viernes, 12 de julio de 2024

En la sombra. Inés Arredondo (1928-1989)

Cada vez, un poco antes de que el reloj diera los cuartos, el silencio se profundizaba, todo se ponía tenso y en el ámbito vibrante caían al fin las campanadas. Mientras sonaban había unos segundos de aflojamiento: el tiempo era algo vivo junto a mí, despiadado pero existente, casi una compañía.
En la calle se oían pasos... ahora llegaría... mi carne temblorosa se replegaba en un impulso irracional, avergonzada de sí misma. Desaparecer. El impulso suicida que no podía controlar. Hasta el fondo, en la capa oscura donde no hay pensamientos, en el claustro cenagoso donde la defensa criminal es posible, yo prefería la muerte a la ignominia. La muerte que recibía y que prefería a otra vida en que pudiera respirar sin que eso fuera una culpa, pero que estaría vacía. Los pasos seguían en el mismo lugar... no era más que la lluvia... No, no quería morir, lo que deseaba con todas mis fuerzas era ser, vivir en una mirada ajena, reconocerme.
Los brazos extendidos, las manos inmóviles, y toda mi fealdad presente. La fealdad de la desdeñada.
Ella era hermosa. Él estaba a su lado porque ella era hermosa, y toda su hermosura residía en que él estaba a su lado. Alguna vez también yo había tenido una gran belleza.
Un ruido, un roce, algo que se movía lejos, tal vez en casa de ella, en donde yo estaba ahora sin haberla pisado nunca, condenada a presenciar los ritos y el sueño de los dos. Necesitaba que su dicha fuera inigualable, para justificar el sórdido tormento mío.
El roce volvía, más cerca, bajo mi ventana, mi corazón sobresaltado se quedaba quieto. Otra vez la muerte. Y no era más que un papel arrastrado por el viento.
Los que duermen y los que velan están en el seno de una noche distinta para cada uno que ignora a todos. Ni una palabra, ni una sonrisa, nada humano para soportar el encarnizamiento de la propia destrucción. ¿Qué significa injusticia cuando se habita en la locura? Enfermizo, anormal... palabras que no quieren decir nada.
El recuerdo hinca en mí sus dientes venenosos; he sido feliz y desgraciada y hoy tiene el mismo significado, sólo sirve para que sienta más atrozmente mi tortura. No es el presente el que está en juego, no, toda mi vida arde ahora en una pira inútil, quemando el recuerdo en esta realidad sin redención, ardido va el futuro hueco. Y la imaginación los cobija a ellos, risueños y en la plenitud de un amor que ya para siempre me es ajeno.
Sin embargo, me rebelo porque sé quién es ella. Ella es... quien sea; el dolor no está allí, no importa quién sea ella y si merezca o no este holocausto en que yo soy la víctima; mi dolor está en él, en el oficiante.
La soledad no es nada, un estéril o fértil estar consigo mismo, lo monstruoso es este habitar en otro y ser lanzado hacia la nada.
Caen una, muchas veces las campanadas. Ya no quisiera más que un poco de reposo, un sueño corto que rompa la continuidad inacabable de este tiempo que ha terminado por detenerse.

Amanecía cuando llegó. Entró y se quedó como sorprendido de verme levantada.
-Hola.
Fue todo lo que se le ocurrió decir. Lo vi fresco, radiante. Me di cuenta de que en cambio yo estaba ajada, completamente vencida en aquella lucha sin contrincante que había sostenido en medio de la noche. Casi quería disculparme cuando dije:
-Tenía miedo de que te hubiera sucedido algo.
-Pues ya ves que estoy divinamente.
Era la verdad. Y lo dijo con inocencia. Yo hubiera preferido que el tono de su voz fuera desafiante o desvergonzado; eso iría conmigo, sería un reconocimiento, un ataque, en fin, me daría un lugar y una posición; pero no, él me veía y no me miraba, ni siquiera podía distraerse para darse cuenta de que yo sufría. Estaba ensimismado, mirando en su fondo un punto encantado que lo centraba, le daba sentido al menor de sus gestos y a cuyo rededor giraba armonioso el mundo, un mundo en el que yo no existía.
El amor daba un peso particular a su cuerpo; sus movimientos se redondeaban y caían, perfectos. Esa extraña armonía de la plenitud se manifestaba por igual cuando caminaba y cuando se quedaba quieto. Lo estaba mirando ir y venir por la estancia recogiendo los papeles que necesitaría y metiéndolos en el portafolio. No se apresuró y sin embargo hizo las cosas de una manera justa y rápida. Levantó un brazo y se estiró para recoger algo del tercer estante, entonces vi con claridad que lo que sucedía era que para hacer el movimiento más insignificante ponía en juego todo el cuerpo, por eso alcanzaba más volumen y su ademán parecía más fácil. Pensé en los labriegos que aran y siembran con ese mismo ritmo que los comunica con todo y los hace dueños de la tierra.
-Me tengo que ir rápido porque me espera Vázquez a las nueve. ¿Habrá agua caliente para bañarme?
Cruzó frente a la puerta de la niña sin abrirla. Entró en el baño. Un momento después se asomó con el torso desnudo y me preguntó:
-¿Cómo ha estado?
-Bien.
-Bueno.
Cerró la puerta del baño y un instante después lo oí silbar.

