Había sido una tarde desastrosa: la lluvia había caído torrencial e incesantemente desde un cielo encapotado y gris, y la carretera estaba en la peor de las condiciones posibles. Había tramos repletos de gravilla recientemente colocada que aún no habían sido recubiertos con asfalto, y los tramos intermedios aparecían repletos de profundos surcos y socavones, de manera que resultaba imposible viajar ni siquiera a una velocidad moderada. Habíamos pinchado en dos ocasiones, y en aquel momento, mientras se acercaba el tormentoso crepúsculo, el motor empezó a fallar, deteniéndose del todo tras haber avanzado penosamente unos cien metros más. Mi conductor, tras una breve inspección, me informó de que tardaría una media hora en arreglarlo, tras la cual, con suerte, quizá podríamos rodar ociosamente con la esperanza de llegar a Crowthorpe, que era nuestro destino.
Cuando el coche se detuvo habíamos llegado hasta un cruce de caminos. A través de la cortina de lluvia pude ver a mi derecha una iglesia, y frente a ella un matojo de casas. Una consulta al mapa me indicó que aquel era el pueblo de Riddington; la Guía añadió que Riddington poseía un hotel, y la señal que había en el cruce me confirmó ambas cosas. Hacia la derecha, siguiendo la carretera principal en la que acabábamos de desembocar, estaba Crowthorpe, a unos treinta kilómetros de allí, mientras que frente a nosotros, a menos de un kilómetro, nos esperaba un hotel. No fue difícil tomar una decisión. No había razón por la cual tuviera que estar en Crowthorpe aquella noche en vez de a la mañana siguiente, ya que el amigo con el que iba a encontrarme no llegaría hasta la tarde, y sin duda era mejor arrastrase apenas un kilómetro en un coche espasmódico que intentar recorrer treinta en una noche tan inclemente.
—Pasaremos la noche aquí —le dije a mi chofer—. La carretera es en cuesta abajo y no hay más de un kilómetro hasta el hotel. Me atrevería a decir que podremos llegar sin necesidad de encender el motor. Intentémoslo.
Hicimos sonar el claxon, atravesamos la carretera principal y empezamos a deslizamos lentamente por una calle estrecha. Era imposible ver con claridad, pero a cada lado había casitas cuyas luces brillaban a través de las persianas, y aún había muchas otras cuyas persianas seguían bajadas revelando unos interiores acogedores. Entonces, el ángulo del declive se incrementó, y frente a nosotros, muy cerca, vi varios mástiles que se alzaban intactos hacia la penumbra cargada de agua de la noche cada vez más cerrada.
De modo que Riddington debía de hallarse junto al mar, aunque la razón por la que los barcos habían sido amarrados en un muelle abierto era un misterio; quizá hubiera un malecón que los protegiera, pero que era invisible debido a la oscuridad. Oí al chofer conectar el motor y realizar un giro cerrado hacia la izquierda. Pasamos bajo una larga hilera de ventanas iluminadas, que alumbraban una calle bastante estrecha, cuyo extremo derecho era besado por las olas. De nuevo hizo un giro cerrado hacia la izquierda, describió un semicírculo sobre la gravilla crujiente y se plantó frente a la puerta del hotel. Conseguimos una habitación para mí, un garaje, una habitación para él, y nos unimos a la cena que había empezado hacía poco.
