se había aprovechado deliberadamente.
La concentración intelectual de Mrs. Marroner llegó a tal profundidad que sus instantes de dolor y desesperación parecieron hallarse a años luz. Él había hecho todo esto bajo el mismo techo que compartía con ella, su esposa. No es que hubiera querido a la mujer más joven, no había roto con su esposa y creado un nuevo matrimonio de forma honrada. Eso sí que habría sido simple y llanamente un desengaño amoroso. Pero esto era otra cosa.
Aquella carta, aquella espantosa carta fría, cuidadosamente cautelosa y sin firmar, aquel billete (mucho más discreto que un cheque) no eran muestras de cariño. Algunos hombres pueden amar a dos mujeres al mismo tiempo. Pero esto no era amor.
La sensación de lástima e indignación que Mrs. Marroner sentía por sí misma, por la esposa, derivó ahora de repente en una sensación de lástima e indignación por la chica. Toda esa belleza espléndida, joven y límpida, toda la esperanza de una vida feliz con matrimonio y maternidad incluidos, la de una vida honrosamente independiente, incluso; todo eso no significaba nada para aquel hombre. Había decidido privar a Gerta de las mayores dichas de la vida por puro placer.
¿La carta decía que él iba «a cuidar de ella»? ¿Cómo? ¿En calidad de qué?
Entonces, echándole por tierra tanto lo que sentía por sí misma (la esposa) como por Gerta (la víctima), le sobrevino una nueva oleada de sentimientos que literalmente la hizo ponerse de pie. Se levantó y caminó con la cabeza bien alta.
—Éste es el pecado del hombre contra la mujer —dijo—. La afrenta es contra las mujeres, contra la maternidad, contra la criatura.
Se detuvo. La criatura. El hijo de su marido. También eso lo había dañado y sacrificado, lo había condenado a la degradación.
Mrs. Marroner provenía de un linaje adusto de Nueva Inglaterra. No era calvinista, ni siquiera unitarista, mas portaba en su alma el acero del calvinismo, esa fe sombría que sostenía que la mayoría de la gente tenía que ser condenada «por la gloria de Dios».
La precedían generaciones de antepasados que lo habían predicado y practicado, gente que habían moldeado sus vidas con firmeza según las convicciones religiosas más elevadas. Mediante arrebatos de sentimientos irresistibles llegaban a una «convicción» y después vivían y morían según dicha convicción.
Cuando Mr. Marroner volvió a casa unas semanas más tarde, sin que hubiera transcurrido el tiempo suficiente como para esperar respuesta a una u otra carta, no vio a su esposa en el muelle, pese a que le había enviado un cable, y se encontró la casa inquietantemente a oscuras. Abrió con su llavín y subió los escalones con sigilo para darle una sorpresa a su esposa.
No halló esposa alguna. Tocó la campanilla, mas no acudió sirvienta alguna. Encendió una luz tras otra y registró la casa de arriba abajo pero estaba absolutamente vacía. La cocina ofrecía un aspecto limpio, frío y desapacible. Salió de allí y subió las escaleras con lentitud, aturdido por completo. Toda la casa estaba limpia, en perfecto estado, totalmente deshabitada.
De una cosa estaba perfectamente seguro: que ella estaba al tanto de todo.
¿Pero de verdad que estaba seguro? No debía darlo por hecho. Podía haber estado enferma. Podía haber muerto. Se puso de pie con un sobresalto. No, le habrían mandado un cable. Volvió a sentarse.
Ante un cambio de esa índole, si ella hubiera querido que él se enterase, le habría escrito. Quizás lo había hecho y él, al volver de una forma tan repentina, no había recibido la carta. Esta idea le reconfortó. Eso debía ser. Se volvió hacia el teléfono y titubeó de nuevo. En caso de que se hubiera enterado, de que se hubiera ido, del todo, sin decir ni una palabra, ¿debería revelarlo él a los amigos y a la familia?
Se puso a dar vueltas por la casa, buscó por todas partes una carta, una explicación de algún tipo. Se acercó al teléfono una y otra vez y siempre se detenía. No podía soportar tener que preguntar: «¿sabes dónde está mi esposa?»
Las bellas y armoniosas habitaciones le recordaban a ella de forma queda e inevitable, como la sonrisa distante en el rostro de los muertos. Apagó las luces, mas no podía soportar la oscuridad y las encendió todas de nuevo.
Fue una noche larga. Por la mañana salió temprano para la oficina. En el carteo que se le había acumulado no había carta alguna de ella. Nadie parecía estar al tanto de nada fuera de lo normal. Un amigo le preguntó por su esposa: «¿estará muy contenta de verte, supongo?» Él contestó con evasivas. A eso de las once vino a verle un hombre, John Hill, el abogado de su esposa y primo de ella también. A Mr. Marroner nunca le había gustado. Ahora le gustó menos aún, pues Mr. Hill simplemente le hizo entrega de una carta, comentando que «me han pedido que le entregue esto personalmente», y se fue, con aire de alguien a quien se recurre para que ponga fin a algo molesto.
«Me he ido. Cuidaré de Gerta. Adiós. Marion.»
Eso era todo. No había fecha, ni dirección, ni matasellos, sólo eso.
Con tanta angustia y ansiedad se había olvidado por completo de Gerta y de todo aquello. El nombre le hizo sentir rabia. Se había interpuesto entre su esposa y él. Le había arrebatado a su esposa. Eso es lo que pensaba.
Al principio no dijo nada ni hizo nada. Siguió viviendo solo en la casa, comiendo donde le apetecía. Cuando la gente le preguntaba por su esposa decía que estaba de viaje por motivos de salud. No quería que saliera en los periódicos. Luego, según pasó el tiempo sin recibir explicación alguna, decidió no aguantar más y recurrió a unos detectives. Le culparon de no haberles puesto antes sobre aviso, pero se pusieron a trabajar, instados al mayor de los secretos.
Lo que para él había supuesto un misterio tan insondable a ellos no parecía incomodarles lo más mínimo. Indagaron meticulosamente sobre el «pasado» de Marion. Descubrieron dónde había estudiado, dónde había enseñado y qué especialidad, que tenía algo de dinero propio, que su médico era la doctora Josephine L. Bleet y otros muchos datos.
Como resultado de una labor cuidadosa y prolongada por fin le dijeron que había vuelto a la docencia con la ayuda de uno de sus antiguos profesores, que llevaba una vida discreta y que, al parecer, recibía huéspedes. Le facilitaron el nombre de la ciudad, la calle y el número como si el asunto no presentara la más mínima dificultad.
Él había vuelto al comienzo de la primavera. Hasta el otoño no la encontró.
Era una tranquila ciudad universitaria en las montañas, una calle sombreada y ancha, una casa agradable con su césped, con árboles y flores alrededor. Llevaba la dirección en la mano y el número se veía con claridad en la cancela blanca. Recorrió el camino recto de gravilla y llamó al timbre. Una sirvienta mayor abrió la puerta.
—¿Vive aquí Mrs. Marroner?
—No, señor.
—¿Es este el número veintiocho?
—Sí, señor.
—¿Quién vive aquí, pues?
—Miss Wheeling, señor.
¡Ah! Su nombre de soltera. Se lo habían dicho, pero lo había olvidado.
Entró en la casa.
—Me gustaría verla —dijo.
Le hicieron pasar a un salón silencioso, agradable y fresco por el aroma de unas flores, las flores que más le habían gustado a ella siempre. Casi se le saltaron las lágrimas. Todos los años de felicidad se le pasaron por la cabeza de nuevo: los comienzos tan delicados, los días de un deseo ávido antes de que de verdad fuera suya, la belleza serena y profunda del amor de su esposa. Sin duda iba a perdonarle. Tenía que perdonarle. Se humillaría ante ella, le expresaría su más sincero remordimiento, su determinación categórica de convertirse en un hombre diferente.
Por la entrada espaciosa se le acercaron dos mujeres, una de ellas, como una Madonna alta, portaba un bebé en los brazos. Marion estaba tranquila, segura, tajantemente impersonal, tan sólo una palidez blanca dejaba entrever cierta tensión interior. Gerta, con el bebé como baluarte, presentaba signos de una inteligencia nueva en el rostro y sus ojos azules miraban con adoración a su amiga, no a él.
El miró a una y a otra mudo de asombro.
La mujer que había sido su esposa preguntó con serenidad:
—¿Qué es lo que tienes que decirnos?
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