Noviembre en Aranjuez.
para Ricardo Jesús Sola Buil
Los troncos se levantan sobre un yermo de hojas.
Inmensa, cada hoja tiene las dimensiones
De un roto y descartado abanico. La corte
Venía aquí en verano huyendo del calor,
Sin quedarse tal vez el tiempo suficiente
Para hacer los honores a las hojas caídas,
Absorta en el chasquido y chapoteo de sus pasos,
El crujir del otoño. El parque está hechizado
Por los fantasmas de sus intenciones. Columnatas,
Senderos, perspectivas y plazas, el palacio
Es la clave, sus fuentes todavía resuenan,
Y la estación no deja de halagar a las estatuas,
Radiantes al asombro del sol de otoño.
Muerte de un poeta.
In memoriam Ted Hughes
Fue una muerte lo que nos trajo al sur,
por una autopista que no existía
al nacer la amistad que la muerte ha cerrado.
Con qué delicadeza se tiende ahora la muerte
sobre los intercambios y condados
de esta Inglaterra nuestra,
radial y ensordecida. Veo a un hombre
emerger de una tienda junto a un prado,
dando la espalda al tráfico, abarcando los amplios
llanos de Sedgemoor como si la historia
los hubiera evitado, en el ancho silencio
creado por las llantas percutientes.
Los robles se incorporan entre sombras tempranas.
El sol muda las sombra de sus piernas
en largas tijeras que se abren paso
por un nuevo sembrado, recortándolo.
Y los ríos de Hardy —Parret, Yeo, Tone—
derraman su caudal a nuestro paso.
Luego, ya en la campiña remendada de Devon,
será imposible predecir el modo
en que Dartmoor emerge de una bruma
tan móvil como densa. Sin aviso,
el sol prende en los campos,
anticipando esa otra unión y entrada
del fuego en el cuerpo, el cuerpo en el fuego,
que borra los contornos y disuelve
el sello y simplificación de los límites humanos.
La multitud se esparce en torno de la iglesia
y sigue con los ojos la lenta procesión
del coche funerario, al pairo por las calles
de la nada final. Una malla de sendas
enreda nuestro adiós y pone un cerco
de setos repulidos al deseo
de nuevas primaveras. Apenas queda tiempo
para rememorar las sendas o la costa
que oyeron nuestros acentos dispares
contra un aire avariento de sonidos.
Debajo de nosotros, por las radas de Hartland,
los pequeños halcones se emplumaban de luz
sobre las infinitas metamorfosis de las aguas.
Las huellas de la voz se desvanecen
antes que las pisadas; mas su eco
late aún, se prolonga en el oído.
Buscamos la autopista que es Inglaterra ahora.
El espejo de bronce de la luna,
clausurado por nubes súbitas,
entra en la opacidad. Y la hilera de robles
que lanzaba al amanecer sus sombras
es ya una larga sombra a nuestra vuelta.
Palabra detrás de la palabra.
Palabra detrás de la palabra: lenguaje
que a sí mismo se educa con el tacto y la vista:
en la ciudad anochecida, el lenguaje de la luz
descubre espacios donde no había espacio;
entre su imagen y tu rostro:
lenguaje del silencio –basta con el tacto,
Oh mi América, mi Terranova explorada,
muda plenitud de la carne vuelta palabra;
mesura y sueños por el canal de la piedra
fluir rápido, brillante: hidrografía de una mano:
mundo de vidrio pintado por un cristal contenido:
los rostros que habitan un solo rostro,
Perséfona, mi ciudad: brota de tu pródigo suelo
un árbol de idiomas, voces enlazadas, un madrigal.
Meditación sobre John Constable.
"La pintura es una ciencia, y a ella se debe aspirar
como a una búsqueda de las leyes de la naturaleza.
¿Por qué, entonces, no se puede considerar la pintura
de paisaje como una rama de la filosofía natural,
de la que los cuadros no son sino experimentos?"
(John Constable, Historia de la pintura de paisaje)
Él mismo respondió a su pregunta, y con la natural
exactitud del arte; enriqueció sus premisas
al confirmar su práctica: la labor de la observación
frente al hecho meteorológico. Las nubes,
unas seguidas de otras, templan el sol cuando pasan
y se alejan. Al volver a ocultarlo las tinieblas
concentradas, surgen de ellas rayos suaves
que se esparcen apagados, hasta que el foco
se descubre e inunda con fuego intenso
las nubes que se marchan. Se perciben (aunque escasamente)
las nubes restantes que lo cruzan rezagadas,
hechas jirones y disueltas en bruma.
Pero las siguientes lo van a contener. Pasan amenazantes
y merman su fulgor, quedando reducido a una franja de luz
que es cubierta del todo, a un destello que aún se alarga
mientras la masa se adensa, aunque no pueden excluir
su amarillo plateado. El eclipse es repentino;
se observa primero cómo la hierba se oscurece, y luego
se completa cubriendo todo el cielo.
Los hechos. ¿Y qué son?
Él admiraba los accidentes, porque eran gobernados por leyes,
y los representaba (puesto que la ilusión no era su fin)
gobernados por el sentimiento. El fin es nuestra aquiesencia
libremente acordada, la ilusión que nos persuade
de que existe como imagen humana. Atrapada
por un sol vacilante o bajo un viento
que al humedecerse entre las siluetas de la fronda
se dispone a disolverlas, tiene que hacerse constante;
aunque allí, agitándose separados, los inquietos
árboles dejan pasar la distancia, como niebla blanca
que ocupa sus hileras rotas. Debe persuadir
y con constancia, para que no vuelva a disiparse
y revele lo que medio esconde. El arte es él mismo
cuando lo aceptamos. El día cambia. Él lo habría juzgado
exactamente con esa misma claridad, que franquea
las manchas intensas de las sombras que las nubes proyectan,
ahora suprimidas, mediante su explosión de color.
¿Un pintor descriptivo? Si el gozo
describe, lo cual extrae del pincel
los errores de un espíritu, ya así mitigado,
puede renunciar a todo patetismo; pues lo que él vio
descubrió lo que él era, y la mano –firme
ante el dictado de un solo sentido-
encarnó el exacto y total conocimiento
en una caligrafía de placer presente. El arte
es completo cuando es humano. Es humanos
i los pigmentos entrelazados, los puntitos de luz
que aseguran el espacio bajo sus hábiles restricciones
convencen, al ser indicado de una posible pasión
como indicador adecuado a la vez de la pasión
y de su objeto. El artista miente
para beneficio de la verdad. Creedle.
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