Entre los pequeños alicientes y sorpresas que suscita viajar, no hay otro más delicioso que el de despertarse en un lugar nuevo al que se ha llegado el día anterior tras haber caído la noche. La mente ha recibido un par de impresiones borrosas y probablemente durante la noche ha jugado con ellas, construyendo una especie de todo coherente, cuyas anticipaciones son puestas a prueba al llegar la mañana. Normalmente el ojo ha visto más cosas de las que ha registrado conscientemente, y el cerebro las ha colocado como si de un puzzle se tratara para formar un presentimiento bastante acertado de sus inmediatos alrededores. Cuando me desperté a la mañana siguiente un cielo brillante y soleado podía verse a través de mis ventanas; no se oía ni el ruido del viento ni el de las olas rompiendo, y antes de levantarme y verificar mis impresiones de la noche previa preferí permanecer acostado un rato para repasar mi imagen mental. Frente a mi ventana habría un estrecho pasaje bordeado por un muelle; a su lado se extendería un rompeolas que formaría un puerto para los barcos que hubieran anclado allí, y lejos, lejos hacia el horizonte, se extendería un inmenso mar tranquilo y reluciente. Repasé aquellos detalles en mi cabeza; parecían inevitables según las referencias que había observado la noche anterior, y entonces, seguro de mi razón, me levanté de la cama y me asomé a la ventana.
Nunca había experimentado una sorpresa tan completa. No había puerto, no había rompeolas, y no había mar. Un estrechísimo canal, tres cuartos del cual aparecían ahogados por bancos de arena, sobre los cuales descansaban los barcos cuyos mástiles había visto la noche anterior, corría paralelo a la carretera, y después se torcía en ángulo recto para perderse en la distancia. Aparte de aquello, no había más agua a la vista; a la derecha, a la izquierda y al frente se extendía una ilimitada extensión de hierba brillante de entre la que sobresalían mechones de arbustos y manchas purpúreas de espliego. Más allá había unos bancos de arena rojizos, y más lejos aún se podía percibir una franja de guijarros, maleza y dunas. Pero el mar que había esperado ver llenando mi campo visual hasta unirse con el cielo, allá en el horizonte, había desaparecido. Cuando me hube sobrepuesto a la sorpresa de aquel colosal juego de manos, me vestí rápidamente dispuesto a averiguar de boca de las autoridades locales cómo se había llevado a cabo. A menos que una alucinación hubiera envenenado mis facultades perceptivas, debía de haber una explicación para aquella desaparición alternativa de tierra y mar, y la clave, una vez proporcionada, fue lo suficientemente simple. Aquella franja de guijarros, maleza y dunas que se veía en el horizonte era una península que se extendía a lo largo de siete u ocho kilómetros de manera paralela a la costa, formando la auténtica playa y cerrando aquel vasto cuenco de bancos de arena y barro y una marisma cubierta por flores de lavanda, todo lo cual quedaba sumergido mientras duraba la marea alta, creando un estuario. Con la llegada de la marea baja, éste quedaba completamente vacío excepto por una pequeña corriente que se abría paso a través de varios canales hasta su desembocadura, situada a unos tres o cuatro kilómetros a la izquierda de allí, y un hombre calzado con sus zapatos y sus calcetines podía llegar perfectamente caminando hasta las lejanas dunas de arena y las playas que terminaban en el Cabo Riddington, mientras que durante la marea alta podría llegar navegando hasta aquel mismo lugar partiendo del muelle que había frente al hotel.
Ya mientras desayunaba en una mesa situada junto a la ventana que daba a la marisma el hechizo de atracción que desplegaba aquel lugar había empezado a afectarme. Era tan inmensa y estaba tan vacía; tenía el encanto del desierto sin resentirse en lo más mínimo de la insufrible monotonía de éste, ya que decenas de gaviotas chillonas la sobrevolaban, y desde allí podía oír los silbidos de los archibebes y el parloteo de los zarapitos. Debía encontrarme con Jack Granger en Crowthorpe aquella misma carde, pero sabía que si iba a su encuentro debía persuadirle de que me acompañara de vuelta a Riddington, y tal y como le conocía fui plenamente consciente de que él también sentiría el hechizo con no menos intensidad que yo. De modo que, tras asegurarme de que había habitaciones disponibles para él, le escribí una nota comunicándole que había encontrado el lugar más asombroso del mundo, y le dije a mi chofer que se dirigiera a Crowthorpe y que le esperara en la estación de tren hasta que llegara, para después conducirlo hasta allí. Con la conciencia completamente tranquila, me puse en marcha cargando con una toalla y una bolsa con el almuerzo para explorar, ociosamente y sin ningún objetivo concreto, aquella inmensa extensión cubierta de lavanda y pájaros que me llamaba.
