El retrato de mi padre.
Mi madre jamás lo perdonó
por quitarse la vida,
sobre todo en un tiempo tan inoportuno
y en un parque
durante esa primavera
en que yo estaba a punto de nacer.
Ella guardó su nombre
en el armario más hondo
y no lo liberó
pese a que lo escuchaba
golpeando la madera.
Una noche salí de aquel desván
con el retrato desgastado en mis manos:
era un desconocido de labios alargados,
de bigote frondoso
y profundos ojos marrones.
Sin dirigirme la palabra,
mi madre lo hizo añicos
y me dio una bofetada.
Hoy, a mis sesenta y cuatro años,
aún puedo sentir
su fuego en mi mejilla.
Querida, ¿será tarde para la paz, tarde...
Querida, ¿será tarde para la paz, tarde
para que los señores se acompañen al pozo a tomar
el agua fresca; tarde para la amistad
y la risa en la forja; tarde
para decir, "tratémonos bien"?
Una por una se apagan las lámparas; el valle duerme;
cuido la última luz que ilumina los calmiles
y te guardo el recuerdo del amor vivo,
como la gente de letras cuidaba las brasas del fuego de Troya,
aprisionada en una época ignorante.
Aunque sitian ciudades y hasta las toman,
no toman al hombre. El corazón profundo,
su mensaje de la manota regordeta e infantil,
el asombro, el grito sencillo y solitario,
el sobre ensangrentado que lleva tu nombre,
es la historia, esa punzada amplia y mortal.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario