miércoles, 3 de julio de 2024

Poemas. John Ashbery (1927-2017)

Scherezade. 


Sin apoyarse en el enigma de la razón
el agua se acumula en pilas cuadradas de piedra.
La tierra está seca. Por debajo se mueve
el agua. Los peces viven en pozos. Las hojas,
un inquieto verdor, son garabatos en la luz. Enredaderas
salvajes y manzanillas podridas se olvidan de florecer aquí.
Se ha puesto un armario inagotable a disposición
de cada nuevo acontecimiento. Ahora puede ser él mismo.
El día no declina sin cierta reticencia
y al ralentizarse se abre en nuevas avenidas
que sin violar el espacio viven aquí con nosotros.
Otros sueños vinieron y se fueron mientras el depósito
de verbos y adjetivos coloreados se escondía de la luz
para arrullar en la sombra su falta de método
aunque lo que más le gustaba eran las partículas
que transforman objetos de la misma categoría
en objetos particulares, cada uno distinto
dentro y fuera de su propia clase.
Entre tanto surgimiento nada anticipaba
una marea, tan sólo un agradable estremecerse del aire
en el que todo parecía estar presente, apenas
pasado o a punto de llegar. Todo era invitación.
Tanto que las flores se perfilaban por los senderos
nocturnos, y aunque pocas eran visibles
su historia resonaba más que el zumbido
de chinches y el chasquido de palos que alentaba al fondo,
convirtiéndolo a rastras en un nuevo hecho del día.
Estaban ahí para ser leídos como cualquier
salutación justo antes de entrar en materia,
pero se quedaban pegados a sus pistolas,
y era tal su obstinación por mantenerse junto al resto
(como relámpagos de pájaros blancos que se resisten
a morir con el día) que ninguno conocía la urdimbre
que ofrecía este grandioso movimiento a modo
de firme digresión, llanura que lentamente se convierte en monte.





De Imagine Mundi. 


Los muchos percibidos por uno:
ese uno percibido, confundiéndose con los muchos
sin embargo se comprende a sí mismo como un individuo
viajando entre dos puntos fijos.
La mirada que se atreve a lanzar
para inmovilizarte en tu guarida vespertina es sólo un reflejo,
un discurso en la función íntegramente hecha de indicaciones escénicas
pues resultó que allí había un agujero disponible.
Por desgracia, menos de la mitad de un uno por ciento
reconoció el gesto adivinado como divisa
(que lo es, aunque algo exagerado)
y la mirada viene a posarse en la punta de una torre
con el mismo interés casi que el de un pájaro.

Se mudaron aquí desde Boston
estos dos. (Uno, una hermosa muestra
de los muchos bien agavillados,
el otro boquiabierto ante la singular rareza
juega a ello cuando debe
sin volverse mejor persona ni más joven.)

El clima los mantuvo en sus tareas menores:
ordenando las noticias, reparando esto o aquello.
La gran cara de póquer incidió sobre ellos. Y se alegraron
de ser un reproche viviente
hacia lo nuevo que obtuvieron.
Skeeter recabando información: “¿Tenías
noticia de aquel Independiente de la Última Hora?”

Su tono humano regular
como señal de “Día libre”,
los autobuses que circulan muy rápido en la isla próxima
matriculados también de acuerdo con su plan.

Al tomar un sendero que nunca antes habías visto
creías conocer la zona
(Los muchos perciben que intentan no dormirse).
“Unos pocos capataces siguen
hasta el final de la línea
aunque eso ocurre en la estantería.”
Finalmente se dio la nota
con la fuerza justa, aunque sonó como un trueno,
el más ensordecedor que cupiera imaginar.
Y ellos se quedan para comentarlo.





Río.


Se cree demasiado bueno para
estas generalizaciones y ellas
Lo hacen avanzar. El lado opuesto
está sumido en sombra, éste
en auto-estima. Pero el centro
no cesa de hundirse y de rehacerse.
La pareja en la mesa de picnic (pero
no es tiempo todavía para picnics)
es recorrida por el conocimiento
inconsciente que el río tiene de su propio obrar
para evitar el tedio posible y la mancha
de una excesiva intuición toda la escena ocurre
tras una pared de cristal. “No es tiempo,
todavía”, dice ella, “para picnics.” Pasa un halcón volando.
“Haced que todo el mundo regrese a la ciudad.”





Lo único que puede salvar a América.


¿Hay algo que sea central?
¿Huertos desparramados sobre la tierra,
bosques urbanos, plantaciones rústicas, colinas enanas?
¿Son centrales los nombres de lugar?
¿Elm Grove, Adcock Corner, Story Book Farm?
Cuando concurren en ráfagas a la altura de los ojos
chocando contra unos ojos que ya han tenido bastante
Gracias, no quiero más, gracias.
Y aparecen como un paisaje mezclado con oscuridad
los humedales, los suburbios derramados,
lugares de conocido orgullo cívico, de oscuridad civil.