Me daba vergüenza mirarlo. Sus manos, su boca: como si estuviera sorprendiendo las caricias. Pero él hablaba y comía alegremente.
Yo hubiera podido mencionarla y desencadenar así algo, pero no me atrevía a hacerme esa traición. Quería que sin presiones de mi parte él se diera cuenta de mi presencia. Mientras me siguiera viendo como a un objeto era inútil pretender siquiera una discusión, porque mis palabras, fueran las que fueran, cambiarían de significado al llegar a sus oídos o no tendrían ninguno.
-Estás muy callada.
-No he dormido bien.
-Yo no dormí nada, como viste, y sin embargo, me siento más animado que nunca.
Su voz onduló en una especie de sollozo henchido de júbilo, como si se le hubiera apretado la garganta al decir aquello. Sentí más que nunca mi cara cenicienta. Tuvo que aspirar aire hasta distender por completo los pulmones y las aletas de su nariz vibraron; estaba emocionado, satisfecho de sus palabras. Dentro de un momento iría a contarle a ella esta pequeña escena. Parecía liberado. La niña, la rutina, yo, todo eso se borró; volvió a quedarse quieto y lleno de luz, mirando hacia adentro el centro imantado de su felicidad. Pasó sobre mí los ojos para que pudiera ver su mirada radiante. Y fue precisamente en esa mirada donde vi que todo aquello era mentira. A él le hubiera gustado que se tratara de una felicidad verdadera y la actuaba con fidelidad; pero seguramente, si no estuviera yo delante siguiendo con aguda atención todos sus gestos, no hubiera sido la mitad de dichoso. Había algo demoniaco en aquella inocencia aparente que fingía ignorar mi existencia y mi dolor. Pero le gustaba eso sin duda, y sentí, como si la viera, la complicidad que había entre aquella mujer y él: la crueldad deliberada. Inteligentes inconscientes, pecadores sin pecado, a eso jugaban, como si fuera posible. No pasaban ni por la duda ni por el remordimiento, y por ello creían que el cielo y el infierno eran la misma cosa.
¿De qué me servía saber todo eso?
Se levantó y fue al teléfono, marcó. Semi silbaba nervioso o impaciente.
-Bueno... Sí... No... Ahora salgo para la oficina... Muy bien, hasta luego.
-No vendré a comer. Vázquez quiere que sigamos tratando el asunto después de la junta.
No contesté. Sabía que ya no tenía que fingir que creía ninguna disculpa. Todo estaba claro.

Bajé tambaleándome las escaleras; los ojos sin ver, el dolor y el zumbido en la cabeza.
Cuando llegué al dintel de la calle me enfrenté de golpe a la luz y a mi náusea. Parada en un islote que naufragaba, veía pasar a la gente, apresurada, que iba a algo, a alguna parte; pasos que resonaban sobre el pavimento, mentes despejadas, quizás sonrisas flotantes...
Ahora, a esta hora precisa él estará... para qué pensarlo...

Tengo que ir a la farmacia a comprar medicinas... Existe sin embargo una injusticia... yo podría ser esa mujer, esa aventurera, o ese amor. ¿Por qué él no lo sabe? Toda mi vida desee... Pero él no lo ha comprendido... Y después de la conquista ¿será ella también alguna sin significado, como yo? El sueño de realizarse, de mirarse mirando, de imponer la propia realidad, esa realidad que sin embargo se escapa, todos somos como ciegos persiguiendo un sueño, una intensión de ser... ¿Qué piensa sobre sus relaciones con los demás, con esa misma mujer con la que ahora yace? Es posible que ahora, en este minuto mismo la haya encontrado... ¿entonces?... Ay, no haber sido esa, la necesaria, la insustituible... Un gusano inmolado, no he sido otra cosa; sin secreto ni fuerza, una niña como él me dijo el primer día, jugando al amor, ambicionando la carne, la prostitución, como en este momento; no yo la única, sino una como todas, menos que nadie.