Mi ruta, tal y como se me había indicado, me condujo en primer lugar a recorrer un bancal que defendía de las mareas las tierras de pasto desecadas que se encontraban a su derecha, al final del cual me topé con el comienzo del estuario. Una hilera de desechos, hierba marchita, algas y blanqueadas cáscaras de pequeños cangrejos señalaba el lugar hasta el que había llegado la última marea alta; a partir de ella el terreno aún estaba húmedo. Poco después encontré un trecho repleto de barro y cantos rodados, y luego atravesé chapoteando el arroyo que fluía hacia el mar. Más allá estaban los ondulantes bancos de arena arrastrados por las mareas, y pronto alcancé las amplias y verdísimas marismas del extremo más alejado, tras las cuales se encontraba la franja de guijarros que bordeaba el mar. Me detuve unos instantes para recuperar el aliento. No se veía ni rastro de otro ser humano, pero nunca había experimentado una soledad tan estimulante. A mi derecha e izquierda se extendían los prados de espliego, como si fuesen un cielo estrellado de brotes rosáceos y arbustos. A un lado y a otro se habían formado pequeños charcos de agua retenida en las depresiones del terreno, y también había trechos repletos de un lodo negro y suave de entre el cual surgían, como espigas de lechosos espárragos, varias matas de sosa; y todos aquellos felices vegetales florecían al sol o bajo la lluvia, y pese a la sal que traían consigo las mareas, con una imparcial cualidad anfibia. Sobre mi cabeza se extendía el inmenso arco del cielo, atravesado en aquel momento por una bandada de patos, que se apresuraban y alargaban los cuellos, y ocasionalmente por alguna que otra gaviota de lomo negro, que agitaba sus pesadas alas en dirección al mar. Los zarapitos parloteaban alegremente y los chorlitejos y los archibebes silbaban. Mientras tanto, yo avanzaba con dificultad hasta llegar a los guijarros que marcaban el final de la marisma. El mar, azul y sereno, yacía durmiendo a sus anchas, bordeado por una franja de arena sobrevolada a lo lejos por un espejismo. Pero ni a un extremo ni al otro, tan lejos como la vista pudiera alcanzar, había rastros de presencia humana.
Me bañé y me tumbé al sol, y después recorrí aquella cálida playa durante casi un kilómetro antes de atravesar la zona sembrada de guijarros y volver a internarme en la marisma. Entonces, con una punzada de decepción, vi la primera evidencia de la intrusión del hombre en aquel paraíso de la soledad, ya que sobre una franja empedrada, que se extendía como una enorme costilla sobre aquellas praderas anfibias, había una pequeña casa cuadrada de ladrillo, frente a la cual había una asta de bandera bastante alta. No la había visto antes y me parecía una injustificada invasión del vacío. Pero quizá no se tratase de una infracción tan grosera, o por lo menos ésa era la impresión que daba, ya que su aspecto era claramente de abandono, como si el hombre hubiera intentado domesticar la zona y hubiera fracasado. A medida que me acercaba, la impresión se intensificó, ya que no salía humo de la chimenea, las ventanas cerradas estaban completamente cubiertas por una película de sal y el umbral de la puerta había sido invadido por liqúenes y hierbas marchitas que se desparramaban a su alrededor. La rodeé dos veces, decidí que indudablemente estaba deshabitada y me senté contra la pared que en aquellos momentos recibía de pleno los rayos del sol para disfrutar de mi almuerzo.
