martes, 9 de julio de 2024

Cuando se abrió la puerta. Sarah Grand (1854-1943)

Qué curiosos cuadros de la vida alcanzamos a veces a vislumbrar de improviso, escenas que destacan como un resplandor fugaz en la tupida masa de movimiento, en la aglomeración de detalles, en la inextricable confusión de asuntos humanos que se le ofrecen al observador de la gran ciudad. En medio del maremágnum, desde un cabriolé, desde el techo de un ómnibus, desde el andén de una estación del metropolitano en el interior de un vagón que se detiene un minuto, desde la acera en el interior de un coche atascado en el tráfico, de día y de noche, salidos de la rutina, de las actividades habituales que la gente desempeña con el humor y las frases normales y corrientes que se entretejen en el curso de una vida sana, saltan a la vista estos interludios de intensidad, inicios de episodios -trágicos, heroicos, idílicos, abyectos- o sus conclusiones, que hacen del viraje el punto crítico de una vida. Si es el principio, ¡cómo ansiamos conocer el desenlace! Si es el final, ¡qué no daríamos por saber cómo empezó todo!

Valga un ejemplo: volvía yo a casa, solo, bien entrada la noche, en un tren que había partido de las afueras, y casualmente me acomodé en un vagón ocupado por otros tres viajeros. Uno de ellos era un hombre de unos cuarenta años, de pelo moreno que ya encanecía y rostro agradable, de rasgos limpios, correctos. Los otros dos eran un matrimonio; el marido, de bastante más edad que la mujer. Tuve la impresión de que había surgido alguna desavenencia entre ambos antes de que yo entrase en el vagón, pues la dama parecía estar de mal humor y contrariada, y el caballero, por su parte, bastante alterado. Intercambió éste un par de palabras con el tercer pasajero, no obstante, revelando por el modo de hablar que eran conocidos y también, o así se me antojó a mí, con objeto de guardar las apariencias. La señora, por el contrario, no hizo intento alguno de disimular su ánimo, sino que viajó envarada y en silencio, con la mirada clavada en la oscuridad, hasta que el tren se detuvo y el marido le dio la mano para ayudarla a salir.

Los dos observamos cómo el matrimonio se alejaba; fue evidente que se reanudaba la disputa al cabo de unos cuantos pasos. Mi solitario compañero de viaje iba sentado enfrente de mí y, cuando la pareja dejó de verse, se encontraron nuestros ojos con una involuntaria mirada de comprensión, y él se encogió levemente de hombros.

