-Que mi corazón se calme un momento y explore este misterio-. El Cuervo (Edgar Allan Poe)
Su mano, flaca como una garra blanca, mojó la pluma de ganso en el tintero y escribió en una esquina de la hoja la fecha: 3 de marzo de 1842. Y a continuación: Enterrado vivo. Detestaba su primer apellido, que era el de su mísero y despreciable padrastro. Por un momento estuvo tentado de tachar incluso la inicial; luego se dijo que con aquello no hacía más que distraerse, que dar largas a la tediosa tarea de escribir. Pero tenía que escoger entre escribir o morirse de hambre... el Dollar Newspaper de Filadelfia le reclamaba con insistencia el cuento que les había prometido. Pues bien, hoy había oído un chisme de vecindad —una vecina se lo había contado a su suegra—, que resucitó en su mente un tema que siempre le había fascinado. Se puso a escribir rápidamente con una fina letra inglesa:
Hay hechos cuyo relato despierta vivísimo interés, y que son demasiado horribles para servir de asunto a una novela...
Esto tendría que ser en realidad un ensayo y no un cuento; sólo así podría hacerle justicia al tema. Con frecuencia se representaba al mundo como un inmenso cementerio, atestado de tumbas cuyos ocupantes no todos descansaban... eran muchos los que se debatían impotentes para librarse de sus sudarios o para levantar las tapas de sus ataúdes. ¿Y qué otra cosa eran sus labores literarias, musitó, sino una lucha, un debatirse para evitar verse encerrado y asfixiado por una sociedad tan pesada, implacable e insensible como los terrones que amontonaba la pala del sepulturero? Se interrumpió para levantarse e ir en busca de una vela a la repisa de pizarra de la chimenea. Tenía el quinqué empeñado desde hacía tiempo, y aunque ya estaban en marzo, a media tarde aún era bastante oscuro. En otro lugar de la casa su suegra trajinaba ruidosamente y en la estancia continua oía la suave respiración de su esposa inválida. En brazos del sueño, la pobre Virginia olvidaba momentáneamente sus sufrimientos. De regreso con la bujía, mojó de nuevo la pluma en el tintero y continuó escribiendo:
Ser enterrado vivo es, indudablemente, el sufrimiento más horrible que puede acaecer a un ser humano, y es a bien seguro que habrá pocas personas entre las que se llaman discretas que nieguen la frecuencia con que se repiten casos nuevos de sufrimiento semejante...
De nuevo su tétrica imaginación saboreó la historia que le habían contado aquel día. Ocurrió en Filadelfia, y en aquel mismo barrio, hacía menos de un mes. Después de llevar luto durante varias semanas, un viudo fue a llevar flores a la sepultura de su idolatrada esposa. Cuando se inclinó para depositarlas sobre la lápida de mármol, oyó unos golpes bajo ella. Jubiloso y aterrorizado a un tiempo, fue en busca de unos operarios que, con palancas levantaron la losa, extrayendo el cuerpo de la difunta, que apareció incorrupto. Es más: aquella misma noche, en su casa, la mujer volvió a la vida. Esto decían las habladurías populares, tal vez exageradas o tal vez no. Pero la casa sólo estaba a seis manzanas de Spring Garden Street, donde él vivía. Poe reunió sus libretas de notas, donde encontró material para completar su narración... una fúnebre historia de resurrección en Baltimore, otra procedente de Francia, una cita verdaderamente espeluznante del Diario Quirúrgico de Leipzig, un caso de resurrección por impulsos eléctricos de un hombre dado por muerto en Londres, del que existía declaración jurada. A esto se añadió un caso vivido por él, que embelleció románticamente, una aventura soñada en su adolescencia, cuando vivía en Virginia.
Cuando se disponía a poner punto final al relato, acudió a él una nueva inspiración. ¿Por qué no averiguar más cosas sobre aquel famoso caso de Filadelfia, y de la mujer que volvió de muerte a vida? Aquello redondearía su trabajo, le daría un adecuado sabor local, y aseguraría su aceptación... pues no podía arriesgarse a que lo rechazasen. Y por si no fuese poco, satisfaría su propia curiosidad. Poe soltó la pluma y se levantó. Descolgó de una percha su sombrero negro de anchas alas y su vieja capa militar, que había llevado desde sus malhadados días de cadete en West Point. Envolviendo con ella su cuerpecillo enclenque, abrió la puerta de la casa y salió a la calle. Marzo había entrado como un león, y, como era propio del rey de la selva, rugía y daba zarpazos sobre Filadelfia. Un polvillo frío y seco se metió en los grandes ojos grises de Poe, que apretó los labios bajo su negro y marcial bigote. En las piernas se le puso carne de gallina; sus pantalones a rayas eran demasiado finos para aquella estación y sus zapatos necesitaban que les echasen medias suelas. ¿Hacia dónde tenía que dirigirse?