La brillantez y el calor del día estaban en pleno apogeo. Sintiéndome acalorado, ejercitado y revigorizado por mi chapuzón, me juzgué en un estado de supremo bienestar físico, y mi mente, completamente vacía excepto por aquellas agradables sensaciones, siguió el ejemplo de mi cuerpo y se dedicó a disfrutar del sol. Entonces, supongo que debido a mi admiración por el lujo del contraste expresado por Lucrecio, y para congratularme aún más por aquellas excepcionales condiciones, empecé a imaginarme en qué se transformaría aquella soleada soledad de ser de noche y pleno noviembre, mientras que atravesando el cielo encapotado y gris se aproximara una tormenta. Su soledad se convertiría entonces en abominable desolación; si por alguna causa inconjeturable alguien se viera obligado a pasar una noche allí, cómo clamaría por estar acompañado, qué siniestros le resultarían los chillidos de las aves, qué extraños le sonarían los silbidos del viento al atravesar aquella habitación abandonada. O quizá reaccionara de otra manera, quizá sólo deseara asegurarse de que la aparente soledad era real, y que no había ninguna presencia invasora arrastrándose cerca de allí, amparada por la oscuridad para revelarse en breve; quizá temblaría pensando que el lamento del viento podría ser no sólo el viento, sino también el alarido de algún ser descarnado; ¿y si no fueran los zarapitos los que producían aquel melancólico silbido? Paulatinamente, mis pensamientos se fueron haciendo cada vez más difusos hasta fundirse en una inconsecuente sucesión de imágenes. Entonces me quedé dormido.
Me desperté sobresaltado a causa de un sueño que ya empezaba a desvanecerse, pero con la certeza de que había sido algún ruido cercano el que me había despertado. Entonces volví a oírlo: eran los pasos de alguien que se movía en el interior de la casa abandonada, justo en la habitación contra cuya pared me había apoyado. Se movía hacia un extremo y luego hacia el otro; después se detenía unos instantes y volvía a empezar; se comportaba como un hombre que estuviera esperando una visita con impaciencia. También pude darme cuenta de que los pasos seguían un ritmo irregular, como si quien caminaba padeciera cojera. Después de uno o dos minutos los sonidos cesaron por completo. Después de haber estado convencido de que la casa estaba deshabitada, me invadió una extraña inquietud. Entonces, volviendo la cabeza, vi que por encima de mí, en la pared, había una ventana, y se apoderó de mí la idea, completamente irracional e infundada, de que el hombre me estaba vigilando. Una vez que se me hubo metido en la cabeza, se me hizo imposible continuar allí durante más tiempo, por lo que me levanté y embutí en mí mochila tanto la toalla como los restos del almuerzo. Caminé durante un rato por el trecho de tierra que se internaba en la marisma antes de volverme para mirar una vez más la casa, que seguía pareciendo completamente desierta. Bueno, después de todo no era problema mío, de modo que continué mi paseo y decidí interesarme casualmente cuando regresara al hotel por quienquiera que viviese en aquel lugar tan hermético, desechando el tema por el momento.
Unas tres horas más tarde, tras un paseo largo y sin rumbo, volví a encontrarme frente a la casa. Vi que dando un pequeño rodeo podía volver a pasar junto a ella, y en aquel momento me di cuenta de que el sonido de aquellas pisadas en el interior había despertado en mí una curiosidad que quería ver satisfecha. Justo entonces vi un hombre de pie junto a la puerta: cómo había llegado allí, no tenía ni idea, ya que hacía apenas un momento no estaba: debía de haber salido de la casa. Estaba contemplando el sendero que conducía a través de la marisma, escudándose los ojos del sol. Entonces dio un par de pasos hacia adelante, arrastrando la pierna izquierda y cojeando pesadamente. Eran, pues, sus pasos los que había oído antes, y todo misterio al respecto había sido producto de mi imaginación. Decidí por tanto tomar el camino más corto y llegué al hotel justo cuando Jack Granger acababa de llegar. Volvimos a salir iluminados por la puesta del sol, y contemplamos la marea que barría e inundaba los diques hasta volver a culminar aquel enorme juego de manos: aquella extensión de marismas con sus campos de lavanda volvía a ser una sábana de agua resplandeciente. A lo lejos, al otro lado, quedaba la casa junto a la cual había almorzado, y cuando ya nos volvíamos Jack la señaló.