-No me desagradaría darles a esos dos algún que otro consejo -se me escapó sin darme cuenta.
-¡Ah! -dijo él-. Tampoco a mí, pero en estos casos resulta de todo punto imposible.
-Estará usted pensando, supongo, que ellos conocen mejor que nadie sus propios asuntos -repliqué.
-En absoluto -respondió él-. Los espectadores son quienes mejor aprecian el lance, ¿sabe usted? Lo cual no obsta, sin embargo, para que ofrecer consejo a un matrimonio sea inútil en el mejor de los casos, más todavía cuando los dos se obcecan en un desatino -añadió-. Pero incluso las personas sensatas y movidas por las mejores intenciones cometen errores terribles, también en asuntos que les conciernen a ellos mismos y en los que sería de esperar que supiesen lo que hacen. Ese hombre que acaba de salir hace un momento vigila a su mujer, le impide hablar, sólo le permite salir a la calle si va acompañada, como si estuviese convencido de que, sin duda, se descarriaría en cuanto tuviese ocasión. La consecuencia es que ella comienza a verlo con desagrado y desprecio, y que tal vez él acabe induciéndola a hacer precisamente aquello contra lo cual tanto la guarda. No comprendo cómo un hombre puede desear tener una esclava, siempre a sus órdenes, por consorte. En lo que a mí respecta, prefiero a una mujer libre y me resisto a creer que libertad signifique libertinaje salvo en casos excepcionales.
-Pero en ese punto surge un problema, creo entender -observé yo-. ¿Cómo puede un hombre identificar qué caso resultará ser excepcional?
-Ah, en ese sentido no veo dificultad alguna -respondió-. Las muchachas dan en seguida indicación de su carácter; en cualquier caso, si no son personas formales, tenerlas bajo vigilancia permanente no las hará más dignas de confianza. No estoy diciendo, con todo, que debamos dejar que una muchacha joven e irreflexiva se las componga sola; lo que digo es que necesita un compañero, no un guardián. Aun así, como acabo de decir, la ordenación atinada de la vida matrimonial es un asunto en el que hasta los mejor intencionados pueden equivocarse. Yo me casé con una muchacha algo más joven que yo; le llevaba unos diez años. No creo que esas diferencias tengan demasiada importancia si los dos comparten gustos. Resultó, sin embargo, que no los compartíamos. A mí me llama la vida tranquila, dedicar todo el tiempo del mundo al arte y a la literatura, y no hay nada que me disguste más que matar el tiempo sosteniendo chácharas banales en entretenimientos que no entretienen a nadie. Mi mujer, por el contrario, tal y como descubrí al poco de casarnos, se aburre soberanamente con los libros y los cuadros, y está en la gloria cuando se encuentra en plena vorágine social. Pues bien, tras meditar sobre la cuestión llegué a la conclusión de que, en justicia, se imponía que ella no me exigiese a mí que alternase en sociedad y que yo no le exigiese a ella que se quedase en casa. Entre ambos existía afecto, pero a mi entender tal cosa no significaba que ninguno de los dos tuviese que pasarlo mal al verse obligado a amoldarse a los gustos y a los hábitos del otro, tan discrepantes de los suyos. El matrimonio debe ser una institución perfecta cuando se da una identidad total de intereses, pero, cuando no existe, no veo por qué los cónyuges han de llevar una vida desdichada. De manera que permití que mi mujer siguiese sus inclinaciones y yo seguí las mías; el arreglo pareció surtir un efecto bárbaro. Unas veces ella se habría llevado una alegría si yo la hubiera acompañado en sus salidas, otras veces a mí me habría gustado que ella se hubiese quedado conmigo en casa; de cuando en cuando nos adaptábamos a los deseos tácitos del otro y así lo hacíamos, pero la verdad es que esos sacrificios no servían de mucho. Se celebraba un baile de disfraces en una sala de fiestas pública y a ella le hacía especial ilusión asistir; me pareció que insinuaba que quizá podría ir con ella; si así fue, lo cierto es que no me di por aludido, pues me constaba que iba a aburrirme sobremanera.

»Fue al baile con un disfraz tan llamativo como logrado, un dominó gris plata con forro de seda rosa y ribete de encaje blanco. El abanico era de plumas blancas de avestruz y el antifaz llevaba un aplique de encaje que le cubría la boca. Aunque había estado muy emocionada con la idea del baile, cuando llegó la hora de la verdad parecía que no eran tantas las ganas de ir. Había acordado que se vería allí con unas amistades; yo le dije que la esperaría levantado y ella prometió volver temprano.

»Cuando se hubo ido, me sentí abatido sin que pudiese explicarme el porqué. Me acomodé con un libro y un puro, pero no conseguí concentrarme en ninguno de los dos. Trataba de leer, pero me distraía; al final tuve que darme por vencido y me limité a fumar y a meditar.