Recordaba el nombre de la calle, y también le habían hablado de un jardín desolado. Por último llegó al lugar, o supuso que aquél debía de serlo... el jardín era ciertamente desolado, cubierto de hierbas y matorrales secos que acusaban los rigores del invierno pasado. Poe abrió con un esfuerzo la chirriante verja y siguió el descuidado sendero hasta el portal. Vio en él una placa dorada en la que leyó la palabra «Gauber». Sí, ese era el nombre que le habían dado. Golpeó fuertemente con el picaporte, y le pareció oír un leve susurro en el interior. Pero la puerta no se abrió.
—Aquí no vive nadie, Mr. Poe —le dijeron desde la calle. Era el mozo del colmado, con un pesado cesto al brazo. Poe se apartó del umbral. Conocía al mozo; es más, debía once dólares a su amo.
—¿Estás seguro? —le preguntó.
—Verá usted —dijo el muchacho, cambiándose el peso de brazo—, si aquí viviese alguien, vendrían a comprar a nuestra tienda, ¿no le parece? Y yo les traería los encargos. Pero tengo este empleo desde hace seis meses, y no he puesto los pies en esta casa ni una sola vez.
Poe le dio las gracias y se alejó calle abajo, pero en vez de doblar por la esquina y regresar a su casa, se fue al taller de su amigo Pemberton, impresor, para matar el tiempo y pedirle un préstamo. Pemberton no pudo prestarle ni siquiera un dólar —los tiempos eran difíciles para todos— pero le ofreció whisky de Monongahela, que Poe rechazó haciendo un esfuerzo, y después le invitó a compartir con él una cena frugal compuesta de galletas, queso y salchicha de ajo, invitación que Poe aceptó agradecido, pues en su casa, a menos que su suegra hubiese pedido por caridad algo a los vecinos, hubiera tenido que conformarse con pan y melaza. Había anochecido ya cuando el escritor se despidió de Pemberton con un afectuoso apretón de manos, agradeciéndole de todo corazón su hospitalidad. Acto seguido salió a las oscuras calles.
Gracias a Dios, no llovía. Las tempestades ponían a Poe melancólico. El viento había amainado y el cielo de marzo estaba claro, exceptuando únicamente unas nubecillas rezagadas y una línea oscura en el horizonte. Pero en lo alto brillaba una luna llena que parecía de hielo. Poe entornó los párpados para contemplar bajo el ala de su sombrero las oscuras sombras del disco lunar. ¿Por qué no escribía otro viaje a la luna... como el de Hane Pfaal, pero esta vez totalmente en serio? Con estas cavilaciones, siguió caminando por la calle en sombras hasta que pasó de nuevo frente al jardín desolado, la rechinante verja y la casa de la placa en la que se leía el nombre de «Gauber». Vaya, pues el mozo del colmado se había equivocado. Por una de las ventanas de la fachada se veía luz, una luz azul como el agua... ¿o era verdaderamente luz? Pero se veía también movimiento... sí, una figura se detuvo ante la ventana, como si quisiera atisbarle.
Poe volvió a transponer la verja y llamó de nuevo. Por unos instantes reinó silencio; después oyó rechinar una llave en la vieja cerradura. La puerta se abrió hacia dentro, con lentitud y en medio de fuertes crujidos. Poe supuso que se había equivocado respecto a la luz azul, puesto que sólo vio tinieblas en el interior. Una voz le preguntó:
—¿Qué desea, señor?
Estas tres palabras llegaron a sus oídos de manera apenas perceptible, como si quien las había pronunciado las hubiese dicho en un soplo. Poe se descubrió e hizo una graciosa inclinación.
—Si usted me permite... —Hizo una pausa, pues desconocía el sexo de su interlocutor —. ¿Es ésta la residencia Gauber?
—Esta misma —le contestaron en la misma voz queda, ligeramente ronca y asexuada —. ¿Puedo saber qué desea?
Poe dio un perentorio tono oficial a su respuesta; había sido sargento mayor de artillería antes de cumplir veintiún años, y sabía emplear el tono adecuado para estas ocasiones.
—Me trae una misión oficial —declaró—. Soy periodista y estoy investigando una extraña información.
—¿Periodista? —repitió su interlocutor—. ¿Una extraña información? Pase usted, señor.