—Qué lugar tan extraño para tener una casa —dijo—. Supongo que no debe de vivir nadie en ella.
—Sí, un tullido —dije yo—. Le he visto esta tarde. Voy a preguntarle al portero del hotel de quién se trata.
El resultado de aquella consulta, sin embargo, no fue el esperado.
—No; la casa lleva deshabitada varios años —me dijo—. Solía utilizarse como puesto de vigilancia desde el que los guardacostas hacían señales si había algún barco en apuros, y entonces un bote salvavidas zarpaba desde aquí. Pero ahora tanto el bote como los guardacostas están en el cabo.
—¿Entonces quién es el tullido al que he visto y oído recorrer la casa? —pregunté.
Me miró de una manera que se me antojó extraña.
—No sé quién podría ser —respondió—. Que yo sepa no vive ningún tullido por estos alrededores.
El efecto de las marismas y su espléndida soledad, del sol y del mar, cayó sobre Jack exactamente como yo había previsto. Juró que cualquier día pasado en otro lugar que no fueran aquellas playas y campos de espliego era un día desperdiciado, y propuso que nuestra excursión, cuyo objetivo principal iban a ser los campos de golf de Norfolk, quedase cancelada. En particular fueron los pájaros que habitaban en aquel extenso y solitario cabo los que le encantaron.
—Después de todo, podemos jugar al golf en cualquier sitio —dijo—. Por allí grazna un ostrero, ¿lo oyes? Y además, ¡qué estúpido resulta perder el día dándole golpes a una pelotita blanca... —mira, un chorlitejo, ¿y qué es lo que cantará de esa manera?—... cuando podemos aprovecharlo aquí! Oh, no vayamos a bañarnos todavía: quiero bordear la marisma... Ja, allí hay una bandada de vuelvepiedras; hacen un ruido parecido al que se oye al descorchar una botella... ¡Ahí están, son esos golfillos con manchas de color castaño! Sigamos bordeando la marisma y acerquémonos a la casa en la que vive tu tullido.
Así pues, tomamos el sendero que daba el rodeo más largo, del que yo había prescindido la noche anterior. No le había contado nada de lo que me había dicho el portero del hotel respecto a que en la casa ya no vivía nadie, de modo que todo lo que él sabía era que yo había visto a un tullido aparentemente ocupando el lugar. Mi razón para no hacerlo (confesémoslo de inmediato) era que yo ya había medio intuido que ni los pasos que había oído en el interior, ni el hombre al que había visto contemplando el exterior, tenían por qué implicar que la casa estuviera ocupada según el sentido que le había dado a la palabra el portero. Quería ver si Jack era capaz, como había sido yo, de captar las señales de su presencia allí. Y entonces sucedió algo de lo más extraño. Durante todo el trayecto hasta la casa la atención de Jack había estado centrada en los pájaros, y especialmente en un silbido que no le resultaba nada familiar. En vano intentó vislumbrar al pájaro que lo producía, y en vano pretendí yo oírlo.
—No suena como ningún pájaro que yo conozca —dijo—; de hecho, no suena en absoluto como un pájaro, más bien parece una persona silbando. ¡Ahí está de nuevo! ¿Será posible que no lo oigas?
Para entonces ya estábamos muy cerca de la casa.
—Debe de haber alguien silbando —dijo—. Probablemente se trate de tu tullido... Señor, sí, viene del interior de la casa. Así ya queda todo explicado, y yo que esperaba descubrir un pájaro nuevo. ¿Pero cómo es que no puedes oírlo tú?
—Hay gente que no es capaz de oír los chillidos de los murciélagos —respondí yo.