»Empecé a preguntarme qué estaría haciendo mi mujer en el baile y si habría encontrado a sus amigos sin novedad. Entonces se me ocurrió que, si por algún malentendido no lograsen encontrarse, la situación sería harto comprometida. A ese tipo de bailes públicos asiste gente de toda índole, a lo que se suma que las formas tienden a relajarse cuando hay máscaras de por medio. Mi mujer, aun oculta en su dominó, proyectaba una imagen de juventud y belleza. Tal vez fuesen a importunarla los granujas que infestan ese tipo de locales. En ese mismo momento quizá estaría bailando con alguna pareja de dudosísima reputación. ¿Había hecho bien al dejarla ir sola? Lancé el puro al hogar y me incorporé, aunque no tenía formada intención alguna; en honor a la verdad, me quedé inmóvil unos instantes, como a veces ocurre cuando nos enfrentamos a una dificultad, con el juicio del todo suspendido. Recordé entonces un disfraz que me había hecho para un baile de máscaras al que había asistido antes de conocer a mi mujer. Era de terciopelo negro, el atuendo de un caballero español del reinado de Felipe IV, la época de Velázquez, un traje bien bonito que había copiado de una pintura, confeccionado con maña. Fui a mi gabinete y allí lo encontré, en un baúl viejo, junto con la máscara que había llevado con él.

»Todavía era temprano. ¿Y si me disfrazaba y acudía yo también al baile? Mi mujer se había llevado el coche, pero cerca de allí había unas caballerizas en las cuales podría alquilar una berlina sin dificultad. Llamé al criado y lo envié a buscar una.

»El baile estaba animadísimo cuando llegué, pero, por enorme fortuna, prácticamente la primera persona a quien vi resultó ser mi mujer. El gris plata, el rosa claro, el encaje blanco y el abanico de avestruz formaban un disfraz muy distintivo; la reconocí al instante y me abrí paso entre el gentío para encontrarme con ella. Mas al acercarme reparé en que ella no podría reconocerme a mí. Jamás me había visto con aquella indumentaria; es más, cabía dar por hecho que ni siquiera sabía que la tenía; con todo y con eso, a pesar de que yo avanzaba directamente hacia ella y de que se había dado cuenta, no expresó objeción alguna. ¿Sería posible que permitiese a un desconocido dirigirse a ella, que llegase incluso a espolearlo al hacer gala de aquella actitud? Me traspasó el corazón tal punzada de espantosa duda que tomé la determinación de despejarla de una vez por todas con un experimento. Sin pararme a preguntarme si la maniobra era o no justa, me dirigí a ella con familiaridad, afectando la voz.

»-Se me hace que me estás esperando a mí -dije-. Haz el favor de decirme que así es.

»-Bueno, estoy esperando a que ocurra alguna cosa emocionante -respondió ella, disimulando también la voz; hablaba con el aplomo de quien está acostumbrado a ese tipo de entrevistas-, porque estar aquí sola no es nada divertido.

»Por un momento se esfumó el vulgar esplendor de la escena. Dejé de ver, de oír. Recobré los sentidos, no obstante, justo cuando la banda de música comenzaba a tocar, y así le pregunté, mecánicamente, si me concedía aquel baile.

»-Será un placer -respondió ella; en seguida me cogió del brazo y procedió a llevarme (en lugar de esperar a ser llevada), a través de la muchedumbre abigarrada que nos envolvía, hasta el salón de baile, con un desembarazo que me llenó de consternación. En su sano juicio siempre se había mostrado reservada con los desconocidos y yo jamás habría sospechado que una careta podría mudar las cosas de tal manera.

»Danzó con la ligereza de una bailarina y, cuando cesó la música, me pidió un vaso de hielo regado con licor y me indicó en qué dirección hallaría los refrigerios. Tras dar cuenta de todo lo que deseaba, que no fue poco, volvió a tomarme del brazo y empezamos a pasear. Parecía conocer el edificio como la palma de la mano, extremo este que me sorprendió, puesto que no imaginaba que hubiese estado allí con anterioridad. Se lo pregunté, no obstante.

»-¿Que si ya había estado aquí? -preguntó-. ¡Vaya si no! Vengo siempre que puedo.
»-¿Lo sabe tu marido? -me atreví a preguntar.
»-¡Ah, mi marido! -exclamó-. Pero ¿quién te ha dicho a ti que tengo marido, si puede saberse?
»-No me cabe duda de que una dama con unos encantos y unos modales tan cautivantes como los tuyos ha de tener marido -contesté yo.
»-¡Oh, vaya cortejador! -dijo-. ¡En fin! Qué distintos son los maridos y los amantes. ¿Verdad que las mujeres son tontas al casarse, cuando podrían ganarse la vida haciendo el amor?

