jueves, 22 de agosto de 2024

Selección de "Cartas a una amiga desconocida". Alicante (noviembre de 1926). Antoine de Saint-Exupéry (1900-1944)

La Ibense
Fábrica de helados finos
Casa central
Méndez Núñez, 4


Ayer te escribí tres cartas que fui luego rompiendo en pedazos, una detrás de otra. Es inútil decir demasiadas cosas. Después te telefoneé.

Ahora te escribiré una carta mucho más impersonal porque me doy cuenta de que no se puede contar mucho contigo. Necesitas reunir demasiadas condiciones favorables para poder poder ayudar a alguien. No puedes escribir «porque sí», ya habías intentado explicarme esto, pero yo no lo había entendido. En aquel momento sólo me alejaba hasta Asnieres o Bois-Colombes. Ahora es completamente distinto, Rinette.

Yo no sé muy bien por qué escribo. Tengo mucha necesidad de un amigo a quien confiar las casitas que ocurren. Con quien compartir. No sé por qué te he escogido a ti. Me resultas tan extraña. Mi papel rechaza las frases. Ya no puedo imaginarte, inclinado el rostro, leyendo, comunicarte generosamente mi sol, mis pastelitos, mis sueños. Escribo lentamente una carta, como para despertarme, sin creer demasiado en lo que hago. Posiblemente me escriba a mí mismo.

No me marcho el miércoles sino el viernes. Me gusta que sea pasada la medianoche. Me recuerda mis sueños de viaje, cuando era niño. A la luz de una lámpara, en el campo. Cuando los «mayores» juegan al bridge y los niños se vuelven formales. La China era verde, el Japón azul, dos profundas manchas. En la otra página se leía: «Los malasios tienen los ojos negros», «los haitianos tienen los ojos azules». Seguro que me lío ahora con los colores, pero estoy seguro de que entonces comprendí que nunca había visto realmente un verdadero ojo azul, un verdadero ojo negro. Los que tenía a mi alrededor no eran más que plagios. Ahora vaya conquistarlos.

Existe otra forma de viajar y ayer me fui muy lejos. Tan lejos que todavía me encuentro un poco al margen, un poco distante, un poco indulgente. Pensé como nunca que me mataba, más que el día en que me rompí la crisma. Bajaba de una altura de tres millas cuando sentí un choque -pensé que se trataba de una rotura- y mi avión se fue descomponiendo progresivamente. Hacia las dos millas tenía los mandos bloqueados, sin latitud. Vi la barrena tan segura que con un lápiz escribí en un lugar bien visible del cuadro de mandos «Rotura. Buscadla. No puedo evitar la caída». No quería que me acusaran de matarme por imprudencia. Esta idea me molestaba. Miré con una especie de extrañeza los campos en los que iba a estrellarme. Era una sensación nueva para mí. Sentía cómo iba empalideciendo, cómo se me helaba la sangre de puro miedo. Un miedo sin fondo pero sin ser odioso. Una comprensión nueva, indefinible.

No se trataba de una rotura y pude mantenerme hasta llegar al suelo. Pero no lo pensé ni por un segundo. Al saltar del avión no dije nada. Estaba desdeñoso hacia todo y pensé que no me comprenderían nunca. Al menos en lo esencial. En qué mundo acaba de entrar de carambola. Un mundo que no se puede describir. La impotencia de las palabras para explicar aquellos campos, aquel sol encalmado. Cómo decir: «Comprendí los campos, el sol...» Y sin embargo era verdad. Durante unos segundos presentí en su plenitud la calma exuberante del día. Un día sólidamente construido, como una casa, en el que me encontraba bien, como en mi casa, del que sería expulsado. Un día con su sol de la mañana, la altitud de su cielo, y la tierra en la que tejían apaciblemente los finos surcos. ¡Qué profesión tan feliz!

Ahora, por las calles, me encontraba con los barrenderos que limpiaban su parte de esta misma tierra. Les estaba agradecido. Y los guardianes de la ciudad que aseguran la paz en un área de cien metros. Tiene mucho sentido ordenar de esta forma esta casa. Había regresado. Me sentía protegido. Amaba la vida.

Y tú no me comprenderás, ni nadie. Quisiera obligar a alguien a que me comprendiera. ¿Por qué tienes que ser tú, si te da igual, si estarás distraída?

Esto me recuerda un rostro. Acababa de decir algo tan esencial para mí, tan ansioso, que miraba como mi pensamiento se continuaba bajo este rostro. Leía en sus muecas todo lo que mi pensamiento despertaba en él. De golpe vi como se desvanecía
en la arena. No dejaba tras de sí ni rastro de placer, ni rastro de fastidio, ni esfuerzo por comprender. Sentí el momento exacto de la distracción. Una distracción tan veloz que tenía un sentido y soñé con esta expresión maravillosa: «apartar una nube de su frente». Un campo de trigo bajo una luz cambiante.

Me llevo a Nietzsche bajo el brazo. Me gusta inmensamente este tipo. Y esta soledad. Me echaré en la arena, en Cap Juby y leeré a Nietzsche. Tiene cosas que adoro: «Mi corazón en el que se consume mi verano, este verano corto, cálido, melancólico y feliz... » Quisiera que compartieras esta pasión, pero no compartes gran cosa.

Antoine

No pienso que vayas a contestarme esta carta porque, si me escribiste ayer, ya has cumplido con tu deber.


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