Jack, satisfecho con la explicación, no le dio más importancia al tema, de modo que atravesamos la franja de guijarros, nos bañamos y almorzamos y caminamos hasta las dunas de arena en las que finalizaba el cabo. Durante un par de horas paseamos y nos abandonamos a la pereza disfrutando del aire líquido y soleado; luego emprendimos sin muchas ganas el regreso para que nos diera tiempo a atravesar el vado antes de que llegara la marea. A medida que volvíamos sobre nuestros pasos, pude ver cómo desde el oeste se acercaba un extenso frente nuboso; y justo en el momento en el que alcanzamos el tramo de tierra sobre el que se asentaba la casa, un relámpago se abatió sobre las achaparradas colinas que había al otro lado del estuario y unas primeras y gruesas gotas empezaron a caer sobre los guijarros.
—Nos vamos a empapar —dijo Jack—. Ja! Pidamos cobijo en la casa de tu tullido. ¡Será mejor que corramos!
Las gotas empezaban a multiplicarse, de modo que atravesamos corriendo los cien metros que nos separaban de la casa y llegamos a la puerta justo en el momento en el que las compuertas del cielo se abrieron por completo. Jack golpeó con los nudillos, pero nadie respondió; probó la manilla, pero la puerta no se abrió, y entonces, poseído por una súbita inspiración, pasó la mano por encima del dintel y encontró una llave. Ésta encajaba perfectamente en la cerradura y un momento después estábamos en el interior. Nos encontramos en un pasillo resbaladizo, de cuyo extremo más alejado partía una escalera hacia el piso superior. A cada lado había una habitación: una era una cocina y la otra un salón, pero ninguna de ellas estaba amueblada. Un papel descolorido se desprendía de las paredes, las ventanas estaban repletas de telarañas y el aire era pesado debido a la falta de ventilación.
—Tu tullido no sólo prescinde de los lujos, sino también de lo más necesario —dijo Jack—. Todo un espartano.
Estábamos en la cocina: en el exterior el siseo de la lluvia se había convertido en un rugido, y la ventana empañada se iluminó repentinamente con el resplandor de un relámpago. El restallido de un trueno le contestó, y en el silencio que le siguió me llegó desde el exterior, perfectamente audible, el sonido de alguien silbando. Inmediatamente después oí cómo la puerta por la que habíamos entrado se cerraba violentamente, y recordé que la había dejado abierta. Los ojos de Jack y los míos se encontraron.
—Pero si no corre ni pizca de viento —dije—. ¿Qué es lo que ha provocado ese portazo?
—Y desde luego ese silbido no ha sido ningún pájaro —dijo él.
Oímos un arrastrar de pies que llegaba desde el pasillo: pude percibir cómo se arrastraba sobre la madera la pierna de un hombre tullido.
—Ha entrado —dijo Jack.
Sí, había entrado, ¿pero qué era lo que había entrado? En aquel momento me asaltó una sensación de pánico, no de horror, ya que se trata de dos cosas muy distintas. El horror, tal y como yo lo entiendo, es una emoción sobrecogedora, pero no desconcertante; pese a sentirse horrorizado, uno puede huir, o puede gritar: controla sus músculos. Pero mientras aquellos pasos irregulares recorrían el pasillo sentí pánico, la mano de una pesadilla que al agarrarte paraliza e inhibe no sólo la acción, sino hasta el mismo pensamiento. Esperé completamente helado y sin poder hablar, a que sucediera lo que tuviera que suceder. Los pasos se detuvieron exactamente frente a la entrada de la cocina. Y entonces, invisible e inaudible, la presencia que se había manifestado al oído externo entró. De repente, oí un estertor surgiendo de la garganta de Jack.