Están conectados a mi versión de América
pero el jugo está en otra parte.
Esta mañana cuando salía de tu cuarto
después del desayuno, sombreado con miradas
hacia atrás, hacia la luz, y hacia delante,
avanzando hacia un luz desconocida,
¿era obra nuestra, y era
el material, la madera de la vida, de nuestras vidas
lo que estábamos midiendo y contando?
¿Una atmósfera que pronto olvidaremos
en densos haces de luz, en la sombra fría del centro
urbano esta mañana que otra vez nos atrapa?

Sé que trenzo demasiado mis repentinas
percepciones de las cosas en el instante en que me asaltan.
Son algo privado y siempre lo serán.
¿Cuándo podrán entonces las peripecias privadas
tronar luego como campanas doradas
resonando por toda una ciudad desde su torre más alta?
¿Las cosas extravagantes que me pasan, y te cuento,
y tu entiendes de inmediato lo que quiero decir?
¿Qué lejano huerto sólo accesible por sinuosos
caminos las oculta? ¿Dónde están las raíces?

Son los palos y las pruebas
los que deciden si habremos de ser conocidos
si nuestro destino podrá ser ejemplar, como una estrella.
Sólo resta esperar
una carta que no llega nunca,
un día tras otro, esa exasperación
hasta que finalmente la has abierto sin saber lo que era,
las dos partes del sobre descansando en la bandeja.
El mensaje era sabio, y al parecer
dictado hace mucho tiempo.
Su verdad es intemporal, pero su hora
todavía no ha llegado, pues habla de un peligro, de las medidas
más bien limitadas que pueden adoptarse contra éste
ahora y en el futuro, en jardines frescos,
en casitas silenciosas en el campo,
nuestro campo, en zonas valladas, en frías calles en sombra.





Miedo a la muerte.


¿Qué me pasa ahora?
¿Y ha sido justo cuando yo he cambiado?
¿No existe un estado libre de las fronteras
del antes y el después? La ventana está hoy abierta

y el aire se cuela dentro con notas de piano
en sus faldones, como diciendo, “Mira, John,
he traído éstas y estas otras” — es decir,
un poco de Beethoven, algo de Brahms,

unas notas selectas de Poulenc... De acuerdo,
vuelve a ser libre, el aire, tiene que seguir regresando
porque eso es para lo que sirve.
Quiero seguir con él por el miedo

que me impide subir ciertos peldaños,
llamar a ciertas puertas, el miedo a envejecer
solo, y a no encontrar a nadie en el extremo
nocturno del sendero salvo a otro yo

recibiéndome con un saludo seco: “Vaya, has tardado,
pero ahora estamos otra vez juntos, y eso es lo que importa.”
Aire en mi camino, podrías abreviarlo,
pero la brisa ha cesado, y el silencio es la última palabra.





Autorretrato en espejo convexo.


Como hizo el Parmigianino, la mano derecha
mayor que la cabeza, tendida hacia el que mira,
retirándose con suavidad, como queriendo proteger
aquello que revela. Unos vidrios emplomados, vigas viejas,
forro de piel, muselina plisada, un anillo de coral
se acompasan en un vértigo donde descansa el rostro,
que va y viene flotando, como la mano,
pero que está en reposo. Es lo que queda
recluido. Dice Vasari: “Francesco se dispuso un día
a hacer su autorretrato, para lo cual se contempló
a un espejo convexo, como el que usan los barberos...
De este modo pidió que un tornero le hiciese
un globo de madera, y tras dividirlo en dos partes
y reducirlo al tamaño de un espejo, se dispuso
con mucho arte a copiar lo que veía en el cristal.”
Principalmente su reflejo, del que el retrato
el reflejo cuando se ha apartado.
El cristal decidió reflejar sólo lo que él veía
lo cual bastó a su propósito: su imagen
vidriosa, embalsamada, proyectada en un ángulo de 180 grados.
La hora del día o la densidad de la luz
que se adhiere a su rostro lo mantienen
alerta, intacto, en un gesto recurrente
de llegada. El alma se instala.
¿Pero hasta dónde puede saltar desde los ojos
y regresar a salvo hasta su nido? Al ser convexa
la superficie del espejo, la distancia aumenta
significativamente; o sea, lo bastante para mostrar
que el alma está cautiva, tratada con humanidad,
suspendida, incapaz de avanzar mucho más lejos
que tu mirada al tiempo que intercepta el cuadro.
Al verlo, el Papa Clemente y su corte quedaron “estupefactos”,
según Vasari, y le prometieron un encargo
nunca materializado. El alma ha de quedarse donde está,
aunque esté inquieta, oyendo las gotas de lluvia en el cristal,
el suspiro de las hojas otoñales azotadas por el viento,
soñando con salir y ser libre, pero debe quedarse
posando en este sitio. Debe moverse
lo menos posible. Esto es lo que dice el retrato.


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