lunes, 2 de septiembre de 2024

Poemas I. Percy Bysshe Shelley (1792-1822)

Sobre la Medusa de Leonardo Da Vinci, en la galería Florentina.


Ahí yace, observando sobre el cielo
de la medianoche, tendida en la nebulosa
cima del monte. Allá abajo tierras distantes

vense temblorosas; su horror y su belleza
son divinos. Sobre párpados y labios parece
yacer cual sombra la hermosura, donde brillan
exaltados y ardientes, luchando en lo hondo,
los tormentos de la angustia y la muerte.

Mas es el horror, no la gracia, lo que torna
en piedra el alma de quien la observa; es ahí
que se graban las facciones de esa cara muerta,
hasta que sus rasgos crecen plenamente
y nada más puede concebir el pensamiento;
lo que da a la contorsión un carácter armónico
y humano es el color melodioso de la belleza
lanzado a las tinieblas y la dolorosa mirada.

De su testa salen, cual de un solo cuerpo,
como [ ] hierba de una acuosa roca,
pelos que son víboras, que se enroscan,
fluyen, se enredan en largas marañas y tejen
con infinitas volutas una radiante malla,
como si se burlaran de la tortura y la muerte
que llevan dentro y serraran el aire sólido
con una multitud de desgreñadas fauces.

Desde una piedra vecina, un ponzoñoso lagarto
espía despreocupado esos ojos de Gorgona;
mientras en el aire un espectral murciélago
sin rumbo, que se había alejado enloquecido
de la caverna que esa luz espantosa hendía,
vuelve apresurado cual polilla que se esfuerza
por alcanzar una vela; el cielo de medianoche brilla
con luz más pavorosa que la oscuridad de la cueva.

Es la fascinación tempestuosa del terror;
en las serpientes centellea una mirada abrasadora
y feroz, encendida por ese inextricable error,
que convierte los angustiantes vapores del aire
en un [ ] espejo que trastoca constante
el terror y la belleza que ahí moran; un semblante
de mujer, con serpentinos rizos, que en la muerte
contempla el firmamento desde esas rocas húmedas.





Vino de las hadas.


Me embriagué de aquel vino de miel
del capullo lunar de zarzarrosa,
que recogen las hadas en copas de jacinto:
los lirones, murciélagos y topos
duermen entre los muros o en la hierba,
en el patio desierto y triste del castillo;
cuando el vino derraman en la tierra de estío
o en medio del rocío se elevan sus vapores,
de alegría se colman sus venturosos sueños
y, dormidos, murmuran su alborozo; pues pocas
son las hadas que llevan tan nuevos esos cálices.





Prometeo libertado.


Acto II. Escena I.

ASIA

Tú bajaste, entre todas las ráfagas del cielo:
al modo de un espíritu o de un pensar, que agolpa
inesperadas lágrimas en ojos insensibles,
o como los latidos de un corazón amargo
que debiera tener ya la paz, descendiste
en cuna de borrascas; así tú despertabas,
Primavera, ¡oh, nacida de mil vientos! Tan súbita
te llegas, como alguna memoria de un ensueño
que se ha tornado triste, pues fue dulce algún día,
y como el genio o como el júbilo que eleva
de la tierra, vistiendo con las doradas nubes
el yermo de la vida.
La estación llegó ya, y el día: esta es la hora;
has de venirte cuando sale el sol, dulce hermana:
¡llega, al fin, deseada tanto tiempo, y remisa!
¡Qué lentos, cual gusanos de muerte los instantes!
El punto e una estrella blanca aun tiembla, en lo hondo
de esa luz amarilla del día que se agranda
tras montañas de púrpura: a través de una sima
de la niebla que el viento divide, el lago oscuro
la refleja; se apaga; ya vuelve a rutilar
al desvaírse el agua, mientras hebras ardientes
de las tejidas nubes arranca el aire pálido:
¡se pierde! Y en los picos de nieve, como nubes,
la luz del sol, rosada, ya tiembla. ¿No se oye
la eólica música de sus plumas, de un verde
marino, abanicando al alba carmesí?(...)