—¡Oh, Dios mío! —gritó con una voz ronca y estrangulada, y colocó el brazo izquierdo frente a su rostro, como si se estuviera defendiendo. Su brazo derecho también se disparó y pareció golpear algo que yo era incapaz de ver, y sus dedos se crisparon como agarrando aquello que había esquivado el primer golpe. Su cuerpo se inclinó hacia atrás, como si se resistiera a una presión invisible, y después volvió a arrojarse hacia adelante. Oí el ruido de una resistencia a su empuje, y vi sobre su garganta la sombra (o eso parecía) de una mano apretando. En aquel momento recuperé el movimiento, y recuerdo haberme arrojado sobre el espacio vacío que había entre él y yo, y sentir bajo mi abrazo la forma de un hombro, y oír un pie que resbalaba y golpeaba el suelo de madera. Algo invisible, ora un hombro, ora un brazo, se resistía a mi presión, y oí una respiración jadeante que no era ni la de Jack ni la mía, y sentí sobre mi rostro un aliento cálido que apestaba a corrupción y putrefacción. Y durante todo ese tiempo aquella contienda física no fue sino simbólica; a lo que nos enfrentamos no fue a un ser de carne y hueso, sino a una horrenda presencia espiritual. Y entonces...
Ya no había nada. El fantasmal ataque había cesado tan súbitamente como había empezado, y allí estaba el rostro de Jack, cerca del mío, brillando por el sudor. Nos encontrábamos el uno frente al otro, con los brazos caídos, en una habitación vacía, mientras la lluvia golpeaba el tejado y los canalones chirriaban. No cruzamos ni una sola palabra, pero al instante siguiente estábamos los dos corriendo bajo aquella lluvia a cántaros, atravesando el vado. Agradecí el diluvio con toda mi alma, ya que parecía limpiar el horror de aquella gran oscuridad y el olor de la corrupción a la cual habíamos estado expuestos.
Lo cierto es que no puedo ofrecer una explicación que esclarezca la experiencia que he recogido aquí brevemente, y queda al gusto del lector establecer su conexión con una historia que oí una o dos semanas más tarde, cuando regresé a Londres. Un amigo mío y yo habíamos estado cenando una tarde en mi casa, y habíamos discutido los pormenores de un juicio por asesinato, sobre el cual los periódicos se habían volcado.
—No es sólo la atrocidad la que resulta atractiva —dijo—. Creo que la causa del interés es el lugar en el que se llevó a cabo el asesinato. Un asesinato en Brighton, o en Márgate, o en Ramsey, en cualquier lugar que el público asocie con viajes de placer, les atrae porque lo conocen y pueden visualizar el escenario. Pero cuando alguien comete un asesinato en algún lugar pequeño y desconocido, del cual nunca han oído hablar, el asunto no apela a su imaginación. La pasada primavera, por ejemplo, hubo un asesinato en un pequeño pueblo de la costa de Norfolk. He olvidado el nombre del lugar, aunque estuve en Norwich durante el juicio y presencié el proceso. Fue una de las historias más horribles que he oído en mi vida, tan espantosa y sensacionalista como ésta, pero no atrajo la más mínima atención. Es curioso que no pueda recordar el nombre del lugar estando el resto tan claro.
—Cuéntamelo —dije—. No me suena de nada.
—Bueno, estaba ese pequeño pueblo y justo a las afueras del mismo había una granja propiedad de un tal John Beardsley. Vivía allí con su única hija, una mujer soltera de unos treinta años; aparentemente una criatura sensible y atractiva, de la que nunca te esperarías que hiciera algo inesperado. En la granja trabajaba como jornalero un joven llamado Alfred Maldon, el acusado en el juicio del que te estaba hablando. Tenía uno de los rostros más horrendos que he visto en mi vida: una frente hundida y gatuna, una nariz chata y ancha, y una boca grande, roja y sensual, siempre extendida en una sonrisa. Parecía que disfrutaba siendo el centro de atención de todas aquellas espantosas mujeres que se apiñaban en la sala, y cuando llegó arrastrando los pies hasta el estrado...
—¿Arrastrando los pies? —pregunté.