Poe obedeció, y la puerta se cerró bruscamente tras él. La llave rechinó al girar en la mohosa cerradura. Se acordó del día en que lo encarcelaron: la llave de su celda había rechinado del mismo modo. El recuerdo no tenía nada de agradable. Pero al hallarse en el interior y cuando sus ojos se acostumbraron a la débil claridad lunar que se filtraba por la ventana, vio más claramente. Estaba en un oscuro vestíbulo, con las paredes cubiertas de paneles de madera y sin ningún mobiliario, cortinas ni cuadros. A su lado estaba una mujer, de falda larga hasta los pies y cofia de encajes, una mujer tan alta como él y que le miraba intensamente con unos ojos que parecían tener un fuego interior. Sin moverse ni hablar, esperó a que él le concretase los motivos de su visita. Poe así lo hizo, dándole su nombre y, exagerando un poco, asegurando ser subdirector del Dollar Newspaper, a quien el periódico había asignado aquella entrevista.
—Y ahora, señora, con respecto a esa historia que circula acerca de un entierro prematuro...
Ella se había acercado mucho a él, pero cuando Poe la miró, retrocedió. Le hizo el efecto al escritor de que su aliento bastó para alejarla como si fuese una pluma, pero al acordarse de la salchicha de ajo que le había dado Pemberton, experimentó una gran contrariedad. Como en confirmación de esta idea, la señora le ofreció vino... como si quisiera atenuar con él su mal aliento.
—¿Le gustaría una copita de vino de Canarias, Mr. Poe? —le dijo, abriendo una puerta lateral. El la siguió a una habitación empapelada de azul pálido. Estaba bañada en la claridad lunar que, al reflejarse en el papel, producía el efecto de una luz artificial. Aquel era el resplandor que él había visto desde fuera. Su anfitriona tomó una botella de una mesa sin mantel, escanció vino en un vasito de metal y se lo ofreció.
Poe lo hubiera bebido con mucho gusto, pero acababa de prometer solemne y sinceramente a su esposa enferma que no probaría ni un sorbo de la bebida que tan fácilmente lo afectaba. Sus labios sedientos se movieron para decir:
—Se lo agradezco mucho, pero soy abstemio.
—Ah —dijo ella, sonriendo y mostrando una blanca dentadura. Y luego dijo—: Soy Elva Gauber... la esposa de John Gauber. Lo que usted me pregunta no puedo explicárselo claramente, pero es cierto. Mi marido fue enterrado en el cementerio luterano de Eastman...
—Oí decir, Mrs. Gauber, que la persona enterrada pertenecía al sexo femenino.
—No, fue mi marido. Estaba enfermo, y de repente se quedó frío e inmóvil. Un médico, el doctor Mechem, certificó su muerte, y lo enterramos bajo una lápida de mármol en el panteón familiar. —Hablaba con voz cansada pero tranquila—. Esto ocurrió poco después de Año Nuevo. El día de San Valentín le llevé flores, y oí golpes y movimientos bajo la lápida. Hice que la levantasen y él sigue viviendo... en cierto modo... hasta hoy.
—¿Hasta hoy? —repitió Poe—. ¿En esta casa?
—¿Le gustaría verle y hablar con él?
El corazón de Poe se puso a palpitar tumultuosamente y un escalofrío recorrió su espinazo. Era propio de él que estas sensaciones le produjesen placer.
—No desearía nada mejor —aseguró a la señora, y ella se dirigió entonces hacia otra puerta, que daba al interior de la casa.
Después de abrirla, se detuvo en el umbral, como si hiciera acopio de valor para zambullirse en unas aguas turbulentas. Luego empezó a bajar por una escalera. Poe la siguió, cerrando sin darse cuenta la puerta a sus espaldas. La oscuridad de la medianoche, de la prisión —o de la tumba— cayó inmediatamente sobre la escalera. Elva Gauber le dijo en un susurro:
—No... deje entrar... la luz de la luna...
Y se desplomó fláccidamente, para caer rodando por la escalera. Aterrorizado, Poe avanzó a tientas en su seguimiento. La encontró acurrucada junto a una puerta, al pie de la escalera, medio apoyada en el quicio. La tocó, notándola fría y rígida, sin movimiento ni la elasticidad propia de la vida. La flaca mano del escritor buscó y encontró el pestillo de la puerta, y la abrió. Entró un débil rayo de luz lunar, y arrastró a la mujer hasta él. Casi inmediatamente ella exhaló un profundo suspiro, levantó la cabeza y se incorporó.
—Qué estúpida he sido —dijo con voz ronca, como si quisiera disculparse.