Temo tus besos, dulce dama...


Temo tus besos, dulce dama.
Tú no necesitas temer los míos;
Mi espíritu va tan hondamente abrumado,
Que no puede agobiar el tuyo.

Temo tu porte, tus modos, tu movimiento.
Tú no necesitas temer los míos;
Es inocente la devoción del corazón
con la que yo te adoro.





A una alondra.


¡Sé bienvenido, jubiloso espíritu!
No fuiste nunca un pájaro,
tú, que desde los cielos o cerca de sus lindes,
el corazón derramas
en profusos acentos, con arte no pensado.

Alta, siempre más alta,
de la tierra te lanzas
como nube de fuego;
por el azul revuelas
y cantando, te ciernes y, cerniéndote, cantas.

En dorados relámpagos
del sol, ya trasmontado,
donde se encienden nubes,
flotas tú y te deslizas
como gozo sin cuerpo que empieza su carrera.

La tardecita pálida y purpúrea, en torno
de tu vuelo se funde:
como estrella del cielo,
al ser día, invisible
eres tú, pero escucho tu voz dulce y aguda,

fina como las flechas
de la esfera de plata,
cuya viva luz mengua
en la blanca alborada,
y ya, sin verla apenas, lejana la sentimos.

Todo el aire y la tierra
de tus trinos se colman:
así, en la noche pura,
desde una nube sola,
derrama luz la luna y se inundan los cielos.

No sabemos quién eres.
Ya ti más parecido
¿qué habrá? De la irisada nube no fluyen nunca
gotas tan radiantes,
como de tu presencia nos llueven melodías.

Así un poeta oculto
en luz de pensamientos,
que entona sus canciones,
hasta sentir el mundo
temores y esperanzas que no advirtiera nunca.

Así un alta doncella
en torre de un palacio,
que alivia pesadumbres
de amor secretamente, con música tan dulce
como el amor, fluyendo de su estancia.

Tal dorada luciérnaga
en valle de rocío,
que esparce, sin ser vista,
aéreos, sus fulgores,
entre flores y hierba que a los ojos la ocultan.

Cual rosa retirada
entre sus hojas verdes,
deshojada por brisas
tibias, hasta que sienten desmayo, por exceso
de aroma, sus ladrones de vuelo fatigado.

Al son de los chubascos
de primavera, en hierbas relucientes,
a flores despertadas por la lluvia,
a todo lo que hubiere
de alegre, claro y fresco, tu música aventaja.

Dinos, ave o espíritu,
tus dulces pensamientos:
nunca oí una alabanza
del amor o del vino,
que tan divino arrobo, ardiente, derramara.

Los coros de Himeneo,
los cantos de victoria,
junto a los tuyos fueran
ostentación vacía,
aquello en que se siente alguna falla oculta.

¿Qué objetos son la fuente
de tu feliz gorjeo?
¿Qué campos, ondas, montes?
¿Qué cielos o llanuras?
¿Qué amor de semejantes y qué ignorar de penas?

En tu alegría clara
no caben languideces;
la sombra de la angustia
nunca a ti se ha acercado;
amas y el triste hastío de amor nunca supiste.

En vigilia o dormida,
pensarás de la muerte
cosas más ciertas y hondas
que nosotros, mortales:
si no, ¿cómo brotara tu arroyo cristalino?

Miramos antes, luego;
lo que no es lloramos:
nuestra risa más clara
se mezcla con suspiros;
da los más dulces cantos nuestro pesar más triste.

Mas si hiciéramos burla
de orgullo y odio y miedo;
si hubiésemos nacido
para no llorar nunca,
no sé si llegaríamos tan cerca de tu gozo.

Mejor que todo verso
de sones deliciosos,
mejor que las preseas
de los libros, tu arte
será para el poeta, ¡tú, que al suelo escarneces!

Si un poco me dijeras
del gozo que tú sabes,
tal locura armoniosa
brotara de mis labios,
que, como yo te escucho, el mundo escucharía.


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