—Sí, era tullido; arrastraba la pierna izquierda por el suelo cuando andaba. Cuando llegó hasta el estrado asintió, sonrió al juez, palmeó el hombro de su abogado y paseó una mirada lasciva por la audiencia... Trabajaba en la granja, como te decía, realizando trabajos para los que estuviera capacitado, entre los cuales se contaban algunas faenas de la casa, como entrar el carbón o cualquier otra cosa, ya que John Beardsley, aunque bastante próspero, no tenía criados, y era su hija Alice, que así se llamaba, la que llevaba el hogar. ¿Y qué se le ocurre a la chica sino enamorarse de aquel tipo deforme y monstruoso? Una tarde su padre regresó a casa inesperadamente y les sorprendió en el salón, besándose y acariciándose. Echó a Maldon de la casa con cajas destempladas, le pagó su sueldo de aquella semana y le despidió, amenazándole con darle una buena paliza si alguna vez le sorprendía rondando por allí. Prohibió a su hija que volviera a dirigirle la palabra, y con el objetivo de tenerla vigilada contrató a una señora del pueblo para que la acompañase en la granja mientras él estuviera fuera.
El joven Maldon, privado de su trabajo, intentó emplearse en el pueblo, pero nadie quiso contratarle, ya que era un tipo demasiado temperamental, dispuesto en cualquier momento a enzarzarse en una pelea, además de ser un oponente nada aconsejable, ya que, pese a su cojera, poseía una gran musculatura y una enorme fuerza. Durante algunas semanas vagueó por el pueblo, encontrando algún trabajo ocasional y, sin lugar a dudas y como verás, consiguiendo citarse con Alice Beardsley. El pueblo, aún no recuerdo el nombre, se encontraba a la orilla de un gran estuario afectado por las mareas: se llenaba con la marea alta, para convertirse en una amplia extensión de marismas, repleta de bancos de arena y barro, al retirarse ésta. Justo allí, a tres o cuatro kilómetros del pueblo, había una casa usada antiguamente por los guardacostas y actualmente abandonada; uno de los lugares más solitarios que podrás encontrar en Inglaterra. Durante la marea baja bastaba con cruzar un vado poco profundo para llegar hasta allí, y a su alrededor se podían conseguir varios bancos de berberechos. Maldon, incapaz de conseguir un trabajo estable, se dedicó a la recolección de estos moluscos, y durante el verano, cuando la marea bajaba, Alice (para ella no representaba ninguna novedad) atravesaba el vado para ir a bañarse en la playa. Pasaba frente a los bancos de arena en los que se afanaban los recolectores de berberechos, Maldon entre ellos, y si éste la silbaba al verla pasar, acudía a la casa abandonada de los guardacostas a la espera de que él acudiera en breve. Y de este modo estuvieron viéndose durante todo el verano.
A medida que las semanas pasaban, el padre de Alice fue viendo el cambio que se operaba en ella, y sospechando el motivo, abandonó a menudo su trabajo para vigilarla escondido detrás de algún banco de arena. Un día la vio cruzar el vado, y poco después vio a Maldon, reconocible desde mucha distancia por el modo en que arrastraba la pierna, recorriendo el mismo camino. Siguió el sendero que llevaba hasta la casa de los guardacostas y entró. John Beardsley cruzó el vado y, escondido entre unos arbustos cercanos a la casa, vio a Alice que regresaba de su habitual baño. La casa no se hallaba en la dirección que ella debía seguir para volver a atravesar el vado, y sin embargo Alice se desvió hacia ella; alguien le abrió la puerta y después ésta se volvió a cerrar. Los encontró juntos y, loco de ira, atacó a Maldon. Éste le derribó y allí mismo, delante de su hija, le estranguló.
La chica perdió la cabeza, y ahora está internada en un manicomio de Norwich. Allí pasa los días sentada junto a una ventana, silbando. A Maldon lo ahorcaron.
—¿Era Riddington el nombre del pueblo? —pregunté.
—Sí. Riddington, por supuesto —respondió— No entiendo cómo había podido olvidarlo.
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