—Fue mía la culpa —contestó Poe—. Es natural que lo sucedido haya afectado a sus nervios y su salud. La súbita oscuridad... este lugar cerrado... la impresionaron—. Buscó en su bolsillo la cajita de yesca—. Permítame que encienda una luz.
Pero ella le detuvo alzando una mano.
—No, no. Con la luna basta.
Se acercó entonces a un pequeño ventano oblongo empotrado en la pared. Sus manos, delgadas como las de Poe, de uñas largas y descuidadas, se aferraron al alféizar. Su rostro, bañado por la luz de la luna, pareció recuperar su energía y su calma. Respiró profundamente, casi con voluptuosidad.
—Ya estoy repuesta —dijo—. No se preocupe por mí. No se acerque, por favor.
El había olvidado que su aliento olía a ajo, y se apartó confuso. Aquella mujer debía de ser tan sensible a aquel olor como... como... ¿qué era lo que no podía soportar el olor de ajo? Poe no podía recordarlo, pero esto le dio tiempo para observar que se encontraban en un sótano de paredes de piedra y piso de tierra. En un rincón se oía gotear el agua, y vio un oscuro charco fangoso. Junto a éste, en un hueco de la pared, vislumbró lo que parecía una ventana cegada por gruesas y anchas tablas, clavadas transversalmente. Pero una ventana no hubiera estado tan baja. En la atmósfera flotaba un olor de tierra y de lugar cerrado, como si allí no hubiese entrado el aire fresco desde hacía varias décadas.
—¿Su marido está aquí? —inquirió.
—Sí —contestó ella, dirigiéndose a la trampilla, descorriendo el pasador que la sujetaba y abriéndola.
La trampa comunicaba con un lugar negro como la tinta, del que surgió un débil murmullo. Poe siguió a Elva Gauber, esforzando la vista. En un rincón con piso de piedra vio una yacija, en la que se hallaba tendido un hombre semidesnudo. Su palidez era la propia de un muerto y únicamente sus ojos, que entonces se abrieron, tenían vida. Miró a Elva Gauber y después a Poe.
—Vete —murmuró.
—Señor —dijo Poe, muy serio—, he venido para que usted me cuente cómo volvió a la vida en la tumba...
—Es una mentira —articuló el hombre de la yacija. Se debatió hasta incorporarse a medias, como si luchase contra un enorme peso que lo aplastara. La luz de la luna mostró su cuerpo demacrado y frágil. Su rostro huesudo y desdentado mostraba un horrible rictus como el de una calavera—. ¡Es mentira, le digo! —exclamó, con una súbita energía que podía muy bien ser la última—. Una mentira propalada por este monstruo que no es... mi esposa...
La trampa se cerró de golpe, ahogando los gritos del infeliz. Elva Gauber se volvió hacia Poe, dando un paso atrás para evitar que la alcanzase su aliento.
—Ya ha visto usted a mi marido —dijo—. Bonito espectáculo, ¿verdad, señor?
Poe no contestó y ella cruzó el piso de piedra en dirección a la puerta de la escalera.
—¿Quiere usted pasar primero? —le rogó—. Cuando llegue arriba, mantenga la puerta abierta, para que yo pueda tener...
Poe no entendió si decía «life» (vida) o «light» (luz). Era evidente que aquella mujer, que al principio incluso pareció acogerle con agrado, ahora trataba de ahuyentarlo. Sus ojos estaban fijos en él con expresión imperativa. Poe se inclinó ante su poder. Obedientemente ascendió por la escalera y mantuvo la puerta completamente abierta. Elva Gauber subió en su seguimiento. Al llegar al final de la escalera sus miradas volvieron a cruzarse. De pronto Poe tuvo una clara revelación de lo que eran aquellos impulsos mesméricos de los que él se ocupaba tantas veces con agrado en sus obras.
—Espero que su visita haya sido provechosa —dijo ella con voz tranquila—. Yo vivo sola aquí... sin ver a nadie, cuidando de esta pobre ruina que fue antaño mi marido, John Gauber. No tengo la cabeza muy clara y mis modales quizás no sean muy correctos. Le ruego que me disculpe. Buenas noches.
Poe se encontró fuera de la casa. De nuevo se había levantado viento. La puerta se cerró tras él y la llave rechinó en la cerradura. El aire fresco, el viento que azotaba su rostro y la ausencia de la mirada dominadora de Elva Gauber despejaron súbitamente su cerebro, y, como si despertara de un sueño, comprendió todo el alcance de lo que había ocurrido..., o mejor dicho, de lo que no había ocurrido. El había salido de su casa, en aquel desapacible anochecer de marzo, para investigar un caso de entierro prematuro. Le condujeron ante un ser moribundo y demacrado, que tachó de mentira la noticia. Después le apartaron bruscamente de su lado y lo devolvieron a la calle... impidiéndole investigar lo que tal vez hubiera sido una de las más extrañas aventuras ofrecidas por la suerte a un escritor. Pero, ¿podía dejar las cosas así? Decidió que de ningún modo podía dejarlas así. Aquello hubiera sido peor que desentenderse por completo del asunto.