»Mientras hablaba, me sujetó el brazo con ambas manos y levantó la vista para mirarme a los ojos con expresión seductora. ¿Era aquélla la verdadera, me preguntaba, mientras que la otra, la que yo conocía bien, no pasaba de ser una actriz que se ganaba el sustento con una comedia? No, me negaba a creerlo. Razoné conmigo mismo: aquel comportamiento y aquellos pareceres eran tan postizos como el traje, un aspecto más de la mascarada; pero ella no habría podido desenvolverse tan bien como lo hacía si careciese de gran experiencia, y acababa de confesar que frecuentaba aquel local, lo cual sugería la existencia de un engaño, que a mí me cogía de nuevas. De hecho, había querido salir aquella noche porque sería, o así me lo había dicho, el primer baile de máscaras al que asistía. ¡Qué necio, qué necio de solemnidad había sido yo al permitirle salir sola! Mas quizá fuera para bien. Yo ya sabía que era frívola, pero jamás había sospechado que fuese una libertina. Más aún, habría puesto la mano en el fuego por que era digna de toda confianza en cualquier situación, lo que significaba que me había tenido en el mayor de los engaños. A todas luces mis amistades lo sabían desde el principio y me compadecían como el necio ciego y pusilánime que era. Pero yo estaba conmocionado, se lo aseguro, y me debatía constantemente entre dos reacciones. Por un lado la censuraba sin paliativos; por el otro trataba de excusarla. Las apariencias en pleno hablaban contra ella, sin lugar a dudas, pero el hábito del amor y el respeto se resiste a cambiar en un segundo. A fin de cuentas, ¿acaso había hecho algo imperdonable? Sí, ciertamente se había expresado con vulgaridad, pero yo no me había aventurado en aquella dirección. Si me hubiese tomado la más mínima libertad en tal sentido, a buen seguro que ella se habría ofendido al instante. ¿O no?

»Me había puesto la mano sobre el brazo. Dudé un momento; a continuación se la cogí y estreché. Para horror mío, ella se rió y me devolvió la efusión.

»-Por fin despiertas, don Sombrío -dijo-. Ya estaba empezando a temer que fueses uno de esos seres que lo ven todo negro; te notaba tan frío y tan soso... Pero conmigo no hay pesimismos que valgan. En un periquete voy a espabilarte y levantarte el ánimo.

»Al oír tales palabras sentí una terrible conmoción, y tardé unos momentos en dar con el dominio de la voz. Era un hombre derrotado; no quería sino sentarme y echarme a llorar como un niño. Me embargaba la tristeza, no la ira. Cuando no queda esperanza, un hombre no se enfurece: se desmorona. Y aun así, pese a saber que no había esperanza alguna, me sentí como un jugador que se ve impelido a seguir apostando. Me propuse ir un poco más lejos, únicamente para concederle una última oportunidad.

»-Has conseguido animarme con tanta maestría que no deseo despedirme de ti -dije-, pero este gentío me impide concentrarme. Salgamos de aquí. Tengo un coche esperando: ¿vendrás a casa conmigo?
»-¡Vaya, el señor está nervioso! -dijo ella con una carcajada-. Estoy encantada, porque yo juraría, don Sombrío, que no estás acostumbrado a que una dama te dé un no por respuesta.
»-¿Por qué encantada? -quise saber.
»-Pues porque al verte nervioso se sabe que no te da igual, ¿entiendes? -dijo con malicia-. No soporto esos tipos de sangre fría a quienes les importa un bledo que vaya o deje de ir con ellos.
»-En ese caso seré de tu agrado -respondí con tristeza-, puesto que, como bien has advertido, a mí me importa sobremanera. ¿Vendrás?

