jueves, 29 de agosto de 2024

Poemas I. Anne Sexton (1928-1974)

El beso.


Mi boca florece como una herida.
He estado equivocada todo el año, tediosas
noches, nada sino ásperos codos en ellos
y delicadas cajas de Kleenex, llamando llora bebé
¡llora bebé, tonto!
Antes de ayer mi cuerpo estaba inútil.
Ahora está desgarrándose en sus rincones cuadrados.
Está desgarrando los vestidos de la Vieja Mary, nudo anudo
y mira, ahora está bombardeada con esos eléctricos cerrojos.
¡Zing! ¡Una resurrección!
Una vez fue un bote, bastante madera
y sin trabajo, sin agua salada debajo
y necesitando un poco de pintura. No había más
que un conjunto de tablas. Pero la elevaste, la encordaste.
Ella ha sido elegida.
Mis nervios están encendidos. Los oigo como
instrumentos musicales. Donde había silencio
los tambores, las cuerdas están tocando irremediablemente. Tú hiciste esto.
Puro genio trabajando. Querido, el compositor ha entrado
al fuego.





El sol.


He sabido de peces,
que saltan buscando sol,
y que se quedan ahí para siempre,
hombro a hombro,
avenidas de peces que nunca se devuelven,
a los que les chuparán
todas sus manchas de orgullo y soledades.

Pienso en las moscas
que salen de sus cavernas inmundas
para allegarse a la arena.
Son transparentes al principio.
Luego se hacen azules con alas de cobre.
Brillan en las frentes de los hombres.
No siendo ni pájaros ni acróbatas,
se irán secando como pequeños zapatos negros.
Yo soy un ser igual.
Enferma por el frío o el olor de la casa,
me desnudo bajo la masa infinita.
Mi piel se aplasta como agua de mar.

Oh, ojo amarillo,
déjame enfermar con tu calor,
dame fiebre y arrúgame!
Ahora me he dado a ti completamente.
Soy tu hija, tu dulce,
tu sacerdote, tu boca y tu pájaro
y les contaré a todos cuentos tuyos
hasta que quede apartada para siempre,
un gris y delgado estandarte.





Cuando un hombre entra en una mujer.


Cuando un hombre entra
en una mujer,
como el oleaje que muerde la orilla,
una y otra vez,
y la mujer abre la boca de placer
y sus dientes brillan
como el alfabeto,
Logos aparece ordeñando una estrella,
y el hombre
dentro de la mujer
hace un nudo,
para que nunca más estén separados
y la mujer
sube a una flor
y Logos aparece
y desata los ríos.

Este hombre,
esta mujer
con su doble hambre,
han procurado penetrar
la cortina de Dios,
lo cual brevemente
han logrado
aunque Dios
en su perversidad
deshace el nudo.





Noche estrellada.


Eso que no impide que tenga una terrible necesidad de –pronunciaré la palabra- religión. Entonces salgo en medio de la noche a pintar las estrellas.
Vincent Van Gogh en una carta a su hermano.

El pueblo no existe
excepto donde un árbol de negra cabellera
se desliza como una mujer ahogada en el cálido cielo.
El pueblo permanece en silencio.
La noche hierve con once estrellas.
¡Oh noche estrellada! Así es como
quiero morir.

Se mueve. Todas están vivas.
Incluso la luna se abulta en sus aceros anaranjados
para expulsar hijos, como un dios, de su ojo.
La vieja serpiente oculta se traga las estrellas.
¡Oh noche estrellada estrellada! Así es como
quiero morir:

dentro de esa bestia impetuosa de la noche,
succionada por el gran dragón, para escindirme
de mi vida sin bandera,
sin vientre,
sin llanto.





Joven.


Hace mil puertas
cuando yo era una chiquilla solitaria
en una gran casa con cuatro
garajes y era verano
según creo recordar,
yacía por la noche sobre la hierba,
los tréboles cedían bajo mi peso,
las estrellas sabias fijas por encima de mí,
la ventana de mi madre un embudo
por el que escapaba un calor amarillo,
la ventana de mi padre, a medio cerrar,
un ojo por donde pasaban durmientes,
y las tablas de la casa,
suaves y blancas como la cera
y probablemente un millón de hojas
se mecían sobre sus extraños tallos
mientras los grillos cantaban al unísono
y yo, en mi cuerpo recién estrenado,
que aún no era el de una mujer,
interrogaba a las estrellas
y pensaba que Dios realmente podía ver
el calor y la luz pintada,
codos, rodillas, sueños, buenas noches.





La verdad que los muertos conocen.


Para mi madre, nacida en marzo de 1902, muerta en marzo de 1959,
y para mi padre, nacido en febrero de 1900, muerto en junio de 1959.