Después de llegar a esta decisión, su mente formó con rapidez un plan. Se alejó de la puerta, y, en vez de salir por la verja, dio rápidamente la vuelta a la casa. Al llegar junto al pequeño ventano oblongo que estaba a nivel del suelo, se arrodilló junto a él. Agachando la cabeza, vio que el interior se distinguía claramente, gracias a la claridad lunar... fenómeno verdaderamente curioso, se dijo, puesto que generalmente el interior de una habitación sólo podía verse cuando en ésta había una luz. Pero consiguió discernir la puerta abierta que comunicaba con la escalera, el charco fangoso del rincón y la trampa levantada. Y en el nicho así revelado algo se hallaba agazapado sobre el frágil cuerpo de John Gauber. Algo que llevaba una falda larga y una cofia blanca... era Elva Gauber, que estaba inclinada, con el rostro muy próximo a la cara o el hombro de su marido. El corazón de Poe, que nunca había sido un órgano muy fuerte, empezó a latir desordenadamente. Se acercó más al ventanuco, para distinguir mejor lo que ocurría en el sótano. Su cuerpo se interpuso al paso de la claridad lunar. Elva Gauber alzó la cabeza y le miró. Tenía la cara tan pálida como la misma Selene. Y, como ésta, se veían en ella manchas irregulares. Se dirigió con rapidez, casi corriendo, hacia el ventano desde el cual atisbaba Poe. El pudo verla claramente y muy cerca. Su boca y mejillas estaban cubiertas de oscuras manchas, húmedas y pegajosas, que ella lamía con su lengua... ¡Sangre!
Poe se levantó de un salto y corrió a la parte delantera de la casa. Obligó a sus dedos delgados y temblorosos a asir el llamador golpeándolo pesadamente una y otra vez. Cuando vio que la llamada no surtía efecto, empujó la puerta con todas sus fuerzas... Pero ésta no cedió. Acercóse luego a una ventana, golpeó el vidrio con los nudillos, trató de introducir los dedos para levantarla, y, cuando se disponía a romper el vidrio con el puño, una silueta se movió al otro lado y lo levantó. Algo que parecía una serpiente pálida se disparó hacia él... y antes de que pudiera retroceder, unos dedos le sujetaron fuertemente por las solapas. Los ojos de Elva Gauber, arrojando llamas, se clavaron en los suyos. Se le había caído la cofia y sus negros cabellos surgían en desorden. La sangre aún goteaba de su boca y mejillas.
—Ha querido saber demasiado —le dijo con una voz tan mesurada y fría como las gotas que caen de un carámbano—. No le hubiera hecho nada, a causa del olor que usted exhala y que tanto me repele... el olor de ajo. Le hice ver un poco, lo suficiente para advertir a una persona prudente y obligarla a irse. Pero ahora... Poe trató de desasirse, pero la garra de la mujer parecía una trampa de acero. Una horrible mueca de triunfo contrajo su rostro, pero no podía acercarse a él... su aliento todavía olía a ajo.
—Míreme a los ojos —le ordenó—. Míreme... no puede negarse, no puede escapar. Morirá con John... y después de morir, ambos se convertirán en lo que yo soy. Mientras ustedes subsistan tendré dos fuentes de vida... y dos compañeros cuando mueran.
—Usted está loca, señora —dijo Poe, luchando contra el influjo avasallador de su mirada.
Ella soltó una risa voraz.
—Estoy tan cuerda como usted. Ambos sabemos que digo la verdad y que es inútil que trate de luchar. —Su voz se elevó un tanto—. Cuando yacía muerta en la tumba, por una rendija entró un rayo de luna que besó mis ojos. Entonces me desperté, oyeron mis golpes y me liberaron. Ahora, de noche, cuando luce la luna... ¡Uf! ¡Aparte su fétido aliento!
