viernes, 2 de agosto de 2024

El fantasma acusador. Daniel Defoe (1659-1731)

Escuché una historia, que creo verdadera, de cierto hombre a quien llevaron a la corte de justicia bajo sospecha de asesinato, la cual, sin embargo, sabía él que no había poder humano capaz de comprobar. Cuando llegó a declarar alegó no ser culpable y la corte comenzó a perderse en búsqueda de pruebas, pero sólo descubrieron sospechas y circunstancias aparentemente verdaderas. Sin embargo, teniendo, como tenían, testigos, los examinaron como es de costumbre, de pie sobre un pequeño escalón, para que fueran visibles ante toda la sala.

Cuando el tribunal pensó que ya no tenía más testigos para examinar y que pronto el hombre sería liberado, éste hizo un brusco movimiento hacia el tribunal, como si estuviera asustado. Pero, recobrando su compostura, estiró un brazo hacia el lugar donde los testigos se ponen de pie para dar su testimonio en los juicios y, señalando con la mano, dijo en voz alta:

- Señor, ¡esto no es justo! Esto no está de acuerdo con la ley. Ése no es un testigo legal.

La corte estaba atónita y no podía entender qué quería decir el acusado. Pero el juez, un hombre de mayor penetración, aceptó la insinuación y conteniendo a uno del tribunal que estaba por hablar y que tal vez haría entrar en razón al hombre, dijo:

- ¡Silencio! Este hombre ve algo que nosotros no vemos. Empiezo a entenderlo. - Y después, hablándole al prisionero preguntó -: ¿Por qué no es un testigo legal? Yo creo que la corte le permitirá testimoniar con todo derecho cuando venga a declarar.
- ¡Oh, Señoría! No es justo. No puede permitírsele - dijo el prisionero, con una confusa ansiedad en su semblante que mostraba tener un corazón audaz, pero una conciencia culpable.
- ¿Por qué no, amigo? ¿Qué razones dais para ello? - preguntó el juez.
- Su Señoría, no puede permitírsele a ningún hombre ser testigo de su propio caso. Él es parte, señor, no puede ser testigo.
- Os equivocais - dijo el juez -, porque vos estáis acusado en nombre del Rey, y el hombre puede ser testigo del Rey, como en el caso de un asalto en un camino; nosotros siempre admitimos que la persona asaltada es testigo legal: sin esto ningún salteador podría ser convicto. Pero oiremos lo que tiene que decir cuando sea examinado.

Así habló el juez, con tal gravedad y de manera tan sencilla y natural, que el criminal contestó:

- Bien, si vos permitís que él sea testigo legal, entonces yo soy hombre muerto.

Dijo las últimas palabras con voz más baja que el resto, pero sin pedir una silla para sentarse. La corte ordenó que le trajeran asiento, pues si no lo hubiese tenido se hubiera desplomado sobre la plataforma. Cuando se hubo sentado, todos observaron que mostraba gran consternación y que levantaba las manos repetidas veces, pronunciando una y otra vez las palabras «Hombre muerto, hombre muerto».

El juez se sentía algo perdido, sin saber como actuar, y toda la corte parecía sumida en una extraña perplejidad, aunque nadie veía otra cosa que el hombre en el estrado.

Al fin el juez le dijo:

- Mirad, Mr... - llamándolo por su nombre -. Solo conozco un camino para vos y lo leeré en las Escrituras.

Y así, pidiendo la Biblia, buscó el libro de Josué y leyó el versículo VII:19: Y Josué dijo a Acán: Hijo mío, da gloria al Señor Dios de Israel, y confiesa y declárame qué has hecho: no me lo encubras.

Ante esto el criminal autocondenado estalló en lágrimas y tristes lamentaciones por su miserable condición, e hizo una confesión completa de su crimen. Y cuando lo hubo hecho, dio la siguiente relación de su caso y las razones que tenía para estar bajo la influencia de tal sorpresa y presión: que él había visto a su víctima de pie en el estrado de los testigos, lista para ser interrogada en contra de él y dispuesta a mostrar el cuello que el prisionero le había cortado; y según dijo, contemplándole de lleno con un terrible continente. Esto lo sumió en confusión, como bien podría suponerse, y sin embargo no hubo real aparición, ni espectro, ni fantasma ni trasgo. Todo había sido figurado por la fuerza de su propia culpa y la agitación de su alma excitada y sorprendida por influjo de la conciencia.


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