Serían las cuatro de la tarde. El parque tenía un aspecto insólito. Las nubes completamente plateadas en el cielo profundamente azul, y el aire del invierno. No era un día nublado, pero el sol estaba oculto tras las nubes que resplandecían, y la luz tamizada que salía de ellas ponía en las hojas de los plátanos un destello inclemente y helado. Había un extraño contraste entre el azul profundo y tranquilo del cielo y esta pequeña área bañada de una luz lunar que caía al sesgo sobre el parque dándole dos caras: una normal y la otra falsa, una especie de sombra deslumbrante. Me senté en una banca y miré cómo las ramas, al ser movidas por las ráfagas, presentaban intermitentemente un lado y luego otro de sus hojas a la inquietante luz que las hacía ver como brillantes joyas fantasmales. Parecía que todos estuviéramos fuera del tiempo, bajo el flujo de un maleficio del que nadie, sin embargo, aparentaba percatarse. Los niños y las niñeras seguían ahí, como de costumbre, pero moviéndose sin ruido, sin gritos, y como suspendidos en una actitud y acción que seguiría eternamente.
Sentí que me miraban y con disimulo volví la cabeza hacia donde me pareció que venía el llamado. Los tres pares de ojos bajaron los párpados, pero supe que eran ellos los que me habían estado mirando y continuaban haciéndolo a través de sus párpados entornados: tres pepenadores singulares, una rara mezcla de abandono y refinamiento; esto se hacía más patente en el segundo, segundo en cuanto edad, no a la posición que ocupaban en el grupo, porque el grupo se hallaba colocado en diferentes planos en el prado frontero a mi banca.
El segundo estaba indolentemente recargado en un árbol fumando con voluptuosidad explícita y evidentemente proyectada hacia mí como un actor experimentado hacia un gran público; en su mano sucia de largas uñas sostenía el cigarrillo con una delicadeza sibarítica, y se lo llevaba a los labios a intervalos medidos, cuidadosos; sus pantalones anchos, cafés, caían sobre los zapatos maltrechos y raspados, y en la pierna que flexionaba hacia atrás apoyándola en el árbol dejaba ver una canilla rugosa y cenicienta sin calcetines; la camisa que debió ser blanca en otro tiempo se desbordaba en los puños desabrochados dándole amplitud y gracia a las mangas, y un chaleco de magnífico corte, aunque gastado, ponía en evidencia un torso largo, aristocrático; pero todo esto no hacía más que dar marco y valor a la cabeza huesuda y magra, de piel amarillenta, reseca, en la que cuadraban perfectamente la perilla rala de mandarín y los ojos oblicuos y huidizos, sombreados por largas pestañas. Nunca me miró abiertamente.
El mendigo más viejo estaba a unos pasos de él, sentado en cuclillas; sacaba mendrugos e inmundicias del bulto informe y se los llevaba ávidamente a la boca con el cuidado glotón de un jefe de horda bárbara; en algún momento me pareció que tendía hacia mí sus dedos pegajosos con un bocado especial, y me hacía un guiño, como invitándome.
El tercer pepenador, el más joven, estaba perezosamente tirado de costado sobre el pasto, más alejado del sitio en que yo me encontraba que los otros dos; con un codo apoyado contra el suelo, sostenía su cabeza en la palma de la mano, mientras con la otra levantaba sin pudor su camiseta a rayas y se rascaba las axilas igual que un mico satisfecho, cuando creyó que ya lo había mirado bastante, levantó hacia mí los ojos y abriendo bruscamente las piernas, pasó su mano sobre la bragueta del pantalón en un gesto entre amenazante y prometedor, mientras sonreía con sus dientes blancos y perfectos, de una manera desvergonzada.
Desvié la mirada y me estremecí. Me pareció oír un gorjeo, como una risa burlona y segura que provenía del más joven de los vagabundos. No pude levantarme, seguí ahí, con los ojos bajos, sintiendo sobre mí la condenación de aquellas miradas, de aquellos pensamientos que me tocaban y me contaminaban. No podía, no debía huir, la tentación de la impureza se me revelaba en su forma más baja, y yo la merecía. Ahora no era una víctima, formaba un cuadro completo con los tres pepenadores; era, en todo caso, una presa, lo que se devora y se desprecia, se come con glotonería y se escupe después. Entre ellos y yo, en ese momento eterno, existía la comprensión contaminada y carnal que yo anhelaba. Estaba en el infierno.
Impura y con un dolor nuevo, pude levantarme al fin cuando el sol hizo posible otra vez el movimiento, el tiempo, y ante la mirada despiadada y sabía de los pepenadores caminé lentamente, segura de que esta experiencia del mal, este acomodarme a él como algo propio y necesario, había cambiado algo en mí, en mi proyección y mi actitud hacia él, pero que era inútil, porque entre otras cosas, él nunca lo sabría.


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