Con estas palabras volvió la cabeza. En aquel instante le pareció a Poe que caía un telón de profunda oscuridad. Con él se desplomó el cuerpo de Elva Gauber. Poe esforzó la vista en las súbitas tinieblas. La mujer había caído sobre el alféizar de la ventana, como un títere abandonado en su teatrillo. Sus garras seguían clavadas en las solapas de su traje, y él se fue desasiendo, levantando uno a uno los dedos fríos y acerados. Entonces se volvió y se dispuso a huir de aquel lugar de sombrío peligro para el cuerpo y el alma. Al volverse, vio lo que había causado las súbitas tinieblas. Una nube se había alzado desde el horizonte, desde el grueso y fuliginoso banco de nubes que advirtió allí al anochecer, y había cubierto la faz de la luna. Cuando se disponía a huir, Poe se detuvo, asaltado por un súbito pensamiento.
Con mirada pensativa calculó la velocidad y el tamaño de la nube. Esta velaba la luna y continuaría ocultándola durante unos diez minutos. Y durante aquel tiempo, Elva Gauber permanecería tendida en el suelo, sin vida. Le había dicho la verdad al revelarle que la luna la reanimaba. ¿No cayó como fulminada en la escalera cuando ésta se quedó a oscuras? Poco a poco, Poe fue atando los cabos de aquella horrible historia. Fue Elva Gauber y no su marido quien murió y fue enterrada en el panteón familiar. La luz de la luna la devolvió a la vida, o a una parodia de vida. La luz de la luna tiene una fuerza desconocida... hacía aullar a los perros, ponía furiosos a los locos, infundía temor, la negra melancolía o el éxtasis. Decían las antiguas leyendas que hacía nacer a las hadas, provocaba la metamorfosis de los hombres lobos y permitía a las brujas que cabalgasen en sus escobas. Seguramente era también la fuente de la energía y el mal que animaban lo que había sido el cadáver de Elva Gauber... y él, Poe, no debía detenerse allí en inútiles cavilaciones.
Apeló a todo su valor y se izó al alféizar, pasando junto al cuerpo inerte de la mujer. Avanzó a tientas por la habitación en busca de la puerta del sótano, la abrió, bajó por la escalera, atravesó la puerta inferior y penetró en el recinto de paredes de piedra. Estaba todo oscuro al no haber luna. Poe se detuvo un momento para sacar su caja de yesca, encender luz y arrimarla al extremo de un trapo fuertemente retorcido. Así consiguió una luz débil pero sostenida, que le permitió hallar su camino hasta la trampa. La abrió y tocó el hombro huesudo de John Gauber.
—Levántese —dijo—. Vengo a salvarle.
Aquel rostro de calavera se movió débilmente para mirarle. El infeliz consiguió articular entrecortadamente:
—Es inútil... No puedo moverme... Sólo si ella lo permite. Me mantiene aquí con sus ojos... sin dejarme morir. Hubiera muerto ya hace tiempo, pero ella...
Poe pensó en una perversa araña que hubiese paralizado a un desgraciado insecto en su red, donde lo tenía prisionero para cebarse en él. Se inclinó y acercó la luz al cuello de Gauber. Este mostraba innumerables heriditas redondas, de algunas de las cuales todavía brotaban gotas de sangre. Dio un respingo, pero se mantuvo firme en su propósito.
—Déjeme adivinar la verdad —dijo rápidamente—. Cuando sacaron a su esposa de la tumba, y la trajeron a su casa, parecía estar viva. Lo tiene a usted hechizado, o sometido a su voluntad... ha hecho de usted su desvalido prisionero. Esto no tiene nada de imposible. He estudiado mesmerismo, y no es el primer caso.
—Así es —murmuró John Gauber.
—Y todas las noches viene a chuparle la sangre.
Gauber hizo un débil gesto de asentimiento.
—Sí. Ahora mismo había empezado a hacerlo, cuando de pronto echó a correr escaleras arriba. No tardará en volver.
—Muy bien —dijo Poe, ceñudo—. Quizás se encontrará algo que no espera. ¿Ha oído usted hablar de vampiros? Probablemente no, pero yo también los he estudiado. Empecé a entrar en sospechas cuando observé que el olor del ajo la repelía. Los vampiros yacen inmóviles de día y de noche salen en busca de sangre. Son hijos de la luna... y su alimento es la sangre. Venga.
Poe se interrumpió, apagó la luz y levantó al desgraciado en sus brazos. Gauber era más liviano que un niño. El escritor lo llevó al refugio que ofrecía la arcada de la escalera, y una vez allí lo sentó apoyado en la pared. Luego lo cubrió con su amplia capa. En la semioscuridad reinante, el color gris de la capa se confundía con las piedras grises del muro. Gauber pasaría totalmente desapercibido. Acto seguido Poe se despojó de su levita, el chaleco y la camisa. Hizo un lío con sus ropas y las ocultó en las profundas sombras que había debajo de la escalera. Luego se incorporó, desnudo de medio cuerpo para arriba. Su piel era casi tan pálida y exangüe como la de Gauber. Su pecho y sus brazos casi tan flacos y descarnados como los de éste. Se atrevió a pensar que de momento ella lo confundiría con su infeliz marido. En el sótano volvió a entrar a raudales la claridad lunar. La nube había terminado de pasar sobre la faz de la luna. Poe aguzó el oído. Oyó arrastrarse a alguien en el piso superior, y después ruido de pasos.