Se acabó, digo, y me alejo de la iglesia,
rehusando la rígida procesión hacia la sepultura,
dejando a los muertos viajar solos en el coche fúnebre.
Es junio. Estoy cansada de ser valiente.

Conducimos hasta el Cabo. Crezco
por donde el sol se derrama desde el cielo,
por donde el mar se mece como una cancela
y nos emocionamos. Es en otro país donde muere la gente.

Querido, el viento se desploma como piedras
desde la bondadosa agua y cuando nos tocamos
nos penetramos por completo. Nadie está solo.
Los hombres matan por ello, o por cosas así.

¿Y qué ocurre con los muertos? Yacen sin zapatos
en sus barcas de piedra. Son más parecidos a la piedra
de lo que lo sería el mar si se detuviera. Rehusan
ser bendecidos, garganta, ojo y nudillo.





La música vuelve a mí.


Aguarde señor. ¿Cuál es el camino a
casa? Apagaron la luz
y la oscuridad se mueve en el rincón.
No hay carteles indicadores en esta
habitación,
cuatro damas, de más de ochenta años,
en pañales todas ellas.
La la la, oh la música vuelve a mí
y puedo sentir la melodía que tocaban
la noche en que me dejaron
en esta clínica privada sobre la colina

Imagina. Una radio encendida
y todos aquí estaban locos.
Me gustó y bailé trazando círculos.
La música entra a raudales en la razón
y de un modo extraño
la música ve más que yo.

Quiero decir que recuerda mejor;
recuerda la primera noche aquí.

Fue el frío estrangulado de noviembre;
incluso las estrellas estaban atadas en
el cielo
y esa luna tan brillante
hurgaba entre los barrotes para
pincharme
en la cabeza con una melodía.
He olvidado el resto.

A las ocho de la mañana me atan a esta
Silla
y no hay señales que indiquen el
camino,
sólo la radio encendida para ella misma
y la canción que recuerda
más que yo. Oh la la la,
esta música vuelve a mí.
La noche en que vine bailé trazando
Círculos
y no tuve miedo.
¿Señor?





Cartas al Dr. Y.


Hoy me hacen feliz las sábanas de la vida.
Enjuagué las sábanas de la cama.
Tendí las de la cama y las contemplé
dar palmadas y alzarse como gaviotas.
Cuando estuvieron secas las descolgué
escondí mi cabeza entre ellas.
Todo el oxígeno del mundo estaba en ellas.
Todos los pies de bebés del mundo,
Todas las ingles de los ángeles del mundo,
Todos los besos matinales estaban en ellas.
Todos los juegos a la pata coja en las aceras,
Todos los ponis de trapo estaban en ellas.

De modo que esto es la felicidad,
ese jornalero.





Fantasmas.


Algunos fantasmas son mujeres,
ni abstractas ni pálidas,
con pechos tan flácidos como peces muertos.
No brujas, sino fantasmas
que vienen, moviendo sus brazos inútiles
como sirvientas descartadas.

No todos los fantasmas son mujeres,
he visto otros;
hombres gordos de blancos vientres
que lucen sus genitales como trapos viejos.
No demonios, sino fantasmas.
De uno retumban sus pasos descalzos,
mientras da bandazos sobre mi cama.

Pero eso no es todo.
Algunos fantasmas son niños.
No Ángeles, sino fantasmas;
se enroscan como tazas de té rosadas
en cualquier almohada, o patalean,
mostrando sus traseros inocentes, clamando
por Lucifer.





Nadando al desnudo.


En el sudoeste de Capri
encontramos una pequeña gruta desconocida
donde no había nadie y
la penetramos completamente
y dejamos que nuestros cuerpos perdieran toda
su soledad.

Todo lo que hay de pez en nosotros
escapó por un minuto.
A los peces reales no les importó.
No perturbamos su vida personal.
Nos deslizamos tranquilamente sobre ellos
y debajo de ellos, soltando
burbujas de aire, pequeños
globos blancos que ascendían
hasta el sol junto al bote
donde el botero italiano dormía
con el sombrero sobre la cara.

Un agua tan clara que se podía
leer un libro a través de ella.
Un agua tan viva y tan densa que se podía
flotar apoyando el codo en ella.
Me tendí allí como en un diván.
Me tendí allí como si fuera
la Odalisca roja de Matisse.
El agua era mi extraña flor.
Hay que imaginarse una mujer
sin toga ni faja
tendida sobre un sofá profundo
como una tumba.

Las paredes de esa gruta
eran de todos los azules y
dijiste: “¡Mira! Tus ojos son
color mar. ¡Mira! Tus ojos
son color cielo”. Y mis ojos
se cerraron como si sintieran
una súbita vergüenza.


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