»Volvió a reírse. ¡Santo cielo! ¿Significaba aquella risa que consentía? La conduje a la puerta principal con el ímpetu de un joven amante y ella no adujo la menor objeción. Comentó que me veía impaciente, y era verdad. Cada instante había pasado a ser una hora de tormento previo a la conclusión de aquella farsa atroz. Pero no podía ponerle fin allí mismo, en aquel mismo instante. Aquello era demasiado grave. Tenía que llevarla a casa. Yo mismo fui en persona al extremo de la calle a buscar la berlina alquilada, evitando así que se dijese mi nombre en voz alta, y di al cochero orden de que diese la vuelta mientas yo volvía para ayudarla a subir. Temía que se armase una escena en aquel local público si de improviso ella descubría mi identidad, y se me hizo eterno el tiempo que esperamos hasta que partimos. Con todo, llegó el momento de salir de allí y alejarnos de la muchedumbre; por espacio de unos minutos, sin embargo, me limité a ir sentado a su lado, incapaz de pronunciar palabra, y ella empezó a hacer nuevas bromas a propósito de mi melancolía. Entonces se dejó caer contra mí, sin que yo acertase a distinguir si se debía a una sacudida del coche o a la pura lascivia. Yo la rodeé con el brazo, de todos modos, y ella no protestó.

»-¿Dónde vives? -preguntó cuando nos acercábamos ya a la casa-. Estas calles son todas iguales y no distingo dónde estamos.
-Bien, lo cierto es que hemos llegado -respondí cuando el coche se detuvo. La ayudé a bajar y yo mismo abrí la puerta de la casa con mi propia llave. La luz del vestíbulo era tan tenue que tuve que llevarla de la mano escaleras araba hasta el estudio. Estaba completamente a oscuras, pero yo llevaba cerillas en el bolsillo y con ellas encendí el gas.

Me volví entonces hacia ella. Se reía con bobería por alguna cosa, pero parecía que no reconocía el lugar.

»-Y ahora, señora mía -dije con severidad-, fuera máscaras.

»Al momento procedió a quitarse la suya y se despojó del dominó.

»Yo la miré en hito, di un respingo, ¡me desplomé en una butaca! La mujer que tenía delante de mí era una completa desconocida, una criatura de cabello teñido, ojos sombreados y mejillas pintadas, en absoluto la clase de persona con la que uno se dejaría ver en público si en algo valorase su buen nombre, y, sin embargo, poco faltó para que me hincase de rodillas y besase la bastilla de su falda, tan grande fue mi alivio. ¡No lo olvidaré jamás! Durante unos minutos no pude pensar, no pude reaccionar, sólo puede seguir allí sentado con los ojos clavados en ella, sonriendo como un idiota. Ella se sintió halagada por aquella actitud mía, que malinterpretó como muda admiración, y adoptó, inmóvil, una pose teatral que afectaba timidez y coquetería, hasta que recobré el sentido.

»Mi primer pensamiento claro fue que debía deshacerme de ella cuanto antes. ¿Cómo proceder, sin embargo, para no someterla a una humillación? Traté de discurrir una excusa verosímil, pero, antes de dar con ninguna, un coche de caballos se paró delante de la puerta del piso de abajo, oí que una llave giraba en la cerradura, un susurro de seda, un paso liviano que subía la escalera. Mi mujer volvía temprano, tal como había prometido, y subía directamente al estudio.

»Tenía ya la mano en el picaporte y...

Calló en ese punto y miró por la ventanilla. El tren se había detenido, pero ninguno de los dos habíamos reparado en ello en su momento.

-¡Vaya! -exclamó-. ¡Pero si es mi estación! -dijo, y bajó de un salto justo en el instante en que el tren reanudaba la marcha.

No lo he vuelto a ver; no cuento con volver a encontrármelo nunca. Por eso doy por hecho que pasaré lo que me queda de vida atormentado por la conjetura de lo que ocurrió cuando se abrió aquella puerta.


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