Elva Gauber, la chupadora de sangre, había revivido. Había llegado el momento. Poe corrió al nicho, se metió en él y cerró la trampa. Sonrió, compartiendo una horrible paradoja con las tinieblas que le rodeaban. Conocía todos los métodos clásicos para aniquilar a los vampiros... clavarles una estaca en el corazón, rociarlos con agua bendita, someterlos al efecto de las oraciones o del fuego. Pero él, Edgar Allan Poe, había inventado un nuevo método. Eran incontables las historias que hablaban de horribles demonios agazapados en espera de un hombre normal, pero... ¿quién oyó hablar jamás de un hombre normal agazapado en espera de un demonio? Aunque la verdad era que él nunca se había considerado normal, ni por su espíritu, su cerebro o sus gustos. Se extendió con los pies juntos y las manos cruzadas sobre su estómago desnudo. Esta era la posición que tendría en la tumba, pensó. Acudió a su mente unos versos de un poeta llamado bryant, publicados hacía tiempo en una revista de Nueva Inglaterra... Tinieblas agobiantes en la angosta mansión. La atmósfera de aquel negro agujero también era agobiante, y tan angosto, que apenas podía moverse. Casi con histerismo, rechazó la idea de que se hallaba enterrado en vida. Para romper aquel espantoso hechizo, que le obsesionaba cuando dejaba de pensar en Elva Gauber, se volvió de costado, de cara a la pared, cubriéndose la mejilla y la sien con su brazo desnudo.
Cuando su oreja se apoyó en el mohoso camastro, el suelo le transmitió de nuevo el eco de pisadas, unas pisadas que descendían por la escalera. Eran rítmicas y confiadas, presurosas, como dominadas por el ansia. Elva Gauber venía a proseguir su festín interrumpido. La oyó cruzar el sótano sin detenerse ni volverse... sin advertir a su marido, tapado con la capa en el hueco de la escalera. Las pisadas se acercaron a la trampa y Poe oyó cómo sus manos buscaban el cierre. Una clara luz azul inundó la estrecha mazmorra. Una sombra cayó sobre él. Su imaginación, yendo más allá de la realidad, le susurró al oído que aquella sombra pesaba como el plomo... era opresiva y siniestra.
—John —le susurró al oído la voz de Elva Gauber—, ya he vuelto. Sabes por qué... Y para qué—. Hablaba con voz ansiosa, que parecía brotar a través de unos labios entreabiertos y temblorosos—. Vuelves a ser mi única fuente de poder. Esta noche creía que un extraño... pero se fue. Además, exhalaba un olor pestilente.
Su mano le acarició la piel del cuello, como el matarife que pasa la mano por el cuerpo de la bestia condenada.
—No te apartes de mí, John —ordenó con una voz de áspera burla—. Ya sabes que de nada te servirá. Esta noche hay luna llena, y mi poder es ilimitado. —Trató de apartarle el brazo que le cubría el rostro—. Nada ganarás con...
Se interrumpió, horrorizada. Y después profirió un grito espeluznante:
—¡Tú no eres John!
Poe se volvió con presteza y sus manos que parecían las garras de un pájaro la sujetaron fuertemente... una por sus desordenados cabellos, mientras los dedos de la otra se hundían en la gélida carne de su brazo. El grito se convirtió en un horrible estertor. Poe arrastró a su cautiva con violencia hacia el interior de la celda, apelando a todas sus fuerzas. Los pies de la mujer se levantaron del suelo y cayó al interior del angosto recinto, pasando por encima del cuerpo tendido de Poe. Chocó contra las piedras del fondo con una fuerza capaz de romperle todos los huesos del cuerpo, y su cuerpo hubiera caído sobre Poe si éste, en el mismo momento, no la hubiese soltado para escurrirse velozmente por el suelo del sótano. Con prisa frenética agarró el borde de la trampa levantada, mientras Elva Gauber se incorporaba sobre manos y rodillas, entre las ropas en desorden de la yacija, pero al instante siguiente Poe cerró la trampa de golpe. Ella se arrojó contra las tablas desde el interior, aporreándolas y gimiendo como un animal caído en la trampa. Era casi tan fuerte como él, y por un instante creyó que lograría salir del nicho. Pero, sudoroso y jadeante, empujó las tablas con el hombro, clavando sus pies en el suelo. Sus dedos encontraron el pasador, lo levantaron y lo empujaron hasta cerrarlo.
—Es oscuro —gemía Elva Gauber en el interior—. Es oscuro... sin luna...
Su voz se apagó. Poe se dirigió a la fangosa charca del rincón y metió en ella sus manos. El fango no era muy espeso pero podía modelarse. Recubrió con él las tablas de la trampa, tapando grietas y rendijas. Empleando las manos como paletas, cubrió la trampa de una gruesa capa de fango, sin olvidar sus bordes.
—Gauber —musitó, casi sin aliento—. ¿Cómo está usted?
—Muy bien... creo.
La voz era extrañamente fuerte y clara. Mirando sobre el hombro Poe vio que Gauber se había levantado por sí mismo, aún pálido pero aparentemente firme.
—¿Qué hace usted? —le preguntó.
—La estoy emparedando —contestó Poe, recogiendo más barro—. Emparedándola para siempre, con su maldad.
Tuvo un momentáneo destello de inspiración, el simbólico germen de una historia: en ella, un hombre emparedaba a una mujer en un hueco de un muro, encerrando con ella a la encarnación del mal... tal vez bajo la forma de un gato negro. Deteniéndose por fin para tomar aliento, sonrió, satisfecho de su obra. Y pensó que incluso bajo el más grave peligro, en los momentos de más riesgo y temor, tenía que imaginar nuevos argumentos para sus historias.
—Nunca podré agradecérselo lo bastante —le dijo Gauber—. Creo que ahora todo irá bien... si conseguimos que ella no salga de aquí.
Poe aplicó el oído a la trampa.
—No se oye ni un susurro. Ahora ya no recibe la luz de la luna... que era la fuente de su vida y su poder. ¿Puede usted ayudarme a vestirme? Estoy helado.
Su suegra le esperaba a la puerta cuando regresó a la casa de Spring Garden Street. Bajo su blanca cofia de viuda, el enérgico rostro de la mujer mostraba una gran preocupación.
—¿Eddie, te encuentras mal?—. En realidad, con esto ella quería preguntarle si había estado bebiendo. Una simple mirada bastó para tranquilizarla—. Ya veo que estás bien —se contestó a sí misma—. Pero como llevabas tanto tiempo fuera de casa... Y además vienes muy sucio, Eddie... tienes las ropas hechas una lástima. Pasa a lavarte.
El entró en su seguimiento y vio cómo llenaba de agua caliente una palangana. Mientras se lavaba buscó una excusa... una mentira cualquiera... que había ido a dar un largo paseo en busca de inspiración, que sufrió un momentáneo desvanecimiento y se cayó en un charco fangoso.
—Voy a prepararte un buen café calentito, Eddie —le dijo la buena mujer.
—Gracias —repuso el escritor, dirigiéndose de nuevo a la habitación de la chimenea de pizarra.
Volvió a encender la vela, se sentó y tomó la pluma. Su mente se dedicaba a embellecer la repentina inspiración que tuvo en aquel tétrico momento, en el sótano de la mansión Gauber. Al día siguiente empezaría a darle forma. Confiaba que el United States Saturday Post se la aceptaría. ¿Qué título le podía poner? Podía titularla sencillamente «El Gato Negro». ¡Pero lo primero era lo primero! Mojó la pluma en el tintero. ¿Cómo empezar? ¿Qué final podía darle? ¿Cómo podría defenderse contra las crecientes acusaciones de locura, después de escribir y publicar semejante relato? Decidió no pensar en ello, si podía... buscar una sana compañía, comodidades y tranquilidad... escribir incluso algunos versos festivos, algún artículo o relato humorístico. Por primera vez en su vida, se sentía saciado de asuntos macabros. Rápidamente escribió el párrafo final.
Hay ocasiones en que, hasta examinándolo con el frío escalpelo de la razón, puede parecer un infierno el mundo de nuestra triste humanidad; porque la imaginación del hombre no es un mago que pueda impunemente explorar todas las cavernas. La tenebrosa legión de horrores que he descrito no es fantástica, pero es muy peligroso evocarla; porque asemejándose mucho a la de los demonios que acompañaron a Arasiab cuando bajó al Oxus, devoran al que los despierta.
Para el público, esto sería más que suficiente, decidió Edgar Allan Poe. En cualquier caso, le bastaría al Dollar Newspaper de Filadelfia. Su suegra entró entonces con el café.
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